La conjura de Córdoba (5 page)

Read La conjura de Córdoba Online

Authors: Juan Kresdez

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: La conjura de Córdoba
4.07Mb size Format: txt, pdf, ePub

Por la calle principal, una arteria que dividía la medina en dos de Norte a Sur, desde la Puerta de los Judíos hasta la del Río, no se veía un alma. El grupo avanzó despacio, atento a los cruces de las vías adyacentes hasta que divisó las linternas encendidas de los muros del Alcázar y las lamparillas en las esquinas del zoco.

—¡Apagad las antorchas!

Desde que se vistió para acudir a la convocatoria del Hachib, Abi Amir estimaba la posibilidad de una emboscada, aunque no acertaba a colegir quién pudiera ordenarla. A cualquiera de los que intentasen utilizar la muerte de Al-Hakam II le interesaba su desaparición. Su puesto como administrador de los bienes del príncipe Hisham y su madre incomodaba a todos. Tanto para Yawdar y Faiq Al-Nizami como para Al-Mushafi, la influencia que ejercía sobre madre e hijo le convertía en un hombre peligroso.

—Ahmed, cambiamos de dirección. Vamos a las cuadras del caravasar del griego y dejemos allí las monturas. Si sufrimos un ataque por sorpresa, nos defenderemos mejor a pie y, si por desgracia nos encontráramos en minoría, refugiándonos en las casas y saltando por las terrazas tendremos más oportunidades.

Llegaron a los portalones del corralón del griego sin toparse con nadie. Un soldado empujó las puertas y entraron. El dueño en persona les recibió y sin comentarios condujo a los animales a los establos.

Abi Amir dividió a sus hombres en dos grupos, uno al mando de Ahmed rodeó el palacio y el otro, con él. Exploraron y comprobaron que no había nadie apostado en las calles cercanas.

—Ni un alma por los alrededores —informó Ahmed satisfecho de la ronda.

—Tampoco nosotros nos hemos cruzado con nadie.

Se habían juntado detrás de un tapial desde donde divisaban la puerta principal de la residencia del Hachib y protegidos por la pared y la oscuridad podrían observar a quienes entrasen o saliesen sin descubrir su presencia.

A los pocos minutos, un tropel de caballos los alertó y Ahmed se adelantó para identificarlos.

—¿Hisham? —preguntó Abi Amir en un susurro.

—Hisahm ibn Utman, cadí de Valencia y Tortosa, con escolta de las fuerza regulares acuarteladas en la ciudad.

Ahmed se había deslizado a lo largo de la pared y entre esta y un árbol, a menos de quince pasos, pudo averiguar quiénes eran los recién llegados.

Abi Amir asintió y, sin que nadie le viera, hizo un gesto de repugnancia:

«Solamente a un fatuo pagado de sí mismo se le ocurre asistir a una reunión secreta con el escándalo por bandera».

El ruido amortiguado de unos cascos forrados le interrumpió los pensamientos sobre el sobrino predilecto del Hachib.

—Los hermanos Tumlus, Qasim y Ahmad. Los hombres que les acompañan pertenecen a la recluta de este verano.

Dos figuras de lentos movimientos, silenciosos como fantasmas, aparecieron al doblar la esquina de una calleja.

—Ahmad ibn Nasr, juez de mercados y Jalib ibn Hisham, el viejo jefe de inspectores de construcción.

Abi Amir escuchaba a su hombre sin moverse del lugar que ocupaba, haciéndose una idea cada vez más precisa de la situación.

—Muhammed Al-Salim, cadí de Córdoba, y el alfaquí Ishaq ibn Ibrahin ibn Masarra.

—El peligro no lo tenemos ahí dentro. A esos hombres podemos considerarlos fieles continuadores de Al-Hakam II.

Abi Amir desechó definitivamente la posibilidad de una emboscada por parte de Al-Mushafi.

—Abd Al-Rahman ibn Hudayr, tu amigo, y cuatro esclavos.

