Salí rápidamente del garaje con mi carro, camino del Barrio Francés. En ruta, fueron muchos los peatones que apreciaron favorablemente mi semidisfraz. Con el sable golpeteando en el costado, el pendiente balanceándose en el lóbulo, el pañuelo rojo brillando al sol con la suficiente luminosidad como para atraer a un toro, crucé la ciudad con paso resuelto, dando gracias por seguir aún vivo, acorazándome contra los horrores que me esperaban en el Barrio Francés. De mis castos y rosados labios brotó más de una oración sonora; oraciones de gracias unas y de súplica otras. Recé a San Mathurin, al que se invoca por la epilepsia y la locura, para que ayudase al señor Clyde (Mathurin es, por otra parte, el santo patrón de los payasos). Para mí, elevé una humilde oración a San Mederico Ermitaño, al que se invoca por los trastornos intestinales. Meditando sobre la llamada de la tumba que había prácticamente recibido, empecé a pensar en mi madre, pues siempre me he preguntado cuál sería su reacción si yo me muriese debido a las miserias por las que he de pasar para pagar sus malas acciones. Me la imagino en el funeral, un funeral sórdido y barato, en el sótano de alguna funeraria dudosa. Loca de dolor, las lágrimas brotando de sus ojos enrojecidos, probablemente arrancaría el cadáver del ataúd, chillando beodamente: «¡No os lo llevéis! ¿Por qué las flores más delicadas han de marchitarse y caer de su tallo?» El funeral probablemente degeneraría en un circo, mi madre metiendo constantemente los dedos en los dos agujeros hechos en mi cuello por el tenedor ferruñoso del señor Clyde, lanzando un iletrado clamor griego de maldiciones y venganzas. Supongo que habría una cierta dosis de espectáculo en el asunto. Sin embargo, actuando mi madre de directora, la indudable tragedia se convertiría pronto en melodrama. Arrebatando el lirio blanco de mis manos inertes, lo partiría por la mitad y gritaría a la multitud de deudos, celebrantes y mirones: «Tal como era este lirio, así era Ignatius. Ahora, ambos están rotos y tronchados.» Y cuando lanzase de nuevo el lirio al ataúd, su mala puntería haría que cayese directamente en mi pálido rostro.
Por mi madre recé una oración a Santa Zita de Lucca, que se pasó la vida trabajando de criada y practicando muchas austeridades, y pedí a la santa que ayudase a mi madre a combatir el alcoholismo y las juergas nocturnas.
Fortalecido por mi devoto intermedio, escuché el golpeteo del sable contra mi costado. Parecía, como una especie de arma de la moral, que me espoleaba hacia el Barrio Francés; cada palmetazo de plástico parecía decir «Animo, Ignatius. Tienes una espada rápida y terrible». Empezaba a sentirme una especie de cruzado.
Crucé al fin la Calle Canal fingiendo ignorar la atención que me prestaban todos los que se cruzaban conmigo. Entré en las estrechas callejuelas del Barrio Francés. Un vagabundo solicitó una salchicha. Le alejé con un gesto y continué. Mis pies no podían, por desgracia, mantenerse a ritmo con mi espíritu. Bajo los tobillos, los tejidos gritaban pidiendo descanso, así que arrimé el carro al bordillo y me senté. Los balcones de las viejas casas colgaban sobre mi cabeza como ramas oscuras en un alegórico bosque de maldad. Simbólicamente, pasó ante mí tonante un autobús Desire, cuyo tubo de escape diesel casi me asfixia. Cerrando un instante los ojos para meditar y reunir fuerzas, debí quedarme dormido, pues recuerdo que me despertó con rudeza un policía que estaba de pie ante mí, tocándome en el costado con la punta del zapato. Mi organismo debe segregar algún olor que les resulta especialmente atractivo a las autoridades gubernativas. ¿Quién si no se vería acosado por un policía mientras esperaba inocente a su madre delante de unos almacenes? ¿Quién si no iba a ser espiado y denunciado por coger en la calle un gatito perdido? Como una perra en celo, atraigo, al parecer, a toda una camarilla de policías y funcionarios de sanidad. El mundo entero se me echará encima algún día con algún pretexto ridículo; sé que en cualquier momento pueden arrastrarme a una mazmorra de aire acondicionado y dejarme allí, bajo luces fluorescentes y un techo con aislamiento acústico, para que pague el precio por burlarme de todo lo que ellos atesoran en sus corazoncitos de látex.
