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Authors: Juan Kresdez

Tags: #Histórico, Intriga

La conjura de Córdoba (12 page)

BOOK: La conjura de Córdoba
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—Toda Córdoba está al corriente de tu situación matrimonial. Las alcahuetas de la ciudad conocen cuanto se cuece en cada casa que visitan.

—¡Pobre Asma si se casa con ese depravado! —se lamentó Hudayr perplejo.

Muhammad había conseguido, como su padre, poner a todos de acuerdo a la hora de emitir un juicio sobre él. Los calificativos que le dedicaban eran tan apropiados y numerosos que se había llegado al agotamiento lingüístico. Resultaba difícil, por no decir imposible, encontrar uno nuevo con que designarle. Hubo un tiempo en que Córdoba se levantaba expectante para comentar las gracias del hijo del Hachib durante la noche anterior. Pero fueron tantas y seguían siendo las tropelías que ya nadie se molestaba en dedicarle un comentario, se limitaban a decir: «¡Qué esperas de ese degenerado!» Al-Malik le odiaba, entre otras cosas, por creerle el matador de uno de sus esclavos. Un joven que se negó a satisfacer sus requerimientos amorosos.

Apareció el muchacho degollado en la puerta de los Drogueros una infausta mañana.

Nunca se pudo demostrar la culpabilidad de Muhammad, sin embargo, todos los indicios le apuntaban como el ejecutor o al menos el inspirador del cruel asesinato.

Los taberneros le temían y, al mismo tiempo, le reían las gracias. Les obligaba a pagarle un tanto por expender vino, pero guardaban un sepulcral silencio sobre esta forma de extorsión. «Siempre es más ventajoso un pequeño sacrificio que cerrar el negocio”, se decían y, bajo la capa de protección del prefecto, aumentaban los precios con descaro y cara de lástima. Las
jarichiyas
de las tabernas y las que ejercían en las calles de los extrarradios de la ciudad le entregaban parte de sus beneficios y, como verdadero proxeneta, se declaraba su benefactor. A los borrachos, ladrones y pervertidos que atrapaba les vaciaba las bolsas a cambio de cerrar los ojos y dejarles en libertad. Pero los hechos más abyectos y los que causaron mayor repugnancia fueron los rumores surgidos por la muerte de una esclava que compró en el mercado a un judío llegado de Oriente. La encontraron colgando de una viga del techo de un pabellón de herramientas en el jardín del palacio que se construyó en el barrio de Al-Rusafa. Era una hermosa mujer de voz melodiosa y educada, según el mercader que la vendió, en una de las famosas academias de Bagdad. De piel muy blanca, pelo negro como el ala de cuervo y ojos como dos esmeraldas de la India. Muhammad dijo que se había suicidado a causa de la melancolía. “Recordaba tanto Bagdad y a sus amigas de la academia que no pudo soportar la vida en Córdoba». Ahora bien, uno de los soldados de la prefectura, un cordobés malencarado, con quien se le veía constantemente, aunque el prefecto negase su amistad, una noche que se emborrachó en una taberna a la que había acudido a cobrar el tributo, le comentó al tabernero que la había matado el mismo Muhammad cansado de sus negativas a satisfacerle como quería cuando estaban en la cama. Sea como fuere, nadie se preocupó por esclarecer la verdad. Córdoba entera, menos su padre el Hachib, culpó a Muhammad de la muerte de la desdichada joven.

—No creo que Galib entregue a su hija a Muhammad. Asociarse con Al-Mushafi no entra en los planes del viejo general. Le desprecia desde que en las aulas del Alcázar le veía deshacerse en lisonjas hacia Al-Hakam y mirar al resto por encima del hombro como si fueran leprosos o apestados. Asma tendrá mejor destino —contestó Abi Amir y miró de reojo a Ishaq Ibrahim que sorbía una infusión despacio atento a las discusiones.

