La conjura (28 page)

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Authors: David Liss

Tags: #Intriga, Histórico

BOOK: La conjura
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Ya muy tarde, de madrugada, cerca del amanecer, volví a la casa que Lucy me había indicado y forcé la entrada con sigilo. Todo estaba en silencio y a oscuras, como esperaba, y subí la escalera tan sigilosamente como pude. Cuando llegué arriba, a la entrada del ático, cogí mi cuchillo y probé con suavidad la puerta. Por fortuna, no estaba cerrada con llave, así que la abrí sin problemas.

En el interior había solo una vela encendida. De haber habido más, hubiera podido ver la escena que me esperaba. Pero abrí la puerta y ya había dado unos pasos cuando me di cuenta de lo que había. Media docena de hombres, cada uno armado con cuchillo y pistola, me esperaban sentados en sus sillas. Y sonreían.

La puerta se cerró a mi espalda.

—Weaver —dijo uno de ellos—. Me preguntaba por qué tardabas tanto.

Lo miré. Era de mi edad o algo mayor; llevaba la cara sin afeitar y tenía unos labios muy gruesos que le daban el aire de una impía unión entre un trabajador y un pato.

—Greenbill Billy —dije.

—A tu servicio, o tal vez debería decir que tú estás al mío. —Uno de sus hombres se levantó y me quitó el cuchillo y mis dos pistolas. No eran muy concienzudos, pues a ninguno de ellos se le ocurrió examinar mis piernas por si llevaba escondido otro cuchillo.

—Deduzco —dije— que habías ordenado a Lucy que me dijera que viniera aquí.

—Exacto. Ya llevamos días esperándote, y puedo decirte que nos alegramos de que hayas venido, porque estábamos hasta las narices de estar aquí metidos.

—¿Y ahora pensáis capturarme y cobrar la recompensa?

—Eso sería lo mejor, pero si tenemos que matarte, lo haremos.

—¿Por qué? —pregunté—. ¿Qué os he hecho para que queráis llegar a esos extremos conmigo?

Greenbill sonrió, e incluso en aquella oscuridad vi que sus dientes eran espantosos.

—Bueno, porque eres como ciento cincuenta libras con patas, por eso. Bien, ¿qué penalidades hay de que te vengas con nosotros sin resistirte a la casa del magistrado para que cobremos la recompensa?

—¿Y si no lo hago?

—Si no lo haces podemos llevarte con la cabeza abierta. Bien, ¿podrás acompañarnos sin resistirte?

Me encogí de hombros.

—Ya me he escapado de Newgate una vez. No dudo de que volveré a lograrlo.

Él se rió.

—Estás muy seguro de ti mismo, ¿eh? Pero eso es tu problema, no el mío. Bueno, ¿nos vamos?

Según he descubierto, mal cazador de ladrones es aquel que necesita armas para defenderse. Siempre es preferible tener armas, pero si un hombre necesita defender su vida con sus puños, no debe vacilar. Dos de sus hombres se me acercaron, sin duda con la intención de cogerme cada uno de un brazo. Dejé que pensaran que no me resistiría, pero cuando estuvieron en la posición que yo quería, atrapé el brazo de cada uno bajo mis axilas, tiré hacia abajo y luego empujé hacia atrás con fuerza con los codos. Les di a los dos en la cara, y los tipos cayeron hacia atrás.

Billy no perdió el tiempo. Levantó su pistola, así que yo eché mano de uno de sus colegas que, al ver que la situación no era de su agrado, había echado a correr hacia la puerta. Lo cogí de los hombros y lo volví hacia Billy para convertir a aquel cobarde en un escudo. Billy no tuvo tiempo o no quiso evitar el disparo y una bala fue a parar al hombro de su amigo.

Ciertamente, era buena señal que en unos segundos hubiera podido deshacerme de tres de los seis hombres. Esperaba que los siguientes tuvieran el mismo buen desenlace. Billy acababa de disparar su pistola, así que por el momento estaba desprotegido. Corrí hacia él, pero uno de sus ayudantes saltó a mi espalda para detenerme.

