En verdad no salió tan mal parado al fin de cuentas. Como descubrió más tarde, sólo tendría que lamentar el robo de un caballo. Los otros habían sido ahuyentados, o habían huido, dominados por el miedo, y los encontraron vagando en diferentes lugares del País de Bree. Los poneys de Merry habían escapado juntos y en definitiva (pues eran animales sensatos) tomaron el camino de las Quebradas en busca de Gordo Terronillo. De modo que pasaron un tiempo al cuidado de Tom Bombadil y estuvieron bien. Pero cuando le llegaron las noticias de lo que había ocurrido en Bree, Tom se los envió en seguida de vuelta al señor Mantecona, que de este modo obtuvo cinco poneys excelentes a muy buen precio. Tuvieron que trabajar mucho más en Bree, pero Bob los trató bien, de modo que en general fueron afortunados: escaparon a un viaje sombrío y peligroso. Pero no llegaron nunca a Rivendel.
Mientras, sin embargo, el señor Mantecona dio el dinero por perdido, para bien o para mal. Y ahora tenía nuevas dificultades. Pues cuando los otros despertaron y se enteraron del asalto a la posada, hubo una gran conmoción. Los viajeros sureños habían perdido varios caballos y culparon al posadero a gritos, hasta que se supo que uno de ellos había desaparecido también en la noche, nada menos que el compañero bizco de Bill Helechal. Las sospechas cayeron sobre él en seguida.
—Si andan en compañía de un ladrón de caballos y lo traen a mi casa —dijo Mantecona, furioso—, son ustedes los que tendrían que pagar todos los daños y no venir a gritarme. ¡Vayan y pregúntenle a Helechal dónde está ese guapo amigo de ustedes!
Pero parecía que el hombre no era amigo de nadie, y nadie podía recordar cuándo se había unido a ellos.
Luego del desayuno los hobbits tuvieron que empacar otra vez y hacer acopio de nuevas provisiones para el viaje más largo que los esperaba ahora. Eran ya cerca de las diez cuando al fin partieron. Por ese entonces ya todo Bree bullía de excitación. El truco de la desaparición de Frodo; la aparición de los Jinetes Negros; el robo en los establos; y no menos la noticia de que Trancos el montaraz se había unido a los misteriosos hobbits: había bastante para alimentar unos cuantos años poco movidos. La mayor parte de los habitantes de Bree y Entibo y aun muchos de Combe y de Archet se habían apretujado a lo largo del camino para ver partir a los viajeros. Los otros huéspedes de la posada estaban en las puertas o se asomaban a las ventanas.
Trancos había cambiado de idea y decidió dejar Bree por el camino principal. Todo intento de salir inmediatamente al campo sólo empeoraría las cosas: la mitad de los habitantes los seguiría para saber a dónde iban e impedir que cruzaran por terrenos privados.
Los hobbits se despidieron de Bob y Nob y agradecieron cordialmente al señor Mantecona.
—Espero que nos encontremos de nuevo un día, cuando haya otra vez felicidad — dijo Frodo —. Nada me gustaría más que pasar un tiempo en paz en la casa de usted.
Partieron a pie, inquietos y deprimidos, bajo las miradas de la multitud. No todas las caras eran amistosas, ni todas las palabras que les gritaban. Pero la mayoría de los habitantes de Bree parecían temer a Trancos y aquellos a quienes él miraba a los ojos cerraban la boca y se alejaban. Trancos marchaba a la cabeza con Frodo; luego venían Merry y Pippin y al fin Sam, que llevaba el poney, cargado con todo el equipaje que se habían animado a ponerle encima; pero el animal parecía ya menos abatido, como si aprobara este cambio de suerte. Sam masticaba una manzana con aire ensimismado. Tenía un bolsillo lleno, regalo de despedida de Bob y Nob. "Manzanas para caminar y una pipa para descansar", se dijo. "Pero tengo la impresión de que me faltarán las dos cosas dentro de poco."
Los hobbits no prestaron atención a las cabezas inquisitivas que miraban desde el hueco de las puertas, o que asomaban por encima de cercas y muros, mientras pasaban. Pero cuando se aproximaban a la puerta de trancas, Frodo vio una casa sombría y mal cuidada escondida detrás de un seto espeso: la última casa de la villa. En una de las ventanas alcanzó a ver una cara cetrina de ojos oblicuos y taimados, que en seguida desapareció. "¡De modo que es aquí donde se esconde ese sureño!" pensó. "Se parece bastante a un trasgo."
Por encima del seto, otro hombre los observaba descaradamente. Tenía espesas cejas negras y ojos oscuros y despreciativos y boca grande, torcida en una mueca de desdén. Fumaba una corta pipa negra. Cuando ellos se acercaron, se la sacó de la boca y escupió.
—¡Buen día, Patas Largas! — dijo —. ¿Partida matinal? ¿Al fin encontraste unos amigos?
Trancos asintió con un movimiento de cabeza, pero no dijo nada. —¡Buen día, mis pequeños amigos! —dijo el hombre a los otros—. Supongo que ya saben con quién se han juntado. ¡Don Trancos-sin-escrúpulos, ése es! Aunque he oído otros apodos no tan bonitos. ¡Tengan cuidado, esta noche! ¡Y tú, Sammy, no maltrates a mi pobre y viejo poney! ¡Puf!
