La conjura de los necios (36 page)

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Authors: John Kennedy Toole

Tags: #Humor

BOOK: La conjura de los necios
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—Bestia repugnante.

—¿Por qué no te largas y te entregas a alguna diversión dudosa que te atraiga? —Ignatius eructó—. Mira, fíjate en ese marinero que va por la Calle Chartres. Parece muy solo.

El joven miró hacia el extremo de la calleja que daba a la Calle Chartres.

—Oh, ése —dijo—. Pero si ése es Timmy.

—¿Timmy? —preguntó furioso Ignatius—. ¿Le conoces?

—Pues claro —dijo el joven con voz hastiada—. Es uno de mis amigos más queridos y de los más antiguos. Pero no es marinero.

—¿Qué? —atronó Ignatius—. ¿Quieres decir que está fingiéndose miembro de las fuerzas armadas del país?

—Uy, se finge muchas cosas más, si vieras.

—Pero esto es gravísimo —Ignatius frunció el ceño y se le desprendió la gorra de cazador y el pañuelo rojo de satén—. Todos los soldados y marineros que vemos podrían ser simplemente locos decadentes disfrazados. ¡Dios santo! Podemos estar todos atrapados en una conspiración espantosa. Ya sabía yo que tenía que suceder algo así. ¡Los Estados Unidos probablemente estén ya indefensos!

El joven y el marinero se saludaron con mucha familiaridad, y el marinero desapareció doblando por el frente de la catedral. Siguiendo al marinero unos pasos detrás, apareció al fondo del callejón del Pirata el patrullero Mancuso, de gorra y perilla.

—¡Oh! —chilló alegremente el joven, viendo que el patrullero Mancuso seguía al marinero—. Es ese policía maravilloso. ¿Pero no sabrán que en el Barrio Francés le conocen ya todos?

—¿Le conoces también? —preguntó receloso Ignatius—. ¡Es un hombre muy peligroso!

—Le conoce todo el mundo. Qué bien que haya vuelto. Empezábamos ya a preguntarnos qué le habría pasado. Le queremos muchísimo. Uy, con las ganas que tenía de ver qué nuevo disfraz le ponían. Tendrías que haberle visto unas semanas antes de que desapareciese, estaba increíble con aquel disfraz de vaquero —el joven explotó en una risa incontrolada—. Apenas podía andar con aquellas botas, se le doblaban los tobillos. Una vez, me paró en Chartres cuando yo iba enloquecido con aquel sombrero de tu madre. Luego me paró otra vez en Dumaine e intentó iniciar conversación. Aquel día llevaba gafas de montura de cuerno y un jersey militar y me dijo que estudiaba en Princeton y había venido aquí de vacaciones. Es sencillamente fabuloso. Me alegra tanto que la policía le haya devuelto a la gente que le aprecia de veras... Estoy seguro de que estaban desperdiciándolo en el otro destino que le dieron. Oh, y ese acento que tiene. A algunos como más les gusta es de turista inglés. Es cuestión de gustos. Yo le prefiero de coronel sureño. En fin, sobre gustos no hay nada escrito. Le hicimos detener dos veces por proposiciones indecentes. Esto es siempre un lío maravilloso para la policía. Espero que no le hayamos metido en un lío demasiado grave, porque le queremos muchísimo.

—Es un malvado absoluto —comentó Ignatius. Luego añadió—: Me pregunto cuántos de nuestros «militares» serán gente como tu amigo, busconas disfrazadas.

—¿Quién sabe? Ojalá fueran todos.

—Sí, claro —dijo Ignatius, serio y pensativo—. Esto podría ser un sabotaje a escala mundial.

El pañuelo rojo de satén subía y bajaba.

—La próxima guerra —continuó— podría acabar en una gigantesca orgía. Dios santo. ¿Cuántos dirigentes militares del mundo pueden ser simplemente viejos sodomitas enloquecidos que desempeñan un falso papel imaginario? En realidad, esto podría ser muy beneficioso para el mundo. Podría significar poner fin a la guerra para siempre. Podría ser la clave de la paz eterna.

