La conjura de los necios (30 page)

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Authors: John Kennedy Toole

Tags: #Humor

BOOK: La conjura de los necios
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—Le vieron a usted cogiendo un gato en la calle, en la Calle St. Joseph.

—¿Pero es que esa gente no tiene otra cosa que hacer? ¡Qué mentira tan absurda! —dijo Ignatius y con un rápido movimiento de la lengua engulló la última porción visible de salchicha.

—¿Y qué andaba usted haciendo por la Calle St. Joseph? Pero si allí sólo hay almacenes y muelles. Allí no hay gente. Ni siquiera figura en nuestras rutas.

—Bueno, yo no lo sabía. La verdad es que entré por aquella zona sólo para descansar un poquito. De vez en cuando pasaba algún transeúnte. Desgraciadamente para nosotros, no parecían estar de humor para salchichas.

—¿Así que estaba usted allí? No me extraña que no vendiese nada. Y supongo que anduvo usted jugando con aquel maldito gato.

—Ahora que lo dice usted, creo recordar que había uno o dos animales domésticos por allí, sí.

—Así que estaba usted jugando con el gato.

—No, yo no estaba «jugando» con el gato. Yo sólo lo cogí para acariciarle un poco. La verdad es que era un gatito con pintas muy atractivo. Le ofrecí una salchicha. Pero el gato la rechazó. Era un animal con cierto gusto y cierta decencia.

—¿Se da usted cuenta de que eso es una infracción grave, gorila asqueroso?

—No, me temo que no —dijo furioso Ignatius—. Se dio por supuesto, al parecer, que el gato estaba sucio. ¿Cómo lo sabemos? Los gatos son animales que destacan por su higiene, los gatos están lamiéndose continuamente en cuanto sospechan la menor suciedad en ellos. Aquel inspector sin duda debía tener algún prejuicio contra los gatos. A ese gato no se le ha dado una oportunidad.

—¡No hablamos del gato! —dijo el señor Clyde con tal vehemencia que Ignatius pudo ver hincharse las venas púrpura alrededor de la cicatriz blanquecina que tenía en la nariz—. Estamos hablando de usted.

—Bueno, yo voy limpio, por supuesto. Eso ya lo hemos discutido. Yo, lo único que pretendía era que ese gato tuviera un juicio justo. ¿Es que nunca van a dejar de acosarme, Señoría? Mis nervios están al borde del colapso total. Supongo que examinó usted mis uñas hace un momento, se fijaría en el temblor de mis manos. No me gustaría nada tener que demandar a Vendedores Paraíso,
Incorporated
, para que me abonase las facturas del psiquiatra. Quizás ignore usted que no estoy amparado por ningún seguro médico. Es evidente que Vendedores Paraíso es demasiado paleolítico para considerar la posibilidad de ofrecer tales beneficios a sus asalariados. En realidad, Señoría, estoy cada vez más insatisfecho con las condiciones laborales que imperan en esta dudosa empresa.

—¿Por qué, qué es lo que está mal? —pregunto el señor Clyde.

—Todo, me temo. Y además, tengo la sensación de que no se me aprecia.

—Bueno, al menos viene usted todos los días. Eso hay que admitirlo.

—Eso se debe sólo a que me golpearían implacablemente con una botella de vino asado si me atreviese a quedarme en casa. Abrir la puerta de mi casa, es como entrar en el cubil de una leona. Mi madre es más cruel y violenta cada día.

—Mire, Reilly, yo no quiero echarle —dijo el señor Clyde en tono paternal.

El señor Clyde conocía ya la triste historia del vendedor Reilly: la madre borracha, aquellos daños que tenia que pagar, la amenaza de miseria para madre e hijo, los amigos lascivos de la madre.

—Mire, voy a asignarle a usted una ruta nueva y a darle otra oportunidad. Tengo ciertos trucos comerciales que a lo mejor le ayuden.

