—Pero debemos tener las garantías necesarias para salvaguardar la responsabilidad de quien cometa el homicidio —esta petición de Ziyad con que terminó su intervención levantó ampollas en el Hachib. Ziyad, como caballerizo mayor y gobernador de Medina Al-Zahra, había asistido a procesos promovidos por Al-Mushafi donde las pruebas desaparecieron, los testigos fueron comprados y las sentencias se hicieron a la medida de sus intereses. Le había visto destruir a inocentes por habérsele enfrentado, expropiarles sus pertenencias y morir cargados de grillos en las cárceles.
—¿Cómo puedes dudar de nuestra voluntad? En esto estamos implicados todos los presentes. Somos partícipes de una u otra forma. Cómplices. Actuamos en beneficio del reino. Por tanto no estamos ante un crimen propiamente dicho. Quien tenga la suerte de ejecutar lo que decidamos estará exento de cualquier culpa —el tono de Al-Mushafi fue amargo y duro.
Los demás guardaron sepulcral silencio. Nadie respondería por nadie y tampoco sabían cómo contestar a Ziyad. No se firmaría ningún documento comprometedor, ni se levantaría acta de la reunión y, menos aún, se pediría a Al-Salim que redactara un contrato de tan singulares características.
—La ocultación de un crimen no es tarea sencilla. Pronto o tarde surgirá la verdad como el sol sale cada día, pero aunque eso fuera posible a los ojos de los hombres, no lo sería a los de Allah ¡Venerado sea su nombre!
Ishaq Ibrahim se detuvo mientras los demás, expectantes, esperaban por dónde continuaría. Si defendería la vida del joven Al-Mugira o si le condenaba sin remedio.
Se le temía por su implacable persecución a la herejía y su intransigencia a la hora de dictar sentencias. Él se consideraba un verdadero descendiente de los primeros árabes aunque corría el rumor de que sus ancestros fueron judíos, quizá por esta razón u otras despreciaba esa religión y a quienes la practicaban como si fueran una raza de apestados. Unos meses atrás, un comerciante del zoco denunció a un vecino.
Este hombre, descendiente de los autóctonos cordobeses, fatuo, vago y envidioso, a quien los negocios se le escapaban de las manos como el agua de una cesta, se presentó en casa del alfaquí: «Ishaq Ibrahim, el judío importador de piedras preciosas, que vive puerta con puerta conmigo se ha mofado de mi devoción y amor al Profeta. Me ha llamado “Mohamiya”, en clara alusión al Mensajero de Allah».
“Vete a tu casa y no vuelvas a dirigirle la palabra”, le despidió el alfaquí. Al día siguiente, el judío cargado de hierros entró en la cárcel. En medio del asombro de los hombres de leyes, de ulemas y otros alfaquíes menos intransigentes se celebró el juicio contra el blasfemo. Ishaq Ibrahim no admitió otros testigos que los preparados bajo su dirección, se opuso a la apelación y a la tradicional fórmula del arrepentimiento. De la sala de audiencias, el pobre desgraciado salió hacia la horca en medio de feroces abucheos. Confiscaron todos sus bienes y se desterró al resto de la familia. No hubo forma de convencerle de la insignificancia de la falta y de lo inútil de la ejecución. Se despachó con una frase lapidaria: “Nadie toma el nombre del Profeta como un diminutivo despectivo”.
Este suceso y otros de la misma índole estaban en la mente de los convocados y se hacían presentes cuando Ishaq Ibrahim tomaba la palabra. Por su endiablado arte para arrancar expresiones susceptibles de herejía o apostasía, Al-Mushafi no las tenía todas consigo, Al-Salim le evitaba y los jóvenes se sobrecogían de espanto si se dirigía a ellos. Solamente Abi Amir sabía cómo actuar con el viejo alfaquí. Conocía su desenfrenado celo por las vírgenes adolescentes y en secreto le alimentaba el deseo.
