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Authors: Matilde Asensi

Tags: #Aventuras, Histórico

La conjura de Cortés (4 page)

BOOK: La conjura de Cortés
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—¡Déjese vuestra merced de invenciones y continúe con el relato!

—¡Eso está mejor! Pues verás, muchacho, el señor Ricardo se halla en posesión de unas cinco o seis portentosas naos...

—Inglesas, a no dudar.

—Algunas sí —titubeó el señor Juan—, mas otras tan españolas como la Iglesia Mayor de Sevilla.

—Ganancia de abordaje —afirmé.

—¿Quieres conocer la razón por la cual posees la mejor nao del Caribe o es tu deseo impedir que declare? —se enfadó.

Si la nao ya era de mi propiedad, más me valía escuchar. Me levanté, al fin, sintiendo hambre de verdad por primera vez en dos días y comencé a pasear arriba y abajo para estirar las piernas. Hice un ademán al señor Juan y éste continuó:

—Pues el tal Lobel me visitó en la
Sospechosa
para ofrecerme una de sus naos. Se ha retirado del... mercadeo y ha elegido Jamaica para establecerse y granjearse la hacienda por medios lícitos y fundados.

—Medios que nunca faltan a los honrados y prudentes —se me escapó. El señor Juan no me lo tomó en cuenta.

—Ya no precisa las naos y las ofrece a buenos precios, con sus cargas de pólvora, toda la munición y cincuenta arcabuces como presente. Me determiné a comprarte una de ellas porque, al verla, supe que no hallarías otra igual, por bella y maniobrera, en todo el Nuevo Mundo. Te gustará. Es un galeón inglés, el
Lightning
, y llevará tan prestamente tus caudales desde Santiago de Cuba hasta Santa Marta, Margarita o Cartagena que cuando lleguen tú aún no habrás salido de puerto.

—¿Cómo ha dicho vuestra merced que se llama la nao?


Lightning
.

—Y eso, ¿qué quiere decir?
[3]

—Ni lo sé ni me importa —afirmó el señor Juan— pues conozco que le vas a cambiar el nombre, los colores y hasta el trapo, de cuenta que ya di orden al piloto para que principiara a rascar las letras del casco.

—Señor Juan —le dije muy seria—, si el loco Lope no hubiera atacado la Serrana y vuestra merced me hubiera aparecido con esta nao inglesa estando todos reunidos y contentos, le doy mi palabra de que se la habría hecho zampar de proa a popa con toda su quilla. Mas, para vuestra fortuna, ha querido el destino que tan insensata compra haya sido un muy grande acierto en mitad de tanta desgracia, de modo que le quedo en inmensa deuda.

—Si quieres satisfacerla, mata a los Curvo.

—Cuanto antes salgamos de aquí, antes los cazaré y para ello precisaré del auxilio de ambos —dije, señalándolos con la mirada.

—Juro por mi honor —exclamó Juanillo llevándose la mano al pecho— que no descansaré hasta que Rodrigo de Soria y Alonso Méndez estén de regreso entre nosotros, sanos y salvos. Y juro que te asistiré, maestre, en todo cuanto precises y me demandes para acabar con los Curvo que quedan.

—Yo también te lo juro por mi honor, Martín Ojo de Plata —profirió de igual modo el señor Juan—. Y, ahora, vayámonos.

Subimos al batel y nos alejamos del maldito islote para siempre. No he vuelto a recordarlo con agrado ni un solo día de mi vida, y eso que fue allí donde recibí de manos de Alonso mi ojo de plata.