—Claro —dijo cordialmente el joven—. Paz a cualquier precio.

Dos terminaciones nerviosas de la mente de Ignatius se unieron y formaron una asociación inmediata. Quizás hubiera dado con el medio de desbaratar la insolencia de Myrna Minkoff.

—Los dirigentes del mundo enloquecidos por el poder se quedarían muy sorprendidos sin duda al descubrir que sus soldados y jefes militares no eran más que sodomitas disfrazados, deseosos de encontrarse con los ejércitos de sodomitas disfrazados de las otras naciones para fiestas y bailes, para aprender algunos pasos de danzas extranjeras.

—Uy, sería maravilloso. Y el gobierno pagándonos los viajes. Sería divino. Acabaríamos con las guerras y renovaríamos la fe y la esperanza de los pueblos.

—Puede que vosotros seáis la esperanza del futuro —dijo Ignatius, chocando teatralmente una manaza con otra—. No parece haber nada en perspectiva más prometedor, desde luego.

—También ayudaríamos a aliviar la explosión demográfica.

—¡Oh, Dios santo! —los ojos azules y amarillos chispearon feroces—. Vuestro método probablemente sería más satisfactorio y aceptable que las tácticas de control de la natalidad, un tanto rigurosas, que he propugnado yo siempre. Debo dedicar algún espacio a esto en mis escritos. Este tema merece la atención de un pensador profundo, con cierta perspectiva de la evolución cultural de la humanidad. Me alegro mucho, desde luego, de que me hayas proporcionado esta idea nueva tan valiosa.

—Oh, qué día tan divertido ha sido hoy. Tú eres una gitana. Timmy un marinero. Ese policía maravilloso un artista —el joven suspiró—. Es como el martes de carnaval, y yo me siento tan fuera de lugar. Voy ahora mismo a casa y a ponerme encima algo bonito.

—Espera un momento —dijo Ignatius. No podía permitir que escapase entre sus gordos dedos aquella oportunidad.

—Me pondré unos zuecos. Estoy en mi fase Ruby Keeler, sabes —dijo alegremente el joven a Ignatius. Luego, empezó a cantar—: «Tú vas a tu casa y te pones tus trapitos, yo voy a mi casa y me pondré mis trapitos, y allá nos iremos, oh-jo-jo. Allá nos iremos tra-catracatracatá, tra, camino de Buffalo-jojo...».

—Basta ya de imitación repugnante —ordenó Ignatius furioso—. A esa gente habría que azotarla para meterla en cintura.

El joven hizo un breve zapateado alrededor de Ignatius y dijo:

—Ruby era tan cielo. Vi todas sus películas en la televisión, devotísimamente. «Y por sólo una moneda de plata, podemos sobornar al mozo del pullman, bajar las luces y oh-jo-jo, sí, nos iremos tra-catá, tracatá...».

—Por favor, seriedad un momento, deja de revolotear a mi alrededor.

—¿Moi? ¿Revolotear? ¿Qué quieres tú, gitana?

—¿Habéis considerado alguna vez la idea de formar un partido político y presentar un candidato?

—¡Política! Oh doncella de Orleans, qué espanto.

—¡Esto es muy importante! —gritó Ignatius muy serio; ya le enseñaría él a Myrna a inyectar sexo en la política—. Aunque no se me había ocurrido nunca, creo que vosotros tenéis en la mano la clave del futuro.

—Bueno, dime, ¿qué quieres hacer, Eleanor Roosevelt?

—Debéis empezar a organizar una estructura de partido. Hay que hacer planes.

—Oh, por favor —suspiró el joven—. Todo lo que dice este hombre me marea.

—¡Vosotros podéis salvar el mundo! —aulló Ignatius con voz de orador—. Dios Santo, ¿cómo no se me habría ocurrido antes?