El escamón Ulema centraba su seguridad en considerarse vigilante estricto de la tradición y la acusación de Muhammad tildando de sectario a Al-Malik le hizo aguzar el oído. La familia de los Banu Mundir, cuya cabeza más importante fue Said Al-Mundir, padre de Al-Malik, había sido ejemplar en cuanto que aceptaba plenamente la ortodoxia. Abd Al-Rahman III le nombró cadí de Córdoba y desempeñó su cargo con estricta honradez hasta su muerte. A su hijo mayor, del mismo nombre, le nombró cadí de la Mezquita, guiaba la oración los viernes y era admirado y querido en la ciudad por su bondad, rectitud y amplitud de criterios. Los campesinos y agricultores le tenían por un hombre santo y acudían a él para realizar las oraciones a la hora de impetrar la lluvia los años de sequía. «Gracias a su honestidad y al fervor con que reza, Allah le escucha y nos libra de la escasez de agua» —decía Al-Hakam II ilusionado cuando veía abrirse las nubes y descargar su ansiada carga.

Influidos por Said Al-Mundir padre, todos los hijos se inclinaron por la teología y se entusiasmaron con la corriente llamada de mutazil, los apartados, partidarios del libre albedrío. No condenaban ni rechazaban la
siia
y tampoco se habían puesto de su lado. En los juicios que se habían seguido contra algún sii o fatimí, cuando se detectaban en Córdoba, estuvieron al margen, incluso aplaudieron las sentencias convencidos de la justicia por considerarlos espías del califa de Egipto, Al-Muiz, distorsionadores de la política de Al-Hakan II. Ahora el Califa protector del conocimiento había muerto y los tiempos que se avecinaban, como observaba esta noche, serían diferentes. «Gobierne quien gobierne, la ortodoxia está por encima de los hombres y mi obligación es mantenerla dentro del Estado de Córdoba» —se decía Ishaq Ibrahim mientras calibraba las posturas de los reunidos. Consideraba a las corrientes teológicas y filosóficas peligrosas, con ellas creía que su cargo e imagen, dentro del orden del califato, podían encontrarse amenazadas. Abi Amir adivinaba los pensamientos del ulema y no le perdía de vista. No le temía, pero no estaba de más tenerle de su parte cuando le necesitase y por la expresión de sus ojos, cuando miraba a Al-Malik, comprendió que en cuanto pudiera se encargaría de destruir cualquier tendencia que no fuera la que defendía. Hudayr siguió la dirección de la mirada de su amigo y se alarmó.

—Si el Hachib consigue el apoyo de Ishaq Ibrahim, Asma será de Muhammad.

—Los pensamientos del ulema están en otra parte. No te preocupes por Asma.

Esperemos cómo termina la noche y cómo opta por resolver la confabulación el Hachib. A partir de entonces hablaremos con Galib —contestó Abi Amir y volviéndose hacia su amigo le hizo un gesto de complicidad.

AL-MUSHAFI

La atmósfera del salón se había cargado con el humo de los braseros y las lámparas. Una neblina aromática difuminaba los rostros y Al-Mushafi mandó a unos esclavos servir
nabid
, vino de dátiles, refrescos e infusiones y al mismo tiempo, con las puertas abiertas, aclarar el ambiente. Esperaba con el aire renovado apaciguar un tanto los ánimos enrarecidos en exceso. No le convenían los enfrentamientos personales cargados de rencor, descubrir viejas heridas que pudieran dar al traste con el propósito que se había marcado. En un principio pensó que la reunión se desarrollaría con celeridad, convencidos todos de la conveniencia de su punto de vista pero delante estaba su equivocación, se le había escapado de las manos. Le sorprendieron las objeciones, los recelos y las sospechas de traición que adivinaba entre unos y otros. Había contado con que los hombres de armas, una vez expuesto el asunto, emprenderían el camino de la ejecución sin dilaciones y ahora cuestionaban su opinión y temían las consecuencias posteriores. Al-Mushafi había desechado la idea de encargar a Muhammad el deshacerse de Al-Mugira en estimación de posibles futuras consecuencias y se arrepentía, no contó con la renuencia de los demás. Había abrigado la esperanza de que Ishaq Ibrahim y Al-Salim le hubieran apoyado de inmediato, como lo hizo Jalid, cargados de fuerza moral y respaldo jurídico como una respuesta pronta, hubiera dado la orden con la complicidad de todos, pero las cosas se conducían lejos de sus pensamientos. La situación era esa y no otra, solo quedaba reconducirla y conseguir que alguien tomase las riendas y enfocase el asunto como debía para terminar de una vez.