La nao
Gallarda
, pues así rebautizamos al
Lightning
en honor de María Chacón, era mucho más de lo que cualquiera en sus cabales hubiera imaginado por las palabras del señor Juan. Cuando el batel arribó a la
Sospechosa
y la
Sospechosa
arribó a la
Gallarda
, que nos aguardaba lejos de los bajíos, a dos millas mar adentro, estoy cierta de que la boca se me abrió, la quijada se me descolgó y las piernas me fallaron. «Bella» había dicho el viejo mercader; «maniobrera», había añadido, mas se le olvidó agregar que era un galeón de doscientos toneles (la
Sospechosa
era de cien), tres palos con poderosas velas cuadras, treinta y cinco metros de eslora, seis de manga y sólo tres y medio de calado. Ni que decir tiene que era una hermosísima flecha de mar que artillaba catorce cañones por banda más otros cuatro en cubierta, y una cuantiosa dotación de ochenta marineros. Su casco estaba pintado de negro, rojo y blanco (la obra viva),
[4]
y tenía un mascarón de proa que representaba una hermosa mujer con las ropas al viento y, en el espejo de popa, unos extraños vidrios pintados de brillantes colores en los ventanucos donde se ubicaba la cámara del maestre.

Y aún había más. Tenía comedor con vajilla de plata, sábanas y manteles de fina Holanda y delicados muebles de grande calidad ejecutados, de seguro, por ebanistas de Lieja. En la cámara del maestre —la mía—, abundaban los tapices con motivos florales, las colgaduras en torno a la cama, las copas de oro en los anaqueles y los mejores instrumentos de navegación sobre una muy grande mesa para trabajar las derrotas con los portulanos y las cartas de marear. Y por si todo ello fuera poco, tras una portezuela, dentro de la misma cámara, había un bacín de barro y una hermosa tina de madera en forma de media cuba para que el maestre —yo— pudiera hacer sus necesidades y bañarse privadamente. Aquello era un palacio más que un galeón pirata, aunque quién dudaría, viendo tanto lujo y conociendo la austeridad de las naos españolas, que más valía ser pirata y vivir de este modo que andarse con zarandajas de general de flota o Armada Real. Y qué decir de las bodegas, pañoles y compartimentos de la
Gallarda
: en ellos podía cargarse cualquier cosa y aún quedaría sitio para todo el tabaco de La Española o toda la sal de Araya. Era como una muy grande ciudad flotando en mitad de la mar.

—¡Buena compra habéis hecho, señor Juan! —le dije, agradecida, y el mercader, satisfecho, se frotó las manos con regodeo. Los ojos, en cambio, los tenía tristes y seguían rojos por las anteriores lágrimas—. Sólo hay una cosa que no termina de complacerme.

—¿Qué podría no complacerte de tan maravillosa nao? —se ofendió.

—La dotación. Estos hombres de mar son de mala calaña.

—Son todo lo que pude hallar en los puertos orientales de Jamaica. Ya conoces el pelaje de los que viven allí.

—A lo que se ve, buenos amigos y compadres de Ricardo Lobel.

—¡Éstos no son ingleses! No admití a ningún hereje anglicano y por eso falta tripulación. No la pude completar.

—Y os agradezco la diligencia, mas, si la tripulación no es de confianza, ¿cómo se puede gobernar una nao? Mirad a ésos —y le señalé una cuadrilla que trajinaba en el combés—, desde aquí apestan a vino y no se los ve muy templados ni firmes.

El señor Juan los miró y asintió pesaroso.

—Podemos allegarnos hasta el puerto que quieras. En todos habrá hombres mejores que quieran enrolarse contigo.

—¿Y para qué querrían eso?

—¡Pues porque Martín Nevares es un héroe por estos pagos! ¿Acaso no conoces tu fama desde que los bandos y pregones te anuncian como asesino de los Curvo de Sevilla? Tú y tu enamorada, esa tal Catalina Solís —dijo tratando de ocultar la maliciosa sonrisa que se le dibujaba en los labios—, ya estáis en las coplas y seguidillas que se cantan en las tabernas.

—¿De qué demonios habla vuestra merced? —exclamé enojada. ¡Pues sólo me faltaba eso! No tenía problemas bastantes que, por más, mis dos personalidades iban de boca en boca por todo Tierra Firme. ¡Y enamoradas entre sí! La demencia señoreaba mi vida cada vez con mayor ahínco.