Irguiéndome en toda mi estatura (un espectáculo en sí mismo) miré a aquel policía grosero y le aplasté con un comentario que no fue capaz de entender, por suerte. Luego, continué con el carro hacia el interior del Barrio Francés. Como era al principio de la tarde, había poca gente en la calle. Supuse que los residentes aún estarían en la cama recuperándose de los actos indecentes que hubieran realizado la noche anterior. Muchos precisarían sin duda de atención médica: un punto o dos aquí o allá, en un orificio roto o un genital destrozado. Sólo podía imaginar, pues, las ávidas miradas que me dirigían sin duda muchos ojos consumidos y depravados ocultos tras las persianas. Procuré no pensar en ello. Empezaba a sentirme ya como una especie de filete sumamente sabroso en un mercado de carne. Sin embargo, nadie llamaba tentadoramente desde detrás de las persianas; aquellas mentes descarriadas que palpitaban en sus oscuros apartamentos eran al parecer seductores más sutiles. Pensé que podría caer de los balcones una nota, al menos. Una lata de zumo de naranja congelado salió volando de una de las ventanas y me erró por muy poco. Me agaché y la recogí a fin de inspeccionar el cilindro de lata vacío buscando algún tipo de comunicado; pero sólo se me derramó en la mano un residuo viscoso de zumo concentrado. ¿Sería aquello un mensaje obsceno? Mientras cavilaba sobre esta cuestión, y miraba hacia la ventana de la que había salido la lata, se aproximó al carro un viejo vagabundo y pidió un bocadillo. Se lo vendí a regañadientes, concluyendo desconsolado que, como siempre, me estorbaba el trabajo en el momento más crucial.
Por entonces, claro, la ventana de la que había salido la lata, estaba ya cerrada. Continué calle abajo, mirando las persianas cerradas en busca de algún tipo de signo. De más de un edificio brotaron a mi paso risas descompuestas. Al parecer, los descarriados ocupantes se entregaban a alguna obscena diversión que les complacía. Procuré bloquear mis oídos virginales contra su repulsivo cacareo.
Había un grupo de turistas vagando por las calles, cámaras fotográficas dispuestas, gafas brillando como diamantes. Al verme, se detuvieron y, con ásperos acentos del Medio Oeste que ofendían mis delicados tímpanos como los sonidos de una trilladora (por muy increíblemente horrible que pueda ser su ruido), me pidieron que posase para una fotografía. Complacido por sus amables atenciones, accedí. Estuvieron sacándome fotos durante unos minutos, yo colaboré adoptando diversas poses artificiosas. Plantándome ante el carro como si fuese un navío pirata, blandí mi sable amenazadoramente en una pose especialmente memorable, sujetando con la otra mano la proa de la salchicha de lata. Como coronación, intenté ponerme encima del carro, pero la solidez de mi estructura física resultó excesivamente agobiante para el vehículo, más bien frágil. Comenzó a rodar huyendo de debajo mío, pero los caballeros del grupo fueron lo bastante amables para sujetarlo y ayudarme a bajar. Este afable grupo tuvo al menos la delicadeza de despedirse. Cuando se alejaban calle abajo, fotografiando enloquecidos cuanto veían, oí que una bondadosa señora comentaba: «¿Qué triste, verdad? Pobre chico, deberíamos haberle dado algo.» Por desgracia, ninguno de los otros (todos ellos conservadores ultraderechistas, sin duda) reaccionó a su petición de caridad muy favorablemente, pensando, sin duda, que unos cuantos centavos invertidos en mí serían un voto de confianza para el Estado benefactor. «Lo que haría sería meterse en un bar y gastárselo en más bebida», advirtió a sus amistades con nasal prudencia y notable abundancia de ásperas erres otra de las mujeres, una arrugada arpía cuyo rostro proclamaba su afiliación a alguna liga antialcohólica. Al parecer, los demás apoyaban a la arpía antialcohólica, pues el grupo continuó calle abajo.