No era la técnica más efectiva en una lucha a muerte, pero sirvió para que Billy corriera hacia la puerta. Mi atacante estaba colgado a mi espalda, tratando de ahogarme con el brazo. Retrocedí contra la pared, pero él no se soltaba. Incluso me apretó el cuello con más rabia, así que repetí la operación, tratando de que se golpeara la cabeza. Esta vez lo hice con tanta fuerza que el tipo se soltó y cayó al suelo, con lo que se incorporó a las filas de sus camaradas heridos.

A Billy y al compañero que aún no estaba herido no los veía por ningún lado. O habían huido o habían ido a por refuerzos. No podía permitirme esperar y ver si levantaban la liebre y daban la alarma, pero tampoco me atrevía a dejar pasar una oportunidad como aquella para averiguar alguna cosa. Uno de los hombres a los que le había partido la cara estaba echado de lado, encogido, gimoteando. Le toqué con el pie para que supiera que quería hablar con él.

—¿Qué interés tiene Billy en mí? —le pregunté.

Él no contestó y, puesto que no podía perder el tiempo, traté de ser más persuasivo, le puse el pie en el cuello y repetí la pregunta.

—No lo sé —dijo el tipo, con voz rasposa y con la boca llena de espuma y saliva. Quizá le había destrozado los dientes, o puede que hasta la lengua—. El dinero.

—¿El dinero? ¿La recompensa?

—Sí.

—¿Mató Billy a Yate?

—No, eso lo hiciste tú.

—¿Quién es Johnson? —Había hecho esa pregunta tantas veces que temía que la respuesta sería siempre la misma. Pero me llevé una sorpresa.

—No sé cuál es su verdadero nombre.

—Pero ¿sabes quién es?

—Claro que sé quién es. Todo el mundo sabe quién es.

—Todo el mundo no. Cuenta.

—Bueno, es un agente del Pretendiente, por supuesto. Nadie sabe cómo se llama de verdad, pero así es como le llaman.

—¿Quién lo llama así? ¿Quién?

—En las tabernas de ginebra. Cuando beben a la salud del verdadero rey, también beben a su salud.

—¿Y qué tiene él que ver conmigo?

—¿Cómo quieres que lo sepa?

Desde luego, era una buena pregunta.

Abajo oí ruido de pasos, y el silbato de un sereno. No podía perder más tiempo con aquel tipo, así que corrí escaleras abajo cerciorándome como pude de que Billy no estuviera al acecho. Pero, no, él se había puesto a cubierto. Tendría que encontrar otra forma de localizarlo. Y tenía otras preocupaciones en la cabeza. Por ejemplo, quería saber por qué, durante mi juicio, la persona que había contratado a Arthur Groston había querido que pareciera que yo era agente del Pretendiente. Estaba claro que mi condena por la muerte de Yate era parte de una trama mucho más importante en la que mi nombre y mi vida debían quedar destruidos para siempre.

Después de escapar por tan poco con vida, aquella noche no estaba de humor para más malas noticias, pero al volver a mis habitaciones descubrí que el día aún no había terminado. Me esperaba una nota con una noticia preocupante.

No había dado importancia a las palabras de la mujer de Greenbill, pero fue un error. La nota era de Elias, que había recibido la noticia de un amigo cirujano. Al parecer, un oficial de la Corona había pedido a su amigo que examinara el cadáver de Arthur Groston, que había sido asesinado… presumiblemente por Benjamin Weaver.

15

En su nota Elias sugería que nos reuniéramos para el desayuno. Muy apurada debía de parecerle la situación cuando proponía un encuentro tan temprano, así que acudí a la cita a la hora que indicaba. Pero él no fue tan puntual como yo, y ya iba yo por mi tercer o cuarto café cuando por fin se presentó.

