—¡Os proclamáis enemigo de la corrupción y sin embargo la toleráis! —exclamé, con una vehemencia que incluso a mí me sorprendió.
Temí haber indignado a Melbury, pero el candidato no se ofendió. Se limitó a darme unas palmaditas en el hombro y sonrió.
—Jamás la perdonaré, y en privado la condeno, pero no puedo condenarla con demasiada vehemencia en público y conservar a la vez a los amigos que necesito para conseguir el escaño. Animo, amigo. Nuestra causa triunfará, y echaremos a Dennis Dogmill con contundencia, con mucha contundencia. Pero este no es el campo donde debe comenzar la batalla. Los tories tenemos mucho que hacer. Si ganamos estas elecciones, si recuperamos el Parlamento, no veo razón para que no podamos restituir a la Iglesia a su antigua posición. Pensad tan solo en todos los casos que antes se juzgaban en tribunales eclesiásticos y que ahora dependen de tribunales civiles, y eso cuando se juzgan.
—Es repugnante —dije, de lo más convincente.
—Esos sucios whigs, con su dinero nuevo y su inconformismo, y los judíos… siempre dispuestos a vender cualquier pedacito del reino al mejor postor. Que ese holandés quiere comprar, pues le damos el tesoro. Que hay cierto irlandés que ha reunido una pequeña fortuna en Change Alley, pues que compre nuestras leyes. Todo esto debe acabar. Debemos arrebatar el poder a esos hombres codiciosos y devolvérselo a la Corona, como debe ser.
—Estoy totalmente de acuerdo, señor. Esa es la razón por la que deseo ver a Dogmill fuera de circulación. Sin él, Hertcomb no puede ganar.
—Quedará fuera de circulación, os lo prometo, él y sus corruptos amigos whigs. Os agradezco que hayáis acudido a mí con este asunto. Si descubrís alguna cosa más sobre nuestro enemigo, espero que vendréis a verme. Tal vez sea algo que podamos denunciar públicamente.
—Gracias, señor Melbury —dije, levantándome de mi asiento.
—Soy yo quien debe daros las gracias, Evans —me dijo él—. Me gustáis, señor, me gustáis mucho, y podéis estar seguro de que no olvidaré la ayuda que me habéis prestado hoy. Vais a descubrir que es bueno tenerme por amigo.
Yo correspondí a sus palabras con una reverencia.
—Sin embargo —añadió—, ser mi amigo significa también incurrir en la ira de Dogmill. Debéis considerar si estáis dispuesto a pagar ese precio.
—No os quepa duda, no me apocaré ante él.
Una hora después, me reuní con los tres rufianes en una sucia taberna de Smithfield, como había hecho anteriormente, aquella misma mañana. El señor Mendes había demostrado tener palabra y había buscado para mí a aquellos tipos, ladrones y salteadores de caminos al servicio de Wild.
—Como te había prometido —le dije al cabecilla—, aquí tenéis el segundo chelín por vuestro trabajo.
—No dijo el señor nada de ponerme un cuchillo al cuello —se quejó él—. Solo dijo que se metería en medio para que no le hiciera nada al tal Melbury. No dijo nada de cuchillos. Pensaba que era uno de esos que les gusta divertirse con la gente como yo y que me iba a rajar. Casi me meo encima.
Sé cuándo me están pidiendo más dinero y, si bien sus reclamaciones no me parecieron justificadas, también pensé que nunca está de más mostrarse generoso.
—Pues entonces aquí tienes un chelín más —dije, echando mano de mi bolsa—. Si de verdad te hubieras meado, eso hubiera valido mucho más.
El hombre se metió la moneda en un bolsillo.
—Si lo llego a saber me bebo una jarra antes de hacerlo.
En mi siguiente encuentro con Elias, le conté mis aventuras con Dogmill. Él negó con la cabeza y bebió su vino con igual energía.
—Estás loco —dijo—. Sigo pensando que es un disparate contrariar a un hombre como él.
—Él me contrarió a mí primero —observé.
—¿Y ahora qué vas a hacer, prender fuego a su casa?
—Si pensara que eso podría ayudarme, no vacilaría. Pero, puesto que seguramente no resolvería mis problemas, por el momento me contendré. No, creo que ha llegado el momento de que el señor Dogmill sepa que Matthew Evans no tolerará que lo ofendan.
Si bien Elias no dio mucha importancia a la visita que hice al domicilio de Dogmill, sin duda se hubiera opuesto enérgicamente a lo que pensaba hacer a continuación, pero no podría derrotar a mi enemigo con finuras. Ya había descubierto lo bastante sobre Dogmill para saber que no era un hombre agradable; toleraba muy mal los desafíos o que alguien se mostrara en desacuerdo con él. Así pues, si quería provocarlo, debía desafiarlo, y nada mejor que hacerlo en público.
Yo había tomado por costumbre hojear los periódicos, y en uno de los que publicaban los whigs vi que el señor Hertcomb haría de anfitrión en un concurso en Saint James Park. No dudé ni por un momento de que el señor Dogmill estaría allí, así que me pareció una buena ocasión para fomentar nuestra antipatía.