Hudayr había sido el único aristócrata que le recibió sin complejos, le abrió sus puertas cuando llegó a la ciudad para estudiar derecho en la
madrasa
y con discreción y elegancia, en más de una ocasión, le liberó de las dentelladas del hambre en aquellos años de estudiante provinciano y pobre.

—Abd Al-Malik ibn Mundir.

«Si la envidia tuviera rostro, sería el de Al-Malik».

Abi Amir le recordaba sentado recitando las suras del Corán a voz en grito para llamar la atención y congestionado rechinaba los dientes cuando a una pregunta del profesor se le adelantaban Hudayr o él.

—Ahmed, llama a los banu Birzal y cubrid el palacio y sus alrededores. Lo que pueda ocurrir vendrá desde fuera. Vigilad también las puertas del Alcázar.

—Ziyad ibn Aflah, el caballerizo mayor y una docena de hombres de la prefectura de Medina Al-Zahra. Eslavo.

—Ziyad es un cachorro, aún no caza solo. Vive en esos días felices en los cuales la gratitud es la aurora y el honor el sol en lo alto del firmamento.

Abi Amir entró en Al-Mushafiyya. Un esclavo le condujo al interior y le recibió Muhammad, el hijo del Hachib y prefecto de Córdoba.

—Mi padre está preocupado por tu tardanza —aunque el prefecto mantenía el gesto tranquilo, los destellos de los ojos y los golpecitos que se daba en una pierna con la fusta demostraban lo contrario. Abi Amir le siguió por un corredor de preciosos arcos y columnas de mármol gris y rosa hasta el gran salón donde se encontraban los convocados. Al-Mushafi presidía la reunión desde un gran diván de almohadones de seda.

—¡Gracias a Dios Todopoderoso! ¡Estábamos inquietos! —la exclamación fue instintiva, lejos del protocolario comportamiento habitual del Hachib.

Abi Amir se sentó al lado de Hudayr, enfrente del Hachib. Un aire de misterio y conmoción flotaba pegajoso por la habitación mezclado con el humo dulzón de los braseros.

Al-Mushafi paseó la mirada por los rostros de los presentes y con satisfacción comprobó que todos los ojos convergían en él, curiosos e inquietos al mismo tiempo.

—Visires, jurisconsultos, alfaquíes, hombres del ejército, os he llamado y convocado con urgencia por los acontecimientos que se han presentado: ¡Al-Hakam II ha dejado este mundo y ha subido al Paraíso prometido! ¡Que Dios le haya perdonado!

Al-Mushafi, circunspecto y solemne, hizo una pausa y esperó el efecto de sus palabras. Nadie despegó los labios. Aguardaron impacientes e impasibles que el Hachib continuara.

—Conocisteis la grave enfermedad que el año pasado sufrió el Califa. Nos tuvo con el alma en vilo durante meses. En las mezquitas se hicieron rogativas y pedimos a Dios con nuestros corazones compungidos el milagro de volverle a tener entre nosotros sano. Dios nos escuchó y el ansiado milagro se produjo. Con los primeros días del año se nos presentó en persona con el semblante resplandeciente y curado del mal. En el mes siguiente juramos fidelidad a su hijo Hisham, nos comprometimos a proclamarle Príncipe de los Creyentes e Imán de los musulmanes. Le vimos repartir limosnas, manumitir esclavos y disfrutar del espectáculo de los jinetes beréberes en la explanada del Palacio de Mármol. Pero la fatídica enfermedad volvió a presentarse cuando menos lo esperábamos, más fiera y pujante que la primera vez. Estos meses que nuestro Señor se ha debatido entre los dolores y las fiebres, secuestrado a nuestra mirada por los grandes oficiales de su casa, he procurado tener noticias cada día de su estado y con las mismas palabras os he trasmitido los informes médicos. Esta mañana me acerqué a la Casa de Mármol y el mismo Faiq Al-Nizami me llenó el corazón de esperanza al decirme que el enfermo había entrado en franca mejoría, incluso aventuró la posibilidad de poder visitarle en breve. Después de una mañana de desafortunadas insensateces y alborotos por un grupo de ebrios desequilibrados y cuando el palacio de la administración cerró sus puertas al público y me disponía a recabar el parte médico de la tarde, un destacamento de la guardia personal del Califa entró en mis dependencias y el capitán al frente me rogó que les acompañara.

