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Authors: Ángeles Goyanes

Tags: #Terror, Fantastico

La concubina del diablo (16 page)

BOOK: La concubina del diablo
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»Le miré como sólo Dios o un ángel pueden ser contemplados: con adoración.

»Pero en seguida vi a Bronco, mi perro favorito, que nos miraba desde el centro de la habitación, estático como una escultura de ébano. Tenía el rabo pegado entre las piernas y un aire de ausente anonadamiento, como si de pronto estuviera… vacío.

»Luego comenzó a gemir, cada vez más fuerte, igual que si padeciese fortísimos dolores, hasta que, de súbito, cesó. Clavó sus ojos, brillantes como ascuas, en mí y comenzó a gruñir fieramente, exhibiendo sus amenazadores colmillos.

»El gruñido se transformó en algo inusitadamente salvaje. Una especie de bramido furioso totalmente impropio de un perro.

»—¡No te muevas! —exclamó Shallem sin apartar la vista de él—. ¡Está poseído!

»Bronco estalló en llamas un instante después de haber iniciado el salto sobre mi cama. Pero no ardió durante largo tiempo, como hubiera sido normal, sino que una combustión súbita en décimas de segundo lo redujo a cenizas. No podía creer lo que había visto. Durante unos instantes, la estupefacción me impidió, incluso, respirar. Observé a Shallem, entre reverente y asombrada ante un poder que jamás se me había ocurrido que pudiese poseer.

»Y, de repente, una peste indescriptible comenzó a adueñarse del aire. Era un olor fétido, nauseabundo, casi sólido y masticable, parecido, quizá, al que se puede olfatear a un centímetro de distancia de un cadáver putrefacto. Un hedor que provocaba arcadas y ante el que la expresión de mi cara se había transformado en un rictus de repugnancia.

»—¿Qué es eso? —pregunté.

»—¡Están aquí! —exclamó Shallem.

»Al otro lado de la ventana el mundo se había convertido en una terrorífica intermitencia de luces abrasadoras y gélidas sombras. Y, dentro del dormitorio, un nuevo horror. Un sonido. Un chirrido mortífero como la mano de un caballero que, envuelta en su guante de hierro, se desliza por una pared de pizarra. Penetraba hasta el centro mismo de mi cerebro deshaciéndolo como una papilla. Era incesante y fuerte, muy fuerte, más fuerte…

»Shallem sujetó mi cara entre sus manos oprimiéndola hasta hacerme daño. Yo me tapaba los oídos con las manos y tenía los ojos muy apretados, como si aquel vano gesto pudiese ayudarme a luchar contra el sonido. Él quería que los abriera. Al hacerlo le vi, serio, pálido, fortísimo, sobrenatural, con una asombrosa expresión de dureza en sus ojos, fijos en los míos.

»Aquella poderosa expresión es mi último recuerdo de esta etapa. Así se cierra el prólogo de mi vida. Cuanto aconteció hasta este momento constituye apenas mi gestación. La breve y dolorosísima experiencia entre los mortales, que me marcó para siempre; el descubrimiento del amor y de las criaturas celestiales. Todo ello fue sólo un preludio a mi larga existencia, una iniciación que presagiaba los increíbles sucesos a los que estaba inevitablemente destinada.

SEGUNDA PARTE
I

»Desperté al sentir los rayos del sol sobre mis ojos. Dormía en cama extraña y Shallem no estaba a mi lado. Me alarmé.

»Eché un vistazo por la habitación. Suelo, techo y paredes de madera. Una jofaina y un espejo. Y la cama y una mesilla como todo mobiliario.

»Una posada, sin duda.

»Shallem entró justo cuando iba a levantarme. Me tranquilicé al verle.

»Presentaba un aspecto limpio y deslumbrante. Sus cabellos ya habían sido lavados y lucía la melena suelta y lustrosa de siempre. Sus ojazos brillaban como claros de luna y sus labios sonreían. Se le veía feliz. Se acercó a mí y me tomó las manos sin dejar de sonreír.

»—Shallem, ¿dónde estamos? —le pregunté.