—Tú dime a qué puerto quieres ir para reclutar tripulación y yo te mostraré de lo que hablo.

Suspiré con resignación.

—He menester de Sando Biohó.

—Entonces a Santa Marta.

—Pues a Santa Marta. Presto.

El mercader quedó en suspenso un instante, mirando tristemente la mar, y yo, sospechando que cavilaba sobre madre, sobre Cartagena y sobre su propia casa perdida, me sentí culpable por los malos negocios que el pobre señor Juan estaba haciendo conmigo desde la muerte de mi señor padre. Mas, recuperándose del embeleso, dijo de súbito:

—Si, a lo menos, me devolvieras mi zabra...

¡Mercader del demonio, fariseo de los tratos!

—¡Es
mi
zabra! —grité, sulfurada.

A la que se le venía al entendimiento, me reclamaba la
Sospechosa
de semejante forma desde hacía más de un año. ¡Y yo le había pagado un millón de maravedíes por ella!

—Eso de que es tuya lo habremos de aclarar algún día... —repuso con toda dignidad.

A bordo de la
Gallarda
arribamos a Santa Marta... ¡en dos de las cuatro jornadas acostumbradas de singladura! Aquella nao era formidable, la más veloz y marinera de cuantas había conocido y gobernado en mi vida. Viraba con tal ligereza y prontitud que tuve que aprender a mesurarme en las órdenes para no provocar un vuelco. Por fortuna, los cañones (culebrinas y medias culebrinas de bronce) se hallaban muy bien trincados. Por supuesto, la
Sospechosa
, pilotada por Luis de Heredia, se perdió de vista en cuanto zarpamos. Su destino no era el nuestro. Tenía órdenes de mantenerse discretamente a la espera en el puerto de Santiago de Cuba, donde también se hallaban, a buen recaudo, nuestros nuevos caudales.

Como digo, al segundo día alcanzamos a ver las altas y blancas cumbres de la Sierra Nevada y el piloto, Macunaima, conforme a mis instrucciones, viró en corto en torno al Morro para hacernos entrar derechamente en la Caldera, la hermosa bahía de aguas turquesas al final de la cual se hallaba enclavada la localidad de Santa Marta, un pequeño pueblo de casas bajas y altísimos cocoteros. Yo no había regresado desde poco después de que el corsario Jakob Lundch la asaltara por orden de los Curvo, de cuenta que recordaba una ciudad quemada por los cuatro costados y con todos sus vecinos desaparecidos o muertos. Tres años después rebosaba de vida y se extendía como una mancha hacia la desembocadura del río Manzanares, mostrando así una destacada y rauda expansión. Con todo, aún se divisaba en el puerto el trozo de tizón de una quilla quemada y el esqueleto de unas viejas y calcinadas cuadernas. Eran los restos de la
Chacona
, la nao de mi señor padre. La mar no los había devorado por completo y los vecinos, por desconocidas razones, tampoco los habían hundido. Quizá se figuraran que su presencia los prevendría de otro ataque pirata.

Orzamos para poner la proa al viento, recogimos trapo y cuando nos detuvimos ajustadamente entre los cascos de las dos o tres naos que ocupaban la rada, ordené echar anclas y arriar los bateles. Por parco que fuera nuestro calado, no podíamos allegarnos hasta el mismo muelle. La extrema belleza de la
Gallarda
comenzaba a reunir un importante número de sorprendidos vecinos en la playa.

—Pocos hombres de mar vas a conseguir aquí —rezongó el señor Juan, que descendía tras de mí por la escala de babor hasta el batel.

—Con hallar los bastantes para cambiarlos por los que traigo, me sobra.

—No te preocupes, maestre —dijo Juanillo empuñando resueltamente uno de los remos—. Con los leales del palenque compondrás la dotación que la
Gallarda
se merece.

Se le advertía impaciente por llegar al lugar que él consideraba su hogar.