Mi sorpresa fue indescriptible. A pesar de su respetuoso ruego, advertí en el tono de sus palabras una velada amenaza. Intuí el funesto desenlace y me dispuse a afrontarlo con entereza y resignación. ¡Nadie puede interrumpir los designios del Altísimo! Atravesé los jardines y el patio, desiertos, entre soldados como un prisionero. Faiq Al-Nizami me recibió y me condujo a las habitaciones privadas del Califa. Allí estaban Yawdar y sus fieles sudaneses armados y dispuestos a cumplir las órdenes de su jefe con la resolución sumisa de su salvaje instinto. El cadáver de Al-Hakam II había sido lavado y vestido con un sudario blanco. Le habían colocado sobre una mesa de mármol. «A primeras horas de la tarde exhaló el último suspiro», dijo Yawdar con el semblante huraño. Faiq Al-Nizami fue más explicito: “Despertó con mejor ánimo, el semblante luminoso y pidió de comer con voz clara. Al-Adadi le auscultó y con su diagnóstico confirmó lo que veíamos con nuestros propios ojos. La mejoría estaba tan presente que pensamos ilusionados que la gravedad había pasado.

Toda la mañana estuvo tranquilo y habló a intervalos, le leímos suras del Corán como fue su deseo y escuchó con atención. Con la placidez de las almas puras se fue apagando sin que nos diéramos cuenta. Murió con los ojos abiertos, fijos en un lugar indeterminado y una sonrisa beatífica en los labios, como si Dios le hubiera hablado y guiado en el eterno descanso hacia el Paraíso”. Emocionado por la visión del cuerpo rígido, sin vida, de Al-Hakam II, me condujeron a otra habitación. Faiq Al-Nizami me indicó un diván y me senté frente a ellos. Detrás de mí se colocaron dos sudaneses y los otros se situaron de guardia en la puerta. Inmediatamente comprendí que me encontraba inmerso en una conspiración. O me avenía a los intereses de Yawdar y Faiq Al-Nizami o los sudaneses a mi espalda acabarían con mi vida, allí mismo. El primero en hablar fue Yawdar. Clavó sus ojos en los míos con la fijeza de un reptil. En ellos leí la sentencia de muerte. “A causa de la cantidad de descontentos y de las quejas que hemos escuchado sobre la proclamación de un menor de edad como califa, hemos de reconsiderar quién sustituirá a Al-Hakam II”. La corte al completo, los comerciantes, los príncipes descendientes de ramas colaterales de los Omeya, vosotros mismos, todos juramos a Hisham como sucesor delante de Al-Hakam II. “¡Que Dios le haya acogido!”, repuse tímidamente temiéndome lo peor.

«Te dije que no estaría de acuerdo», explotó Yawdar dirigiéndose a Faiq Al-Nizami.

“Probemos a razonar, estudiemos con calma la situación y valoremos la conveniencia de nombrar otro califa, aparte de Hisham, entre los hijos de Abd Al-Rahman III.

Hemos de encontrar una persona idónea para continuar con la línea sucesoria dentro de la familia Omeya. No podemos destruir la tradición”.

Al-Mushafi se detuvo y sin ocultar la emoción se acarició la barba. Continuó con un ligero temblor en la voz.

—La contestación de Faiq Al-Nizami abrió una puerta a mi esperanza de conservar la cabeza y me adelanté con la osadía de un condenado: «Pensemos en Al-Mugira, el hijo menor de Abd Al-Rahman III y hermano predilecto de Al-Hakam II».

