—¿Y luego adónde iremos? —preguntó Frodo.
—El viaje no ha terminado y
no hemos
cumplido aún nuestra misión —respondió Gandalf—. No
podemos
hacer otra cosa que continuar, o regresar a Rivendel.
El rostro se le iluminó a Pippin ante la sola mención de retornar a Rivendel. Merry y Sam
se miraron
esperanzados. Pero Aragorn y Boromir no reaccionaron. Frodo parecía preocupado.
—Me gustaría estar allí de vuelta —dijo—. ¿Pero cómo regresar sin sentirnos avergonzados? A no
ser que
no haya en verdad otro camino y que nos declaremos vencidos.
—Tienes razón, Frodo —dijo Gandalf —, regresares admitir la derrota y enfrentar luego derrotas peores. Si regresamos ahora, el Anillo tendrá que quedarse allí; no podremos
partir otra
vez. Luego, tarde o temprano, Rivendel será sitiada y destruida a corto y amargo plazo. Los Espectros del Anillo
son enemigos
mortales, pero sólo sombras del poder y del terror que llegarían a manejar
si
el Anillo Soberano cae de nuevo en manos de Sauron.
—Entonces tenemos que
continuar, si
hay un camino —dijo Frodo suspirando.
Sam tenía de nuevo un aire lúgubre.
—Hay un camino que podemos probar —dijo Gandalf —. Desde el comienzo, cuando consideré por
vez primera
este viaje, pensé que valía la pena intentarlo. Pero no es un camino agradable y no os dije nada. Aragorn no estaba de acuerdo, al menos no hasta que intentáramos cruzar las montañas.
—Si es un camino peor que el de la Puerta del Cuerno Rojo, tiene que ser realmente malo —dijo Merry—. Pero será mejor que nos hables y nos enteremos en seguida de lo peor.
—El camino de que hablo conduce a las Minas de Moria —dijo Gandalf.
Sólo Gimli alzó la cabeza, con un fuego de brasas en la mirada. Todos los demás sintieron miedo de pronto. Aun para los hobbits era una leyenda que evocaba un oscuro terror.
—El camino puede llevar a Moria, ¿pero cómo podríamos saber si nos sacará de Moria? —dijo Aragorn, sombrío.
—Es un nombre de malos augurios —dijo Boromir—. Y no veo la necesidad de ir allí. Si no podemos cruzar las montañas, viajemos hacia el sur hasta el Paso de Rohan donde los hombres son amigos de mi pueblo, tomando el camino que yo seguí hasta aquí. O podemos ir todavía más lejos y cruzar el Isen hasta Playa Larga y Lebennin y así llegar a Gondor desde las regiones cercanas al mar.
—Las cosas han cambiado desde que viniste al norte, Boromir —replicó Gandalf —. ¿No oíste lo que dije de Saruman? Quizá tengamos que arreglar cuentas antes que esto haya terminado. Pero el Anillo no ha de acercarse a Isengard, si podemos impedirlo. El Paso de Rohan está cerrado para nosotros mientras vayamos con el Portador.
"En cuanto al camino más largo: no tenemos tiempo. Un viaje semejante podría llevarnos un alío y tendríamos que pasar por muchas tierras desiertas donde no encontraríamos ningún refugio. Y no estaríamos seguros. Los ojos vigilantes de Saruman y el enemigo están puestos en esas tierras. Cuando viniste al norte, Boromir, no eras a los ojos del enemigo más que un viajero extraviado del sur y asunto de poca monta para él; no pensaba en otra cosa que en perseguir el Anillo. Pero ahora volverías como miembro de la Compañía del Anillo y estarías en peligro mientras permanecieses con nosotros. El peligro aumentaría con cada legua que hiciésemos hacia el sur bajo el cielo desnudo.
"Desde que intentamos cruzar el paso, nuestra situación se ha hecho aún más difícil, temo. Veo pocas esperanzas, si no nos perdemos de vista durante un tiempo y cubrimos nuestras huellas. Por lo tanto aconsejo que no vayamos por encima de las montañas, ni rodeándolas, sino por debajo. De cualquier modo es una ruta que el enemigo no esperará que tomemos.
