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Authors: Matilde Asensi

Tags: #Aventuras, Histórico

La conjura de Cortés (7 page)

BOOK: La conjura de Cortés
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—¿Qué más necesitas, eh? ¿Que los ángeles del cielo te lo canten y te lo escriban en pergamino con letra florida?

Los artilleros tendrían que esperar. Con todo, al final dispusimos de cinco o seis que se daban buena maña y tenían experiencia. Partimos al galope del palenque con treinta y cinco negros y, en Santa Marta, cuarenta y ocho hombres más se sumaron a la tripulación, entre españoles, indios, mestizos, mulatos y otras mezclas, formando un total de ochenta y tres que ayudaron a expulsar por la viva fuerza a los bandoleros y criminales que el señor Juan había contratado en Jamaica. Sentí un grande alivio cuando desembarcaron y mayor aún cuando entré en mi cámara y me tiré sobre el lecho con la conciencia cierta de que iba a salvar a Alonso de una vez por todas (también a Rodrigo) y de que iba a matar al loco Lope y, si me hubieran asegurado lo contrario, no lo habría creído pues mi certeza era la más firme que había tenido en mucho tiempo. Ansiaba más allá de lo que me era dado siquiera confesarme a mí misma tornar a ver el rostro de Alonso, ese rostro tan gentil para mi corazón y tan dulce para mi memoria, y cualquier daño que el loco Lope le hubiera causado a él o a Rodrigo le iba a ser devuelto mil veces con toda la crueldad que esa maldita familia Curvo había sembrado en mi ánima con sus maldades.

Unos golpes sonaron en la puerta de mi cámara y alguien dijo:

—¿Da vuestra merced permiso para entrar?

¿Francisco...? Me incorporé de un salto y me ceñí las ropas.

—Pasa y demuéstrame que no eres Francisco porque, como lo seas, vas a ir directo a la mar con los tiburones.

Un Francisco sonriente abrió la portezuela.

—Ya no me asusto con esas cosas, señor. Aún puedo nadar hasta Santa Marta.

Hecha una furia me fui hacia él y le cogí por la camisa.

—¡Estás loco! ¿Qué haces aquí? ¿No conoces, acaso, que voy a matar a tu primo y, después, a tu padre?

—Bueno... —farfulló—, para eso no precisáis de mí, ¿no es cierto?, y si, por mala fortuna, me precisarais, podéis contar con mi auxilio, aunque os aviso, señor, de que nunca he matado a nadie.

Le solté con un empellón y me dirigí hacia el anaquel donde estaban las copas y los vinos. ¿Y si Francisco tenía en voluntad impedir que matara a su familia? ¿Y si aquello sólo era una treta más de los Curvo para acabar conmigo? ¿Y si Francisco me mataba mientras dormía?

—No te quiero a mi servicio —le dije, sirviéndome una copa.

—¿Qué razones aducís para rechazarme? —se ofendió.

Me giré hacia él y bebí sin apartarle la mirada.

—Eres un Curvo, Francisco. No me es posible fiarme de ti.

Abrió los ojos desmesuradamente. En ese punto, la nao levó anclas.

—¿Que soy un Curvo? —se sorprendió—. Sois el primero en decírmelo, señor. Más bien, a lo largo de mi vida lo que he escuchado ha sido todo lo contrario. No soy un Curvo —afirmó con una cara de Fernando Curvo que asustaba—. Soy un antiguo esclavo, hijo de una antigua esclava a la que su amo forzó, pariéndome a los once años. De mi antiguo amo, Arias Curvo, sólo recibí esto.

Y, levantándose la camisa por la espalda, me mostró los verdugones y bregaduras de viejas palizas. Lo que fuera que hubiera en la maldita naturaleza de los Curvo sólo dejaba a su paso rastros de dolor y amargura. Quizá Francisco fuera un Curvo, que eso no le era dado a nadie ponerlo en duda, mas algo había hecho bien esa mujer ultrajada a los diez años porque de una mala ralea había sacado un nuevo brote de mucha mejor calidad. Para decir verdad y por grande que fuera el miedo que yo tuviera, no había falta ni tacha en la persona de Francisco y eso sólo a su madre había que agradecérselo.

