Antes de acercarse a ellos, salió del edificio quien les capitaneaba, montaron en sus caballos y se marcharon al trote largo con claro desprecio por quienes circulaban por la plaza.
—¿Qué busca Muhammad con este despliegue de hombres por el mercado? —preguntó al Síndico al entrar en su oficina.
—Conoces bien cómo trabaja el cuerpo de policía. A la caza de pequeños bandidos o juerguistas nocturnos a quienes extorsionar. Desde que Al-Mushafi nombró prefecto a su hijo Muhammad, las francachelas se convirtieron en una fuente de ingresos para él y los suyos. Los taberneros, los dueños de burdeles, las putas y los policías han desarrollado la industria más lucrativa de Córdoba —respondió el Síndico con un gesto de asco que no intentó ocultar.
—¿Y a quién persiguen hoy?
—A unos cuantos que no han dormido la borrachera y han pasado alborotando.
Cuatro gritos absurdos reclamando una bajada de impuestos y refiriéndose al precio del aceite, que es la preocupación de estos días. La han tomado con eso como podían pedir los cuernos de la luna.
El Síndico hablaba con la serenidad de un hombre mesurado y acostumbrado a presenciar escenas parecidas a menudo.
Los cordobeses que iban de juerga a las tabernas situadas entre el barrio mozárabe y la explanada de Fahs Al-Suradiq —donde se concentraban las tropas antes de salir en campaña—, con la disculpa de que la muralla se cerraba al caer la noche, no se preocupaban de la hora si el sarao adquiría las proporciones adecuadas, el vino corría sin tino, la música no paraba y las
jarichiyas
hermosas y solícitas lo merecían.
Con la claridad del día, anunciadora de la apertura del muro y el inevitable regreso a casa, cruzaban por la Puerta Nueva. Desembocaban en la plaza de la Alhóndiga y, como no podía ser de otro modo, algunos exteriorizaban la alegría que llevaban en el cuerpo mientras el Síndico y los comerciantes trabajaban, testigos forzosos de los postreros chispazos de la fiesta.
Ibn Nasr abandonó la Alhóndiga con el ánimo descoyuntado, cavilando si se debía o no llegar a la vejez. Pasó por la calle de los drogueros, congestionada y tranquila, y continuó hacia el barrio de los libreros. Uno de los negocios en auge. Desde que Al-Hakam II fue proclamado Príncipe de los Creyentes, Imán y Califa de Córdoba, la corte se impregnó de su amor por los libros y la sabiduría, y los altos funcionarios se lanzaron a una loca carrera por conseguir bibliotecas para sus palacios, unos por la cultura y el afán de conocimientos, otros por presumir de librerías y ejemplares curiosos. Así proliferaron los talleres de encuadernación, los copistas y las tiendas donde se podían adquirir libros en latín y griego de Bizancio, en árabe de Bagdad, Damasco, Alejandría y Samarcanda o de astronomía de Bujara.
Sin prestar atención a los ofrecimientos que recibía de los libreros conocidos, se encaminó al Alcázar. Entró por la Puerta Al-Sudda y se dirigió a la sala que ocupaba el Hachib. Un esclavo le detuvo y rogó que esperara mientras anunciaba su visita.
Cuando el esclavo le franqueó el paso, encontró a Al-Mushafi nervioso, rodeado de legajos que trasladaba de un cesto a otro después de un exhaustivo examen. Dejó todo para recibirle y le invitó a sentarse en un gran diván.
—El Califa, al parecer, mejora. Esta mañana Faiq Al-Nizami me ha dicho que pronto podrá aceptar visitas —el Hachib se adelantó a la pregunta que adivinaba en la boca del juez.
Ibn Nasr recobró el optimismo que había perdido en la visita al mercado, sobre todo en los encuentros con Jalaf y el Síndico, y se dispuso a prevenir a Al-Mushafi del inconveniente de desplegar tropas por el zoco cuando estaba ocupado por la población en masa y la vida comercial de la ciudad estaba en su apogeo.
