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Authors: Ángeles Goyanes

Tags: #Terror, Fantastico

La concubina del diablo (20 page)

BOOK: La concubina del diablo
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—Y fue a éstos a quienes envió contra ustedes.

—Así es. Naturalmente a Shallem apenas podían hacerle cosquillas. Sin embargo, debieron ser hábilmente adiestrados, a juzgar por lo bien que cumplieron su objetivo en Egipto: separarme de él.

»Cannat, el hermano de Shallem, él mismo y unos pocos solitarios más, eran considerados los rebeldes entre los rebeldes. Primero, de forma que Shallem jamás me aclaraba, se habían levantado contra Dios, pero luego, también desconocía cómo, contra los propios proscritos.

»Cannat y Shallem habían sido los primeros en escapar de ese lugar fuera de nuestro espacio conocido; un lugar en donde Dios les había recluido por algún motivo que Shallem tampoco especificaba.

»Pero no todos los ángeles tenían el poder para escapar de allí, ni tampoco todos soportaban la estancia entre los mortales, como Eonar, que prefirió no mezclarse nunca con los mortales. En realidad, de los que habían huido, la mayoría no soportaba demasiado tiempo en compañía de los humanos, por ello, todos regresaban a la que antes había sido su prisión, pero que ahora era lo más cercano al paraíso, y que, recuperadas las ganas, volverían a abandonar nuevamente, estableciéndose así un ciclo continuo.

—Se había convertido en una especie de balneario de reposo —apuntó el sacerdote.

—Sí. Exactamente. Una desierta isla tropical donde gozaban de su única compañía, pero que tampoco bastaba para satisfacer las inquietudes de los ángeles. Sólo uno de ellos, Cannat, no había necesitado regresar jamás. Parecía adaptarse perfectamente a la existencia entre nosotros. Pero Shallem sí quiso regresar. Y cuando lo intentó, descubrió el inmenso odio que latía en el corazón de Eonar contra él y contra Cannat, a quienes consideraba culpables de la huida, para él indeseada, de la mayoría de sus hermanos más poderosos. Eonar pensaba que Shallem y Cannat se habían erigido en sus líderes, pero esto no era verdad. Ellos nunca pretendieron liderar, como tampoco admitieron el liderazgo que Eonar y algunos otros habían tratado de imponer.

»Más adelante lo comprenderá todo mucho mejor. Pero es preciso que le cuente las cosas importantes en el mismo orden y en los contextos y tiempos exactos en los que yo las descubrí. Mis conocimientos sufrieron una, no sé si decir lenta y gradual, o, más bien, brusca y tardía evolución, y quiero que usted la siga y la comprenda en lo posible.

La mujer se llevó las manos a la cintura y estiró su columna vertebral y luego sus brazos. Entretanto, al observar el sacerdote sus vacilantes y alternas miradas a la botella y a su vaso vacío, se apresuró a llenárselo. Ella lo tomó y lo apuró ávidamente.

—Se lo agradezco, ¿sabe? —le dijo, tras depositar el vaso sobre la bandeja plateada—. El que no consintiera que me esposaran a una mesa de acero.

—Ah, sí. Bueno, no me pareció que aquello fuera empezar con buen pie.

—Hemos de continuar —dijo ella—. Como era de esperar en una ciudad tan próspera como Florencia, eran numerosas las invitaciones de nobles y burgueses que constantemente declinábamos. No deseábamos ningún contacto con persona alguna que no fuese estrictamente imprescindible: nuestras dos sirvientas, el sastre y la modista cuando eran necesarios, y pocos más, por no decir ninguno.

—Espere un momento, por favor —la interrumpió el confesor, reclinándose ansiosamente sobre la mesa—. Siempre está usted hablándome de las riquezas que disfrutaban, ropas, joyas, criados. Pero ¿y el dinero para todo ello?