»—Oh, seguimos en Sorgues —me contestó, como si no tuviera la menor importancia.

»—Pero ¿qué lugar es éste? Las habitaciones de la posada no son así. Yo las conozco. Es que…, ¿hemos viajado en el tiempo? ¿No es eso?

»Shallem asintió sin dejar de sonreírme.

»—¿Y en qué fecha estamos?

»—¿Qué importa?

»—No mucho, pero quisiera saberlo…

»—En mil cuatrocientos cuarenta.

»Lancé una ruidosa exclamación.

»—¡Doscientos años! ¿Por qué tanto? ¡No voy a reconocer el mundo!

»Shallem se rió y me besó.

»—No ha cambiado en absoluto —afirmó—. Te lo aseguro.

»Pasamos en Sorgues dos noches más y luego resolvimos dirigirnos a París. Shallem me aseguró que Eonar no dejaría de buscarme para vengarse de él por haber asesinado a su hijo, y París era la ciudad grande más cercana a Orleans, donde más posibilidades teníamos de pasar desapercibidos al menos algún tiempo.

»Shallem había adquirido en la posada dos jacos lentos y perezosos, aunque dóciles y fuertes, y con ellos iniciamos nuestro viaje.

»Doscientos años después, los parajes de Orleans continuaban igual de hermosos. Campánulas espiando el paso de los viajeros escondidas entre los matorrales; adelfillas y dedaleras, como agujas góticas adornando los bordes del camino; malvas, tanacetos, pensamientos y chirivías compartiendo el sendero en perfecta armonía, salpicándolo de preciosos colores y formas aterciopeladas. Mitos, como cantarinas bolas de algodón, trinando desde sus ramas; carboneros y herrerillos alegrando el espacio con su música. El cielo, inmenso y de un azul transparente, tan distinto al de ahora… En fin, un colmo de dichas para el viajero que lo atravesaba.

»Recuerdo un día, cuando llevábamos un par de jornadas de viaje, en que Shallem refrenó abruptamente su montura y se detuvo, mirando hacia la espesura del bosque, como si pudiera percibir algo inasequible para mí. Puse los cinco sentidos, preguntándome qué ocurriría, intentando captar algún sonido o ver algo extraordinario. Pero lo que fuera me resultaba completamente impenetrable.

»Shallem se adentró en el bosque seguido por mí, y, tras ocho o diez minutos, descendimos de los caballos y continuamos a pie. Caminaba sin la menor vacilación, apartando las ramas de los arbustos que entorpecían nuestro camino. Y, en seguida, entre la maraña de matorrales, distinguimos la figura de una corza moribunda.

»Estaba tumbada, agonizando, con ambas patas traseras, aprisionadas en una cruel trampa de cazador, completamente destrozadas. Uno de sus corcinos estaba acostado junto a ella, con la cabeza tristemente apoyada sobre el vientre materno; el otro, que se sostenía, a duras penas, sobre sus jóvenes patitas, trataba de llegar hasta Shallem. Al verlo, quise lanzarme en su busca, tomarlo entre mis manos, besarlo, compartir con él la tremenda pena que se desprendía de sus enormes ojos negros. Pero, sólo había avanzado un paso hacia él, cuando sentí la mano de Shallem clavándose, como una garra, en mi brazo. Lanzó un grito. Un grito salido de las profundidades de su ser, bronco y dañino, que me dejó anonadada.

»—¡No!

»Le miré y vi a alguien que no conocía. Intenté obligarle a soltarme, tratando de levantar, infantilmente, sus dedos, uno a uno.

»—¡Shallem, me haces daño! —protesté.

»—¡Contágiale tu hedor humano y su madre no volverá a amamantarle! —me gritó. Fue como si me apuñalara.

