—Sólo dije
Creo que iré
. No cuentes aún con nada. En este asunto, Elrond tendrá mucho que decir y también tu amigo Trancos. Lo que me recuerda que quiero ver a Elrond. No puedo demorarme más.
—¿Cuánto tiempo crees que estaré aquí? —le preguntó Frodo a Bilbo una vez que Gandalf se retiró.
—Oh, no sé. En Rivendel se me van los días sin darme cuenta —dijo Bilbo—. Pero bastante tiempo, creo. Podremos tener muchas buenas charlas. ¿Qué te parece si me ayudas con el libro y empiezas el próximo? ¿Has pensado en algún final?
—Sí, en varios; todos sombríos y desagradables —dijo Frodo. —¡Oh, eso no sirve! — dijo Bilbo —. Los libros han de tener un final feliz. Qué te parece éste:
y vivieron juntos y felices para siempre.
—Estaría bien, si eso llegara a ocurrir —dijo Frodo.
—Ah —dijo Sam—. ¿Y dónde vivirán? Es lo que me pregunto a menudo.
Durante un rato los hobbits continuaron hablando y pensando en el viaje pasado y en los peligros que les esperaban en el futuro; pero era tal la virtud de la tierra de Rivendel que pronto se sintieron libres de miedos y ansiedades. El futuro, bueno O malo, no fue olvidado, pero ya no tuvo ningún poder sobre el presente. La salud y la esperanza se acrecentaron en ellos y estaban contentos, tomando los días tal como se presentaban, disfrutando de las comidas, las charlas y las canciones.
Así el tiempo pasó deslizándose y todas las mañanas eran hermosas y brillantes y todas las noches claras y frescas. Pero el otoño menguaba rápidamente; poco a poco la luz de oro declinaba transformándose en plata pálida y unas hojas tardías caían de los árboles desnudos. Un viento helado empezó a soplar hacia el este desde las Montañas Nubladas. La Luna del Cazador crecía en el cielo nocturno y todas las estrellas menores huían. Pero en el horizonte del sur brillaba una estrella roja. Cuando la luna menguaba otra vez, el brillo de la estrella aumentaba, noche a noche. Frodo podía verla desde la ventana, hundida en el cielo, ardiendo como un ojo vigilante que resplandecía sobre los árboles al borde del valle.
Los hobbits habían pasado cerca de dos meses en la Casa de Elrond y noviembre se había llevado los últimos jirones del otoño, y concluía diciembre cuando los exploradores comenzaron a volver. Algunos habían ido al norte, más allá del nacimiento del Fontegrís, internándose en las Landas de Etten, y otros habían ido al oeste y con la ayuda de Aragorn y los montaraces llegaron a explorar las tierras todo a lo largo del Aguada Gris, hasta Tharbad, donde el viejo Camino del Norte cruzaba el río junto a una ciudad en ruinas. Muchos habían ido al este y al sur y algunos de ellos habían cruzado las montañas entrando luego en el Bosque Negro, mientras que otros habían escalado el paso en las fuentes del Río Gladio, descendiendo a las Tierras Asperas y atravesando los Campos Gladios hasta llegar al viejo hogar de Radagast en Rhosgobel. Radagast no estaba allí y volvieron cruzando el desfiladero que llamaban Escalera del Arroyo Sombrío. Los hijos de Elrond, Elladan y Elrohir, fueron los últimos en volver; habían hecho un largo viaje, marchando a la vera del Cauce de Plata hasta un extraño país, pero de sus andanzas no hablaron con nadie excepto con Elrond.
En ninguna región habían tropezado los mensajeros con señales o noticias de los Jinetes o de otros sirvientes del enemigo. Ni siquiera las Aguilas de las Montañas Nubladas habían podido darles noticias frescas. Nada se había visto ni oído de Gollum; pero los lobos salvajes continuaban reuniéndose y cazaban otra vez muy arriba del Río Grande. Tres de los caballos negros aparecieron ahogados en las aguas crecidas del vado. Más abajo, en las piedras de los rápidos, se encontraron los cadáveres de cinco caballos más y también un manto largo y negro, hecho jirones. De los Jinetes Negros no había ninguna señal y no se sentía que anduviesen cerca. Parecía que hubieran desaparecido de los territorios del norte.