—No sabemos lo que él espera —dijo Boromir—. Quizá vigile todas las rutas, las probables y las improbables. En ese caso entrar en Moria sería meterse en una trampa, apenas mejor que ir a golpear las puertas de la Torre Oscura. El nombre de Moria es tétrico.
—Hablas de lo que no sabes, cuando comparas a Moria con la fortaleza de Sauron —respondió Gandalf—. De todos nosotros yo he sido el único que he estado alguna vez en los calabozos del Señor Oscuro y esto sólo en la morada de Dol Guldur, más antigua y menos importante. Quienes cruzan las puertas de Baradûr no vuelven nunca. Pero yo no os llevaría a Moria si no hubiese ninguna esperanza de salir. Si hay orcos allí, lo pasaremos mal, es cierto. Pero la mayoría de los orcos de las Montañas Nubladas fueron diseminados o destruidos en la Batalla de los Cinco Ejércitos. Las águilas informan que los orcos están viniendo otra vez desde lejos, pero hay esperanzas de que Moria esté todavía libre.
"Hasta es posible que haya enanos allí y que en alguna sala subterránea construida en otro tiempo encontremos a Balin hijo de Fundin. De cualquier modo, la necesidad nos dicta este camino.
—¡Iré contigo, Gandalf! —dijo Gimli—. Iré contigo y exploraré las salas de Durin, cualquiera sea el riesgo, si encuentras las puertas que están cerradas.
—¡Bien, Gimli! —dijo Gandalf —. Tú me alientas. Buscaremos juntos las puertas ocultas y las cruzaremos. En las ruinas de los Enanos, una cabeza de enano se confundirá menos que un elfo, o un hombre o un Hobbit. No será la primera vez que entro en Moria. Busqué allí mucho tiempo a Thráin hijo de Thrór, después que desapareció. ¡Estuve en Moria y salí con vida!
—Yo también crucé una vez la Puerta del Arroyo Sombrío —dijo Aragorn serenamente—. Pero aunque salí como tú, guardo un recuerdo siniestro. No deseo entrar en Moria una segunda vez.
—Y yo ni siquiera una vez —dijo Pippin.
—Yo tampoco —murmuró Sam.
—¡Claro que no! —dijo Gandalf—. ¿Quién lo desearía? Pero la pregunta es: ¿quién me seguirá, si os guío hasta allí?
—Yo —dijo Gimli con vehemencia.
—Yo —masculló Aragorn—. Tú me seguiste casi hasta el desastre en la nieve y no te quejaste ni una vez. Yo te seguiré ahora, si esta última advertencia no te conmueve. No pienso ahora en el Anillo ni en ninguno de nosotros, Gandalf, sino en ti. Y te digo: si cruzas las puertas de Moria, ¡cuidado!
—Yo no iré —dijo Boromir—, a menos que todos voten contra mí. ¿Qué dicen Legolas y la gente pequeña? Tendríamos que oír, me parece, la opinión del Portador del Anillo.
—Yo no deseo ir a Moria —dijo Legolas.
Los hobbits no dijeron nada. Sam miró a Frodo. Al fin Frodo habló.
—No deseo ir —dijo—, pero tampoco quiero rechazar el consejo de Gandalf. Ruego que no se vote hasta que lo hayamos pensado bien. Apoyaremos a Gandalf más fácilmente a la luz de la mañana que en esta fría oscuridad. ¡Cómo aúlla el viento!
Con estas palabras todos se sumieron en una silenciosa reflexión. El viento silbaba entre las rocas y los árboles y había aullidos y lamentos en los vacíos ámbitos de la noche.
De pronto Aragorn se incorporó de un salto.
—¿Cómo aúlla el viento? — exclamó —. Aúlla con voz de lobo. ¡Los huargos han pasado al este de las montañas!
—¿Es necesario entonces esperar a que amanezca? —dijo Gandalf Como dije antes, la caza ha empezado. Aunque vivamos para ver el alba, ¿quién querrá ahora viajar al sur de noche con los lobos salvajes pisándonos los talones?
