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Authors: John Kennedy Toole

Tags: #Humor

La conjura de los necios (29 page)

BOOK: La conjura de los necios
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—Creo que oigo a Ignatius que me llama. Será mejor que me vaya.

—¿Llamarte? —preguntó Santa—. ¿Qué quieres decir, Irene? Ignatius está a nueve kilómetros de aquí. Mira, ni siquiera le hemos ofrecido de beber al señor Robichaux. Prepárale algo, mujer, mientras voy a por Angelo.

La señora Reilly estudiaba ansiosamente su vaso, con la esperanza de encontrar en él una cucaracha o una mosca al menos.

—Déme ese abrigo, señor Robichaux. ¿Cómo le llaman sus amigos?

—Claude.

—Claude, yo soy Santa. Y ésta es Irene. Saluda, Irene.

—Hola —dijo maquinalmente la señora Reilly.

—Vayan ustedes conociéndose mientras voy a llamar a Angelo —dijo Santa, y desapareció en la otra habitación.

—¿Qué tal ese muchachote suyo? —preguntó el señor Robichaux, para poner fin al silencio que había caído sobre ellos.

—¿Quién?

—Su hijo.

—Ah, él. Bien, muy bien.

El pensamiento de la señora Reilly volvía a la Calle Constantinopla, donde había dejado a Ignatius escribiendo en su habitación y mascullando cosas acerca de Myrna Minkoff. A través de la puerta, la señora Reilly le había oído decir: «Habría que azotarla hasta dejarla sin sentido.»

Hubo un largo silencio interrumpido sólo por los violentos sorbetones que daba la señora Reilly en el borde del vaso.

—¿Quiere usted unas patatas fritas? —preguntó por fin la señora Reilly, tras descubrir que aquel silencio la hacía sentirse aún peor.

—Sí, creo que comeré unas pocas.

—Están en esa bolsa que hay junto a usted —la señora Reilly observó al señor Robichaux abrir el paquete de celofán; la cara y el traje de gabardina gris del señor Robichaux parecían los dos limpios y recién planchados—. Puede que Santa necesite ayuda. Pudo caerse al entrar.

—Pero si no hace ni un minuto que salió de aquí. Ya volverá.

—Estos suelos son peligrosos —comentó la señora Reilly, estudiando atentamente el resplandeciente linóleo—. Puedes resbalar, caer y romperte la crisma.

—Hay que andar con cuidado en esta vida.

—¿Verdad que sí? Yo siempre soy muy cuidadosa.

—Yo también. Merece la pena andar con tiento en este mundo.

—Claro que sí. Eso le decía yo a Ignatius precisamente el otro día —mintió la señora Reilly—. Va y me dice: «Mamá, a que merece la pena andar con cuidado en este mundo». Y le digo: «Así es, hijo, hay que tener cuidado».

—Ese es un buen consejo.

—Yo ando siempre dándole consejos a Ignatius. Siempre estoy procurando ayudarle, sabe.

—Estoy seguro de que es usted una buena mamá. Les he visto a usted y al muchacho muchísimas veces por el centro, y siempre me pareció que era un muchachote muy majo de aspecto. Destaca mucho, sabe.

—Procuro ayudarle y velar por él, sí, señor. Le digo: «Ten cuidado, hijo. Mira lo que haces no vayas a resbalar y a abrirte la cabeza o a fracturarte un brazo» —la señora Reilly chupó un poco los cubitos de hielo—. Ignatius aprendió seguridad en mis rodillas. Es algo que siempre me ha agradecido.

—Un buen adiestramiento, créame.

—Yo le digo siempre a Ignatius, siempre le digo: «Ten mucho cuidado al cruzar la calle, hijito.»

—Hay que andar con cuidado con el tráfico, Irene. Supongo que no le importa que la llame por el nombre, ¿verdad?

—Claro que no, por Dios.

—Irene es un nombre muy bonito.

—¿Usted cree? Ignatius dice que no le gusta —la señora Reilly se santiguó y terminó el vaso. —Llevo una vida muy dura, señor Robichaux. No me importa decírselo.