«Si al menos Muhammad no se hubiese ofrecido como salvador de la situación apartándose de lo primordial por miedo a represalias ulteriores y en lugar de contestar las pullas de Al-Malik las hubiese esquivado y evitado desencadenar esa inútil disputa, quizá se pudiese haber encarrilado el ánimo de los convocados», se lamentaba el Hachib. Veía la desconfianza de todos contra todos y de todos contra él cuando horas antes ninguno hubiera dudado en obedecer cualquiera de sus órdenes.

«Lo hecho, hecho está y volver a empezar es imposible», remachó como si se flagelase. “He creado un embrollo sin sentido, un error desde cualquier punto de vista. ¿Cómo surgió esta absurda situación? No tiene otro calificativo. O Quizá sí:

¡cobardía! Al verme libre de las garras de Yawdar y Faiq me he precipitado en encontrar el modo de frustrar la conspiración sin detenerme a sopesar con detalle la posición de los eunucos. El miedo obturó mi cerebro, me privó del raciocinio y opté por la solución menos comprometida, convoqué a quienes consideré de mi confianza a fin de que me respaldasen. ¿Por qué no recapacité sobre hechos simples? Por la mañana el médico con su informe confirmaba la mejoría de la enfermedad y el Califa mostró síntomas evidentes de curación. En mi encuentro con Faiq no observé alteraciones en su rostro, nerviosismo, preocupaciones, ningún detalle que me moviera a sospechar lo ocurrido horas después. Por tanto, la muerte de Al-Hakam II también les sorprendió a ellos. ¿Por qué tanto pánico si el ejército no participaba en sus planes? Los acuertelamientos de Córdoba y Medina Al-Zahra es evidente que no estaban implicados, la prueba palpable era la presencia de Hisham ibn Utman, Ziyad ibn Aflah y los hermanos Tumlus. Los mercenarios cristianos siguen fuera de la ciudad en sus cuarteles ajenos a cuanto ocurre en Alcázar, la caballería beréber tampoco está enterada y los ejércitos de las provincias y las fronteras en sus puestos habituales. La noticia no había tenido oportunidad de salir de la ciudad y, aunque lo hubiera hecho y las palomas hubieran volado a la velocidad del rayo y la conocieran los gobernadores, Galib, Rumahis o Al-Tuchibi, los únicos que disponían de fuerzas numerosas y experimentadas, al menos necesitarían una semana para llegar a Córdoba desde Medinaceli, Zaragoza o Almería. Sin estos importantes apoyos, no cabía posibilidad de consolidar la revuelta. Debí pensar esto antes de sobrecogerme de miedo. Otras consideraciones también habría tenido que haber valorado, las personalidades de estos tres generales. No se quedarán parados ante un califa de circunstancias, ante un monigote en manos de esos bastardos. Su primera reacción será llegar a la corte con sus huestes, hacerse con el poder, deponer a Al-Mugira y ahorcar a los eunucos y a cuantos consideren necesarios para restablecer el orden.

¿Qué extrañas circunstancias me negaron estos análisis? Otra consideración que tampoco tomé en cuenta: ¿No podía ocurrir que Al-Mugira se negase a secundar a los eunucos por fidelidad a su hermano y a su sobrino? ¿Por qué sin conocer el parecer de Al-Mugira, le otorgué su participación? ¡Tantas preguntas sin respuestas!