Lamenté tener que presentarme allí con el mismo traje que llevaba cuando lo visité en su casa, pero, puesto que no tenía un diseño particularmente llamativo, confiaba en que no notaría que no me había cambiado de ropa. Comprobé mi aspecto en el espejo y vi complacido que era la viva imagen de un caballero inglés. Así pues, alquilé un carruaje para ir al parque y al poco ya andaba mezclado entre algunas docenas de electores whigs.
A pesar de que hacía una tarde agradablemente cálida y la lluvia nos había dado un respiro, muy pocos de los asistentes participaban en el concurso que se anunciaba. La mayoría no llevaba ropa de montar, pero los que participaron lo hicieron con gran entusiasmo. Debo confesar que nunca me han atraído estos juegos crueles que los ingleses gustan de practicar con animales, y el del ganso estaba entre los más bajos divertimentos. Consistía en atar a un ganso rollizo de una rama, por las patas, con el cuello bien engrasado. Cada participante tenía que pasar galopando y agarrar al ganso del cuello. El que conseguía soltarlo de un tirón o, lo que era más habitual, arrancarle la cabeza, se llevaba el premio.
Al acercarme a la multitud, vi que había algunas damas que animaban mientras un individuo pasaba al galope bajo el ganso y lo aferraba con fuerza. Sin embargo, su fuerza no pudo con la grasa del cuello del bicho y, aunque este chilló de una forma lastimera, no hubo piedad para él.
Otro sujeto empezó a prepararse, y entonces vi que Hertcomb y Dogmill estaban entre los que no participaban, aunque de vez en cuando Dogmill miraba con expresión soñadora, como si estuviera hambriento y tuviera que contentarse con mirar el pastel humeante mientras se enfría.
Sin embargo, fue Hertcomb quien me vio primero y, al reconocerme de nuestro encuentro anterior en la casa de Dogmill, debió de pensar que era un gran amigo de su patrocinador.
—Vaya, el señor Evans, ¿me equivoco? —dijo estrechándome la mano con entusiasmo—. Me alegra volver a veros, señor, me alegra mucho. He oído decir que sois comerciante de tabaco, como nuestro señor Dogmill.
—Tabaco de Jamaica, sí. Y yo he oído decir que vos sois el amigo de los comerciantes de tabaco en el Parlamento.
Él se sonrojó, como si le hubiera dicho que era guapo o valiente.
—Oh, he hecho algunas cosas por los comerciantes de tabaco. Os aseguro que me opuse con todas mis fuerzas a esa perversa ley que pretendía prohibir el uso de madera, tierra y otras cosas en el tabaco. Imaginaos el aumento que hubiera supuesto en el coste para los comerciantes tener que asegurar que cada libra de tabaco contiene solo tabaco.
—Terrible.
—Y cuando quisieron considerar el tabaco un artículo de lujo sujeto a impuestos, luché como un perro salvaje. El tabaco no es un lujo sino una necesidad, grité, porque ¿acaso no gastan los hombres su dinero en tabaco antes que en pan, y a veces incluso antes que en cerveza? Y, puesto que tiene la virtud de mantener sanos y fuertes a nuestros trabajadores, sería terrible que estos hombres no pudieran permitirse comprarlo en grandes cantidades.
—Me habéis convencido, lo prometo.
Él rió cordialmente.
—Gracias, señor. Me precio de tener el don de la palabra en la Cámara. —Miró a su alrededor—. ¿Estáis disfrutando del juego?
—Si me permitís la descortesía, señor Hertcomb, nunca me han gustado los deportes que son crueles con las criaturas de la naturaleza.
Él rió.
—Oh, solo es un ganso, solo sirve para comer, no para cuidarlo como un perro faldero.
—Pero ¿significa eso que hay que atarlo a una rama y atormentarlo?
—Jamás lo había pensado —confesó—. No creo que signifique ni que hay que hacerlo ni que no. Pero sin duda el ganso está hecho para el disfrute del hombre, no a la inversa. Detestaría vivir en un mundo en el que se hicieran las cosas según la conveniencia de los gansos.
—Sin duda —objeté amablemente— hay diferencia entre actuar en beneficio de un ave y actuar de forma cruel.
—Que me aspen si lo sé. —Rió—. Creo que antes votaríais a un ganso para el Parlamento que a mí, señor.
—Yo también lo creo así —dijo el señor Dogmill, que se acercó a nosotros apartando a cuantos se ponían en su camino—. He oído decir que el señor Evans es tory. Eso hace inexplicable su aparición en mi casa, aunque no tanto como su aparición aquí.
—Señor Dogmill, he leído en los periódicos que todo el mundo estaba invitado.
—Sin embargo, se sobrentiende que estos actos son para los electores, y más concretamente para los que piensan apoyar al partido. Así es como se llevan los asuntos en los dominios civilizados de su majestad. En resumen, señor, no sois bienvenido.
—¡A fe mía! —dijo Hertcomb—. Me gusta el señor Evans. No quisiera que obligarais al señor Evans a marcharse de forma tan descortés.