—Puede usted mandar un mapa de la nueva ruta al pabellón de enfermos mentales del Hospital de Caridad. Las amables hermanitas y los serviciales psiquiatras de allí quizá puedan ayudarme a descifrarlo entre electro y electro.

—Cállese de una vez, por favor.

—¿Lo ve usted? Ya ha destruido mi espíritu de iniciativa —Ignatius eructó—. Bueno, espero que haya elegido usted una ruta panorámica, por una zona de parques donde haya asientos amplios en que puedan sentarse los que padezcan de pies cansados y molidos. Esta mañana cuando me levanté me fallaban los tobillos. Tuve suerte de poder agarrarme a la cabecera de la cama a tiempo. De lo contrario, habría acabado en el suelo hecho un montón de huesos rotos. Parece ser que mis tarsos están a punto de tirar la toalla definitivamente.

Ignatius cojeó alrededor del señor Clyde para demostrarlo, arrastrando las botas por el aceitoso cemento.

—Pare ya de una vez, gordinflón. No está usted tullido ni inválido.

—Aún no del todo. Pero hay varios huesecillos y ligamentos que empiezan a alzar la bandera blanca de la rendición. Mis aparatos físicos parecen disponerse a declarar una especie de tregua. El aparato digestivo ha dejado de funcionar casi completamente. Es muy posible que haya empezado a formarse un tejido sobre mi válvula pilórica, cerrándola para siempre.

—Le voy a poner a usted en el Barrio Francés.

—¿Qué? —atronó Ignatius—. ¿Cree que voy a deambular yo por esa sentina del vicio? No, lo siento, pero el Barrio Francés queda descartado. En ese ambiente se desmoronaría mi psique. Además, allí las calles son muy estrechas y muy peligrosas. Podría aplastarme fácilmente el tráfico o empotrarme contra un edificio.

—Lo toma o lo deja, gordo cabrón. Es la última oportunidad que le doy —la cicatriz del señor Clyde empezaba a ponerse blanca otra vez.

—¿De veras? Bueno, está bien, por favor, que no le dé otro ataque. Podría usted caerse en la olla de las salchichas y escaldarse. Si insiste, supongo que tendré que pasear mis salchichas por Sodoma y Gomorra.

—De acuerdo. Entonces, quedamos en eso. Viene usted mañana por la mañana y le daremos esos chismes.

—No puedo prometerle que vayan a venderse muchas salchichas en el Barrio Francés. Lo más probable es que tenga que dedicar todo el tiempo a proteger mi honor frente a los desvergonzados que viven allí.

—Lo que más hay en el Barrio Francés es mercado turístico.

—Eso es aún peor. Sólo los degenerados hacen turismo. Yo, personalmente, sólo salí de la ciudad una vez. Por cierto, ¿nunca le he contado aquel peregrinaje mío hasta Baton Rouge? Fuera de la ciudad abundan los horrores.

—No. No quiero que me lo cuente.

—Bueno, peor para usted. Podría haber aprendido cosas muy valiosas de la traumática historia de aquel viaje. Sin embargo, me alegro de que no quiera usted oírlo. Las sutilezas psicológicas y simbólicas de aquel peregrinaje probablemente queden fuera del alcance de la mentalidad de Vendedores Paraíso. Por suerte, estoy escribiéndolo todo y, en un futuro más o menos lejano, el público lector más atento y despierto se beneficiará de mi relato de ese descenso abismal por los pantanos camino de la estación interna del último horror...

—Escuche, Reilly...

—En el relato, he logrado un símil especialmente preciso al comparar el autobús Scenecruiser con rizar el rizo en un parque de atracciones surrealista.

—¡Cállese ya! —gritó el señor Clyde esgrimiendo amenazadoramente el tenedor—. Venga, veamos los recibos de hoy. ¿Cuánto ha vendido usted?

—Oh, Dios mío —suspiró Ignatius—. Sabía que tarde o temprano llegaríamos a esto.