El poder del inflexible alfaquí residía en encabezar un cuerpo de espías religiosos. Un grupo de fanáticos formados por Abd Al-Rahman III para preservar el califato de contaminaciones ideológicas y que Al-Hakam II no se atrevió a disolver por respeto a su padre. Ishaq Ibrahim, apoyado en la escuela jurídica creada por Al-Malik ibn Anas, segaba con la ley como un labrador con su guadaña pero, ante la posibilidad de que la conjura triunfase y los eunucos adoptasen un gobierno abierto a otras escuelas y tendencias, se sentía inquieto.
—Los eunucos no solo actúan en contra de la fidelidad al Califa sino contra la ley con alevosía y herejía. ¡Son perros que muerden la mano de quien les ha alimentado y debemos tratarlos como alimañas rabiosas! Yawdar, Faiq y los confabulados que les siguen han elegido entregar el reino a un príncipe colateral y despreciar el juramento sucesorio para obtener un poder tiránico, saciar sus inmundas codicias y destruir nuestra sociedad. Con su desprecio a la ley se han alejado de la razón y de la sumisión debida a su protector Al-Hakam II. Castiguemos la traición como se merece y exterminemos a estos seres impuros, engendros del diablo. ¡Que la espada de la justicia caiga sobre sus cuellos! Empleemos nuestros aceros a semejanza del cuchillo del médico que corta un miembro infectado para conservar la salud del paciente.
Saneemos el califato por extirpación, empleemos este eficaz remedio —el alfaquí dejó a todos sumidos en un receloso desconcierto. Defraudó a todos por igual. A quienes esperaban una furibunda condena de Al-Mugira y a quienes ansiaban que abogara por la vida del joven Príncipe. De la deslealtad de los eunucos no había duda, de sus sucios manejos tampoco y tenerlos en la cúspide del gobierno no era un plato apetecido por nadie, pero destruirlos en este preciso momento no estaba al alcance de los presentes.
—Estamos de acuerdo en abortar las intenciones de esos emasculados y, si pudiéramos, cortarles el gaznate y colgarlos a secar en las almenas del Alcázar.
Ahora bien, la forma de eliminarlos y borrarlos de la faz de la tierra es la cuestión que tenemos ante nuestras narices. La posibilidad apuntada por Jalid y coreada por el Hachib no la estimo como única y definitiva. La muerte de Al-Mugira la considero innecesaria. Si la solución del problema pasa por la desaparición de su candidato, saquémosles de Córdoba. Mañana, hecha pública la muerte del Califa, no tendrán a quien proclamar y continuaremos con la sucesión como estaba previsto. Nos evitaríamos cargar con un inicuo crimen sobre nuestras conciencias —Al-Malik intentaba por todos los medios salvar la vida de Al-Mugira y en sus inconfesables pensamientos no descartaba la posibilidad de verlo un día no muy lejano ocupando el diván califal.
Todos conocemos al hermano menor de Al-Hakam II. Hemos participado en saraos en su palacio, hemos comido su pan y jamás, al menos yo, he escuchado de sus labios aspiraciones comprometedoras. La ambición de poder no ha pasado por su mente. En las fiestas y recepciones de Al-Hakam II le hemos visto a su lado como un familiar decorativo y en la jura de Hisham derramó lagrimas de orgullo y contento por su sobrino. Su concepto de la felicidad se circunscribe a sus mujeres, sus jardines, al último caballo que adquiere y a la cría de halcones, ¿cómo privar de la vida a un hombre tan ajeno a intrigas? ¡Allah nos lo demandaría el día del Juicio! Yawdar y Faiq pueden haber mentido como es su costumbre. ¿No existen otros príncipes omeyas, hermanos también de Al-Hakam II, con mayores ambiciones? ¿Sabemos con exactitud que ha sido Al-Mugira el elegido y no otros? ¿Habéis pensado que pudiera ser una sutil maniobra de los eunucos y con quien verdaderamente cuentan sea uno de los otros dos hermanos, Abu-l-Asbag abd Al-Aziz o Abu-l-Qasim Al-Asbag, ambos hijos legítimos de Abd Al-Rahman III?