—Las conversaciones de este tipo me deprimen más de lo que puedes imaginar —le dijo el joven—. Estás empezando a recordarme a mi padre. Y ¿puede haber algo más deprimente que eso? —el joven suspiró—. Me parece que voy a tener que escaparme de aquí rápidamente. Es hora de ponerse un disfraz.

—¡No! —Ignatius le agarró por la solapa de la chaqueta.

—Oh, Dios santo —rezongó el joven, llevándose la mano al cuello—. Ahora tendré que estar toda la noche tomando pildoras.

—Debemos iniciar la organización de inmediato.

—No te puedes imaginar lo que me deprimes.

—Tiene que celebrarse una gran asamblea organizativa para iniciar una campaña.

—¿Eso no podría ser algo parecido a una fiesta?

—Sí, en cierto modo. Sin embargo, tendría que expresar vuestro objetivo.

—Entonces, podría ser divertido. No puedes imaginarte lo aburridas, lo aburridísimas que han sido últimamente las fiestas.

—Esto no es una fiesta, majadero.

—Oh, estaremos muy serios.

—Bueno. Ahora, escúchame. Debo acudir a adoctrinar a tu gente de modo que sigáis una vía correcta. Yo tengo un conocimiento bastante amplio de la organización política.

—Maravilloso. Y tienes que llevar ese fantástico disfraz. Te aseguro que estarán todos pendientes de ti —el joven soltó un grito, tapándose la boca con la mano—. Ay, querido mío, puede ser una fiesta increíble.

—No hay tiempo que perder —dijo Ignatius con firmeza—. El apocalipsis está muy próximo.

—Será la semana que viene, será en casa.

—Tendrás que preparar tela, roja, blanca y azul, para las banderas —aconsejó Ignatius—. Es algo imprescindible en una reunión política.

—Oh, tengo metros y metros de tela. Vaya trabajo de decoración que haremos. Tendré que avisar a algunos íntimos para que me ayuden.

—De acuerdo, hazlo —dijo Ignatius muy emocionado—. Hay que empezar a organizar a todos los niveles.

—Oh, nunca sospeché que fueses una persona tan divertida. Estuviste tan antipático en aquel bar pringoso y horrible.

—Mi personalidad tiene muchas facetas.

—Me asombras —el joven miró detenidamente el atuendo de Ignatius—. Pensar que te dejan andar suelto por ahí. En cierto modo, te respeto.

—Muchísimas gracias —el tono de Ignatius era suave, complacido—. La mayoría de los necios no entienden mi visión del mundo en absoluto.

—Me lo imagino, me lo imagino.

—Sospecho que bajo tu fachada ofensiva y vulgarmente afeminada, puede haber una especie de alma. ¿Has leído suficientemente a Boecio?

—¿A quién? Oh, Dios mío, no. Yo no leo siquiera los periódicos.

—Entonces, debes iniciar inmediatamente un programa de lecturas, para que puedas llegar a comprender las crisis de nuestra época —dijo solemnemente Ignatius—. Empezaremos con los últimos romanos, incluido Boecio, claro. Luego, profundizaremos extensamente en la Alta Edad Media. Podrás dejar a un lado el Renacimiento y la Ilustración. Todo eso es más que nada propaganda peligrosa. Ahora que lo pienso, será mejor que te saltes también a los románticos y a los Victorianos. En cuanto al período contemporáneo, deberías estudiar algunos cómics seleccionados.

—Eres fantástico.

—Te recomiendo especialmente Batman, porque tiende a trascender la sociedad abismal en que se encuentra. Su moral es bastante rigurosa, además. Le respeto muchísimo.

—Uy, mira, ahí vuelve Timmy —dijo el joven. El marinero pasaba por la calle Chartres en dirección opuesta—. ¿Es que no se cansará nunca de seguir esa ruta? Arriba y abajo, arriba y abajo. Mírale. Es invierno y aún lleva los pantalones blancos de verano. Por supuesto, no se da cuenta de que es un blanco perfecto para la patrulla de la costa. No te puedes imaginar lo tonto y lo memo que es ese chico.