Los dos discutieron unos minutos sobre los beneficios. Ignatius en realidad se había pasado la mañana sentado en la plaza Eads viendo el tráfico del puerto y tomando notas sobre la historia de la navegación y sobre Marco Polo en un bloc Gran Jefe. Entre nota y nota, había considerado posibles medios de destruir a Myrna Minkoff, pero no había llegado a ninguna conclusión satisfactoria. Su plan más prometedor era obtener un libro sobre municiones en la Biblioteca Pública, construir una bomba y enviársela por correo a Myrna en franqueo normal. Luego, recordó que le habían retirado la tarjeta de la biblioteca. Había perdido la tarde con el gato; Ignatius había intentado atraerlo hasta el compartimento de los panecillos, para llevárselo a casa; pero se le había escapado.

—Creo que debería tener usted la delicadeza de hacer un descuento a sus empleados —dijo Ignatius engoladamente, tras que un examen de los recibos del día mostrase que, restado el coste de los bocadillos que él se había comido, su salario era exactamente de un dólar veinticinco centavos—. Después de todo, me estoy convirtiendo en su mejor cliente.

El señor Clyde hundió el tenedor en la bufanda del vendedor Reilly y le ordenó salir inmediatamente del garaje, amenazándole con el despido si no aparecía temprano para empezar a trabajar en el Barrio Francés.

Ignatius caminó hasta el tranvía de muy mal humor y subió en él, camino de la parte alta de la ciudad, eructando gas Paraíso tan violentamente que, aunque el tranvía estaba lleno, nadie quiso sentarse a su lado.

Cuando entró en la cocina, su madre le recibió poniéndose de rodillas y diciendo:

—¡Señor! ¿Por qué me hiciste cargar con esta cruz terrible? ¿Qué hice yo, Señor? Dime. Mándame una señal. Yo he sido buena.

—Deja de blasfemar inmediatamente —gritó Ignatius.

La señora Reilly interrogaba al techo con los ojos, buscando respuesta entre el pringue y las grietas.

—Vaya recibimiento tras una jornada deprimente luchando por la supervivencia en las calles de esta ciudad salvaje.

—¿Qué te has hecho en la mano?

Ignatius miró los arañazos que le había hecho el gato cuando intentaba meterlo en el compartimento de los panecillos.

—Tuve una batalla casi apocalíptica con una prostituta hambrienta —eructó—. De no ser por mi fuerza muscular superior habría saqueado mi carro. Al final, hubo de alejarse del lugar de la lucha cojeando, con sus chillonas galas hechas jirones.

—¡Ignatius! —gritó trágicamente la señora Reilly—. Cada día estás peor. ¿Qué te pasa?

—Saca la botella del horno. Ya debe estar hecha.

La señora Reilly miró a su hijo tímidamente y le preguntó:

—Ignatius, ¿estás seguro de que no eres comunista?

—¡Oh, Dios mío! —bramó Ignatius—. Todos los días he de someterme a una caza de brujas maccarthysta en esta casa que se hunde. ¡No! Ya te lo he dicho. No soy un compañero de viaje. ¿Pero quién diablos te ha metido eso en la cabeza?

—Es que leí en el periódico que donde hay muchos comunistas es en la universidad.

—Bueno, pues, por suerte, no me encontré con ellos. Si se hubieran cruzado en mi camino, les habría dado una zurra que se habrían quedado medio muertos. ¿Acaso crees que quiero vivir en una sociedad comunal con gente como esa Battaglia amiga tuya, barriendo calles y picando piedra o lo que ande haciendo siempre la gente en esos desdichados países? Lo que yo quiero es una buena monarquía, firme, con un rey decente, de buen gusto, un rey con ciertos conocimientos de teología y de geometría, y que cultive una Rica Vida Interior.

—¿Un rey? ¿Tú quieres un rey?

—Oh déjate ya de tonterías.

—Nunca oí a nadie que quisiera un rey.

—¡Por favor! —Ignatius dio un puñetazo en el hule de la mesa de la cocina—. Barre el porche, visita a la señorita Annie, llama a esa alcahueta de la Battaglia, practica los bolos en la calleja. ¡Déjame en paz! Estoy en un ciclo muy malo.