—Toda mi atención está encaminada a mantener el orden y el control en estos momentos de incertidumbre. El Califa, aquejado de una grave enfermedad, aislado en la Casa de Mármol con Yawdar y Faiq Al-Nizami y varias corrientes soterradas de opiniones encontradas. Unos estamos a favor, algunos indecisos y otros descontentos con el juramento de fidelidad a un niño de once años —dijo Al-Mushafi a modo de exposición y continuó—. Esta mañana unos alborotadores han intentado levantar al pueblo con la disculpa de la carestía del precio del aceite. Los disolvieron y vinieron a este palacio, arrojaron verduras y frutas podridas y profirieron insultos contra mi persona. Muhammad ha detenido a la mayoría y ha salido en busca de los que lograron escapar mezclados con la multitud del zoco. Me he acordado de la revuelta del Arrabal en tiempos del emir Al-Hakam I.
—Las circunstancias son diferentes. Aquel levantamiento se fraguó durante años.
El Emir, con su política, había dividido a la sociedad. Apartó a las grandes familias árabes del gobierno, arruinó el país con su administración de despilfarro, aumentó los impuestos para paliar la situación en vez de reducir los gastos, nombró visir y recaudador a un cristiano, Comes Rabi y, para colmo de despropósitos, abandonó las decisiones al criterio de su secretario, Futays ibn Sulayman, soberbio, déspota además de burro. Cuando los ánimos estuvieron encendidos, una simple chispa desencadenó la sublevación. Córdoba es hoy una ciudad tranquila. Preocupada, en efecto, por la enfermedad de su califa. Le amamos como jamás un pueblo amó a su príncipe. Los cordobeses están muy lejos de pensar en levantarse contra nadie.
—Aquella rebelión empezó en el mercado, como hoy, en el mismo lugar.
—En tu mano tienes la solución. Dicta una bajada de impuestos y verás la alegría correr a raudales por las calles y al pueblo agradecido aclamándote como a su benefactor —dijo ibn Nasr, sencillo y sosegado, con manifiesto desprecio por el conflicto.
—Eso sería lo acertado si las arcas del tesoro estuvieran llenas como en otras ocasiones. La guerra con los idrisíes del Norte de África supuso una sangría del erario de grandes dimensiones. Las sumas enviadas sobrepasaron los presupuestos, los alfolíes se vaciaron y las cosechas de los últimos años no han ayudado como fue nuestra esperanza. A esto hay que añadir los perjuicios que nos causaron los leoneses y navarros cuando cercaron Gormaz. Quemaron los sembrados, robaron cuantas cabezas de ganado pudieron, destrozaron los muros de la Alcazaba, hasta que Galib los derrotó. Pero el mal estaba hecho y la frontera medio arruinada. Temo presentar las cuentas al Califa cuando recobre la salud.
—El Califa comprenderá —dijo el juez al tiempo que paseaba la mirada por los cestos abarrotados de documentos.
«Más teme Al-Mushafi que le descubran los malabarismos contables que ha realizado durante años que la maldita revuelta, empeñado en presentarla como una verdadera revolución». Con este pensamiento se predispuso a levantarse y salir, cuando un capitán de la prefectura entró precedido del esclavo que guardaba la puerta del Hachib.
—¿Qué has averiguado? —preguntó Al-Mushafi al policía.
—Una falsa alarma, señor. Un grupo de borrachos licenciosos. Pasaron la noche en las tabernas del arrabal, bebieron hasta perder la razón, continuaron la fiesta con las mujeres de la orquesta y las bailarinas hasta el amanecer. Con los primeros rayos de sol les echaron y se vieron sin dinero y beodos como odres. Acusaron al tabernero de ladrón, a las mujeres de putas y no encontraron mejor modo de desahogarse que venir hasta aquí a culpar al Hachib de sus desgracias. Han recobrado el entendimiento y están arrepentidos, lamentan aterrorizados su comportamiento.