—Sea —admití—, puedes quedarte, mas no entres nunca en mi cámara sin avisar ni te me aparezcas por la espalda sin que te note pues no sé si te clavaría la daga sin apercibirme. Déjame decirte que te asemejas como una gota de agua a otra a tu tío Fernando y a tu tía Juana salvo por el color de la piel.

Y también por la marca del hierro en la mejilla, aunque eso lo callé y él lo conoció.

La nao, levadas anclas, se hacía a la mar suavemente, mas por las vidrieras de colores se veían discurrir muy negros nubarrones. Los siguientes cuatro días mareamos con tormentas y malos vientos contrarios, dando bordadas y guindando velas para no alejarnos de la derrota o acabar zozobrando. Algunas naos españolas y otras dos de piratas flamencos (los que ahora más acosaban nuestras costas) intentaron abordarnos al ver que la
Gallarda
era de factura inglesa y que no portábamos estandarte ni nos dábamos a conocer, mas yo tenía mucha prisa y nuestra nao volaba sobre las olas humillando a todas y dejándolas atrás. Por fin, al atardecer del quinto día, arribamos al excelente puerto de la Concepción de La Borburata.

Muchas eran las naos que allí se hallaban por ser buen fondeadero para carenados y composturas mas, de todas ellas, un siniestro y gigantesco galeón de guerra, con hasta tres filas de portillas en ambos costados, se destacaba como un monstruo marino entre peces de colores. Aquél era, a no dudar, el galeón del loco Lope y él podía, a la sazón, hallarse a bordo sin recelar mi llegada.

El señor Juan y yo, desde la toldilla de popa, observábamos aquel oscuro leviatán con preocupación y desconcierto. Era más ancho que la
Gallarda
y de más alto bordo, con sus dos castillos a proa y a popa y un largo bauprés. Enarbolaba tres pujantes palos con velas cuadras y, a lo menos, cargaba trescientos cincuenta toneles.

—Si le atacamos, nos destrozará —afirmó el señor Juan tras sacar cuentas de los cañones que aprestaba el
Santa Juana
—. Mejor rescatamos a Rodrigo y Alonso y partimos a todo trapo. ¿Estás cierta de saber dónde se hallan?

—Estoy más que cierta, señor Juan, aunque desconozco el lugar. Por eso precisamos que, al bajar a tierra, Juanillo haga averiguaciones en los garitos de naipes, las tabernas y las mancebías hasta conocer el lugar donde se enclavan los viejos almacenes de Melchor de Osuna.
[8]

En una leonera de juego de La Borburata fue donde Rodrigo y yo conocimos, años ha, a Hilario Díaz, un cuarterón
[9]
que trabajaba como capataz en los almacenes de Melchor de Osuna (el primo de los Curvo de Cartagena), quien, por aquel tiempo, despojaba y sangraba ilícitamente a mi señor padre con una ejecución en bienes por el total obtenida mediante embustes, aprovechándose de la información de la que disponían sus poderosos primos sobre las mercaderías que traerían o no las flotas del siguiente año. En aquellos almacenes furtivos, el de Osuna acopiaba lo que iba a faltar y, cuando faltaba, vendía a muy altos precios.

Aquel desgraciado había sido desterrado del Nuevo Mundo por sus primos y nunca más tornamos a saber de él, ni siquiera en Sevilla, donde permanecimos por más de un año. La tierra se lo había tragado para alegría de muchos, entre ellos yo.

—Desde el galeón
Santa Juana
también nos observan —afirmó el señor Juan.

—No me sorprende. La
Gallarda
atrae las miras por lo muy lucida que es.

—Demasiado, quizá. Tras el asalto conocerán que es tu nao.

