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Authors: Matilde Asensi

Tags: #Aventuras, Histórico

La conjura de Cortés (8 page)

BOOK: La conjura de Cortés
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Las dos cuadrillas restantes, al ver que nadie acudía desde fuera para reforzar las defensas, entraron también al almacén y el asunto quedó abreviado a lo que dura un paternóster. Sin embargo, la voz de mi compadre no lo dio tan presto por cerrado:

—¡Se escapa uno! ¡Martín, el de la lámpara! ¡Que se escapa!

Giré la cabeza a diestra y siniestra y, en efecto, vi a uno que corría con una lámpara en la mano. ¿Acaso precisaba luz para andar por la selva? ¡Menudo necio! Más le hubiera valido una espada para cortar la espesura. Mas, al punto, le vi desaparecer por un costado del almacén y un mal recelo me animó a emprender la caza de aquel mostrenco. Los hombres, terminada la lucha y muertos los guardas, oyeron a Rodrigo y me vieron salir en pos del farolero, de cuenta que tres o cuatro echaron a correr conmigo.

Mas fue inútil. En otro de los barracones se guardaba un arsenal de armas y pólvora y sólo tuvimos tiempo de verle arrojar al interior la lámpara de aceite provocando, así, una explosión asaz poderosa que se llevó por los aires el barracón y los árboles de alderredor.

—¿Qué había ahí adentro que no tenía en voluntad que halláramos? —preguntó uno de los hombres, un negro del palenque.

—¡Que nos lo cuente el muy hideputa! —gritó otro lanzándose contra el artillero que, acabada su labor, huía hacia la selva.

La noche era cálida y húmeda y allí, en mitad de la jungla, parecía que respirábamos agua caliente. Mas yo sentía frío, un frío de muerte. Es cosa cierta que, cuando el curso de los astros trae las desgracias, no hay fortaleza en la tierra que las detenga, ni industria humana que pueda prevenirlas: aquel maldito fullero, con la explosión y el fuego, acababa de informar al loco Lope de que yo estaba allí, que había acudido en rescate de Alonso y Rodrigo y que la
Gallarda
era mi nao. El galeón
Santa Juana
iba a hundir a la
Gallarda
con el señor Juan y el resto de la tripulación dentro.

Corrí hacia el almacén y hallé a los hombres montando unas varas para componer unas angarillas. Rodrigo, con luenga y sucia barba y lleno de heridas y sangre seca por los cuatro costados, pasaba los brazos sobre los hombros de dos recios negros. Me miró y sonrió.

—Compadre —dijo con voz lastimera—, qué grande alegría.

Le di un abrazo.

—Ahora cuidaremos de ti —le aseguré.

Él gruñó en su forma acostumbrada.

—Mejor harías ocupándote de aquél —y señaló a Alonso con la cabeza—. A él sí que le han machacado sin piedad por las cuentas pendientes que tenía con el loco.

Si Rodrigo hubiera conocido el daño que me hacían sus palabras, no las habría pronunciado. En el suelo, sobre la sucia tierra llena de su sangre, Alonso parecía estar muerto. Me arrodillé a su lado, pasé mi brazo por debajo de su cabeza y noté al punto como la manga de la camisa se me empapaba de algo viscoso y caliente. Hubiera dado mi vida por la suya. De existir algún mercader divino que admitiera tratos de tal cariz, le habría entregado mi propia vida a trueco de la de Alonso, que se le escapaba a raudales por las muchas y muy malas heridas que tenía por todo el cuerpo. Si él me dejaba sola, si moría, yo ya no querría tampoco seguir viviendo, ¿para qué? Mis señores padres habían muerto, mi hermano Martín también, igual que el padre que me prohijó en el Nuevo Mundo y la madre que murió suplicando por mi vida. No tenía nada salvo Alonso, que me había regalado un ojo de plata para que me sintiera feliz. Muy blandamente puse mi mano izquierda sobre su vientre y lo noté frío y seco, como de muerto, sin movimiento y sin hálito. Sólo podía mirar su triste rostro y arreglarle un poco el cabello enmarañado, lleno de grumos oscuros. Tenía la nariz rota y le salía el hueso por entre las hinchazones, los labios deformados y ensangrentados, y la quijada rota también, pues que se le movía, suelta, con los gestos de mi brazo. Se le habían enconado las heridas y le supuraban. Aquél no podía ser Alonso, estaba tan consumido y descarnado que yo misma hubiera podido alzarlo sin grande esfuerzo. Le tomé una mano y, al punto, supe que tenía varias roturas desde el hombro hasta los dedos y sólo entonces me apercibí de que sus piernas, aquellas firmes piernas que subían sin temblar por los planchones de las naos en Sevilla cuando cargaba y descargaba pesadas esportillas, estaban retorcidas de maneras extrañas, como maderas tronchadas en sesgos imposibles.

