Mientras en el Alcázar el Califa abandonaba este mundo aislado de su pueblo y los dos grandes oficiales eunucos se esforzaban en su proyecto, Córdoba se desperezaba después de una semana ininterrumpida de lluvias. Ibn Nasr llegó pronto a su despacho del zoco y mandó datar el día: 3 de
safar
de 366 para el cómputo musulmán, 1 de octubre de 976 para los cristianos.
Ibn Nasr,
Sabih Al-Surta
, juez de causas civiles, y
Sabih Al-Suq
, juez del mercado, zabazoque, como designaba la voz popular, se reunió con los inspectores y les asignó su cometido. A unos entregó las pesas y medidas maestras, a otros las varas métricas y al resto los envió de ronda, a escuchar quejas de compradores defraudados, vigilar los pequeños hurtos, separar a los pendencieros de genio vivo, que nunca faltaban, y organizar la circulación.
Los años habían labrado bien el cuerpo del viejo juez. Las articulaciones deformadas, rígidas, le limitaban los movimientos, los cambios de tiempo le afectaban y las horas sentado con las piernas encogidas se convertían en un martirio difícil de sufrir a pesar de los emplastos, ungüentos e infusiones que le recetaban los médicos. Decidió pasear por el mercado antes de acudir a la sala de justicia del Alcázar, donde le llegaban los casos que le remitía el Cadí, para imponer las penas o juzgar en audiencia pública. Enfiló por la calle de los vendedores de telas y tejidos, la alcaicería, y se entretuvo curioseando entre los comercios donde se vendían las manufacturas de Córdoba. Continuó por las especializadas en importaciones, generalmente procedentes de Bagdad, Jurasán, Mosul, Alejandría, Damasco o Bizancio, artículos de lujo asequibles solo a las clases adineradas. Por estas tiendas transitaban los altos funcionarios, aristócratas árabes, visires, generales y los eunucos de la casa del Califa, vanidosos y amigos de la ostentación hasta la exageración. Se encontró con el cadí Al-Salim camino de la mezquita. A ambos les unían dos cosas: la fidelidad al califa Al-Hakam II y el amor por la ciudad de Córdoba.
—Otra semana de lluvias y tendremos una magnífica cosecha de setas. En parte alguna he comido guisos tan exquisitos como los preparados con los hongos de la sierra cordobesa.
—Si las setas crecieran sin el agua que nos envían los cielos, las disfrutaría con mayor placer y mejor gusto —respondió ibn Nasr acordándose de la infernal semana que había pasado a causa del temporal.
Uno y otro, temerosos, retrasaban la inevitable referencia a la salud del Califa.
Actuaban como las avestruces, que esconden la cabeza en la tierra para no ver el peligro creyendo que él tampoco los verá y pasará de largo.
Al-Salim empezó a hablar para distendir la tensión:
—No te diré su nombre por discreción, pero le conoces muy bien por haber trabajado contigo como inspector. Este hombre, serio, de carácter apacible, padre de varios hijos, se ha enamorado como un loco de uno de los esclavos de Hudayr, un mancebo de ojos negros y grandes pestañas como abanicos, esbelto y de graciosos modales. Anda tras el chico como un beodo, sin recatarse, le descubre su pasión y le atosiga con millones de promesas. El muchacho le huye como si fuese el diablo.
Nuestro hombre consiguió averiguar que el esclavo acude a última hora de la tarde a la mezquita de su barrio y allí se presentó ayer tarde. Se colocó enfrente y de tanto mirarle embelesado, el chico perdió los nervios, se levantó y le pegó tal cantidad de mamporros que le amorató un ojo. Pero asómbrate, en vez de enfurecerse, el enamorado exclamó: «Esto es el colmo de mi deseo. Ahora soy feliz».
Era el cotilleo del día. Rieron ambos de las miserias del amor y del nulo decoro con que ciertos hombres se comportan cuando no pueden dominar el deseo y comentaron las desgracias que acarreaban tales circunstancias para algunas familias.
Ibn Nasr no pudo aguantar más la incertidumbre sobre el estado de salud del Califa.
—¿Qué noticias tienes sobre nuestro Señor? ¿Le veremos restablecido?
—Por la expresión de tu rostro, las mismas que todos quienes no tenemos contacto con él. A veces dicen que mejora y al día siguiente lo contrario. Mi opinión es desesperanzadora. Rezo por un milagro. Pero, amigo mío, no creo que Dios me haga caso.
El semblante del cadí Al-Salim se ensombreció y una nube gris de pena se asomó al borde de sus pupilas.
—Comenté con un médico estas manifestaciones del vaivén de la enfermedad y me tranquilizó al considerarlo de cierta normalidad. Me dijo: «Puede ser debido a la medicación. Se suministra una droga y el enfermo reacciona, aparece la mejoría, pero, cuando el cuerpo se ha acostumbrado a ella, pierde eficacia y surge el efecto contrario. Todo está en manos de Dios», dijo ibn Nasr resignado, acordándose de las veces que a él le habían cambiado los fármacos.