El hombre escupió de nuevo. Sam se volvió. —Y tú, Helechal —dijo—, quita esa horrible facha de mi vista si no quieres que te la aplaste.
Con un movimiento repentino, rápido como un relámpago, una manzana salió de la mano de Sam y golpeó a Bill en plena nariz. Bill se echó a un lado demasiado tarde y detrás de la cerca se oyeron unos juramentos.
—Lástima de manzana —se lamentó Sam y siguió caminando a grandes pasos.
Por último dejaron atrás la aldea. La escolta de niños y vagabundos que venía siguiéndolos se cansó y dio media vuelta en la Puerta del Sur. Ellos continuaron por la calzada durante algunas millas. El camino torcía ahora a la izquierda, volviéndose hacia el este mientras rodeaba la Colina de Bree y descendiendo luego rápidamente hacia una zona boscosa. Alcanzaban a ver a la izquierda algunos agujeros de hobbits y casas de la villa de Entibo en las faldas más suaves del sudeste de la loma. Allá abajo, en lo profundo de un valle, al norte del camino, se elevaban unas cintas de humo; era la aldea de Combe. Archet se ocultaba entre los árboles, más lejos.
Camino abajo, luego de haber dejado atrás la Colina de Bree, alta y parda, llegaron a un sendero estrecho que llevaba al norte.
—Aquí es donde dejaremos el camino abierto y tomaremos el camino encubierto —dijo Trancos.
—Que no sea un atajo —dijo Pippin—. Nuestro último atajo por los bosques casi termina en un desastre.
—Ah, pero todavía no me teníais con vosotros —dijo Trancos riendo—. Mis atajos, largos o cortos, nunca terminan mal.
Echó una mirada al camino, de uno a otro extremo. No había nadie a la vista y los guió rápidamente hacia el valle boscoso.
El plan de Trancos, en la medida en que ellos podían entenderlo sin conocer la región, era encaminarse al principio hacia Archet, pero tomar en seguida a la derecha y dejar atrás la aldea por el este y luego marchar en línea recta todo lo posible por las tierras salvajes hacia la Cima de los Vientos. De este modo, si todo iba bien, podrían ahorrarse una gran vuelta del camino, que más adelante doblaba hacia el sur para evitar los pantanos de Moscagua. Pero por supuesto, tendría que cruzarlos al fin y la descripción que hacía Trancos no era alentadora.
Mientras, sin embargo, no les desagradaba caminar. En verdad, si no hubiese sido por los acontecimientos perturbadores de la noche anterior, habrían disfrutado de esta parte del viaje más que de ninguna otra hasta entonces. El sol brillaba en un cielo despejado, pero no hacía demasiado calor. Los árboles del valle estaban todavía cubiertos de hojas de colores vivos y parecían pacíficos y saludables. Trancos guiaba sin titubear entre los muchos senderos entrecruzados; era evidente que abandonados a ellos mismos los hobbits se hubieran extraviado en seguida. El complicado itinerario tenía muchas vueltas y revueltas, para evitar cualquier persecución.
—Bill Helechal estaba espiándonos sin duda cuando dejamos la calzada —dijo Trancos—, pero no creo que nos haya seguido. Conoce bastante bien la región, pero sabe que no podría rivalizar conmigo en un bosque. Me importa más lo que Helechal podría decir a otros. Se me ocurre que no están muy lejos de aquí. Tanto mejor si piensan que nos encaminamos a Archet.
Ya fuese por la habilidad de Trancos o por alguna otra razón, ese día no vieron señales ni oyeron sonidos de cualquier otra criatura viviente; ni bípedos, excepto pájaros; ni cuadrúpedos, excepto un zorro y unas pocas ardillas. Al día siguiente marcharon en línea recta hacia el oeste y todo estuvo tranquilo y en paz. Al tercer día salieron del bosque de Chet. El terreno había estado descendiendo poco a poco desde que dejaran el camino y ahora entraban en un llano amplio, mucho más difícil de recorrer. Habían dejado muy atrás las fronteras del País de Bree y estaban en un desierto donde no había ningún sendero, ya cerca de los pantanos de Moscagua.
El suelo era cada vez más húmedo, barroso en algunos lugares, y de cuando en cuando tropezaban con charcos y anchas cañadas y juncos donde gorjeaban unos pajaritos escondidos. Tenían que cuidar dónde ponían los pies, para no mojarse y no salirse del curso adecuado. Al principio avanzaron rápidamente, pero luego la marcha se hizo más lenta y peligrosa. Los pantanos los confundían y eran traicioneros y ni siquiera los montaraces habían podido descubrir una senda permanente que cruzara los tembladerales. Las moscas empezaron a atormentarles y en el aire flotaban nubes de mosquitos minúsculos que se les metían por las mangas y pantalones y en el cabello.
—¡Me comen vivo! —gritó Pippin—. ¡Moscagua! ¡Hay más moscas que agua!