—En todo caso, sabemos qué ocurrió con ocho de los Nueve —dijo Gandalf —. No es prudente estar demasiado seguro, pero me atrevería a creer que los Espectros del Anillo fueron dispersados y regresaron como pudieron a Mordor, vacíos y sin forma.
"Si es así, pasará un tiempo antes que reinicien la cacería. El enemigo tiene otros sirvientes, por supuesto. Pero tendrían que hacer todo el camino hasta Rivendel antes que encontraran nuestras huellas. Y si tenemos cuidado será difícil encontrarlas. Pero no podemos retrasarnos más.
Elrond les indicó a los hobbits que se acercaran. Miró gravemente a Frodo.
—Ha llegado la hora —dijo—. Si el Anillo ha de partir, que sea cuanto antes. Pero que quienes lo acompañan no cuenten con ningún apoyo, ni de guerra ni de fuerzas. Tendrán que entrar en los dominios del enemigo, lejos de toda ayuda. ¿Todavía mantienes tu palabra, Frodo, de que serás el Portador del Anillo?
—Sí —dijo Frodo—. Iré con Sam.
—Pues bien, no podré ayudarte mucho, ni siquiera con consejos —dijo Elrond—. No alcanzo a ver cuál será tu camino y no sé cómo cumplirás esa tarea. La Sombra se ha arrastrado ahora hasta el pie de las montañas y ha llegado casi a las orillas del Fontegrís; y bajo la Sombra todo es oscuro para mí. Encontrarás muchos enemigos, algunos declarados, otros ocultos, y quizá tropieces con amigos, cuando menos los busques. Mandaré mensajes, tal como se me vayan ocurriendo, a aquellos que conozco en el ancho mundo; pero las tierras han llegado a ser tan peligrosas que algunos se perderán sin duda, o no llegarán antes que tú.
"Y elegiré los compañeros que irán contigo, siempre que ellos quieran o lo permita la suerte. Tienen que ser pocos, ya que tus mayores esperanzas dependen de la rapidez y el secreto. Aunque contáramos con una tropa de elfos con armas de los Días Antiguos, sólo conseguiríamos despertar el poder de Mordor.
"La Compañía del Anillo será de Nueve y los Nueve Caminantes se opondrán a los Nueve Jinetes malvados. Contigo y tu fiel sirviente irá Gandalf; pues éste será el mayor de sus trabajos y quizás el último.
"En cuanto al resto, representarán a los otros Pueblos Libres del mundo: elfos, enanos y hombres. Legolas irá por los elfos y Gimli hijo de Glóin por los enanos. Están dispuestos a llegar por lo menos a los pasos de las montañas y quizá más allá. Por los hombres tendrán a Aragorn hijo de Arathorn, pues el Anillo de Isildur le concierne íntimamente.
—¡Trancos! —exclamó Frodo.
—Sí —dijo Trancos con una sonrisa—. Te pido una vez más que me permitas ser tu compañero.
—Yo te hubiera rogado que vinieras —dijo Frodo—, pero pensé que irías a Minas Tirith con Boromir.
—Iré —dijo Aragorn—. Y la Espada Quebrada será forjada de nuevo antes que yo parta para la guerra. Pero tu camino y el nuestro corren juntos por muchos cientos de millas. Por lo tanto Boromir estará también en la Compañía. Es un hombre valiente.
—Faltan todavía dos —dijo Elrond—. Lo pensaré. Quizás encuentre a alguien entre las gentes de la casa que me convenga mandar.
—¡Pero entonces no habrá lugar para nosotros! —exclamó Pippin consternado—. No queremos quedarnos. Queremos ir con Frodo.
—Eso es porque no entiendes y no alcanzas a imaginar lo que les espera —dijo Elrond.