—Llámeme Claude.

—Dios es testigo. Tengo que arrastrar una horrible cruz. ¿Quiere usted beber algo?

—Sí, gracias. Pero que no sea muy fuerte. Yo no soy bebedor.

—Oh, Señor —gimoteó la señora Reilly, llenando dos vasos hasta el borde de whisky—. Cuando pienso lo que tengo que sobrellevar. Hay veces que me pondría a llorar y no acabaría nunca.

Y, tras esto, la señora Reilly rompió a llorar estrepitosamente.

—Por Dios, no llore usted —suplicó el señor Robichaux, muy turbado por el giro trágico que parecía tomar la velada.

—Tengo que hacer algo. Tengo que llamar a las autoridades para que se lleven a ese chico —la señora Reilly sollozó; luego hizo una pausa para tomar un trago de Early Times—. Quizá le metan en un reformatorio o algo así.

—¿Pero no tiene treinta años?

—Áy, Señor, qué disgusto.

—¿No está escribiendo algo?

—Tonterías que nadie querrá leer nunca. Ahora él y esa Myrna se escriben insultos. Ignatius me dice que va a destrozar a esa chica. ¿Verdad que es espantoso? Pobre Myrna.

El señor Robichaux, como no se le ocurría nada que decir, preguntó:

—¿Por qué no busca un sacerdote que vaya a hablar con su hijo?

—¿Un sacerdote? —gimió la señora Reilly—. Ignatius no hará caso a un sacerdote. El dice que el sacerdote de la parroquia es un hereje. Cuando se le murió el perro tuvieron una discusión terrible.

El señor Robichaux no pudo dar con ningún comentario para aquella enigmática declaración.

—Fue espantoso. Creí que me iban a echar de la iglesia. No sé de dónde saca ese chico tales ideas. Menos mal que su papá no vive. Qué disgusto si le viese con ese carro por la calle.

—¿Qué carro?

—Anda por la calle vendiendo salchichas.

—Oh. ¿Ha encontrado trabajo ya?

—¿Trabajo? —gimió la señora Reilly—. En el barrio ya se ha enterado todo el mundo. La señora de al lado me hace montones de preguntas. Toda la Calle Constantinopla habla de él. Cuando pienso en el dineral que me gasté para darle estudios. En fin, yo creía que los hijos estaban para ayudarla a una en su vejez. ¿Qué ayuda puede prestarme a mí Ignatius?

—Puede que su hijo haya estudiado demasiado —comentó el señor Robichaux—. En las universidades hay muchísimos comunistas.

—¿Sí? —preguntó muy interesada la señora Reilly, enjugándose las lágrimas con la falda del traje de fiesta de tafetán verde, sin advertir que estaba mostrándole al señor Robichaux las amplias carreras que tenían sus medias en las rodillas—. Puede que ese sea el problema de Ignatius. Es muy propio de un comunista tratar mal a su mamá.

—Pregúntele alguna vez a su hijo qué piensa de la democracia.

—Sí lo haré, sí —dijo muy feliz la señora Reilly; Ignatius era justo el tipo que podía ser comunista. Hasta lo parecía un poco—. A lo mejor puedo asustarle.

—Ese chico no debería darle tantos disgustos. Usted tiene muy buen carácter. Es algo que yo admiro en una señora. Cuando la reconocí allí junto a la bolera, cuando iba usted con la señorita Battaglia, me dije: «Ojalá algún día pueda conocerla».

—¿Dijo usted eso?

—Admiré su integridad, defendiendo a su chico frente a aquel policía asqueroso, especialmente teniendo como tiene problemas con él en casa. Hace falta valor.

—Ojalá hubiera dejado que Angelo se lo llevara. Nada habría pasado. Ignatius estaría encerrado en la cárcel, seguro.

—¿Quién es Angelo?

—¡Vaya! Qué bocazas soy. ¿Qué dije, Claude?

—No sé qué de Angelo.