—Amonéstalos con dureza, recrimínales sus faltas contra las palabras del Profeta y aconséjales que en adelante se moderen en la bebida.
Aunque el rostro de Al-Mushafi mantenía el gesto pétreo, los pesares de su corazón se desvanecieron momentáneamente. El recelo con que observaba los movimientos de los dos eunucos y el secretismo con que actuaban dentro del Palacio de Mármol le tenían inmerso en un inquietante estado de sospecha permanente. Su instinto de conservación alarmado le enviaba avisos regulares y había llegado al convencimiento de que algo tramaban a sus espaldas. No acertaba a descubrir sus intenciones, sin embargo, preveía un ataque en el mismo instante de la muerte de Al-Hakam II.
—Resuelto el problema —dijo el juez y se despidió del Hachib.
Al salir reparó en las pocas personas que esperaban audiencia en la antesala y en el elevado número de guardias de la escolta personal del Califa deambulando por los pasillos. Lo justificó con la detención de los juerguistas y abandonó el palacio sin pasar por la sala de justicia, llevado por un impulso instintivo: «Dios sabe de la hipocresía de los hombres, de la ambición y la codicia que nace en las almas de quienes administran los bienes públicos». Satisfecho de esta reflexión, entre las gentes del mercado, avanzó admirando la laboriosidad de los comerciantes y el pacífico comportamiento de los compradores.
Dos horas antes de la puesta del sol, el mercado empezó su labor de recogida. Las tiendas se fueron cerrando paulatinamente y las gentes volvieron a sus hogares, satisfechos o frustrados pero con la común intención del descanso. El palacio de la administración se desalojó de peticionarios, los funcionarios recogieron sus trabajos y cada cual partió para su lugar de recogida. Los esclavos a los pabellones del Alcázar destinados a su cobijo, los que tenían residencia en la ciudad hacia sus casas y, cuando todos hubieron desparecido, la Puerta Al-Sudda se cerró y el Alcázar quedó incomunicado con la ciudad.
Abi Amir llegó a su Palacio de Al-Rusafa a extramuros de la medina. Años después, los cristianos temblarían desde Santiago de Compostela a Barcelona al escuchar su sobrenombre, Almanzor, Al-Mansur, el Victorioso. Dejó el caballo al esclavo encargado de las caballerizas, atravesó el gran jardín y tras recibirle el administrador con un aguamanil perfumado con agua de rosas, se dirigió al
hamán.
Una sala con hermosa cúpula de lucernarios estrellados, dos piletas, una para el agua caliente y otra para la fría y bancos de masajes. Varias esclavas le desnudaron y entró en el primer estanque, se demoró mientras le jabonaban entre adulaciones y risas, atrevimiento de las esclavas que en otro lugar les hubiera costado la vida.
Abandonado a las caricias femeninas, recordó su ascenso desde el puesto de escribiente en la Puerta de la Justicia, en el Alcázar, hasta su actual posición: jefe de la Casa de Acuñación de la Moneda, la ceca; cadí de Sevilla y Niebla, curador de las herencias vacantes, administrador del patrimonio del príncipe Hisham y de su madre, la gran princesa,
Al-Sayyida Al-Kubra
, Subh, la vascona, como la llamaban algunos con desprecio. Una sonrisa involuntaria suavizó el duro gesto de su boca al evocar a Subh y su apasionada ambición. Los labios temblorosos de deseo cuando besaba, la piel blanca encendida, los ojos claros, ni verdes ni azules, como las aguas del Guadalquivir, los cabellos del color de la miel de romero, los pechos como dos melocotones gemelos, las largas piernas y el talle de junco. Con una violenta sacudida de cabeza deshizo la ensoñación. Completado el ritual del baño, se tendió en uno de los bancos y se abandonó a las fuertes manos de una masajista sudanesa, negra como el carbón y ruda como una campesina, pero de tan sabio arte que cada músculo adquiría vida propia bajo sus dedos. Perfumado y vestido de seda, sin turbante y con la barba igualada, se sentó en el comedor. Le sirvieron una docena de platillos de diferentes guisos, pasteles y frutas de postre. Terminada la cena, el copero se acercó con una jofaina de agua perfumada, se limpió los dedos y un esclavo le entregó un ramito hecho con flores de jazmín. Se encaminó a la biblioteca, un salón en la primera planta con ventanas hacia el jardín cerradas con hermosas celosías de madera trenzada por donde entraba el olor dulzón de las flores en las noches de verano. Mandó encender las lámparas, los braseros y quemar resinas de almizcle. Tomó un ejemplar de Plutarco traducido al árabe y encuadernado en los talleres califales, regalo de Talid, el jefe de la biblioteca de Al-Hakam II, y se dispuso a terminar el día con la lectura.