Sentí el aguijonazo en la cuenca del ojo huero. Sólo entonces me di cuenta de que estaba llorando.

—Mi vida por la suya —murmuré con voz ronca, apoyando la cabeza en su pecho hundido; a lo que se veía, también tenía rotas varias costillas—. Alonso, no te mueras. Hazme la merced, Alonso. ¿Qué haría yo sin ti, es que no lo ves?

Algunos brazos me sujetaron y tiraron para alzarme. ¿Quién osaba arrancarme de él? ¿Acaso creían que yo iba a querer vivir si él se moría? Me aferré a su cuerpo dispuesta a pelear contra cualquiera que tratara de apartarme. Nunca había estado tan cerca de él. En verdad, nunca nos habíamos tocado mas que aquella noche en Sevilla cuando le ayudé a bajar por la cuerda para huir de la casa de Juana Curvo. Pues bien, ahora ya no tenía en voluntad separarme nunca y ni el cielo ni la tierra ni siquiera Dios o el demonio lograrían que yo aflojara aquel abrazo.

—¡Martín! ¡Levántate! —me ordenó Rodrigo.

Aquélla era la única voz que tenía el poder de hacerse escuchar dentro de la sordera de mi desvarío. Me giré y le miré. Sentí la mejilla derecha húmeda por el llanto. Rodrigo, en cambio, estaba templado y serio.

—Alonso está vivo, Martín —dijo, allegándose torpemente hacia mí con la ayuda de los dos negros—. Está vivo. Hemos de sacarlo de aquí. ¿Comprendes lo que te digo?

Asentí sin cesar en el llanto. Un nudo se me había atravesado en la garganta que no me dejaba decir palabra.

—Si no lo rescatamos ahora, quizá muera. Así que muévete. Ordena a los hombres que lo lleven a la nao... ¡Ahora!

Me dolía tanto arrancármelo del cuerpo que hice un último intento por retenerlo, mas los ojos iracundos de Rodrigo atravesaron como rayos las nieblas de desesperación que me cegaban.

—¡Ahora, Martín! ¡Muévete ahora! —bramó mi compadre, y sólo cuando me vio soltar a Alonso y ponerme en pie mostró en el rostro el gran dolor que le había causado en sus heridas hablarme de tal manera. Recobré parte del juicio perdido.

—¡A los bateles! —exigí con voz elevada, secándome la cara y hallando fuerzas donde no las había—. ¡Vamos, vamos, vamos! ¡Hay que llegar a puerto!

Juanillo, que acababa de hincar la rodilla junto a Alonso para ayudar a los hombres a izarlo y a colocarlo sobre las angarillas, sin volverse me preguntó:

—¿A qué esas prisas, maestre? Ninguno de los dos está como para que los llevemos al trote por la selva.

A la sazón se escuchó un cañonazo lejano.

—El galeón de Lope de Coa ha principiado el ataque a la
Gallarda
.

Juanillo dio un respingo.

—¡El hideputa de la lámpara! ¡Él avisó!

—Precisamente —asentí—. Y el señor Juan está solo.

El muchacho, pensativo, se rascó una pierna.

—Yo me encargo de los compadres. Acude tú a la nao en ayuda del señor Juan. Déjame cinco hombres y al resto te los puedes llevar.

