La conjura de los necios (32 page)

Read La conjura de los necios Online

Authors: John Kennedy Toole

Tags: #Humor

BOOK: La conjura de los necios
7.74Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Darlene es amiga suya, ¿no? Yo veo que siempre anda pasándole revistas —dijo furiosa Lana. Ya se estaba hartando de aquel Jones—. Este número es básicamente idea de usted, Jones. ¿Es que no quiere que Darlene tenga una oportunidad en la escena?

—Claro. Pues cómo no. Alguien tiene que levanta cabeza en este lugar. Además éste es un número con mucha clase. Va a trae a mucha gente aquí. Yo conseguiré un aumento, sí, señó —Jones sonrió, una amarillenta luna en cuarto creciente abrió la parte inferior de su rostro—. Tengo puestas toas mis esperanzas en ese pájaro, sí, señó.

Lana tuvo una idea que ayudaría al negocio y fastidiaría a Jones. Le había dejado ir demasiado lejos.

—Bueno —le dijo Lana—. Ahora, escúcheme, Jones. Usted quiere ayudar aquí a Darlene. Usted cree que el número es bueno, ¿no? Recuerdo que dijo que Darlene y el pájaro traerían a tanta gente que necesitaríamos portero. Bueno, pues necesito un portero: usted.

—¡Es! Yo no voy a anda por aquí de noche por menos del salario mínimo.

—Vendrá usted la noche del estreno —dijo tranquilamente Lana. —Estará ahí fuera en la acera. Tendremos que alquilarle un traje. Un portero Viejo Sur de verdad. Atraerá usted a los clientes, ¿entendido? Quiero ver un local lleno de gente dispuesta a ver a su amiga y a su pájaro.

—Mierda. Me largo de este bar hijoputa. Puede que tenga usté a Scarla O'Horror y a su águila bailadora en el escenario, pero no va a tené un portero afuera también.

—En la comisaría van a recibir cierto informe.

—Puede que reciban otro informe del huérfano también.

—No lo creo.

Jones sabía que esto era verdad. Por fin dijo:

—De acuerdo. Estaré aquí la noche del estreno. Haré entra a la gente. Haré entra gente que cierre este local pá siempre. Haré entra gente como aquel gordo desgraciao de la gorra verde.

—Me pregunto qué habrá sido de él —dijo Darlene.

—Cállate y di otra vez tu parlamento —le gritó Lana—. Aquí tu amigo quiere verte progresar. Va a ayudarte, Darlene. Demuéstrale lo buena que eres.

Darlene carraspeó y enunció cuidadosamente.

—Había muchos galanes en el tomate, querido, pero yo conservé mi honor.

Lana agarró a Darlene y al pájaro, los sacó del escenario y los echó a la calle. Jones oyó los ruidos estridentes de discusión y súplica que venían de la calleja y luego el plof de una bofetada que aterrizó en la cara de alguien.

Se metió tras la barra a coger un vaso de agua y consideró posibilidades de sabotaje que acabaran con Lana Lee para siempre. Fuera chillaba la cacatúa y Darlene gritaba:

—Es que yo no soy una actriz, Lana. Ya te lo dije.

Mirando un momento hacia abajo, Jones vio que Lana Lee había dejado abierta sin darse cuenta la puerta del armarito de debajo de la barra. Se había pasado toda la tarde preocupada con el ensayo general de Darlene. Jones se arrodilló y, por primera vez en el Noche de Alegría, se quitó las gafas de sol. Sus ojos hubieron de ajustarse al principio a la luz más brillante, pero aún apagada, que reveló mugre en el suelo detrás de la barra. Jones miró en el armarito y vio unos diez paquetes envueltos en papel liso limpiamente apilados. En un rincón, había una bola del mundo, una caja de tizas y un libro grande que parecía caro.

