Su madre le había llevado al centro en el viejo Plymouth, y mientras ella iba a ver al médico por su artritis, Ignatius había comprado en Werlein's unas partituras musicales para su trompeta y una cuerda nueva para el laúd. Luego, había entrado en la sala de juegos de la Calle Royal para ver si habían instalado alguna máquina nueva. Le decepcionó el que hubiera desaparecido la máquina de béisbol. Quizá la estuvieran reparando. La última vez que jugó con ella, el bateador no funcionaba y, tras cierta discusión, el encargado le había devuelto el dinero, pero los clientes habían sido tan ruines como para comentar que la había roto el propio Ignatius a patadas.
Concentrándose en el destino de la máquina de béisbol en miniatura, Ignatius apartaba su ser de la realidad material de la Calle Canal y de la gente que le rodeaba, por lo que no advirtió los dos ojos que le observaban ávidamente desde detrás de una de las columnas de D. H. Holmes, dos ojos tristes en los que brillaban la esperanza y la ansiedad.
¿Sería posible reparar aquella máquina en Nueva Orleans? Probablemente sí. Sin embargo, quizá la hubieran enviado a un lugar como Milwaukee o Chicago o alguna otra ciudad cuyo nombre asociaba Ignatius con eficientes talleres de reparación y fábricas siempre humeantes. Ignatius esperaba que tratasen con el cuidado debido aquel juego de béisbol en el transporte, de modo que ninguno de sus pequeños jugadores se esportillase o se lisiase por la brutalidad de unos empleados ferroviarios decididos a hundir para siempre al ferrocarril con las reclamaciones por daños de los expedidores, ferroviarios que posteriormente se declararían en huelga y destruirían la estación central de Illinois.
Mientras Ignatius consideraba el placer que aquel pequeño juego de béisbol proporcionaba a la humanidad, los dos ojos tristes y ávidos avanzaron hacia él entre la multitud como torpedos dirigidos a un petrolero grande y lanudo. El policía dio un tirón a la bolsa de papel de partituras de Ignatius.
—¿Tiene usted algún documento de identificación, señor? —preguntó el policía, en un tono de voz que indicaba que tenía la esperanza de que Ignatius fuese oficialmente inidentificable.
—¿Qué? —Ignatius bajó la vista hacia la enseña de la gorra azul—. ¿Quién es usted?
—Enséñeme su carnet de conducir.
—Yo no conduzco. ¿Sería usted tan amable de largarse? Estoy esperando a mi madre.
—¿Qué es lo que cuelga de esa bolsa?
—¿Qué cree usted que va a ser, imbécil? Una cuerda para mi laúd.
—¿Qué es eso? —el policía retrocedió un poco—. ¿Es usted de la ciudad?
—¿Acaso la tarea del departamento de policía es acosarme a mí cuando esta ciudad es la desvergonzada capital del vicio del mundo civilizado? —atronó Ignatius, por encima del gentío que había frente a los grandes almacenes—. Esta ciudad es famosa por sus jugadores, prostitutas, exhibicionistas, anticristos, alcohólicos, sodomitas, drogadictos, fetichistas, onanistas, pornógrafos, estafadores, mujerzuelas, por la gente que tira la basura a la calle, por sus lesbianas... gentes todas que viven en la impunidad mediante sobornos. Si tiene usted un momento, estoy dispuesto a discutir con usted el problema de la delincuencia; pero no cometa el error de fastidiarme a mí.
El policía agarró a Ignatius por el brazo pero fue agredido en la gorra con las partituras musicales. La cuerda colgante del laúd le dio en la oreja.
—Eh —protestó el policía.
—¡Toma eso! —gritó Ignatius, percibiendo que estaba empezando a formarse un círculo de compradores interesados.
Dentro del D. H. Holmes, la señora Reilly estaba en el departamento de bollería, el pecho maternal apoyado en una vitrina que contenía almendrados. Uno de sus dedos, gastado de frotar tantos años los gigantescos y amarillentos calzoncillos de su hijo, tamborileó en la vitrina para llamar la atención de la vendedora.