—Dios Santo —murmuró la mujer, llevándose la mano a la boca y ladeando la cabeza en un gesto de desconsuelo. Luego se volvió hacia el sacerdote—. Pero ¿cómo es capaz de hacer preguntas tan estúpidas, padre? ¿Cree que un ángel puede tener dificultades para conseguir unos míseros pedazos de metal?

El padre DiCaprio pareció sentirse avergonzado, pero aún no acababa de entender.

—Entonces, ¿lo robaba? —insistió.

La mujer exhaló un profundo suspiro de descontento y le miró como a un niño insoportable y obcecado cuyas preguntas no quedara más remedio que satisfacer.

—Sí —contestó bruscamente.

Al padre DiCaprio le costó un mundo continuar ahondando en el tema, pero no se amilanó.

—¿De qué manera? —Estaba encogido sobre la silla, como si temiera que la mujer, que tenía los ojos clavados en los suyos, saltara en cualquier momento sobre él, igual que una fiera. Tragó saliva—. Quiero decir… ¿Mataba para robar?

—Pues… —la mujer dudó unos instantes, con absoluta inmutabilidad—. No creo que le hiciera falta.

—¿No lo sabe? —inquirió él, con asustado asombro.

—No, no estoy segura —repitió pensativamente, como si fuera la primera vez en su vida que se preocupara por aquel detalle—. Aunque es posible que en alguna ocasión lo hiciera. De hecho, recuerdo una vez… Pero no. No hay tiempo para contárselo. No me distraiga con nimiedades, por favor. Prosigo. Vivimos más de dos meses intensamente felices en la ciudad de la flor. Hicimos el amor en todas partes. En la plaza de la Señoría, de noche, bajo la imponente mirada del David de Miguel Ángel; envueltos por la luz que se coloreaba al atravesar las vidrieras de la iglesia de la Santa Cruz; en el convento de San Marcos, donde Shallem imitaba al ángel de Fray Angélico, rendido a los pies de la virgen, con sus alas multicolores extendidas y los brazos cruzados sobre el pecho, como en una declaración de amor. Admirando los frescos de Santa María Novella, de la Santa Trinita; en el Duomo, por supuesto; sumergidos en el regazo del Arno. Aunque, donde más nos gustaba, era una vez traspasadas las murallas de la ciudad, fuera de sus lindes, en alguna de las colinas, desde las cuales la alta cúpula de la catedral parecía envuelta en un capullo de rosa, pero donde no había humanos o inmortales que pudiesen despertarnos de nuestro éxtasis, sino sólo la quietud y el silencio, la serenidad de un cielo negro tachonado de palpitantes estrellas de apariencia eterna e inmutable.

»En estas colinas pasábamos hora tras hora hablando de mil cosas distintas. De los hombres; de las bellezas naturales dispersas por cada rincón de la Tierra, que yo aún no conocía; de los fabulosos animales que las habitaban; incluso del arte y de la música, creaciones humanas por las que Shallem se sentía interesado, y de la incomodidad de los favorecedores trajes que vestíamos y de los que nos solíamos desprender tan pronto estábamos a solas.

»A veces nos sorprendía la caída de la noche sobre la colina tras haber disfrutado de una plácida tarde de sol. Admirábamos el crepúsculo en absoluto silencio, mudos de asombro. El más cotidiano de los milagros contemplado con la impresión de quien abre los ojos por primera vez. Luego nos tumbábamos, siempre en la cumbre, a observar cómo, lentamente, el cielo perdía completamente su color hasta inundarse de la blanca claridad lunar. Shallem era el más romántico de los seres. Hubiera podido llorar ante la belleza de la aurora; pero Shallem no había sido creado para llorar, por más que Dios se empeñase ahora en arrancarle las lágrimas. Luego nos dormíamos, allí, cobijados por la bóveda celeste, abrazados uno al otro hasta el amanecer, cuando dejábamos que las rápidas corrientes del Arno masajearan nuestros cuerpos, obligándolos a desperezarse.

»No podíamos ser más felices. O quizá sí.

»—Pero, Shallem, ¿cómo es que no quedo encinta? —le pregunté un día, ya desesperada ante mi injustificada infertilidad.