—Señor, un mensajero. Pide ser recibido en el acto.
—Hazle pasar.
Un soldado del ejército regular, armado con espada loriga y casco, entró en la habitación y con un marcial saludo entregó una misiva sellada a Abi Amir que continuó sentado en el diván con el libro en las manos.
Cuando se hubo quedado solo, desanudó las cintas que protegían el pergamino, leyó el contenido y se levantó con la tranquilidad de quien está acostumbrado a sopesar los problemas antes de tomar una determinación. Llegó hasta la mesa de madera egipcia que se encontraba cerca de la puerta e hizo sonar un gong, regalo de uno de los comerciantes que importaban productos de Oriente.
—Ahmed, haz que ensillen mi caballo y se preparen unos hombres armados para acompañarme.
—¿Cuántos, Señor?
—Diez serán suficientes.
Abi Amir se dirigió a sus habitaciones, se puso una coraza de cuero, tan ajustada como una segunda piel, sobre ella una cota de malla muy tupida. A continuación se vistió con las ropas de las recepciones califales y volvió al salón.
—Otro mensajero, Señor.
Un eunuco con el rostro congestionado, el atuendo desordenado por la cabalgada para llegar al Palacio de Al-Rusafa, le entregó una carta que se sacó de entre las ropas. El inconfundible aroma de un perfume femenino se extendió por la habitación.
«Al-Hakam II ha muerto» y la firma de Subh debajo en un trazo precipitado y nervioso.
Abi Amir escribió una nota con instrucciones precisas y se la entregó al emasculado, que no había movido un solo músculo desde que cruzó la puerta de la habitación.
—Antes de volver a los aposentos de la Princesa Madre, busca a Zafir y entrégasela. Sin testigos. ¡Va en ello tu vida!
Sumergido en lucubraciones, calculando posibilidades y peligros, Abi Amir se dirigió a las cuadras. Allí le esperaba la escolta dispuesta con grandes hachones encendidos. Indiferente a la curiosidad de los rostros somnolientos de los hombres, montó en su caballo con la agilidad de un beréber, como había aprendido en el Norte de África. El grupo se encaminó al portón de salida. Un esclavo abrió y la comitiva enfiló el camino de la ciudad.
—¡Al Palacio Al-Mushafiyya, residencia del Hachib!
Cuatro hombres tomaron la delantera para alumbrar la calzada, en el centro Abi Amir y Ahmed que cabalgaban juntos, dos en los costados para proteger los flancos y el resto cerrando la marcha. Con un redoble perpendicular de los cascos de los caballos, el frufrú de seda de las antorchas y mudos como fantasmas llegaron a la Puerta de los Judíos,
Bad Al-Yahud
. El guardia de la muralla, avisado por el tropel y las luces, les dio el alto desde las almenas. Comprobó la identificación de Abi Amir que se había colocado en cabeza y descorrió los cerrojos de la puerta. La ciudad estaba desierta. Ni un perro que huyera despavorido al sentirse amenazado por las patas de los caballos, ni una sola luz tras las ventanas cubiertas de filigranas, ni un borracho tambaleándose en la oscuridad. Como si el ángel de la muerte hubiera pasado con su guadaña. Córdoba semejaba una viuda cubierta de crespones rizados esa primera noche de octubre.