—¿Cómo ves tú la actuación de esos dos eunucos? Yawdar es desabrido y soberbio, hasta su expresión es ácida. Faiq Al-Nizami, con su cara de manzana, es frío como un témpano. ¿Atienden de forma adecuada al Califa? ¿Están correspondiendo a la benevolencia con que les ha tratado? —Al-Salim desconfiaba de los dos jefes de la casa del Califa, les consideraba despegados en materia religiosa, tibios en la fe y demostraban desconsiderada devoción cuando acompañaban al Califa a la mezquita. A veces le asaltaba el fantasma del veneno e ibn Nasr entendió la pregunta con la velada referencia al endiablado tósigo.
—Ellos deberían ser los más interesados en el restablecimiento de Al-Hakam II.
Han conseguido bajo su protección el sueño de cualquier humano: poder, dinero y prestigio. Influyen en los negocios, son los dueños de las mejores inversiones inmobiliarias de la ciudad y el Califa les consiente como si hubieran sido sus hijos.
Pienso que se dejarían sacar un ojo por conservar al Califa con vida —Ibn Nasr había tenido ocasión de realizar alguna investigación sobre malversación entre este cuerpo de grandes oficiales, eunucos en su mayoría, y eslavos; sabía de sus artes para protegerse bajo el amparo de Al-Hakam II.
—¿Qué ocurrirá cuando el Califa abandone este mundo? ¡Dios no lo consienta!.
Al-Salim se ruborizó asombrado de su osadía.
—No practico las artes adivinatorias, pero ten por seguro que han tramado algo.
Con este rotundo comentario se separaron. Al-Salim en dirección a la mezquita, e Ibn Nasr reanudó su paseo por el mercado.
La conversación con el Cadí sobre los eunucos y sus componendas le trajeron a ibn Nasr los dolores de los días de lluvia. Presagiando un invierno duro, de heladas y vientos del Norte, sus ojos se fueron a una tienda de pellizas. Las había de comadreja y petigrís, confeccionadas en Córdoba con pieles importadas de África y Siberia; de castor y de marta cibelina hechas en Bagdad; de conejo y cordero de las serranías y pastos de la Península. Un muestrario para cada cliente, menos para los desheredados de la fortuna que se tenían que conformar con los groseros fieltros, heredados de sus mayores o comprados en las tiendas de los ropavejeros del otro lado del zoco.
El dueño del comercio, al reconocerle, salió a su encuentro y desplegó su mejor amabilidad entre comentarios triviales, alusiones al tiempo, la carestía de la vida, —preocupación constante de los comerciantes— y chascarrillos de todo tipo sobre las murmuraciones de los cordobeses. En un momento hizo un repaso exhaustivo de las inquietudes del mercado, los impuestos y la enfermedad del Califa. Tal cúmulo de observaciones agobiaron al juez, que miraba con disimulo a un lado y a otro de la calle en busca de una disculpa para huir del solícito vendedor. Un jinete en uno de los extremos llamó su atención. Cabalgaba hacia la salida de la ciudad en un caballo cargado con grandes alforjas a la grupa.
—¿No es ese Al-Adadi, el médico?
—Sí. Tendrá un paciente al otro lado del río —respondió el comerciante al comprobar que el jinete se dirigía hacia la puerta del puente sobre el Guadalquivir y sin concederle mayor importancia.
Ibn Nasr se despidió e intentó dar alcance al médico. Le pareció extraño que abandonara la ciudad. Al-Adadi, desde la recaída de Al-Hakam, encerrado en el Alcázar a la cabecera del enfermo, había aconsejado a su clientela acudir a otros médicos. «O el Califa ha mejorado mucho y le permite atender a otros pacientes o nuestro Señor ha entrado en la fase de los desahuciados», se dijo al tiempo que alargó las zancadas tanto como la artrosis le permitió a sus viejas piernas.
El médico dobló por la primera esquina y entró en la rambla del río. Por esa parte los transeúntes escaseaban y el juez avanzó con rapidez. Cuando llegó a la rambla, el médico había cruzado la puerta y se encontraba en la mitad del puente. Ibn Nasr, frustrado, echaba pestes de sí mismo, de la enfermedad que le impedía y de los años que le habían robado la agilidad de antaño. Con el humor de pergamino raspado, tomó la dirección de la calle de los carniceros, distraído y dándole vueltas a la inesperada huida del médico, pues esa había sido la idea que le asaltó. Paseó por delante de los puestos de carne de vaca, de cordero y de cabra. Le aturdieron las voces de compradores y vendedores que regateaban los precios a gritos como si la vida les fuera en ello y le atosigaron las moscas que habían vuelto con el sol y el calor. Dejó atrás las parrillas donde asaban las cabezas de cordero, donde cocinaban albóndigas, salchichas, guisos de corazón, hígado y otras vísceras de animales, la multitud de olores que se metían por los resquicios del olfato y el enjambre de clientes ávidos por llevar el almuerzo a sus casas o comer un bocado. Respiró aliviado al llegar a los puestos de requesones, quesos y otros productos lácteos y mucho más al encontrarse frente a las tartas de queso blanco —los cristianos las llamaban «almojábanas»—, los buñuelos de crema bañados en miel, los empiñonados, almendrados y hojaldres recién horneados. La tentación se le vino encima y se acercó a comprar un empiñonado bañado en miel. A punto de comérselo, alguien le tocó en el hombro y se volvió ruborizado como un muchacho que le quita los dulces a su madre antes de servirlos a la mesa.