Si estaba convencido de que Al-Mugira tomaba parte en la conjura, ¿por qué no ordené matarle y después convocar la reunión? ¡La suerte está echada, la desaparición de Al-Mugira es necesaria!”, en estos turbios pensamientos estaba sumido el Hachib cuando la voz potente de Ziyad ibn Aflah le volvió a la realidad.

—¿Cuál es el propósito que nos ha traído aquí, despedazarnos unos a otros, valorar el modo de deshacer la conjura y salvar el califato o entablar una discusión filosófica para agotar la noche y nuestras fuerzas?

—Intentamos ponernos de acuerdo para destruir los proyectos engendrados por Yawdar y Faiq. Si dejamos en manos de dos aventureros el califato, arruinarán los años de esfuerzo y trabajo. Consideremos la opinión de Jalid y optemos por ella.

Actuemos con decisión antes de facilitar a nuestros enemigos consumar sus espurios fines —tronó Al-Mushafi en desesperado intento de recuperar su ascendencia como primer ministro. El silencio se descolgó como una nube arrastrada por el viento.

—La responsabilidad compartida hace imposible cargar las culpas sobre uno en particular —susurró Hudayr al oído de Abi Amir.

—Ese es el meollo de la reunión. Al-Mushafi no se atreve a enviar a nadie a eliminar al príncipe Al-Mugira. Se cubre para que nadie pueda acusarle, pero sigue en su empeño de quitárselo de en medio. Algo nos ha ocultado. Sigámosle la corriente con docilidad y hagámosle el juego. Suceda lo que suceda ¡Solo Dios lo sabe, Él con su mano ha escrito el futuro! Al-Mushafi saldrá esta noche disminuido de sus atributos. Ha perdido la oportunidad de erigirse en cabeza del gobierno y estos errores se pagan de por vida —dijo Abi Amir con el mismo tono de voz de su amigo.

—¿Qué quieres decir? ¿También le suprimiremos a él?

—Las discusiones se enredan cuando no existe un jefe con autoridad. Si fuera el Califa quien presidiera esta reunión y ordenase la muerte de su hermano, ¿quién se negaría a cumplir la orden? Aquí tienes la diferencia entre un verdadero guía y un advenedizo acostumbrado a recibir órdenes y sentirse protegido al transmitirlas. Nos muestra su debilidad con las indecisiones y la ansiada búsqueda de unanimidad para escudarse tras de ella. Ocurra lo que ocurra esta noche, nada volverá a ser igual.

Habrá lucha por el poder de una u otra forma. Al-Mushafi quiere encontrar entre nosotros su confirmación como Hachib. Si no ha seguido a los eunucos es porque no se fía de ellos y piensa que Al-Mugira tampoco le respetará. Ha intentado comer con las dos manos y ha perdido la confianza en sí mismo. Tampoco olvides a Subh, ella tomará parte en los acontecimientos, empleará las armas a su alcance y son muchas, aunque sea mujer y esté recluida en el harén. Ese detalle también se le ha escapado al Hachib —sopló Abi Amir en la oreja de su amigo.

—No subestimes al Hachib, cuenta con elevado número de clientes a pesar de los odios sembrados a lo largo de estos años. Se le teme lo suficiente como para mantener las riendas en las manos. Cobrará los favores y prometerá nuevos a cuantos estime de su confianza, como ha hecho con nosotros. «O estáis conmigo y actuamos juntos contra Yawdar y Faiq o mañana nadie disfrutará de su puesto y quizá tampoco de la vida». Esta amenaza aterra a cualquiera. Con la pérdida del cargo llega la expropiación y la ruina de la familia, a veces sufrir eso es peor que la muerte. Nos tiene en sus manos —rezongó Hudayr.

—La firmeza del Hachib estaba en el Califa y este ha muerto. Recuerda siempre la frase que se le atribuye a Al-Malik ibn Anas: «Es preferible soportar a un soberano déspota, injusto, durante setenta años que permitir que un pueblo se quede sin jefe, aunque no sea más que por espacio de una hora». Estamos en esa hora.

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