Vi la aceptación en la mirada de Faiq Al-Nizami y sentí que había vuelto a la vida, sin embargo la expresión del rostro de Yawdar continuaba impasible, frío y sus pupilas me gritaban que no me creía, que me había plegado con tanta facilidad por escapar de la muerte. “Al-Mugira será una magnífica solución si jura nombrar como heredero a Hisham. Así tranquilizaremos a quienes tengan escrúpulos en romper su juramento”, me adelanté amparado en el gesto de Faiq Al-Nizami y supe que había dado en la diana. “Él es quien nos conviene”, dijo y miró a su compañero en busca de aprobación. Pero Yawdar continuaba impertérrito. Con los músculos tensos como un felino dispuesto a lanzarse sobre su presa. “Con Hisham estamos expuestos a perder cuanto hemos conseguido con Al-Hakam II. La
Sayyida Al-Kubra
ejercería su influencia como madre, entorpecería en el gobierno y como mujer tornadiza y apasionada sufriríamos sus arrebatos y sus caprichos”, el odio que siente Faiq Al-Nizami por la gran Princesa lo manifestó sin remilgos. Nunca perdonó a Subh que para el puesto de administrador se nombrara a alguien ajeno al grupo de eunucos que él encabeza y, menos aún, los desprecios y vejaciones que ella le prodigaba.

“¿Quién te garantiza que tú continúes en el puesto de hachib si un día la contradices y te opones a sus veleidosos deseos? ¡Ninguno estamos a salvo con esa mujer!”, soltó a bocajarro. “Tienes razón, con Al-Mugira sabremos a qué atenernos. Es un joven de buen carácter y agradecido”, les dije. “La ambición del joven Al-Mugira la dominaremos sin dificultad. En el documento de la jura incluiremos la cláusula de reconocimiento a Hisham como su heredero y calmaremos las posibles objeciones y las inevitables conciencias de quienes piensen que es traición romper el juramento que hicimos a Al-Hakam II”, dijo Faiq Al-Nizami. “Eso lavaría nuestras culpas a los ojos de los intransigentes”, contesté. “Conservaremos cuanto tenemos, incluso le propondremos a Al-Mugira que te conceda un doble visirato, encabezarás el gobierno como un verdadero califa civil y nosotros seguiremos al frente de la Casa Real”. Aunque Faiq Al-Nizami se mostraba contento, no podía olvidarme de los dos sudaneses a mi espalda. Sentía el frío de sus aceros en mi nuca y el silencio de Yawdar confirmaba que el peligro no había desparecido. “Hemos de agilizar los preparativos y proclamar a Al-Mugira incluso antes del entierro del Califa”, propuse.

«Primero jura ante el Corán que te unes a nosotros», Yawdar sacó el Libro Sagrado y lo puso encima de la mesa. Extendí la mano sobre Él y pronuncié mi decisión. Con el alma embargada pedí perdón al Altísimo por la doble traición que había cometido.

“De todo cuanto hablemos y de los compromisos que tomemos, el Corán será testigo”. Yawdar pareció tranquilizarse y respiré aliviado. Mandó retirarse a los sudaneses y les propuse la conveniencia de convocar a los hombres de mayor influencia en la ciudad y convencerlos. “Ahora bien, para ello tendré que salir del Alcázar”, dije. A Yawdar le asaltaron las dudas y Faiq Al-Nizami atajó la situación:

«Para que no existan recelos, el Hachib actuará como tal y de ese modo se atraerá a sus partidarios».

—¿Por qué no mostraste tu autoridad? ¡Eres el Hachib!

—Si hubiera actuado con esa soberbia en estos momentos, mi cabeza colgaría de las almenas del Alcázar y mis ojos serían el desayuno de los cuervos. Yawdar me habría matado en el acto y ahora no estaríamos aquí para abortar sus planes.

Muhammad, hijo mío, para salvar mi vida y el califato no he tenido otra oportunidad que prometer mi apoyo y ser partícipe de su proyecto.

Muhammad miró a su padre entre sorprendido y avergonzado, sin comprender la humillación del hombre más poderoso de Córdoba.

Other books

KNIGHT OF SHADOWS by Roger Zelazny
Cougar's Victory by Moxie North
Skin in the Game by Barbosa, Jackie
The Lost Realm by J. D. Rinehart
To Find a Mountain by Amore, Dani
Crocodile Tears by Anthony Horowitz
Gutta Mamis by N’Tyse