»No sabría explicar la virulencia del odio que sentí emanar de él; de la expresión de su semblante, de la mano que me oprimía lastimándome adrede, de sus palabras… En aquel momento yo era una apestada. La representante de toda una especie maldita que él hubiera deseado borrar de la faz de la Tierra. Si el destruirme a mí hubiera significado exterminar al género humano, habría apretado sus manos sobre mi cuello en lugar de en mi brazo, como lo hacía. Casi estuve a punto de disculparme, y lo hubiera hecho, de haber sabido de qué. Me sentía tan miserable como si yo misma hubiese colocado aquel cepo ovoide de agudas puntas de hierro que acechaba emboscado entre los matorrales; como si le hubiese roto las patas con mis propias manos, condenando a muerte a sus pequeños.

»—¡Yo no elegí mi condición, Shallem! —grité a mi vez—. ¿Vas a hacerme pagar los pecados cometidos por aquellos a quienes aborrezco tanto como tú mismo? Odio a mi especie. Tú lo sabes, ¿no es cierto? Nunca he necesitado decírtelo. ¿No es verdad que lo sabes y que me amas por ello? ¿Por qué me martirizas, por qué me humillas si cuanto comparto con ellos es esta envoltura carnal, si no tengo en común con ellos más que tú mismo?

»Shallem soltó mi brazo. Parecía arrepentido. Iba a contestarme cuando la corza lanzó un lastimero gemido. Se aproximó a ella y, abriendo el cepo asesino, liberó sus ensangrentadas patas. Pero estaba ya demasiado débil para moverse. Shallem se arrodilló a su lado y los corcinos acudieron a darle golpecitos con sus hocicos. Parecía que trataran de pedirle socorro desesperadamente, como si realmente supieran que él podía salvarla. Buscaron sus manos, introduciendo entre ellas sus cabecitas, tratando de levantarlas, urgiéndolas a actuar.

»Su cara se desfiguró, incapaz de soportar el sufrimiento de aquellas criaturas que tanto amaba, y, cogiendo entre sus manos una de las patas heridas, las deslizó a través de ella, siempre de arriba a abajo, de arriba a abajo. La corza no parecía sufrir. Los corcinos observaban, quietos y en silencio, atentos al firme y lento movimiento de las manos sobre el delicado miembro de su madre. Yo, atónita, contemplaba la estela azulada de energía que se desprendía de su roce y que ascendía hasta disiparse en el aire.

»Cuando dejó, cuidadosamente, la patita en el suelo, ésta había dejado de ser un amasijo de astillas de hueso. Por un instante quedó, recia y sana, junto a la otra, todavía partida, que él tomó también entre sus manos, acariciándola como hiciera con la primera.

»Se había formado un aura alrededor del cuerpo de Shallem, púrpura en su origen, pero cuyo tono se aclaraba hasta convertirse en un tenue amarillo orlado de azul evanescente. Incluso yo me hallaba inmersa dentro de estas ondas energéticas que aún se extendían por detrás de mí, abarcando un radio de al menos unos diez metros. Todo lo veía bajo su influencia, ahora de un añil brillante en su fuente, que se difuminaba en la distancia confundiéndose y desvaneciéndose entre la energía solar.

»Shallem acarició el lomo de la corza, que levantó, primero, la cabeza para mirarle, y luego, poco a poco, se incorporó deseosa de lamer, con su larga lengua, el rostro de aquel que, ella lo sabía, no era un ser mortal; aquel de quien nada debía temer.

»La corza se levantó, exuberante de vida, saltando transportada de alegría, lo mismo que sus hijos. Jugaron como cuatro cachorros, manteniéndome completamente al margen, hasta que, finalmente, aunque temerosa como si fuese a interrumpir un ritual sagrado, decidí acercarme a ellos para acariciar yo también a la corza. ¿Por qué no iba a hacerlo? Yo amaba a los animales casi tanto como él, había sufrido ante su agonía y me había regocijado con su salvación. ¿No podrían ellos comprender que yo también los amaba, que ningún daño provendría de mí? Quise ser uno de ellos. Un espíritu mágico y omnipotente como Shallem. Alguien cuyo amor no pudiese ser rechazado. Alguien a quien aquellos a quienes amaba no pudiesen evitar amar.

»Pero no lo era.