—Eh, señorita Inés —dijo la señora Reilly con ese acento que al sur de Nueva Jersey sólo existe en Nueva Orleans, esa Hoboken del Golfo de México—. Venga, venga aquí, chica.
—Vaya, ¿cómo le va? —preguntó la señorita Inés—. ¿Qué tal, querida?
—No demasiado bien —dijo, sincera, la señora Reilly.
—Qué lata, verdad —la señorita Inés se apoyó en la vitrina y se olvidó de las pastas—. Tampoco yo me siento nada bien. Estos pies...
—Señor, Señor, ojalá tuviera yo tanta suerte. Lo mío es artritis en el codo.
—¡Oh, no! —dijo la señorita Inés con verdadera simpatía—. Mi pobre papá también la tiene. Le hacemos meterse en una bañera llena de agua hirviendo.
—Mi hijo se pasa todo el día flotando en la nuestra. Yo apenas puedo entrar en el cuarto de baño.
—Creí que estaba casado...
—¿Ignatius? Sí, sí, ojalá —dijo, con tristeza la señora Reilly—. ¿Quiere darme dos docenas de esas variadas, querida?
—Pues yo creía que me había dicho usted que se había casado —dijo la señorita Inés, mientras iba metiendo las pastas en una caja.
—Ni perspectiva tiene siquiera de casarse. La novia aquella que tenía se largó.
—Bueno, aún está a tiempo.
—Sí, sí, claro —dijo con indiferencia la señora Reilly—. ¿Quiere ponerme también media docena de bizcochos borrachos? Ignatius se pone insoportable cuando se acaban las pastas.
—Así que a su chico le gustan las pastas, ¿eh?
—Oh, Señor, este codo me está matando —contestó la señora Reilly.
En el centro del grupo que se había formado delante de los grandes almacenes, se balanceaba violenta la gorra de cazador, un verde destello en el círculo de gente.
—Hablaré con el alcalde —gritaba Ignatius.
—Deje en paz al muchacho —dijo una voz entre la multitud.
—Vaya a detener a esas chicas que se desnudan de la Calle Bourbon —añadió un viejo—. El es un buen chico. Está esperando a su mamá.
—Gracias —dijo, desdeñoso, Ignatius—. Espero que todos ustedes den testimonio de este ultraje.
—Vamos, acompáñeme —le dijo el policía con menguante seguridad. A su alrededor había ya casi una multitud y no se veía ni a un guardia de tráfico—. Vamos a la comisaría.
—Así que un buen muchacho no puede ya ni esperar a su mamá a la puerta de un comercio —era de nuevo el viejo—. Convénzanse, la ciudad nunca fue así. Esto es el comunismo.
—¿Está llamándome usted comunista? —preguntó el policía al viejo, mientras procuraba evitar los latigazos de la cuerda del laúd—. Le llevaré también a usted. Así mirará más a quien anda llamando comunista.
—A mí no puede usted detenerme —gritó el viejo—. Pertenezco al Club Edad Dorada, patrocinado por el Departamento Recreativo de Nueva Orleans.
—Deje en paz a ese anciano, policía de mierda —chilló una mujer—. Es probable que tenga ya nietos.
—Los tengo —dijo el viejo—. Tengo seis nietos, estudian todos con las hermanas. Y son muy listos, además.
Sobre las cabezas del gentío, Ignatius vio a su madre que salía despacito del vestíbulo de los almacenes cargando con los artículos de repostería como si fuesen cajas de cemento.
—¡Mamá! —gritó—. Llegas en el momento justo. Me han detenido.
Abriéndose paso entre la gente, la señora Reilly dijo:
—¡Ignatius! ¿Pero qué pasa? ¿Qué has hecho ahora? Eh, oiga, quítele esas manos de encima a mi hijo.