He de admitir que yo no habría rechazado una oferta de este género. Un chico trabajador debe estar dispuesto a utilizar cada centavo que puedan conseguir sus anhelantes y ambiciosas manos. Además, aquellas fotos podrían proporcionar a aquellos patanes una fortuna en algún concurso turístico. Consideré unos instantes la posibilidad de correr tras ellos, pero, de repente, me llamó la atención una absurda sátira del turista, un individuo pequeño y pálido, con bermudas, que jadeaba bajo el peso de un monstruoso aparato con lentes que debía ser, sin duda, una cámara de cinemascope. El individuo me saludó. Tras una inspección más detenida, pude apreciar que era, ni más ni menos, que el patrullero Mancuso. Yo, claro está, ignoré la vaga mueca mongoloide de ese Maquiavelo, fingiendo ajustarme el pendiente. Al parecer, le han liberado de su prisión en la sala de espera. «¿Cómo le va?», insistió analfabetamente. «¿Dónde está mi libro?», pregunté, en tono aterrador. «Aún lo estoy leyendo. Es muy bueno», contestó, aterrado. «Aproveche sus lecciones», le advertí. «Cuando lo haya terminado, habrá de presentarme una crítica escrita y un análisis de su mensaje a la humanidad». Con esta orden repiqueteando aún majestuosa en el aire, me alejé calle abajo. Luego, advirtiendo que se me había olvidado el carro, volví grandiosamente a recuperarlo. (Ese carro es un inconveniente terrible. Tengo la impresión de estar pegado a un niño subnormal que exige una atención constante. Me siento como una gallina que estuviese sentada sobre un huevo de lata sumamente grande).
En fin, ya casi eran las dos y había vendido exactamente un bocadillo. Vuestro chico trabajador tendría que esforzarse si su objetivo era el éxito. Los ocupantes del Barrio Francés no emplazaban, evidentemente, los bocadillos de salchicas en los primeros puestos de su lista de manjares favoritos. Y los turistas, al parecer, no habían ido a la alegre y pintoresca zona vieja de Nueva Orleans a hartarse de productos Paraíso. Es evidente que tendré, lo que en nuestra terminología comercial se denomina, un problema de comercialización. El malvado Clyde me ha dado, en venganza, una ruta que es un «Elefante Blanco», término que me aplicó una vez durante el curso de una de nuestras conferencias mercantiles. El resentimiento y la envidia me asedian de nuevo.
Además, debo idear algún medio de hacer frente a las últimas afrentas de M. Minkoff. Quizás el Barrio Francés me proporcione algún material: quizás una cruzada por el buen gusto y la decencia, por la teología y la geometría.
Nota social: En fecha próxima, proyectarán en uno de los salones cinematográficos del centro de la ciudad una nueva película en la que actúa mi estrella favorita, cuya reciente abominación musical-circense tanto me abrumó y sobrecogió. Tengo que conseguir ir a verla. Sólo mi carro se interpone en el camino. La nueva película se anuncia como una «refinada» comedia, en la que la actriz debe alcanzar sin duda nuevas cotas de perversión y de blasfemia.
Nota sanitaria: Asombroso aumento de peso, debido sin duda a la angustia que me causa la creciente hostilidad de mi madre querida. Es un axioma de la naturaleza humana el que la gente aprende a odiar a los que la ayudan. Así, mi madre se ha vuelto contra mí.