»No bien la corza se dio cuenta de mi intención huyó de mi proximidad. Shallem se dio la vuelta para mirarme, y temí que clavara en mí de nuevo aquella detestable mirada de hostilidad, pero no lo hizo. Su expresión reflejaba una alegría santa e inocente. Su aura se había ido extinguiendo poco a poco, renovando cuanta vida había tocado. Yo misma me sentía más fuerte, más vital, como rodeada de un escudo protector que el mal no pudiera atravesar. Y él… Jamás le había visto tan feliz. “Debió haber un día —pensé yo—, en que siempre mirase con esta expresión, con esta mirada. Como un recién nacido sollozando de alegría ante las bellezas de la Tierra. Sí. Esta es la mirada de un ángel”.

»Me tendió la mano y yo la tomé. Con la otra acarició a la corza y me pidió que le imitara. Cuando lo hice, la corza se acercó gustosa a nosotros, al tiempo que los corcinos jugueteaban entre nuestras piernas y yo sentía la magnética energía de Shallem fluyendo a través de todo mi ser.

II

»Alquilamos una casita, íntima y acogedora, en el centro de un París donde bullían cuarenta o cincuenta mil almas, de desharrapados y hambrientos en su mayor parte. Almas cuyos días transcurrían dormitando bajo los puentes del Sena o recorriendo las malolientes calles en busca de desperdicios de los que alimentarse. Los ingleses, hacía cuatro años expulsados de París, lo habían dejado sumido en un estado desesperado. Familias a las que habían robado sus escasos bienes; niños huérfanos mendigando por las calles; hogares reducidos a cenizas; enfermos sin techo para cobijarse… Ése fue el vengativo adiós de unos ingleses cuya posición en Francia sólo se había mantenido gracias a la ocupación militar de Guyena, Normandía, París y algunos territorios al norte del Loira, y al apoyo del duque Felipe de Borgoña. Perdido éste, el ejército francés, que aún vibraba con la fuerza de Juana de Arco, había conseguido desalojar a los ingleses de París. Aunque el periodo de la ocupación aún duraría mucho más tiempo.

»Para mí era como aterrizar en un mundo caótico, desconocido y descompuesto donde era preciso asimilar, en poco tiempo, un estado de cosas y unas emociones que impregnaban el ambiente pero que a la historia le había llevado años urdir. Y yo me encontraba perdida en aquella insospechada Francia, guerrillera y misérrima y tan llena de inquina que utilizaba el término “inglés” como el peor de los insultos.

»Durante algún tiempo me gustó mezclarme con las gentes de los mercados, hablar con ellas mientras hacía la compra…, tratando de desentrañar y, tal vez, salvar las distancias que nos separaban. Quizá deseaba comportarme como la más común de las esposas, darle el aire de normalidad a mi vida, ilusa de mí, del que había carecido desde los quince años. Pero no tardé en darme cuenta de que nunca encontraría un lugar en aquel tiempo en el que incluso el idioma había experimentado cambios.

»Por esta razón y porque no podíamos soportar la visión de tanta miseria y dolor nos acostumbramos a relegar nuestras salidas casi exclusivamente a la noche, durante la cual disminuían tanto la hediondez del ambiente como las hordas de pedigüeños desharrapados.

»Mi impotencia para poner fin a la maldad humana y a sus consecuencias me corroía las entrañas. Donde quiera que mirase sólo era capaz de distinguir la avaricia, el egoísmo, el ansia de poder, el rencor, la venganza, el odio. Tanto entre los niños que pedían limosna a la salida de Notre–Dame y que, de haberme encontrado a solas, me hubieran asesinado para robarme los pendientes; como entre los chulos descontentos, que molían a palizas a las prostitutas en las calles adyacentes; o entre los posaderos que se aprovechaban de las bien merecidas y sudadas borracheras de sus clientes para limpiarles los bolsillos; o entre los barqueros del Sena, que se emboscaban en la oscuridad para violar a las mendigas que se guarecían bajo los puentes; o entre los ladronzuelos, que solían morir a manos de sus propios compañeros por robarles las ganancias del día.

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