—¿Estás seguro, Juanillo?

—¡Corre, maestre, que ese loco nos va a matar al mercader y a hundir la nao!

—¡Voy! Y, por el amor del cielo, Juanillo —supliqué, echando a correr—, atiéndelos bien y no permitas que Rodrigo haga lo que le venga en gana.

—Perded cuidado, maestre, que yo con ése puedo —fanfarroneó.

A grandes voces llamé a los hombres dispersos por el lugar y, antes de tenerlos a todos, ya había emprendido el camino de regreso hacia La Borburata como asno con azogue en los oídos. Recrudecían los cañonazos y se veía el resplandor de la pólvora en el cielo. Sería difícil allegarse hasta las naos en liza con los bateles, mas nada me impediría nadar hasta el galeón de Lope con algunos hombres y, si no me era dado subir para buscarle, a lo menos, buceando, podría cortarle los cabos de las anclas o dañarle y romperle la pala del timón.

Las gentes de La Borburata, asustadas por aquella sorprendente batalla en su propia y calmosa rada, se habían ocultado en el interior de sus casas y no se veía ni un alma por las calles. También el puerto se hallaba en la más absoluta oscuridad. Todas las naos habían apagado sus faroles en cuanto habían logrado fondear lejos del peligro del fuego. Sólo el
Santa Juana
y la
Gallarda
, apenas separadas por unas trescientas varas, se apreciaban con claridad en la noche. Al principio, cuando arribamos a los bateles, tuve para mí que el
Santa Juana
estaba destrozando nuestra nao con esos brutales tiros de cañón contra el casco y la arboladura, mas, de súbito, algo en el retumbo de los tiros y en el resplandor de la pólvora llamó mi atención: mi nao escupía mucho más fuego que la de Lope y ¡cuál no sería mi sorpresa al ver, a tal punto, que su galeón largaba prestamente trapo y enrumbaba a toda vela hacia la bocana con intención de huir! ¿O acaso era una maniobra para engañarnos y atacarnos desde otro flanco? Absurdo; no había otro flanco fuera del puerto de la Concepción. ¡El
Santa Juana
estaba huyendo y la
Gallarda
, pilotada por el admirable Macunaima (que debía de tener hecho algún pacto con el demonio), viraba de bordo, casi sobre sí misma, para seguir disparándole sin tregua!

—¡Presto, al agua con los bateles! —ordené.

Los hombres fueron empujándolos uno a uno y, luego, saltaron dentro y, bogando animosamente, comenzaron a alejarse de la playa. Yo deseaba esperar a Juanillo y a los heridos, de cuenta que retuve conmigo los dos últimos bateles. Hice que los hombres que portaban las antorchas volvieran sobre nuestros pasos para auxiliar a los que venían detrás.

Lo que acababa de acontecer era un verdadero milagro. Un enorme galeón español de trescientos cincuenta toneles y tres filas de cañones en cada banda del casco había sido derrotado por un grácil galeón inglés de sólo doscientos con una única fila de culebrinas. ¿Quién podía tener aquello por cierto? Ni al entendimiento más incauto le sería dado soñar algo así. ¿Era el señor Juan el maestre más grande de la historia, el general de Armada que cualquier reino hubiera deseado tener, el más listo y sagaz de los estrategas de la mar...? Razones de peso obligaban a reconocer que no, que el señor Juan no era en absoluto ningún don Cristóbal Colón. Así pues, ¿qué demonios había acaecido en aquella rada? Sólo cabía pensar que el
Santa Juana
se había encontrado con alguna dificultad para el combate, alguna contrariedad grave e inoportuna que había llevado a Lope a tomar la deshonrosa disposición de salir huyendo.

El farol de popa del
Santa Juana
era ya sólo un punto en lontananza cuando Juanillo y los otros, cargando con Alonso y Rodrigo, aparecieron a nuestro lado. En el puerto sólo se divisaban las luces triunfales de la
Gallarda
y desde la playa se oían los alborozados gritos de la dotación en cubierta.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Juanillo entretanto colocaban con sumo tiento a los heridos en los bateles—. ¿Dónde está la nao del loco Lope?