Jones no quería sabotear su descubrimiento llevándose algo del armarito. Lana Lee, con sus ojos de halcón y su olfato de sabueso, se daría cuenta de ello inmediatamente. Caviló un momento y luego cogió el lápiz de la caja registradora y, recorriendo con la mano de arriba abajo los paquetes apilados por un costado, escribió con el máximo cuidado posible en cada uno de ellos la dirección del Noche de Alegría. Esta dirección, como una nota en una botella, podría traer alguna respuesta, quizá de un saboteador legítimo y profesional. Una dirección en un paquete envuelto en papel marrón liso era tan dañina como una huella dactilar en un arma, pensó Jones. Era algo que no debería estar allí. Volvió a alinear los paquetes cuidadosamente, devolviendo a la pila su simetría original. Luego, colocó el lápiz de nuevo en la caja registradora y terminó su agua. Estudió la puerta del armarito y decidió que estaba abierta más o menos en el mismo ángulo que la había encontrado.

Salió de detrás de la barra y reanudó su inconexo barrido justo cuando irrumpían de la calleja Lana, Darlene y el pájaro, como una pandilla de revoltosos. A Darlene le colgaba la orquídea, y el pájaro tenía sus escasas plumas erizadas. Pero Lana Lee aún seguía bien arreglada y parecía como si algún ciclón la hubiese respetado sólo a ella.

—Bueno, Darlene, vamos a ver ahora —dijo, cogiéndola por los hombros—. ¿Qué es lo que tienes que decir?

—¡Juá! Menúo directo. Si tuviera usté que hace grandes películas, la mita de la gente acabaría muerta.

—Cállese ya y siga barriendo —dijo Lana a Jones, y zarandeó un poco a Darlene—. Ahora, venga, dilo bien, imbécil.

Darlene suspiró desesperada y dijo:

—Había muchos gorrones en aquel baile, querido, pero aún así, conservé mi amor.

III

El patrullero Mancuso se apoyó en la mesa del sargento y jadeó:

—Tiene usted que sacarme de aquel retrete. No puedo soportarlo más.

—¿Qué? —el sargento contempló la marchita imagen que tenía ante sí, los ojos rosados y acuosos detrás de las gafas, los labios secos tras la blanca perilla—. ¿Qué le pasa a usted, Mancuso? ¿Por qué no puede aguantar allí como un hombre? Coger un catarro. Los hombres del cuerpo no cogen catarros. Los hombres del cuerpo son fuertes.

El patrullero Mancuso tosió mojándose la perilla.

—No ha cogido usted a nadie en esa estación de autobuses. ¿Recuerda lo que le dije? Seguirá allí hasta que me traiga a alguien.

—Estoy cogiendo una neumonía.

—Tómese unas pastillas. Largúese de aquí y tráigame a alguien.

—Mi tía dice que si sigo en esos lavabo; me moriré.

—¿Su tía? Hombre, por Dios, un hombre mayor como usted no debe andar haciendo caso de lo que dice su tía. Vamos. ¿Con qué clase de gente se relaciona usted, Mancuso? Señoras viejas que van solas a los locales de striptease, tías... debe pertenecer usted a alguna asociación de damas o algo por el estilo. Póngase firmes.

El sargento examinó la imagen miserable que tiritaba con las secuelas de una tos peligrosa. No quería ser responsable de una muerte. Mejor sería darle a Mancuso otro período de prueba antes de echarle del cuerpo.

—De acuerdo. No vuelva usted a esa estación de autobuses. Dedíquese a recorrer otra vez las calles y antes de que oscurezca tráigame a alguien. Pero escuche, le doy dos semanas. Si en ese tiempo, no me trae a nadie, quedará expulsado del cuerpo. ¿Me ha entendido, Mancuso?

El patrullero Mancuso asintió, resollando.

—Lo intentaré. Procuraré traer a alguien.

—Deje de echarse sobre mí —chilló el sargento—. No quiero que me pegue el catarro. Póngase firmes. Largúese de aquí. Tómese pastillas y zumo de naranja. Santo Dios.

—Le traeré a alguien —rezongó de nuevo el patrullero Mancuso, esta vez en tono menos convincente que antes. Luego, salió con su nuevo disfraz, la última broma pesada del sargento. Gorra de béisbol y disfraz de Papá Noel.

IV

Ignatius ignoró los golpes que daba su madre en la puerta y los gritos que llegaban del pasillo por los cincuenta centavos de jornal que había llevado a casa tras un día de trabajo. Barriendo de la mesa los cuadernos Gran Jefe, el yo-yo y el guante de goma, abrió el Diario y empezó a escribir:

Querido lector:

Un buen libro es la sangre vital preciosa de un maestro espiritual, embalsamada y atesorada a propósito para una vida futura.