—Tenía la cara como empañada —dijo Ignatius.

El artista de la boina y la perilla cruzó también Chartres, siguiendo afanosamente al marinero unos metros detrás.

—¡Oh, Dios mío! Ese ridículo policía va a estropearlo todo. Es la mosca de todas las pomadas. Quizá debieras correr a decirle a ese marinero degenerado que desaparezca de la calle. Si las autoridades navales le detienen, descubrirán que es un impostor, y quedará descubierta nuestra estrategia política. Hay que retirar de la circulación a ese payaso antes de que estropee el golpe político más terrible de la historia de la civilización occidental.

—¡Oh! —chilló muy feliz el joven—. Volveré y se lo explicaré. Cuando se entere de lo que ha estado a punto de hacer, se pondrá a chillar y se desmayará.

—Venga, y no te entretengas con los preparativos —advirtió Ignatius.

—Trabajaré hasta el agotamiento —dijo alegremente el joven—. Reuniones de barrio, inscripción de votantes, folletos, comités. Empezaremos nuestra primera asamblea política hacia las ocho. Yo vivo en la Calle St. Peter, en ese edificio amarillo de estuco que queda junto a Royal. Es inconfundible. Toma mi tarjeta.

—¡Oh, Dios mío! —murmuró Ignatius, contemplando la austera tarjeta de visita—. No puedes llamarte de veras Dorian Greene.

—Sí, verdad, qué locura —dijo lánguidamente Dorian—. Si te dijera mi auténtico nombre, no volverías a hablarme en la vida. Es tan vulgar, que me muero sólo de pensarlo. Nací en una granja triguera de Nebraska. Con eso está dicho todo.

—Bueno, en cierto modo sí; yo soy Ignatius J. Reilly.

—Eso no es demasiado terrible. Yo había imaginado que eras Horacio o Humphrey o algo parecido. En fin, no nos falles. Practica tu oratoria. Te garantizo que habrá mucho público, y que todos estarán casi muertos de hastío y depresión en general, así que habrá tortas por las invitaciones. Dame un telefonazo para concretar la fecha exacta.

—Cerciórate de que destacas la importancia de este cónclave histórico —dijo Ignatius—. En este núcleo central organizativo no admitiremos irresponsables ni tarambanas.

—Podrá haber unos cuantos disfraces, ¿verdad? Eso es lo maravilloso de Nueva Orleans. Puedes disfrazarte y organizar un baile de carnaval cualquier día del año. Hay veces que el Barrio Francés es como un gran baile de disfraces. A veces, no puede uno distinguir a los amigos de los enemigos. Pero si te opones a los disfraces, se lo diré a todos, aunque sus corazoncitos se encogerán decepcionados. Hace meses que no tenemos una fiesta decente.

—Bien, no me opondría a unas cuantas máscaras decentes y de buen gusto —dijo al fin Ignatius—. Pueden añadir a la reunión la atmósfera internacional adecuada. Los políticos parece que siempre quieren dar la mano a mongoloides con atavíos étnicos y nativos. Ahora que lo pienso, es preferible que haya uno o dos disfraces. Pero no ha de haber ninguno femenino. No creo que a los políticos les preocupase particularmente este tipo de disfraz. Pero sospecho que provocaría cierta irritación entre los votantes rurales.

—Bueno, ahora déjame que localice a ese imbécil de Timmy. Se va a morir de miedo.

—Cuidado con ese policía maquiavélico; si se huele el asunto, estamos perdidos.

—Oh, si no me alegrase tanto verle de nuevo por aquí, telefonearía a la policía y haría que le detuvieran de inmediato por proposición deshonesta. No puedes ni imaginarte la maravillosa expresión de ese hombre cuando llegó el coche patrulla para llevárselo. ¿Y los funcionarios que le detuvieron? Oh fue increíble. Eso no tiene precio. Pero estamos tan contentos de tenerle otra vez con nosotros. Nadie se atreverá a maltratarle más Adiós, gitanaza.

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