—¡Tan goloso como de estudiante, juez!
—¡Jalaf, viejo truhán! Me dijeron que los perros se habían quedado sin dientes royendo tus huesos.
—Te mintieron. Aguanto como tú este infierno para ganar el Paraíso prometido por el Profeta.
Ibn Nasr compró otro pastel y se lo ofreció a Jalaf, tan seco y escurrido de carnes que la piel se desesperaba para cubrir la osamenta.
—Me lo comeré a chupetones antes de afear un gesto del
Sabih Al-Surta
del califato de Occidente —Jalaf se metió el dulce en la boca desdentada.
—¿Dónde está aquel Jalaf enamorado de la vida, de las mujeres, del vino y los placeres, aquel jurisconsulto deslumbrante y defensor heroico de la justicia y la verdad? —ibn Nasr miraba asombrado cómo la vida se había cebado en el cuerpo de su amigo de la infancia.
—Le mataron los desengaños. Le asesinaron mientras defendía las causas de los inocentes, cuando entendió que la justicia se sienta en la mesa de los poderosos y cierra los ojos cuando se trata de los pobres. Aquel día en que la realidad le quitó la venda de los ojos y vio cómo el dinero corrompía a los jueces y comprendió que el oro es el dios que reina en los corazones de los hombres.
Jalaf terminó de engullir su empiñonado mientras ibn Nasr sopesaba las durísimas acusaciones.
—El Califa ha sido un hombre justo y piadoso. Ha cuidado de mantener limpia la magistratura y ha castigado la corrupción con la firmeza y el honor de un gran príncipe —dijo el juez.
—Al-Hakam II ha sido bondadoso, se ha esforzado en repartir limosnas, ha buscado comprar el Paraíso, pero no ha vigilado con férrea voluntad a quienes administran, a los privilegiados de su entorno. En Córdoba se palpa la perversión, se gobierna con nepotismo y con Dios y el Profeta en la boca se roba y se asesina.
—¡Dios Misericordioso! Hablas en pasado al referirte al Califa, Jalaf.
—Te traiciona el inconsciente. Tú has sido el primero en emplear ese tiempo verbal, pero no te has equivocado. Los dos sabemos que no volveremos a ver a Al-Hakam II asomado a la terraza del Alcázar para presenciar un reparto de limosnas o para admirar las evoluciones de los jinetes beréberes. Su próxima salida será la postrera y le acompañaremos al jardín Al-Rawda. Al menos tú y yo rezaremos una plegaria sentida y sincera.
Ibn Nasr, que mantenía la circunspección a duras penas, escuchó las palabras de Jalaf como si hubieran sido suyas. Había tragado la defunción del Califa como una amarga pócima y no se atrevía a reconocérselo a sí mismo, agarrado a una necesaria ilusión de detener el tiempo.
—¿Puedo ayudarte en algo? —dijo ibn Nasr.
—No pases cuidado. El alborotar no ha sido el motivo de mi regreso, ni encender los ánimos de los descontentos. He venido al entierro de Al-Hakam II y a ser testigo de los acontecimientos que se desencadenarán, de la sangrienta batalla entre ambiciones encontradas que duerme larvada y pronta a despertarse con las alas negras extendidas sobre Córdoba. El último espectáculo que disfrutaré antes que los perros se coman mis huesos. Ahora vete, juez. Sumérgete entre las gentes de tu amada ciudad, pulsa el alma de los hombres como te gustaba entretenerte en tus buenos años. Será el definitivo paseo como
Sabih Al-Surta.
—¿Me anuncias mi muerte?
—No. Lo comprenderás cuando nos despidamos definitivamente en el panteón califal. Ahora vete y no vuelvas la cabeza.
El juez se alejó atribulado, tropezó varias veces con los clientes de los pasteleros que revoloteaban de puesto en puesto como gorriones en un jardín de cerezos en junio y, cuando recobró la desarticulada razón, pensó en la fibra del alma que le había arrebatado Jalaf para enmudecerle, robarle los razonamientos y cerrarle la boca.
El inocente paseo que inició desde su despacho del zoco sin finalidad concreta se reveló como si hubiera estado grabado con anterioridad en su inconsciente. Absorto, sus pasos le condujeron a la plaza de la Alhóndiga, donde se encontraban los almacenes de grano y legumbres, los alfolíes. Ibn Nasr se detuvo en un extremo de la plaza. Recuas de burros de comerciantes al por menor entraban en las grandes naves divididas en trojes y salían cargados con sacos de legumbres o cereales. Se extrañó al observar un grupo de soldados del prefecto de la ciudad esperando en pie, con las bridas de sus monturas en las manos, ante la puerta de las dependencias del síndico del gremio de almacenistas. Movido por la curiosidad, se acercó. Con escasa fortuna.