—Lo que ha pasado, no lo sé. Espero que el señor Juan pueda darnos algunas buenas razones. Y la nao del loco es aquel punto que ves allá a lo lejos —se lo señalé con el dedo, extendiendo el brazo en dirección a la luz—. Ha huido en mitad de la batalla.

—¡Voto a tal! —exclamó, jubiloso; el resto de los hombres también soltó exclamaciones de alegría—. ¡Hoy es nuestro día de buena ventura!

Me incliné sobre el rostro tumefacto de Alonso y le arreglé los sucios mechones de pelo que le caían sobre la frente. Luego, subí al batel en el que iba Rodrigo y tomé asiento frente a él.

—Juntos de nuevo, compadre —le dije con afecto.

—Juntos de nuevo, Martín. Tuve para mí que no saldríamos vivos de esos infames almacenes.

Al punto una grande sonrisa se le dibujó en el rostro.

—¡Eran los almacenes de Melchor de Osuna! ¿Lo recuerdas, Martín? ¿Recuerdas aquella noche en la playa con el cuarterón Hilario Díaz?

Tomé a reír de buena gana.

—Lo recordaba muy bien, compadre —asentí—. Por eso vinimos a rescataros.

—¡Relátamelo todo, pardiez! —me apremió, abrigándose con un viejo herreruelo aunque no hacía frío—. Tenemos muchas cosas de las que hablar. Debes conocer las majaderías que ese necio de Lope soltó delante de nosotros.

Nos aproximábamos a la
Gallarda
. El batel de Juanillo, en el que iba Alonso, mareaba delante del nuestro.

—Todo te lo he de referir, hermano —repuse—, mas no ahora ni aquí. En cuanto estemos a bordo te pondré en manos del cirujano de la nao, un franco que el señor Juan contrató en Jamaica y que tuvo que huir de su país por algún crimen detestable. Es el único bribón de aquella primera dotación que conservé. Los demás son todos gentes de Santa Marta y del palenque.

Rodrigo gruñó con desconfianza.

—Tranquilo, hermano, que es buen cirujano —le aseguré—. Razona que, si acabo de salvarte la vida, ¿cómo iba a ponerte ahora en peligro de perderla? Descansa, compadre, que tiempo tendremos de hablar.

Izaron la angarilla de Alonso con varios cabos pasados por garruchas sujetas a las jarcias. No hubiera sido posible obrarlo de ninguna otra manera, pues las portillas de las culebrinas quedaban demasiado altas para introducirle por alguna. El señor Juan se asomaba tanto por la borda que hube de gritarle que se retirara pues ya lo veía cayendo al agua o, lo que aún era peor, cayendo sobre Alonso. Finalmente, ascendí por la escala y los hombres procedieron a subir el último batel. Se me dibujó una sonrisa de satisfacción al ver la admiración de mi hermano y compadre por la nueva nao. La poca fuerza que le quedaba en el cuerpo se le iba en aspavientos y asombros por cualquier menudencia de la
Gallarda
. Me vino al entendimiento que iba a reponerse raudamente para mangonear a su gusto aquel hermoso galeón.

Con Rodrigo y Alonso a debido recaudo del cirujano —que los hizo llevar al sollado por mejor atenderlos—, me dispuse, en compañía de mis dos Juanes, a comprobar los daños de la nao. Los cañonazos del loco habían arruinado algunas partes del casco por la banda de estribor mas, como el galeón contaba con fuertes cintas de proa a popa y recias bulárcamas empernadas a las cuadernas, las reparaciones necesarias no eran cosa de preocupar. Entraba agua por una pequeña vía, aunque los hombres ya estaban usando las bombas para achicarla y los carpinteros y calafates la estaban taponando para que aguantara hasta que pudieran cerrarla. Peor fortuna habían sufrido los mástiles, cada uno de los cuales se había llevado, de costado, su buen cañonazo o cañonazos y la verga del trinquete había que cambiarla.

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