Milton

La mente pervertida (y sospecho que excesivamente peligrosa) de Clyde ha ideado un medio más de empequeñecer este yo mío prácticamente invencible. Pensé al principio que podría haber hallado un padre subrogado en el zar de la salchicha, el magnate de la carne. Pero el resentimiento y la envidia que le inspiro aumentan día a día; no hay duda de que al final le asfixiarán y destruirán su mente. La grandeza de mi psique, la complejidad de mi visión del mundo, la decencia y el buen gusto que revela mi porte, la gracia con que me muevo y actúo en el cenagal del mundo de hoy... todo esto confunde y asombra al mismo tiempo a Clyde. Ahora, me ha relegado a trabajar en el Barrio Francés, zona que alberga todos los vicios que el hombre haya concebido en sus aberraciones más demenciales, incluyendo, supongo yo, algunas variantes modernas que habrán hecho posibles las maravillas de la ciencia. El Barrio Francés no debe diferenciarse gran cosa, supongo, de Soho y de ciertos lugares de África del Norte. Sin embargo, los habitantes del Barrio Francés, bendecidos por la tenacidad y el sentido práctico norteamericanos, probablemente se entreguen en este momento afanosamente a igualar y sobrepasar en variedad e imaginación las diversiones de que gozan los residentes de esos otros emporios mundiales de la degradación humana.

Es evidente que una zona como el Barrio Francés no es el medio adecuado para un joven de buenas costumbres, casto, prudente e impresionable como vuestro chico trabajador. ¿Habrían sido capaces de superar tales obstáculos Edison, Ford y Rockefeller?

La mente diabólica de Clyde no se ha detenido en una humillación tan simple, sin embargo. Como supuestamente he de manejar lo que Clyde llama «El mercado turístico», se me ha ataviado con una especie de disfraz.

A juzgar por los clientes que he tenido este primer día en la nueva ruta, los «turistas» parecen ser los mismos viejos vagabundos a quienes vendía en el barrio comercial. En un estupor provocado por el vino infecto, han ido bajando sin duda al Barrio Francés y así, para la mente senil de Clyde, quedan clasificados como «turistas». Me pregunto si Clyde habrá tenido siquiera una oportunidad de ver a los fracasados, a los vagabundos andrajosos que compran los productos Paraíso y, al parecer, subsisten a base de ellos. Entre los otros vendedores (itinerantes achacosos y enfermos, que se llaman más o menos Camarada, Viejo, Tío, Campeón y As) y mis clientes, estoy, al parecer, atrapado en un limbo de almas perdidas. Sin embargo, el simple hecho de que hayan alcanzado estrepitosos fracasos en nuestro siglo, les da una cierta calidad espiritual. En realidad, pueden ser (esas andrajosas ruinas) los santos de nuestra época: Viejos negros maravillosamente machacados de tostados ojos; vagabundos tronados venidos de los páramos de Texas y de Oklahoma; campesinos arruinados que buscan refugio en pensiones urbanas infestadas de roedores.

»Sin embargo, espero que en mi senectud no tenga que depender de las salchichas para mi manutención. La venta de mis obras literarias quizás aporte algún beneficio. En caso necesario, siempre podría recurrir al circuito de las conferencias, siguiendo los pasos de esa espectral M. Minkoff, cuyas ofensas a la decencia y el buen gusto ya han sido descritas a los lectores con detalle, a fin de extirpar los disparates e indecencias que habrá esparcido ella por las diversas salas de conferencias del país. Pero quizás haya alguna persona de calidad entre el público de su primera conferencia que la agarre y la baje del estrado y la azote un poquito en sus zonas erógenas. Pese a las cualidades espirituales que esta chica pueda poseer, los barrios bajos son, sin duda alguna, algo que está por debajo del nivel aceptable en cuestión de comodidad material, y dudo seriamente que mi físico sólido y bien formado se adaptase fácilmente a dormir en las callejuelas. Tendería más bien, sin duda, a utilizar los bancos de los parques. En consecuencia, mi propio tamaño es una salvaguarda contra esta tendencia mía a hundirme cada vez más profundamente dentro de la estructura de nuestra sociedad. (No creo, en realidad, que uno tenga necesariamente que rascar el fondo, como si dijésemos, para poder enfocar subjetivamente a su sociedad. En vez de moverse verticalmente hacia abajo, uno debe moverse horizontalmente hacia afuera, hacia un punto lo suficientemente distanciado donde no quede inevitablemente desterrado un mínimo de comodidad material. En esa posición estaba yo —al margen mismo de nuestra era— cuando la intemperancia cataclismática de mi madre, como el lector bien sabe, me catapultó al remolino febril de la vida contemporánea. Para ser absolutamente sincero, he de decir que, desde entonces, las cosas han ido de mal en peor. La situación se ha deteriorado. Minkoff, mi llama desapasionada, se ha vuelto contra mí. Hasta mi madre, el agente de mi destrucción, ha empezado a morder la mano que la alimenta. El ciclo es cada vez más bajo. ¡Oh, Fortuna, sombra caprichosa! ) Personalmente, he descubierto que la falta de comida y de comodidades, en vez de ennoblecer el espíritu, crea sólo ansiedad dentro de la psique humana y canaliza los mejores impulsos del individuo únicamente hacia el fin de lograr algo que comer. Aunque tengo una Rica Vida Interior, preciso tener también algo de comida y alguna que otra comodidad.