—Señor, Señor, voy a ver si Santa está bien. Pobrecilla. A lo mejor se ha quemado en la cocina. Santa anda siempre quemándose. No tiene ningún cuidado con el fuego, sabe.

—Si se hubiera quemado, gritaría.

—No, Santa no. Es muy valiente. Nunca se queja. Es esa sangre italiana vigorosa.

—¡Dios santo! —gritó el señor Robichaux, poniéndose en pie de un salto—. ¡Pero si es él!

—¿Qué? —preguntó aterrada la señora Reilly y, girándose, vio a Santa y a Angelo, allí a la entrada de la sala—. Ves, Santa. Sabía que pasaría esto. Señor, ya tengo los nervios disparados. Debería haberme quedado en casa.

—Si no fuera usted un asqueroso policía, le partiría las narices —le gritó el señor Robichaux a Angelo.

—Bueno, cálmese, Claude —dijo Santa muy pausada—. Angelo no quería hacerle ningún daño.

—Me hundió, ese comunista.

El patrullero Mancuso tosió violentamente. Parecía deprimido. Se preguntaba qué cosa horrible iría a sucederle a continuación.

—Oh, Dios mío, será mejor que me vaya —dijo desesperada la señora Reilly—. Lo que más necesito yo en este momento es una pelea. Saldríamos todos en el periódico. Entonces sí que se pondría contento Ignatius.

—¿Cómo me trajo usted aquí? —preguntó el señor Robichaux furioso a Santa—. ¿Qué es esto?

—Santa, cariño, ¿querrías llamarme un taxi?

—Cállate de una vez, Irene —contestó Santa—. Escuche, Claude, Angelo dice que siente mucho haberle detenido.

—Eso no significa nada. Es demasiado tarde para eso. Quedé deshonrado frente a mis nietos.

—No se enfade usted con Angelo —suplicó la señora Reilly—. Fue todo culpa de Ignatius. Es de mi propia sangre, pero tiene una pinta tan rara cuando sale... Angelo debería haberle encerrado.

—Eso mismo —añadió Santa—. Mire lo que le dice Irene, Claude. Y tenga cuidado, no vaya a pisar mi bonito fonógrafo.

—Si Ignatius hubiera sido amable con Angelo, no habría pasado nada de lo que pasó —explicó la señora Reilly a su público—. Fíjese el catarro que ha cogido el pobre Angelo. Lleva una vida muy dura, Claude.

—Cuéntaselo, chica, cuéntaselo —dijo Santa—. Angelo cogió ese catarro por haberle detenido a usted, Claude.

Santa blandió un dedo gordinflón hacia el señor Robichaux, un poco acusadoramente.

—Ahora tiene que estar metido en un retrete —añadió—. Y a la próxima, le echarán a patadas del cuerpo.

El patrullero Mancuso tosió muy triste.

—Quizá me haya excitado un poco —concedió el señor Robichaux.

—No debí detenerle —jadeó Angelo—. Me puse nervioso.

—Todo fue culpa mía —dijo la señora Reilly—. Por intentar proteger a ese Ignatius. Debería haber permitido que se lo llevara, Angelo.

La señora Reilly volvió su rostro blanco y empolvado hacia el señor Robichaux y añadió:

—Señor Robichaux, usted no conoce a Ignatius. Ignatius arma líos dondequiera que va.

—Alguien debería romperle la cara a ese Ignatius —dijo Santa solícita.

—Alguien debería partirle la boca —añadió la señora Reilly.

—Alguien debería darle una buena zurra a ese Ignatius —dijo Santa—. Venga, ahora todos amigos.

—De acuerdo —dijo el señor Robichaux, que tomó la mano de Angelo, de un blanco azulado, y la estrechó fláccidamente.

—Oh, qué bien —dijo la señora Reilly—. Ven a sentarte en el sofá, Claude, y Santa puede poner ese bonito fonógrafo de su sobrinita.

Mientras Santa ponía un disco de Fats Domino en el fonógrafo, Angelo, moqueando y un poco confuso, se sentó en la silla de cocina, enfrente de la señora Reilly y el señor Robichaux.