—Tampoco Frodo —dijo Gandalf, apoyando inesperadamente a Pippin—. Ni ninguno de nosotros lo ve con claridad. Es cierto que si estos hobbits entendieran el peligro, no se atreverían a ir. Pero seguirían deseando ir, o atreviéndose a ir, y se sentirían avergonzados e infelices. Creo, Elrond, que en este asunto sería mejor confiar en la amistad de estos hobbits que en nuestra sabiduría. Aunque eligieras para nosotros un Señor de los Elfos, como Glorfindel, los poderes que hay en él no alcanzarían para destruir la Torre Oscura ni abrirnos el camino que lleva al Fuego.
—Hablas con gravedad —dijo Elrond—, pero no estoy seguro. La Comarca, presiento, no está libre ahora de peligros y había pensado enviar a estos dos de vuelta como mensajeros y para que trataran allí de prevenir a la gente, de acuerdo con las normas del país. De cualquier modo me parece que el más joven de los dos, Peregrin Tuk, tendría que quedarse. Me lo dice el corazón.
—Entonces, señor Elrond, tendrá usted que encerrarme en prisión, o mandarme a casa metido en un saco —dijo Pippin—. Pues de otro modo yo seguiría a la Compañía.
—Que sea así entonces. Irás —dijo Elrond y suspiró—. La cuenta de Nueve ya está completa. La Compañía partirá dentro de siete días.
La Espada de Elendil fue forjada de nuevo por herreros élficos, que grabaron sobre la hoja el dibujo de siete estrellas, entre la Luna creciente y el Sol radiante, y alrededor trazaron muchas runas; pues Aragorn hijo de Arathorn iba a la guerra en las fronteras de Mordor. Muy brillante pareció la espada cuando estuvo otra vez completa; era roja a la luz del sol y fría a la luz de la luna y tenía un borde duro y afilado. Y Aragorn le dio un nuevo nombre y la llamó Andúril, Llama del Oeste.
Aragorn y Gandalf paseaban juntos o se sentaban a hablar del camino y de los peligros que podrían encontrar y estudiaban los mapas historiados y los libros de ciencia que había en casa de Elrond. A veces Frodo los acompañaba, pero estaba contento de poder confiar en ellos como guías y se pasaba la mayor parte del tiempo con Bilbo.
En aquellos últimos días los hobbits se reunían a la noche en la Sala de Fuego y allí entre muchas historias oyeron completa la balada de Beren y Lúthien y la conquista de la Gran joya, pero de día mientras Merry y Pippin iban de un lado a otro, Frodo y Sam se pasaban las horas en el cuartito de Bilbo. Allí Bilbo les leía pasajes del libro (que parecía aún muy incompleto), o fragmentos de poemas, o tomaba notas de las aventuras de Frodo.
En la mañana del último día Frodo estaba a solas con Bilbo y el viejo hobbit sacó de debajo de la cama una caja de madera. Levantó la tapa y buscó dentro.
—Se te quebró la espada, creo —le dijo a Frodo titubeando— y pensé que quizá te interesara tener ésta, ¿la conoces?
Sacó de la caja una espada pequeña, guardada en una raída vaina de cuero. La desenvainó y la hoja pulida y bien cuidada relució de pronto, fría y brillante.
—Esta es Dardo —dijo y sin mucho esfuerzo la hundió profundamente en una viga de madera—. Tómala, si quieres. No la necesitaré más, espero.
Frodo la aceptó agradecido.
—Y aquí hay otra cosa —dijo Bilbo.
Y sacó un paquete que parecía bastante pesado para su tamaño. Desenvolvió viejas telas y sacó a la luz una pequeña cota de malla de anillos entrelazados, flexible casi como un lienzo, fría como el hielo, y más dura que el acero. Brillaba como plata a la luz de la luna y estaba tachonada de gemas blancas y tenía un cinturón de cristal y perlas.