Pero volvamos a la cuestión que nos ocupaba: la venganza de Clyde. El vendedor que tenía antes la ruta del Barrio Francés, llevaba un absurdo atuendo de pirata, un guiño de Vendedores Paraíso al folklore y la historia de Nueva Orleans, una tentativa clydiana de relacionar la salchicha con la leyenda criolla. Clyde me obligó a probármelo en el garaje. El traje, claro está, había sido confeccionado según las medidas de la constitución tuberculosa y subdesarrollada del antiguo vendedor, y, pese a los muchos tirones, inhalaciones y esfuerzos, fue imposible encerrar en él mi cuerpo musculoso. Hubo que llegar, en consecuencia, a una especie de compromiso. Até en mi gorra el pañuelo pirata de satén rojo. Me atornillé en el lóbulo izquierdo el pendiente dorado, una versión grandes almacenes. Fijé el sable negro de plástico al costado de mi ropón blanco de vendedor con un imperdible. Un pirata muy poco impresionante, dirán los lectores. Sin embargo, cuando me contemplé en el espejo, hube de admitir que tenía un aspecto sobrecogedor y dramático. Blandiendo el sable de plástico hacia Clyde, grité: «¡Salid a la pasarela, almirante, es un motín!» Esto, debería haberme dado cuenta, fue demasiado para su mentalidad literal y salchichesca. Se asustó muchísimo y procedió a atacarme con su tenedor, como un chuzo. Evolucionamos por el garaje como dos espadachines en una película histórica particularmente inepta, durante unos instantes, tenedor y sable repiqueteando uno contra otro demencialmente. Dándome cuenta de que mi arma de plástico no podía igualar a un largo tenedor esgrimido por un matusalén alucinado, comprendiendo que estaba despertando los peores instintos de Clyde, intenté poner fin a aquel pequeño duelo. Pronuncié palabras pacificadoras, rogué, me rendí por último. Aún así, Clyde seguía asediándome, mi disfraz de pirata le parecía tan perfecto que al parecer le había convencido de que habíamos vuelto a los tiempos dorados de la vieja Nueva Orleans romántica, cuando los caballeros decidían las cuestiones de honor salchichesco a veinte pasos. Fue entonces cuando se encendió una luz en mi mente compleja. Sé que Clyde intentaba, en realidad, matarme. Habría sido una excusa perfecta: defensa propia. Me había puesto en sus manos. Por suerte para mí, caí al suelo. Me había apoyado en uno de los carros, perdí mi equilibrio, siempre precario, y me desplomé. Aunque me di un golpe en la cabeza, bastante doloroso por cierto, contra el carro, grité afablemente desde el suelo: «Ganasteis vos, caballero». Luego, en silencio, rendí homenaje a la Fortuna Clemente que me había librado de morir trinchado con un tenedor herrumbroso.

Other books

Tainted Rose by Abby Weeks
Road to Nowhere by Paul Robertson
The Scent of His Woman by Pritchard, Maggie
Hardy 05 - Mercy Rule, The by John Lescroart
Behind the Mask by Elizabeth D. Michaels