»Él detuvo su sorprendida mirada sobre la mía.

»—¿Te gustaría? —me pregunto.

»—¡Pues claro! —exclamé yo, asombrada ante su duda—. ¿No lo sabes? ¿Acaso no soy hialina para ti? Tú conoces todas mis preguntas y todas mis respuestas.

»—¡Qué aburrido sería si fuese así! —me respondió, alzando en el aire su sombrerito de terciopelo azul, cuya accidentalmente arrancada pluma se entretenía en recomponer—. Conozco algunas, sí, pero me gusta oírlas de tu voz.

»—Tú lo has impedido, ¿verdad? —le pregunté, pues, tras muchas cuitas, había llegado a tal conclusión.

»—Sí —me contestó. Y me miró ahora más inmóvil y atento, como de veras sorprendido porque yo le concediese alguna importancia.

»—Pero ¿por qué? Daría casi cualquier cosa por un hijo tuyo, Shallem. ¿Por qué me lo niegas?

»Por unos momentos pareció incrédulo ante mi revelación. Apartó su vista de mí y la devolvió a su sombrerito mientras trataba, sin ninguna concentración, de ensartar la pluma en su interior. Un par de veces inició el ademán de volverse a contestarme, pero en seguida vacilaba y parecía reconsiderar su respuesta.

»—¿Has oído la antigua sentencia “Ojo por ojo, diente por diente”? —me preguntó por fin.

»—Sí —le contesté, sin comprender aún a donde quería ir a parar.

»—Yo maté al hijo de Eonar… —me respondió conturbado, y se detuvo esperando que yo adivinara la consecuencia.

»Durante un minuto me quedé simplemente atontada.

»—Pero… —farfullé finalmente—. También era mi hijo. No tiene derecho a cobrarse venganza sobre mi descendencia.

»—Esa consideración a él no le importa —me dijo Shallem, levantándose y acercándose a mí. Y ahora estaba muy apenado, porque de pronto se había percatado del dolor que la imposibilidad de tener un hijo suyo podía causarme—. Tú no le importas. Es conmigo con quien tiene una deuda pendiente y piensa saldarla con mi primer hijo. No importa a quien haya de aplastar por conseguirlo, y menos aún si es sólo un humano.

»Fue un golpe inesperado y terriblemente doloroso el escuchar aquellas palabras. Desde la concepción de Chretien, había imaginado con ilusión lo que sería engendrar un hijo de Shallem. Durante sus primeros años de vida había fantaseado imaginando y soñando que realmente lo era. Después, mientras Jean–Pierre había vivido con nosotros, no había podido evitar el desear que pronto le diéramos un hermanito.

»Sí, llevaba mucho tiempo forjando unas ilusiones que daba por sentado que un día se cumplirían.

»Pero ¿cómo podía aquel monstruo hacerme aquello? Violarme, utilizarme para engendrar a su hijo, y, ahora, amenazarme con la muerte de mi segundo hijo. Hubiera deseado ser Dios para poder exterminarle.

»—Pero, Shallem, algo habrá que podamos hacer. No es posible que caiga sobre mí esta nueva condena, que no vaya a poder tener un hijo jamás. Ansiaba un hijo tuyo, Shallem. Con tu dulce mirada y tu espíritu indomable. Un doble tuyo que pudiera mecer en mis brazos y besar hasta hacerle perder el sentido. Tienes que dármelo, Shallem, por favor —le supliqué, a punto de echarme a llorar—. No me niegues toda esperanza. No me digas que jamás será posible.

»—No sabía que fuese tan importante para ti —me dijo, haciéndome reclinar la cabeza sobre su hombro.

»—Lo es —afirmé.

»—Si lo intentáramos… —vaciló—. No sé…

»—Luego, hay una posibilidad —dije, levantando la cabeza para mirarle.

»—No es así exactamente. Pero, si tan importante es para ti, quizá… Tal vez podría negociar.

»—¿Quieres decir ofrecerle algo a cambio de que respete la vida de nuestro hijo?