—¡Es hermosa!, ¿no es cierto? —dijo Bilbo moviéndola a la luz—. Y útil además. Es la cota de malla de enano que me dio Thorin. La recuperé en Cavada Grande, antes de salir. Llevo siempre conmigo todos los recuerdos del Viaje excepto el Anillo. Pero nunca esperé usarla y ahora no la necesito sino para mirarla algunas veces. Apenas sientes el peso cuando la llevas.
—Parecerá... bueno, no creo que me quede bien —dijo Frodo.
—Lo mismo dije yo —continuó Bilbo—. Pero no te preocupes por tu apariencia. Puedes usarla debajo de la ropa. ¡Vamos! Tienes que compartir conmigo este secreto. ¡No se lo digas a nadie! Pero me sentiré más feliz si sé que la llevas puesta. Se me ha ocurrido que hasta podría desviar los cuchillos de los Jinetes Negros —concluyó en voz baja.
—Muy bien, la tomaré —dijo Frodo.
Bilbo le colocó la malla y aseguró a Dardo al cinturón resplandeciente. Luego Frodo se puso encima las viejas ropas manchadas por la vida a la intemperie: pantalones de montar, túnica y chaqueta.
—Un simple hobbit, eso pareces ser —dijo Bilbo—. Pero ahora hay algo más en ti, que sale a la superficie. ¡Te deseo mucha suerte!
Dio media vuelta y miró por la ventana, tratando de tararear una canción.
—Nunca te lo agradeceré bastante, Bilbo, esto y todas tus bondades pasadas —dijo Frodo.
—¡Pues no lo intentes! —dijo el viejo hobbit, y volviéndose palmeó a Frodo en la espalda—. ¡Huy! —gritó—. ¡Estás demasiado duro ahora para palmearte! Pero escúchame: los hobbits tienen que estar siempre unidos y especialmente los Bolsón. Todo lo que te pido a cambio es esto: cuídate bien, tráeme todas las noticias que puedas y todas las viejas canciones e historias que encuentres. Haré lo posible por terminar el libro antes que vuelvas. Me gustaría escribir el segundo volumen, si vivo bastante.
Se interrumpió y se volvió otra vez a la ventana canturreando:
Me siento junto al fuego y pienso
en todo lo que he visto,
en flores silvestres y mariposas
de veranos que han sido.
En hojas amarillas y telarañas,
en otoños que fueron,
la niebla en la mañana, el sol de plata
y el viento en mis cabellos.
Me siento junto al fuego y pienso
cómo el mundo será,
cuando llegue el invierno sin una primavera
que yo pueda mirar.
Pues hay todavía tantas cosas
que yo jamás he visto:
en todos los bosques y primaveras
hay un verde distinto.
Me siento junto al fuego y pienso
en las gentes de ayer,
y en gentes que verán un mundo
que no conoceré.
Y mientras estoy aquí sentado
pensando en otras épocas
espero oír unos pasos que vuelven
y voces en la puerta.
Era un día frío y gris de fines de diciembre. El viento del este soplaba entre las ramas desnudas de los árboles y golpeaba los pinos oscuros de las lomas. Jirones de nubes se apresuraban allá arriba, oscuras y bajas. Cuando las sombras tristes del crepúsculo comenzaron a extenderse, la Compañía se aprestó a partir. Saldrían al anochecer, pues Elrond les había aconsejado que viajaran todo lo posible al amparo de la noche, hasta que estuvieran lejos de Rivendel.
—No olvidéis los muchos ojos sirvientes de Sauron —dijo—. Las noticias de la derrota de los Jinetes ya le han llegado sin duda y tiene que estar loco de furia. Pronto los espías pedestres y alados se habrán diseminado por las tierras del norte. Cuando estéis en camino, guardaos hasta del cielo que se extiende sobre vosotros.
La Compañía cargó poco material de guerra, pues confiaban más en pasar inadvertidas que en la suerte de una batalla. Aragorn llevaba a Andúril y ninguna otra arma, e iba vestido con ropas de color verde y pardo mohosos, como un jinete del desierto. Boromir tenía una larga espada, parecida a Andúril, pero de menor linaje, y cargaba además un escudo y el cuerno de guerra.