Dogmill musitó algo por lo bajo pero no se molestó en dirigirse al candidato. En vez de eso, se volvió hacia mí.
—Os lo repito, señor, no sé qué asunto puede haberos traído hasta aquí, a menos que vengáis en calidad de espía.
—Un acto del que va a hablarse en los periódicos difícilmente requiere la presencia de un espía —repliqué—. Había oído hablar de estos juegos crueles con animales, pero jamás había presenciado uno. Solo quería ver con mis propios ojos hasta dónde puede llegar una mente ociosa.
—Supongo que en las Indias Occidentales no practican ustedes deportes sangrientos.
Yo ni sabía ni me importaba si había deportes sangrientos en las Indias Occidentales, aunque se suponía que debía saberlo.
—La vida allí ya es bastante complicada. No necesitamos más brutalidad para entretenernos.
—Creo que un poco de diversión os ayudaría a aplacar esa brutalidad. No hay cosa más placentera que ver cómo dos bestias se matan. Y valoro mucho más mi placer como hombre que el sufrimiento de las bestias.
—Me parece muy triste maltratar a una bestia solo porque puede uno hacerlo, y llamarlo deporte por añadidura.
—Si los tories se salieran con la suya —dijo Dogmill—, los tribunales de la Iglesia probablemente nos condenarían por nuestros entretenimientos.
—Si hay que condenar un entretenimiento —repliqué, satisfecho por mi ingenio y rapidez—, poco importa si lo hace un tribunal religioso o uno civil. No veo nada malo en que un comportamiento inmoral sea juzgado por la misma institución que nos ayuda a tener unas normas de moral.
—Solo un necio o un tory condenaría un entretenimiento por inmoral.
—Depende del entretenimiento —dije—. En mi opinión, la necedad está en permitir determinados comportamientos, a pesar del dolor que provocan, solo porque alguien los encuentra placenteros.
Supongo que Dogmill hubiera contestado a mi crítica con su habitual desprecio, de no ser porque una dama con unos hermosos rizos dorados y un ancho sombrero lleno de plumas oyó nuestra conversación. La mujer me estudió un momento, estudió a mi rival, y empezó a abanicarse mientras nosotros aguardábamos, expectantes, su comentario.
—Yo misma —le dijo a Dogmill— creo que estoy de acuerdo con este caballero. Este tipo de diversión es terriblemente inhumana. ¡La pobre criatura, tirar de ella de esa forma antes de que muera!
El rostro de Dogmill enrojeció; parecía confuso. Sin duda, a un hombre de su fuerza y su temperamento debía de resultarle insoportable este tipo de enfrentamiento verbal, sobre todo porque, como patrocinador electoral, no podía manifestar físicamente su desacuerdo conmigo. Por eso precisamente quise insistir.
—Sin duda sois una dama con un gran sentido común —dije con una inclinación—, puesto que reconocéis la bajeza de este entretenimiento. Espero que compartiréis mi desagrado.
Ella me sonrió.
—Ciertamente, señor.
—Os ruego que tengáis en cuenta que el señor Griffin Melbury también comparte este desagrado —añadí, con la poderosa sospecha de que mis palabras encenderían a Dogmill aún más.
Y en efecto lo hicieron.
—Señor —me dijo—, acompañadme un momento.
Lo más educado hubiera sido aceptar, pero era más provocador negarme. Así que me negué.
—Creo que prefiero hablar de tales materias aquí —dije—. No creo que haya nada en el trato que se da a unos gansos que no pueda discutirse abiertamente. No estamos hablando de asuntos de dinero o de amores para buscar un lugar más privado.
Dogmill no podía estar más perplejo. Dudo que nadie se hubiera burlado de esa forma de él en su vida.
—Señor, deseo hablar con vos en privado.
—Y yo deseo hablar con vos en público. Un gran dilema, pues desconozco cómo podrían reconciliarse nuestros deseos. Quizá un estado de semiprivacidad nos complacería a ambos.
La dama de los rizos dorados rió con disimulo; para Dogmill aquello fue como si le clavaran un puñal por la espalda. De no haber sido una mujer, estoy convencido de que hubiera dejado a un lado sus obligaciones como personaje público y la hubiera golpeado en la cara sin dudarlo ni un instante.
—Señor Evans —dijo finalmente—, esta es una reunión para partidarios del señor Hertcomb. Dado que vos no estáis entre ellos, y dado que habéis tenido la impertinencia de reclamar el voto por un tory, debo pediros que os marchéis.
—No soy partidario de los whigs, pero aprecio mucho al señor Hertcomb y le apoyo con todo mi corazón en otras empresas. Y por lo que se refiere a mis palabras a favor del candidato tory, no considero que sean ofensivas. No dudaré en asistir a alguno de los actos del señor Melbury y comentarle lo amable que me parece el señor Hertcomb.
Hertcomb sonrió y estuvo a punto de hacer una reverencia, pero cambió de opinión. Había visto lo bastante para saber que no debía apoyarme públicamente.