»—Sí. Es posible que acepte. Le gustan ese tipo de acuerdos, siempre y cuando sean lo suficientemente… tentadores.

»—¿Y qué podría pedirte a cambio?

»—Ojo por ojo…

»—¿La vida de otro inocente? —le pregunté, y el corazón saltó en mi pecho.

»Durante largo tiempo permanecimos en silencio. Shallem me estaba dejando meditar, calibrar las opciones. Esperaba mi respuesta.

»—Aún me quedan muchos años de vida, Shallem, Dios mediante. Quiero un hijo tuyo. Me haré a la idea de que el primero no sobrevivirá, de que nacerá muerto o algo así. Pero, después, podremos tener un segundo.

»Debí suponer que Shallem nunca sería tan miserablemente conformista y resignado como yo.

»—Bien —susurró, rodeándome con sus brazos—, si tan grande es tu deseo no lo demos por muerto antes de haberlo engendrado. Lucharemos por él.

»Aquella misma noche concebimos a nuestro hijo.

II

—¿Qué es eso, padre, esos ruidos? —preguntó la confesada señalando hacia la puerta.

—No lo sé. Parece una protesta de los presos.

—Sí, eso parece. Debe ser por la comida. —La mujer sonrió leve e irónicamente al sacerdote y éste le devolvió la sonrisa. Después realizó una fuerte inspiración—. Bien. Sigamos. Vendedores de todo tipo de cosas se reunían los domingos bajo las amplias arquerías de la Lonja dei lanzi. Me gustaba acudir a disfrutar del alegre bullicio de la gente, que iba enfundada en sus más vistosas galas; hurgar entre las monedas antiguas; escoger algunas flores para nuestros jarrones; probar las fragancias de los perfumes; deslizar los dedos sobre las ricas telas, la sarga y el estambre.

»Toda la plaza de la Señoría se atestaba de una ruidosa multitud que curioseaba entre los puestecitos de artesanía. Los jóvenes estudiantes se citaban en torno al Palacio Viejo, para contemplar desde allí el desfile de hermosas señoritas que les dirigían insinuantes miradas. Había muchísimos estudiantes, especialmente de arte. Alegres, bellos, cultos, elegantes y atrevidos.

»Uno de ellos, Leonardo di Buoninsegna, se enamoró perdidamente de mí.

»Leonardo tenía un talento extraordinario como pintor. Le conocí una tarde en que había ido a comprar carne al que hoy llaman el Puente Viejo. Allí se encontraban las mejores carnicerías, y allí coincidimos nosotros. Yo estaba sola, ya que Shallem odiaba la vista de los animales despedazados. Y, he de decir, que fue Leonardo quien me sorprendió contemplándole descaradamente. No pude evitarlo. Leonardo era una auténtica maravilla como hombre. Tenía el cabello cortado en media melena y era de un negro tan brillante que el sol le arrancaba todas las tonalidades del arco iris. Y sus ojos…, sus ojos eran de color violeta, orlados por unas cejas de fino trazo que le dotaban de un cierto aspecto picarón. Los labios, delgados, mantenían un rictus eternamente sonriente en su rostro lampiño. Disfrutaba el atractivo de las personas felices. Ése, tan especial, que irradia de su interior dotándoles de irresistible carisma. Yo le miraba, evaluando su belleza, lo mismo que hacía con cuantas obras de arte me tropezaba. Porque eso era mí: una obra de arte a la que jamás se me hubiera ocurrido intentar acceder. No lo deseaba. Mi disfrute consistía en la mera contemplación de la belleza. La del David, la de la catedral, la de un ser humano. ¿Cuál es la diferencia? Mi espíritu se estremecía con el mismo goce ante cualquiera de ellas.

»Es más, el hecho de comprobar que no era una admirable escultura viviente, distante e inalcanzable, sino meramente un hombre que ahora se dirigía a mí con sus más seductoras miradas y edulcoradas palabras, deshizo irremediablemente el hechizo.

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