Suspendidamente,
Lance, Vuestro Asediado Chico Trabajador
La encantadora joven sonrió esperanzada al doctor Tale y explicó:
—Me encanta su curso. En fin, es magnífico.
—Bueno, bueno —contestó complacidísimo Tale—. Es usted muy amable. Me temo que el curso es más bien general...
—Su visión de la historia es algo tan vital, tan contemporáneo, de una ortodoxia tan estimulante.
—Yo creo que debemos dejar a un lado algunos de los criterios y métodos antiguos —el tono de Tale era solemne, pedante; ¿debería invitar a aquella encantadora criatura a tomar una copa con él?—. En realidad, la historia es una cosa evolutiva.
—Lo sé —dijo la chica, abriendo los ojos lo bastante para que Tale pudiera perderse un instante o dos en su azul.
—Yo sólo quiero interesar a mis alumnos. Afrontémoslo. El estudiante medio no se interesa por la historia de la Inglaterra celta. Y, en realidad, tampoco yo. Por eso, aunque yo mismo lo admitiese, siempre tengo una sensación de afinidad en mis clases.
—Lo sé —la chica rozó graciosamente la cara manga de tweed de Talc, al coger el bolso. Tale se estremeció con el contacto. Aquellas eran las chicas que debían ir a la universidad, no aquella aterradora y espantosa Minkoff, aquella chica desaliñada y brutal a la que casi había violado uno de los bedeles a la entrada mismo de su despacho. El doctor Tale se estremeció ante la sola idea de pensar en la señorita Minkoff. En clase, le había insultado y desafiado y ridiculizado continuamente, instando al monstruo de Reilly a unirse al ataque. Jamás olvidaría a aquellos dos; ningún profesor les olvidaría nunca. Eran como dos hunos arrasando Roma. El doctor Tale se preguntó lánguidamente si se habrían casado. Se merecían el uno al otro, desde luego. Quizás hubieran desertado ambos y se hubieran pasado a Cuba.
—Algunos personajes históricos son tan aburridos —añadió la chica.
—Eso es cierto —convino Tale, ansioso de sumarse a cualquier campaña contra los personajes de la historia inglesa, que habían sido el azote de su vida durante tantos años. El simple hecho de seguirles el rastro le producía dolor de cabeza. Se detuvo para encender un Benson & Hedges y carraspeó para desprender una parte de las flemas de historia inglesa de su garganta—. Cometieron todos errores tan estúpidos.
—Lo sé —la chica se miraba en el espejito de su polvera; luego, se le endurecieron los ojos y la voz se le puso un poco más áspera—. Bueno, no quiero hacerle perder el tiempo con toda esta charla histórica. Quería preguntarle qué fue de aquel ejercicio que le entregué hace unos dos meses. En fin, me gustaría tener una idea de la nota que voy a obtener en este curso.
—Oh, sí —dijo vagamente el doctor Talc.
Su esperanza se quebraba como una burbuja. Las estudiantes eran todas iguales en el fondo. Aquella chica encantadora se había convertido en una especie de ejecutiva de ojos de acero, calculadora, implacable, que sumaba sus notas como beneficios.
—Usted me entregó un ejercicio, ¿verdad?
—Desde luego que sí. Estaba en una carpeta amarilla.
—Déjeme ver si puedo encontrarlo, entonces.
El doctor Tale se levantó y empezó a mirar entre los montones de exámenes antiguos, informes, ejercicios encima de la estantería. Cuando reordenaba las pilas de papeles, cayó de una carpeta y bajó planeando hacia el suelo una hoja vieja de papel de bloc de anchas líneas doblado en forma de aeroplano. Tale no se había fijado en el aeroplano, uno de los muchos que habían entrado planeando por el umbral de su ventana un semestre de unos cuantos años atrás. Cuando aterrizó el papel, la chica lo cogió y, al ver que había algo escrito en él, lo desplegó, deshaciendo el planeador.