—¿A qué distancia está Moria? —preguntó Boromir.
—Hay una puerta al sudoeste de Caradhras, a unas quince millas a vuelo de cuervo y a unas veinte a paso de lobo —respondió Gandalf con aire sombrío.
—Partamos entonces con las primeras luces, si podemos —dijo Boromir—. El lobo que se oye es peor que el orco que se teme.
—¡Cierto! —dijo Aragorn, soltando la espada en la vaina—. Pero donde el huargo aúlla, el orco ronda.
—Lamento no haber seguido el consejo de Elrond —le murmuró Pippin a Sam—. Al fin y al cabo sirvo de muy poco. No hay bastante en mí de la raza de Bandobras el
Toro Bramador
: esos aullidos me hielan la sangre. No recuerdo haberme sentido nunca tan desdichado.
—El corazón se me ha caído a los pies, señor Pippin —dijo Sam—. Pero todavía no nos han devorado y tenemos aquí alguna gente fuerte. No sé qué le estará reservado al viejo Gandalf, pero apostaría que no es la barriga de un lobo.
Para defenderse durante la noche, la Compañía subió a la loma que los había abrigado hasta entonces. Allá arriba en la cima había un grupo de viejos árboles retorcidos y alrededor un círculo incompleto de grandes piedras. Encendieron un fuego en medio de las piedras, pues no había esperanza de que la oscuridad y el silencio los ocultaran a las manadas de lobos cazadores.
Se sentaron alrededor del fuego y aquellos que no estaban de guardia cayeron en un sueño intranquilo. El pobre Bill, el poney, temblaba y transpiraba. El aullido de los lobos se oía ahora todo alrededor, a veces cerca y a veces lejos. En la oscuridad de la noche alcanzaban a verse muchos ojos brillantes que se asomaban al borde de la loma. Algunos se adelantaban casi hasta el círculo de piedras. En una brecha del círculo pudo verse una oscura forma lobuna, que los miraba. De pronto estalló en un aullido estremecedor, como si fuera un capitán incitando a la manada al asalto.
Gandalf se incorporó y dio un paso adelante, alzando la vara.
—¡Escucha, bestia de Sauron! —gritó—. Soy Gandalf. ¡Huye, si das algún valor a tu horrible pellejo! Te secaré del hocico a la cola, si entras en este círculo.
El lobo gruñó y dio un gran salto hacia adelante. En ese momento se oyó un chasquido seco. Legolas había soltado el arco. Un grito espantoso se alzó en la noche y la sombra que saltaba cayó pesadamente al suelo; la flecha élfica le había atravesado la garganta. Los ojos vigilantes se apagaron. Gandalf y Aragorn se adelantaron unos pasos, pero la loma estaba desierta; la manada había huido. El silencio invadió la oscuridad de alrededor; el viento suspiraba y no traía ningún grito.
La noche terminaba y la luna menguante se ponía en el oeste, brillando de cuando en cuando entre las nubes que comenzaban a abrirse. Frodo despertó bruscamente. De improviso, una tempestad de aullidos feroces y amenazadores estalló alrededor del campamento. Una hueste de huargos se había acercado en silencio y ahora atacaban desde todos los lados a la vez.
—¡Rápido, echad combustible al fuego! —gritó Gandalf a los hobbits—. ¡Desenvainad y poneos espalda contra espalda!
A la luz de la leña nueva que se inflamaba y ardía, Frodo vio muchas sombras grises que entraban saltando en el círculo de piedras. Otras y otras venían detrás. Aragorn lanzó una estocada y le atravesó la garganta a un lobo enorme, uno de los jefes. Golpeando de costado, Boromir le cortó la cabeza a otro. Gimli estaba de pie junto a ellos, las piernas separadas, esgrimiendo su hacha de enano. El arco de Legolas cantaba.