—Tras el asalto nada se me da de que la conozcan pues Alonso y Rodrigo estarán a salvo y Lope de Coa muerto.

Yo sólo podía mirar el verde manto de la selva que se extendía detrás de La Borburata. Alonso estaba allí, en algún punto entre aquellos altos árboles y yo iba a ir a por él, a rescatarle de las manos del hideputa malnacido del loco Lope. No quería ni figurarme en qué estado lo hallaría, ni en qué estado se hallaría igualmente Rodrigo, pues ya habían dicho los cimarrones de Sando que los dos iban muy malheridos. Alonso estaba sufriendo y, por vez primera desde el ataque a la Serrana, dejé que esa sombra me atravesara para que la rabia se apoderara por completo de mí. La noche se acercaba. Era hora de partir.

—¡Bateles al agua! —ordené, furiosa—. ¡Presto a La Borburata! ¡No quiero ni un arma a la vista!

Durante el derrotero hasta allí había escogido a los veinte hombres más diestros con la espada y más eficaces. A todos les había prometido una considerable recompensa en plata si rescatábamos a Alonso y a Rodrigo y a todos les había dado advertencias para que, en caso de topar con Lope de Coa, se apartaran de él y me lo dejaran a mí. Cuatro de ellos, los más fuertes, habían aceptado el cometido de recoger a Alonso y a Rodrigo y cargarlos de vuelta al puerto hasta los bateles. Juanillo sería quien tendría que recorrer las callejuelas de La Borburata preguntando dónde se hallaban los viejos almacenes de Melchor de Osuna o si alguien conocía dónde trabajaba su compadre Hilario Díaz. Los demás, aprovechando las sombras de la noche que ya caía, aguardaríamos su regreso en la playa, en el mismo lugar en el que estuvimos aquel día Rodrigo y yo doblegando a palos al cuarterón.

Si el loco Lope no se encontraba en los almacenes en el momento del rescate, una vez que Alonso y Rodrigo quedaran a salvo, diez de los hombres debían retornar conmigo a los bateles con toda diligencia para bogar hasta el galeón y deslizarnos como silenciosas serpientes hasta la cámara del maestre o la que fuera que usara Lope de Coa y allí, ya me encargaría yo de él entretanto los demás defendían la puerta y procuraban por nuestra salida de aquella terrible nao de guerra.

—Así pues, piensas batirte en duelo con ese novicio dominico —se había mofado el señor Juan.

—Morir atravesado por mi espada no es dolor bastante para ese Curvo. Sería demasiado rápido y limpio. No, para él tengo dispuesto algo excelente y vuestra merced podrá contemplarlo con sus propios ojos.

—Pídeme lo que precises —exclamó henchido de contento.

Con la primera oscuridad valedera arrastrábamos los bateles sobre la arena y Juanillo salía corriendo como un galgo hacia las callejuelas del villorrio. Unas inútiles y débiles murallas defendían a los vecinos de los frecuentes asaltos piratas, mas ya se había confirmado que a los piratas no se les daba nada de aquellas tristes piedras cuando decidían asaltar la antigua granjería perlífera. La Borburata había sido famosa por sus ostrales, de los que nada quedaba.

Juanillo tornó al cabo de media hora, por más o por menos, con una sonrisa de oreja a oreja.

—¡Seguidme, maestre! —profirió satisfecho—. ¡Os llevaré hasta nuestros compadres!