—¿Qué quieres decir con eso de «ciclo»?

—Si no dejas de molestarme, bautizaré la proa de tu ruinoso Plymouth con esa botella de vino que hay en el horno —masculló Ignatius.

—Peleándose con una pobre chica de la calle —dijo con tristeza la señora Reilly—. Qué cosa tan horrible. Tirando de un carro de salchichas. Ignatius, yo creo que tú necesitas ayuda.

—Bueno, voy a ver la televisión —dijo furioso Ignatius—, ahora empieza el programa del Oso Yogui.

—Espera un momento, hijo —la señora Reilly se levantó del suelo y sacó de un bolsillo del jersey un sobrecito de papel Manila—. Esto llegó hoy para ti.

—Vaya —dijo Ignatius con interés, cogiendo el sobrecito—. Supongo que habrás memorizado ya su contenido.

—Será mejor que metas las manos en la fregadera para limpiar esos arañazos.

—Pueden esperar —dijo Ignatius; rasgó el sobre—. M. Minkoff ha respondido, al parecer, a mi misiva, con una urgencia casi frenética. La traté bastante mal.

La señora Reilly se sentó y cruzó las piernas, balanceando triste sus calcetines blancos y sus viejas zapatillas negras de charol, mientras los ojos azules y amarillos de su hijo examinaban la bolsa desplegada de Macy en la que estaba escrita la carta.

Señores:

Bueno, al fin tengo noticias tuyas, Ignatius. Una carta terrible, realmente, no quiero hablar del membrete «Levy Pants» del papel. Probablemente sea tu idea de una broma antisemita. Menos mal que estoy por encima de cualquier ataque a ese nivel. Pero nunca creí que tú cayeses tan bajo. Vivir para ver.

Tus comentarios sobre la conferencia indicaban unos celos bastante mezquinos que no esperaba de alguien que afirma tener unos criterios tan amplios y objetivos. La conferencia empieza ya a interesar a varías personas inteligentes que conozco. Una persona que ha prometido venir y traer, además, a varios amigos inteligentes. Es un nuevo contacto muy interesante que hice durante la hora punta en la cola de la Avenida Jerome. Se llama Ongah, y es un estudiante de Kenia que vino aquí por un intercambio y que está escribiendo un ensayo en la Universidad de Nueva York sobre los simbolistas franceses del siglo diecinueve. Por supuesto, tú no entenderías a un chico tan inteligente y tan animoso como Ongah, o no te agradaría.

Yo podría estarme horas oyéndole hablar. Es serio y no te suelta toda esa pseudofilosofía, como hacías tú siempre. Lo que dice Ongah es significativo. Ongah es real y vital. Es viril y agresivo. Penetra en la realidad y rasga los velos ocultadores.

—¡Oh, Dios mío! —masculló Ignatius—. La ha violado un Mau-mau.

—¿Qué? —preguntó recelosa la señora Reilly.

—Vete y pon la televisión para que vaya calentándose —dijo Ignatius con aire ausente, volviendo a su furiosa lectura de la carta.

No se parece en nada a ti, como puedes suponer. Es también músico y escultor y consagra cada minuto de su vida a una actividad real y significativa, creando y sintiendo. Sus esculturas casi saltan y te cogen, de lo llenas que están de vida y de personalidad.

Por fin, tu carta me permitió enterarme de que aún sigues vivo, si es que se puede llamar a eso «vivir». ¿Qué mentiras son ésas de la «industria de la comercialización de alimentos»? ¿Es algún ataque al negocio de suministro a restaurantes de mi padre? En tal caso, a mí no me afecta, porque mi padre y yo hace años que discrepamos ideológicamente. Admitámoslo, Ignatius, desde que te vi por última vez, lo único que has hecho es estar tumbado en tu habitación pudriéndote. La hostilidad que demuestras respecto a mi conferencia es una manifestación de tus sentimientos de fracaso y de tu impotencia mental (?).

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