—Oh, qué lindo —gritó, jovial, la señora Reilly, por encima del estruendo ensordecedor del piano y la batería—. Santa, cielo, ¿querrías bajarlo un poco?

El ritmo atronador disminuyó levemente de volumen.

—Muy bien —gritó Santa a sus invitados—. Ahora, todos amigos. Voy a por unos platos para servir mi ensalada de patatas. Venga, vamos, Irene, Claude. Muevan un poco el esqueleto, chicos.

Los dos ojillos negros como carbones la miraban ceñudos desde la repisa de la chimenea, mientras salía alegremente de la sala. Los tres invitados, sumergidos en el ritmo atronador del fonógrafo, examinaban en silencio las paredes color rosa y los dibujos de flores del linóleo. Luego, de repente, la señora Reilly gritó dirigiéndose a los dos caballeros:

—¿Saben qué? Ignatius tenía abierta el agua en la bañera cuando me fui y apuesto a que se olvidó de cerrarla.

Al ver que nadie contestaba, añadió:

—Qué vida tan dura la de las madres.

NUEVE

—Tenemos una queja contra usted de la Inspección de Higiene, Reilly.

—Oh, ¿sólo es eso? Por la expresión de su cara, pensé que le había dado una especie de ataque epiléptico —dijo Ignatius al señor Clyde sin dejar de masticar panecillo y salchicha, mientras empujaba el carro hacia el interior del garaje—. Temo imaginar cuál podría ser la queja o cómo podría haberse originado. Le aseguro que he sido el espíritu mismo de la limpieza. Mis hábitos íntimos están por encima de cualquier reproche. No arrastro ninguna enfermedad social, no entiendo, por tanto, qué podría transmitirles yo a sus salchichas que ellas no tuvieran ya. Fíjese qué uñas.

—Basta ya de chachara, gordinflón —el señor Clyde ignoró las zarpas que Ignatius había extendido para la inspección—. Sólo lleva unos cuantos días en el trabajo. He tenido gente aquí trabajando durante años sin ningún problema con Sanidad.

—Debían ser, sin duda, más astutos que yo.

—Pusieron a un hombre vigilándole.

—Oh —dijo Ignatius tranquilamente, haciendo una pausa para engullir la punta de la salchicha que sobresalía de su boca como la colilla de un puro. Así que era eso aquel evidente apéndice del funcionariado. Parecía un brazo de la burocracia. A los funcionarios del gobierno siempre se les puede identificar por el vacío total que ocupa el espacio donde la mayoría de las otras personas tienen la cara.

—Cállese de una vez, gordinflón. ¿Pagó ese bocadillo que está comiendo?

—Bueno, indirectamente. Puede usted restarlo de mi miserable salario —Ignatius observó al señor Clyde apuntar unos números en una libreta—. Dígame, ¿qué arcaico tabú sanitario violé? Sospecho que se trata de alguna falsedad del inspector.

—Los de Sanidad dicen que vieron al vendedor Número Siete... es decir, usted...

—Así es. ¡El benditísimo Siete! En eso soy culpable. Ya me han colocado algo encima. Imaginé que el siete sería irónicamente un carro desafortunado. Quiero otro carro lo antes posible. Al parecer, ando empujando por las calles una especie de fetiche de la mala suerte. Estoy seguro de que me iría mejor con cualquier otro carro. Carro nuevo, vida nueva.

—¿Quiere hacer el favor de escucharme?

—Bueno, si es absolutamente preciso. Quizá debiera advertirle que estoy a punto de desmayarme de angustia y de depresión general, sin embargo. La película que vi anoche era especialmente agobiante, un musical playero juvenil. Casi me desmayé durante la secuencia de la canción en la tabla de surf. Además, tuve dos pesadillas anoche, en una de las cuales intervenía uno de esos espantosos autobuses Scenecruiser. En la otra, aparecía una chica que yo conozco. Fue algo de lo más brutal y obsceno. Si se la describiese, se quedaría usted aterrorizado, no me cabe duda.

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