A la luz oscilante del fuego pareció que Gandalf crecía de súbito: una gran forma amenazadora que se elevaba como el monumento de piedra de algún rey antiguo en la cima de una colina. Inclinándose como una nube, tomó una rama y fue al encuentro de los lobos. Las bestias retrocedieron. Gandalf arrojó al aire la tea llameante. La madera se inflamó con un resplandor blanco, como un relámpago en la noche, y la voz del mago rodó como el trueno:
—Naur an edraith ammen! Naur dan i ngaurhoth!
Hubo un estruendo y un crujido y el árbol que se alzaba sobre él estalló en una floración de llamas enceguecedoras. El fuego saltó de una copa a otra. Una luz resplandeciente coronó toda la colina. Las espadas y cuchillos de los defensores brillaron y refulgieron. La última flecha de Legolas se inflamó en pleno vuelo, y ardiendo se clavó en el corazón de un gran jefe lobo. Todos los otros escaparon.
El fuego se extinguió lentamente hasta que sólo quedó un movimiento de cenizas y chispas y una humareda acre subió en volutas de los muñones quemados de los árboles, envolviendo oscuramente la loma mientras las primeras luces del alba aparecían pálidas en el cielo. Los lobos habían sido vencidos y no volverían.
—¿Qué le dije, señor Pippin? —comentó Sam envainando la espada—. Los lobos no pudieron con él. Fue de veras una sorpresa. ¡Casi se me chamuscan los cabellos!
Entrada la mañana no se vio ninguna señal de los lobos, ni se encontró ningún cadáver. Las únicas huellas del combate de la noche eran los árboles carbonizados y las flechas de Legolas en la cima de la loma. Todas estaban intactas excepto una que no tenía punta.
—Tal como me lo temía —dijo Gandalf—. Estos no eran lobos comunes que buscan alimento en el desierto. ¡Comamos en seguida y partamos!
Ese día el tiempo cambió otra vez, casi como si obedeciese a algún poder que ya no podía servirse de la nieve, desde que ellos se habían retirado del paso, un poder que ahora deseaba tener una luz clara, de manera que todo aquello que se moviese en el desierto pudiera ser visto desde muy lejos. El viento había estado cambiando durante la noche del norte al noroeste y ahora ya no soplaba. Las nubes desaparecieron en el sur descubriendo un cielo alto y azul. Estaban en la falda de la loma, listos para partir, cuando un sol pálido iluminó las cimas de los montes.
—Tenemos que llegar a las puertas antes que oscurezca —dijo Gandalf — o temo que no lleguemos nunca. No están lejos, pero corremos el riesgo de que nuestro camino sea demasiado sinuoso, pues aquí Aragorn no nos puede guiar; conoce poco el país y yo estuve sólo una vez al pie de los muros occidentales de Moria y eso fue hace tiempo. —Señaló el lejano sudeste donde los flancos de las montañas caían a pique en hondonadas sombrías. — Es allá —continuó. En la distancia alcanzaba a verse una línea de riscos desnudos y en medio, más alta que el resto, una gran pared gris—. Cuando dejamos el paso os llevé hacia el sur y no de vuelta a nuestro punto de partida como alguno de vosotros habrá notado. Era mejor así, pues ahora tenemos varias millas menos que recorrer y hay que darse prisa. ¡Vamos!
—No sé qué esperar —dijo Boromir ceñudamente—: que Gandalf encuentre lo que busca, o que llegando a los riscos descubramos que las puertas han desaparecido para siempre. Todas las posibilidades parecen malas, y que quedemos atrapados entre los lobos y el muro es quizá la posibilidad mayor. ¡En marcha!
Gimli caminaba ahora delante junto al mago, tan ansioso estaba de llegar a Moria. Juntos guiaron a los otros de vuelta hacia las montañas. El único camino antiguo que llevaba a Moria desde el oeste seguía el curso de un río, el Sirannon, que corría desde los riscos, no muy lejos de donde habían estado las puertas. Pero pareció que Gandalf había errado el camino, o que la región había cambiado en los últimos años, pues el río no estaba donde esperaba encontrarlo, a unas pocas millas al sur de la pared.