—¿Cómo había podido borrar de la memoria —tornó a rezongar el señor Juan, tomando asiento en el batel— que los leales del palenque son todos admirables gentes de mar?

—Diga vuestra merced lo que quiera, señor Juan —repuso Juanillo comenzando a bogar con los otros—, mas son hombres listos que aprenderán presto el oficio.

—Y prófugos de la justicia.

—Aquí el único prófugo de la justicia que hay soy yo —proferí; había marineros escuchando—. Todos los palenques del rey Benkos fueron reconocidos como poblaciones legales y sus apalencados como negros horros
[5]
con cartas de libertad en mil y seiscientos y cinco. Le recuerdo, señor Juan, que el acuerdo de paz se firmó de resultas del robo de la persona de mi señor padre, a quien Benkos tuvo retenido por mucho tiempo para conseguir que el gobernador Jerónimo de Zuazo aceptara sus peticiones.

—¡Cuánto sufrió tu padre durante aquel robo! —se conmovió su viejo compadre, rememorando tal sufrimiento.

Tuve que morderme la lengua para no contarle al señor Juan que, durante aquel supuesto robo ingeniado por mí, mi padre estuvo cómodamente alojado en el palenque de Benkos, disfrutando de las comidas, las fiestas y los bailes africanos y recibiendo, en un lujoso bajareque, los cuidados de una fina cimarrona que había trabajado como camarera de una alta dama en una casa principal. Vamos, que sufrió tanto que ganó peso y colores de cara. Algún día le relataría la valedera historia al señor Juan, mas no entonces, pues convenía dejar el asunto para otro tiempo más cómodo.

Ninguno de los vecinos que curioseaban la nao me resultó conocido. Antes bien, aquellos rostros me parecieron, por la familiaridad del lugar, los más extraños que había advertido en toda mi vida. ¿Quiénes eran esas gentes que abarrotaban el muelle de mi ciudad sin ser avecindados? Y, si lo eran, ¿desde cuándo, que yo no lo sabía?

Saltamos a tierra y los murmullos se acrecentaron. Todos querían conocer de quién era esa magnífica nao y por qué había venido a Santa Marta.

—¡Buenas gentes! —exclamó el señor Juan, que, como viejo mercader al menudeo, estaba acostumbrado a allegarse a los puertos para vender sus mercaderías—. Esta bizarra nao que ha anclado en vuestras aguas tiene por nombre
Gallarda
y pertenece a este joven hidalgo criollo que nos acompaña, el señor don Martín Ojo de Plata. Y, ahora, buenas gentes de Santa Marta, franqueadnos el paso, que debemos ocuparnos de nuestros asuntos.

Entretanto la muchedumbre se rompía para abrir un pasillo, un anciano de pelo canísimo exclamó al punto:

—¿Martín...? ¿Eres tú Martín, el hijo de Esteban?

Sin apurar el paso por no delatar mi emoción, me dirigí hacia Félix Martorell, el viejo maestro de obras de Santa Marta, amigo de mi padre y aún más de madre, pues había sido parroquiano frecuente de la mancebía.

—El hijo de Esteban soy, señor Félix —le aseguré, quitándome el chambergo para mostrarle respeto. Él no dejaba ni por un instante de mirarme el extraño ojo de plata, mas nada dijo.

—¡Qué grande alegría! Conocimos que tu señor padre había muerto en España, mas ¿qué nuevas hay de María Chacón? ¿Tornará a Santa Marta para reponer su negocio?

—Madre también ha muerto, señor Félix —le dije, y me resolví a seguir contándole la verdad por no haber razón para ocultarla—. La mató cruelmente Lope de Coa, el sobrino del rico comerciante Arias Curvo, de Cartagena —el gentío que nos escuchaba soltó una exclamación de sorpresa y horror. De cierto que no sabrían quién había sido madre mas, a no dudar, conocían el apellido Curvo como si fuera el de sus propias familias.

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