—No le estoy tocando, señora —dijo el policía—. ¿Este de aquí es su hijo?
La señora Reilly arrebató a Ignatius la zumbante cuerda de laúd.
—Pues claro que soy su hijo —dijo Ignatius—. ¿Es que no ve usted el afecto que siente por mí?
—Sí, esa señora quiere mucho a su hijo —corroboró el viejo.
—¿Qué intenta usted hacerle a mi pobre niño? —preguntó la señora Reilly al policía; Ignatius palmeó con una de sus inmensas zarpas el pelo teñido con aleña de su madre—. ¿Cómo se atreve usted a detener a un pobre muchacho con toda la gente que anda suelta por esta ciudad? Está esperando a su mamá e intentan detenerle.
—Aquí tendría que intervenir el Sindicato de Libertades Civiles —comentó Ignatius, apretando con la zarpa el hombro caído de su madre—. Hemos de comunicárselo a Myrna Minkoff, mi amor perdido. Ella sabe de estas cosas.
—Son los comunistas —interrumpió el viejo.
—¿Qué edad tiene? —preguntó el policía a la señora Reily.
—Treinta años —contestó Ignatius, condescendiente.
—¿Tiene usted trabajo?
—Ignatius tiene que ayudarme en casa —dijo la señora Reilly; empezaba a fallarle un poco su valor inicial, así que se puso a enroscar la cuerda del laúd con el cordel de las cajas de las pastas—. Tengo una arturitis horrible.
—Limpio un poco el polvo —explicó Ignatius al policía—. Además, estoy escribiendo una extensa denuncia contra nuestro siglo. Cuando mi cerebro se agota de sus tareas literarias, suelo hacer salsa de queso.
—Ignatius hace unas salsas de queso deliciosas —dijo la señora Reilly.
—Es un detalle estupendo —señaló el viejo—. La mayoría de los muchachos se pasan el día correteando por ahí.
—¿Por qué no se calla usted? —dijo el policía al viejo.
—Ignatius —preguntó la señora Reilly con voz trémula—, ¿qué has hecho, hijo mío?
—Bueno, mamá, la verdad es que creo que el que empezó fue él —Ignatius señaló al viejo con la bolsa de partituras—. Yo estaba aquí, esperándote, rezando para que las noticias del médico fueran alentadoras.
—Llévese de aquí a ese viejo —dijo la señora Reilly al policía—. Está armando líos. Es una vergüenza que dejen sueltas por la calle a personas como él.
—Todos los policías son comunistas —gritó el viejo.
—¿Pero no le dije a usted que se callara? —dijo el policía, furioso.
—Todas las noches me pongo de rodillas y doy gracias a Dios de que estemos protegidos —explicó la señora Reilly a la multitud—. Sin la policía, todos estaríamos muertos a estas horas. Estaríamos tumbados en la cama con el cuello cortado de oreja a oreja.
—Eso es una gran verdad, sí, señor —confirmó una mujer entre la multitud.
—Deberíamos rezar un rosario por las fuerzas del orden.
La señora Reilly dirigía ahora sus comentarios a la multitud. Ignatius le acarició torpemente el hombro, susurrando frases de aliento.
—¿Pero rezaríamos un rosario por un comunista? —añadió la señora Reilly.
—No —contestaron fervorosamente vanas voces. Alguien dio un empujón al viejo.
—Es cierto, señora —grito el viejo—. El intentaba detener a su hijo igual que en Rusia. Son todos comunistas.
—Vamos —dijo el policía al viejo. Y le agarró rudamente por la espalda del abrigo.
—¡Oh, Dios mío! —dijo Ignatius, observando al pálido y pequeño policía que intentaba sujetar al viejo—. Tengo los nervios hechos migas.
—¡Socorro! —gritó el viejo, apelando a la multitud—. Esto es un abuso. ¡Es una violación de la Constitución!