Las preguntas de Al-Malik sembraron la confusión. Todos tomaron la palabra y nadie escuchó a nadie. Algunos se levantaron airados de sus cojines y otros comieron de los pastelillos que tenían delante. Quienes habían aceptado la solución de Jalid y no habían pensado en otra se llenaron de perplejidad. Los que sentían escrúpulos por esa ejecución respiraron aliviados.
—Entonces matemos a los tres —dijo Muhammad.
Si las miradas hubieran sido puñales el hijo del Hachib se hubiera desangrado en el suelo. Al-Mushafi sudaba y se removía inquieto. Miró a su vástago como un ser ajeno a su sangre, a su sobrino como un abúlico desagradecido, a Ishaq Ibrahim como a un traidor y a Al-Malik como un agente de los eunucos o como un demonio versado en enredos. Al-Salim apaciguó los ánimos y cada cual volvió a ocupar su sitio.
—No tenemos toda la noche para discutir y menos para andarnos por las ramas como mujeres desocupadas en el harén —espetó Abi Amir con voz reposada.
—¿Cuál es tu proposición? —dijo Jalid, que parecía haber despertado con el alboroto.
—Razonemos con calma, sin perder el objetivo. Al destino de cada cual no se le puede enmendar su camino y las estrellas de Yawdar y Faiq les han abandonado.
Para que todo continúe como hasta ahora, hemos de extinguir la conjura como se extingue un virulento incendio y cualquier solución es válida si conseguimos nuestro propósito, incluso encender nosotros el fuego en sentido contrario. Las preguntas de Al-Malik no carecen de sentido y las consideraremos en cuanto valen. Ahora bien, el tiempo no se detiene y es menester actuar mientras lo tengamos a nuestro favor. En mis pensamientos no está la muerte de Al-Mugira. Es mi amigo y le estimo como a un hermano menor, pero, si con su desaparición resolvemos el enredo, desparecerá.
Si fuera necesario acabar con los otros hermanos, acabemos. Al fin y al cabo a los ojos de Dios es lo mismo un crimen que tres. Seremos asesinos de cualquier manera.
Ahora bien, estamos ante un problema de Estado y no somos vulgares bandidos.
Nuestro fin está encaminado al bien del califato, eludir una guerra ente tribus, entre eslavos y árabes, entre árabes y beréberes, entre los habitantes primigenios de estas tierras acogidos al Islam y el resto. Una revuelta de esta magnitud sería el fin del califato como unidad política.
Abi Amir había conseguido despertar el razonamiento mesurado y calculador de los reunidos. Miraban en su interior, valoraban cuanto poseían, privilegios, prebendas, patrimonios, familias. Conservar su posición estaba por encima de cualquier escrúpulo y una o varias cabezas serían irrelevantes por no perder lo adquirido. Pero este apego a los bienes estaba saturado de desconfianza. En la corte cordobesa, al igual que en otras, las intrigas, las zancadillas y las puñaladas por la espalda circulaban día y noche. Todo un sucio palenque, el lugar menos indicado para poner la vida en manos de otros. Las incontables traiciones hacían difíciles los acercamientos sinceros. Cada cual tenía facturas pendientes con el prójimo más cercano y quien más y quien menos esperaba ver el cadáver de su vecino pasar por su puerta.
—La importancia de un hombre se mide por las fuerzas que en un momento dado puede reunir alrededor de su persona. No olvidemos a los grandes generales gobernadores de las fronteras, media y superior, y menos aún de las fuerzas marítimas, uno de los pulmones de nuestra economía —dijo Hudayr al pensar en una visión amplia del Estado.
—En estos momentos están en los confines de la Tierra para intervenir en este problema —refunfuñó Jalid, viejo zorro a quien la experiencia le había enseñado a valorar cada cosa en su justo momento.