Sorteando la ciudad por el norte, nos encaminamos furtivamente hacia la jungla, remontando apresuradamente y en silencio el cauce del río San Esteban. No tardamos en vislumbrar los grandes espectros de los almacenes en un claro de la selva. Para decir verdad, se trataba más bien de unos viejos barracones destartalados, de uno de los cuales se escapaba la luz del interior por sus muchas rendijas. Un vigía armado con un arcabuz hacía guardia frente al portalón. Con la mano, le hice un gesto a Juanillo para que se allegara hasta el almacén por su parte posterior y mirara dentro. El muchacho, siendo tan alto como era, corrió totalmente encogido y doblado hasta el lugar que yo le había señalado. Sólo se le veía porque tapaba la luz y, cuando alcanzó la parte de atrás, ni eso. Al cabo, regresó tan sigilosamente como se había marchado. Se puso a mi lado y, alzando las manos, me refirió por señas que había diez guardas armados con Alonso y Rodrigo y que éstos se hallaban amordazados y encadenados a uno de los troncos que servían de puntal al almacén. Bien se veía que el loco Lope no había recelado que alcanzáramos a descubrir su escondrijo de La Borburata. Alonso y Rodrigo se hallaban bien escoltados para que no escaparan, mas no bien protegidos en caso de que se acometiera un rescate. El loco se hallaba cierto de que yo desesperaba aguardando sus advertencias y, a no dudar, estaría en el galeón trazando un buen artificio con el que atraparme. ¡Qué poco sospechaba que, en menos de una hora, todo habría terminado para él!

Dividí a los hombres en cuadrillas y a dos de ellas las obligué a vadear el río para salir a nuestro encuentro por el otro extremo de la reducida plazuela a la que daba el portalón del desvencijado almacén. En cuanto conocí que habían tomado su posición, me dirigí desde atrás hacia el centinela de la puerta. A diferencia de Juanillo, yo avancé despaciosamente, y no sólo por sigilo y prudencia sino porque cada rayo de luz que atravesaba me permitía mirar de soslayo el rostro exangüe y el cuerpo malherido de Alonso. Cuando alcancé la esquina del barracón, ebria de rabia y de odio saqué la daga del cinto, tomé aire como si fuera a bucear en la mar y, saliendo a campo abierto, me abalancé sobre el desprevenido guarda, a quien rebané el cuello de un solo y afilado tajo. Era la manera de impedir que gritara, alertando a los guardas de dentro. Posé con esfuerzo y cuidado el pesado cuerpo en tierra y me ensucié las ropas con la sangre que le salía a borbotones por la herida. Aquel esbirro de Lope ya no nos perjudicaría. Hice señas con los brazos y las dos primeras cuadrillas de ambos costados de la explanada avanzaron hacia mí. Cuatro de los más fuertes y anchos hombres de la tripulación de la
Gallarda
lanzaron calladamente un tremendo envite contra el portalón de madera, que se abatió con grande estrépito.

Y ahí dio principio el infierno. Los carceleros dispuestos por Lope, todos de mal cariz y peor condición, ya habían comenzado a dar voces y tomado las armas antes de que las maderas tocaran el suelo, de cuenta que se arrojaron sobre nosotros no bien hubimos cruzado la entrada. Carecer del ojo izquierdo resultaba un grande menoscabo en los duelos, pues me imposibilitaba percibir los ataques que entraban por ese lado. Rodrigo siempre me aconsejaba voltear prestamente la cabeza entretanto ejecutaba sólidos tajos y estocadas. Procuraba obrarlo... cuando lo recordaba.

—¡Martín! ¡Martín! ¡Tu siniestra, maldición, tu siniestra!

En el desorden de espadas, golpes, cuchilladas y empellones era difícil buscar a Rodrigo para darle a conocer con un gesto que le había oído aunque no me fuera dado responderle: un maldito bellaconazo acababa de asestarme una coz en el vientre que me había dejado sin fuelle y casi sin vida. Le paré con mandobles y reveses hasta que penosamente recobré el aliento y, entonces, de un salto me enderecé y le tiré un altibajo tal que le cercené la cabeza. Y otra vez mi compadre vino a salvarme:

—¡Tu siniestra, tu siniestra!

Sin pensar más, alargué el brazo en el que llevaba la daga y noté que paraba un golpe con la guarnición de la empuñadura. Mas, a tal punto, ya estaba encarada al peleón, otro bruto al que acometí amenazando un revés que le confundió y me permitió, subiendo la espada, atacarle recto al pecho y atravesárselo. Cayó de hinojos ante mí.

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