—¿De qué viven cuando no tienen un hobbit cerca? —preguntó Sam rascándose el cuello.
Pasaron un día desdichado en aquella región solitaria y desagradable. El sitio donde acamparon era húmedo, frío e incómodo y los insectos no los dejaron dormir. Había también unas criaturas abominables que merodeaban entre las cañas y las hierbas y que por el ruido que hacían parecían parientes endemoniados del grillo. Había miles de ellos, chillando todos alrededor,
nic-bric, bric-nic
, incesantemente, toda la noche, hasta poner frenéticos a los hobbits.
El día siguiente, el cuarto, fue poco mejor, y la noche casi tan incómoda. Aunque los nique-brique (como Sam los llamaba) habían quedado atrás, los mosquitos todavía los perseguían.
Frodo estaba tendido, cansado pero incapaz de cerrar los ojos, cuando creyó ver que en el cielo oriental, muy lejos, aparecía una luz; brillaba y se apagaba, una y otra vez. No era el alba, para la que faltaban todavía algunas horas.
—¿Qué es esa luz? —le preguntó a Trancos, que se había puesto de pie y ahora escrutaba la noche.
—No sé —respondió Trancos—. Está demasiado lejos. Parecerían relámpagos que estallan en las cimas de las colinas.
Frodo se acostó de nuevo, pero durante largo rato continuó viendo las luces blancas y recortándose contra ellas la figura alta y oscura de Trancos, erguida, silenciosa y vigilante. Al fin cayó en un sueño intranquilo.
No habían andado mucho en el quinto día cuando dejaron atrás los últimos charcos y las cañadas de los pantanos. El suelo comenzó a subir otra vez ante ellos. Al este, a lo lejos, podían ver ahora una cadena de colinas. La más alta estaba a la derecha de la cadena y un poco separada de las otras. La cima era cónica, un poco aplastada.
—Aquélla es la Cima de los Vientos —dijo Trancos—. El Viejo Camino que dejamos atrás a la derecha pasa no muy lejos por el lado sur. Llegaremos allí mañana al mediodía, si continuamos en línea recta. Supongo que es lo mejor que podemos hacer.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Frodo.
—Quiero decir que no sabemos a ciencia cierta qué encontraremos allí. Está cerca del camino.
—Pero al menos tenemos la esperanza de encontrar a Gandalf.
—Sí, pero la esperanza es débil. Si viene por este camino, quizá no pase por Bree y no sabría qué ha sido de nosotros. Y de cualquier modo, a menos que por alguna fortuna no lleguemos casi al mismo tiempo, no coincidiremos; sería peligroso para él y para nosotros detenernos mucho. Si los Jinetes no nos encuentran en las tierras salvajes, es probable que ellos también vayan a la Cima de los Vientos. Desde allí se dominan los alrededores. En verdad hay muchos pájaros y bestias de esta región que podrían vernos aquí desde esa cima. No todos los pájaros son de fiar y hay otros espías todavía más malévolos.
Los hobbits miraron con inquietud las colinas distantes. Sam alzó los ojos al cielo pálido, temiendo ver allá arriba halcones o águilas de ojos brillantes y hostiles.
—¡No me inquiete usted, señor Trancos! —dijo.
—¿Qué nos aconsejas? —preguntó Frodo.
—Pienso —respondió Trancos lentamente, como si no estuviera del todo seguro—, pienso que lo mejor sería ir hacia el este en línea recta, todo lo posible y llegar así a las colinas evitando la Cima de los Vientos. Allí encontraremos un sendero que conozco y que corre al pie de la Cima y que nos acercará desde el norte de un modo más encubierto. Veremos entonces lo que podemos ver.
Marcharon toda la jornada hasta que cayó la noche, fría y temprana. La tierra se hizo más seca y más árida, pero detrás de ellos flotaban unas nieblas y vapores sobre los pantanos. Unos pocos pájaros melancólicos piaron y se lamentaron hasta que el redondo sol rojo se hundió lentamente en las sombras occidentales; luego siguió un silencio vacío. Los hobbits recordaron la luz dulce del sol poniente que entraba por las alegres ventanas de Bolsón Cerrado allá lejos.
Terminaba el día cuando llegaron a un arroyo que descendía serpenteando desde las lomas y se perdía en las aguas estancadas y lo siguieron aguas arriba mientras hubo luz. Ya era de noche cuando al fin se detuvieron acampando bajo unos alisos achaparrados a orillas del arroyo. Las márgenes desnudas de las colinas se alzaban ahora contra el cielo oscuro. Aquella noche montaron guardia y Trancos, pareció, no cerró los ojos. Había luna creciente y en las primeras horas de la noche una luz fría y gris se extendió sobre el campo.
A la mañana siguiente se pusieron en marcha poco antes de la salida del sol. Había una escarcha en el aire y el cielo era de un pálido color azul. Los hobbits se sentían renovados, como si hubieran dormido toda la noche. Estaban ya acostumbrándose a caminar mucho con la ayuda de raciones escasas, más escasas al menos de las que allá en la Comarca hubiesen considerado apenas suficientes para mantener a un hobbit en pie. Pippin declaró que Frodo parecía alto como dos hobbits.