—¿Conocemos si Faiq ha tenido conversaciones con Galib? Si el General de las Dos Espadas está de acuerdo con los eunucos, de nada servirán el asesinato de Al-Mugira y la proclamación de Hisham. Se presentará en Córdoba y nombrarán otro príncipe como califa. El prestigio de Galib en el Ejército sería suficiente para que hasta el último soldado se acoja a su bandera —volvió a intervenir Hudayr.
—Si crees en tus palabras, mejor estarías en la cama con alguna de tus esclavas hocicando a cuatro patas —bramó Muhammad.
—Mis hombres no seguirán a Galib. Estaríamos dispuestos a plantarle batalla a la salida de Medina Selim, en Alcolea, por ejemplo, o en el paso de Despeñaperros. A Córdoba llegaría su cabeza en una pica —se jactó Hisham ibn Utman.
—La soberbia excede a tu valor. Galib se llevaría tus soldados y los míos. Es el único general invicto en cuantas batallas ha participado y bajo su mando cualquier hombre siente la fiereza de un león. Nadie ha vuelto grupas combatiendo a su lado, los soldados en sus filas creen en el éxito como en Allah. ¡Alabado sea su nombre!
¿Puedes decir lo mismo de la fidelidad de los tuyos? —replicó Qasim ibn Tumlus, que conocía la realidad del ejército califal. A Galib se le consideraba un talismán sagrado.
—¿Qué ocurriría si Faiq contase con Galib, Rumahis y Al-Tuchibi, gobernador de la frontera superior y cadí de Zaragoza? Estos tres hombres, si estuvieran dentro de la conjura, nos arrojarían a las profundidades de los infiernos —Hudayr reincidió sin hacer caso de la grosería de Muhammad y la bravata de su primo. El aristócrata árabe temblaba como una mimbre en manos de un cestero con solo oír el nombre de Galib.
—Las habilidades de Faiq no alcanzan para conjuntar a hombres de carácter tan dispar, aunque Galib sea eslavo, —observó ibn Nasr.
—La fidelidad de Galib es como la piedra de granito. Hombre íntegro, agradecido, seguro de sus méritos y apegado a Al-Hakam II y su sueño. Al-Tuchibi, árabe y como tal otro de los ofendidos e irreconciliable con los eunucos; y Rumahis, «el Califa del Mar», es independiente. Gobierne quien gobierne en Córdoba necesitará de sus servicios. Como Almirante en jefe de la flota, bajo su protección navegan los barcos mercantes, mantiene un férreo clientelismo con los armadores y no hay pirata ni corsario que no le rinda pleitesía. Considero improbable que cualquiera de estos hombres participe en la conjura —apuntó Ahmad ibn Tumlus, que mantenía contacto permanente con los gobernadores de las provincias con quien preparaba las reclutas.
—Yawdar y Faiq no han hecho pública la noticia de la muerte de Al-Hakam II, si lo hubieran hecho, ellos mismos se habrían destruido. Por otro lado, un proyecto de tales dimensiones no se materializa con correos ni con palomas mensajeras. Las conjeturas de Hudayr son infundadas y carentes de verosimilitud. Estamos ante un golpe de estado de palacio y somos nosotros los únicos capaces de oponernos o admitirlo dejando en manos de los eunucos los acontecimientos. Es aquí donde se requiere nuestra actuación, los gobernadores de las provincias acatarán cualquier hecho que Córdoba acepte y apruebe y, mientras a cada cual se le respete el puesto que ocupa, no habrá discrepancias —Al-Salim consiguió calmar las inquietudes y temores que Hudayr había esparcido al nombrar a los grandes señores.
—¿Qué opinas tú? —preguntó Hudayr a su amigo Abi Amir. Protegidos por un gran brasero, podían hablarse en voz baja sin ser escuchados cuando se recostaban contra la pared.