—Está loco, Ignatius —dijo la señora Reilly—. Será mejor que nos marchemos de aquí, niño. —Luego se volvió a la gente y dijo—: Vayanse, amigos. Podría matarnos a todos. Yo, personalmente, creo que puede que el comunista sea él.
—No tienes que exagerar, madre —dijo Ignatius mientras se abrían paso entre la multitud, que empezaba a dispersarse. Enfilaron a buen paso Calle Canal abajo.
Ignatius miró atrás y vio al viejo y al policía bajito forcejeando bajo el reloj de los grandes almacenes.
—¿Podrías aminorar un poquito la marcha? Creo que tengo un soplo cardíaco.
—Oh, cállate ya. ¿Cómo crees que me siento yo? A mi edad no debería correr de este modo.
—El corazón es importante a cualquier edad, creo yo.
—Tú tienes el corazón perfectamente.
—Lo tendría si caminásemos un poco más despacio —los pantalones de tweed se le hinchaban alrededor de las nalgas gargantuescas mientras caminaban calle abajo—. ¿Tienes la cuerda de mi laúd?
La señora Reilly arrastró tras sí a Ignatius, doblaron la esquina y entraron en la Calle Bourbon. Allí empezaba el Barrio Francés.
—¿Por qué se metió contigo aquel policía, muchacho?
—No tengo idea. Pero probablemente venga a por nosotros en cuanto haya dominado a aquel viejo fascista.
—¿Tú crees? —preguntó nerviosa la señora Reilly.
—Yo diría que sí. Parecía decidido a detenernos. Debe tener que cubrir una especie de cuota mínima o algo así. Dudo muchísimo de que me deje burlarle así tan fácilmente.
—¡Sería espantoso! Saldrías en todos los periódicos, Ignatius.
¡Qué desgracia! Tienes que haber hecho algo mientras estabas esperándome, Ignatius. Te conozco, muchacho.
—Sólo estaba pensando en mis cosas, te lo aseguro —jadeó Ignatius—. Por favor, tenemos que parar. Creo que voy a tener una hemorragia.
—Bueno, bueno.
La señora Reilly contempló la cara enrojecida de su hijo y comprendió que se desmayaría muy satisfecho a sus pies sólo para ratificar sus palabras. Ya lo había hecho otras veces. La última vez que le obligó a acompañarla a misa un domingo, se había desmayado dos veces camino de la iglesia, y otra vez durante el sermón, de pura flojera, cayéndose del banco y provocando un incidente de lo más embarazoso.
—Lo mejor será entrar aquí y sentarse un poco.
Y le empujó con una de las cajas de pastas hacia la entrada de un bar, el Noche de Alegría. En una oscuridad que olía a whisky y a colillas, se encaramaron en sendos taburetes. Mientras la señora Reilly colocaba las cajas de pastas en la barra, Ignatius dilató las flexibles aletas de su nariz y dijo:
—Dios mío, mamá, esto huele de un modo asqueroso. Se me está revolviendo el estómago.
—¿Acaso quieres volver a la calle? ¿Quieres que te coja ese policía?
Ignatius no contestó, pero resopló ruidosamente haciendo muecas. Un camarero, que había estado observándoles, preguntó quisquilloso desde las sombras:
—¿Sí?
—Yo un café —dijo majestuosamente Ignatius—. Café de achicoria y leche caliente.
—Muy bien —dijo el camarero.
—Quizá no me vea capaz de tomarlo —le dijo a su madre—. Es una cosa abominable.
—Pues toma una cerveza, Ignatius. No vas a morirte por eso.
—Puedo hincharme.
—Yo tomaré una Dixie 45 —dijo la señora Reilly al camarero.
—¿Y el caballero? —preguntó el camarero con voz sonora y engolada—. ¿Qué tomará usted?
—Tráigale una Dixie también.
—No debo beber eso —dijo Ignatius mientras el camarero iba a por las cervezas.
—No podemos estar aquí sentados sin tomar nada, Ignatius.