—Perdona que te haya hecho esperar —dijo—, pero anoche me acosté muy tarde.

—Yo también —repuse—. Caí en una emboscada muy inconveniente.

—Oh, vaya. Suena muy desagradable. Pero, mira… Evans, el asunto del tal Groston es muy desagradable. Ha sido asesinado, y todo el mundo piensa que tú, es decir, Weaver, tenía algo en su contra.

—Pues yo tenía menos contra él que la persona que lo contrató… y desde luego ahora va a resultarme mucho más difícil descubrir quién fue. ¿Cómo lo mataron? No lo ahogarían en un orinal, ¿verdad?

Elias me miró con expresión recelosa.

—Debo decir que en los años que llevo de cirujano jamás me habían hecho una pregunta semejante. Resulta que no, no lo ahogaron en mierda. ¿Hay alguna razón para que creas eso?

Preferí no iluminarle sobre el particular.

—Entonces, ¿cómo murió?

—Verás, tengo un amigo al que llaman con frecuencia los oficiales de justicia de Londres y Westminster para que examine los cadáveres cuando se sospecha de asesinato. Cuando vio a Groston decidió avisarme, pues sabía de mi amistad contigo. Llevaba varios días muerto cuando lo encontraron, así que no estaba en un estado precisamente agradable. El caso es que el cirujano determinó que alguien le golpeó repetidamente en la cara con un objeto contundente, y que cuando se derrumbó, lo estranguló. Fue muy brutal.

—¿Y tu amigo pensó que tenías que saberlo solo porque hablé de Groston en mi juicio?

—No, había más. Verás, encontraron una nota junto al cuerpo. Tuvo el detalle de copiármela.

Me pasó una nota en la que había escrito lo siguiente: «Llo binjamin uiver el judio hecho esto dios bendiga al rey jacobo y al papa y a grifin melbri». Se la devolví a Elias.

—Dale las gracias a tu amigo por haberme corregido las faltas de ortografía.

—¡Por Dios! ¿No puedes tomártelo un poco en serio? Esto es muy grave.

Me encogí de hombros.

—No creo que Groston tuviera más información que darme, así que no puedo decir que me apene su muerte. Y, por lo que se refiere a la nota, dudo que nadie crea que soy autor de esta tontería. La persona que la ha escrito debe de ser bastante obtusa.

—¿O quizá…?

Me agité algo nervioso en mi asiento, pues entendí perfectamente qué estaba insinuando. La nota era demasiado absurda para convencer a nadie.

—O bastante lista, supongo. Estás insinuando que tanto puede haber sido un astuto tory como un brutal whig.

—Solo los brutos más influenciables podrían creer que tú has escrito una nota bendiciendo al Papa. Nadie que de verdad esté conspirando, y desde luego no un papista, haría algo así. Pero ¿y si mataron a Groston para hacer creer que existe una conspiración?

—Entonces, los tories lo matan y hacen que parezca que lo han matado los whigs para perjudicarles. Están jugando fuerte.

—Seguramente demasiado fuerte para los tories. Después de todo, son un partido político, no la clase de hombres que se implicarían en este tipo de fechorías.

Sí, ya sabía por dónde iba.

—¿Los jacobitas?

—Shhh —me interrumpió—. No digas esa palabra tan fuerte en mi presencia. Soy escocés, no lo olvides, un blanco fácil para las acusaciones. Pero sí, creo que ellos podrían estar detrás de todo esto. De vez en cuando puede que los whigs y los tories armen un poco de escándalo y provoquen algún que otro disturbio, incluso puede que las cosas se pongan feas cuando se enfadan entre ellos, pero un asesinato a sangre fría no es propio de ellos, ni siquiera en tiempo de elecciones. Sin embargo, algunos de esos jacobitas que maquinan son más atrevidos. Si creen que logrando que los whigs pierdan un escaño en Westminster animarán a los franceses a patrocinar una invasión, puedes estar seguro de que no faltará quien esté dispuesto a destrozar la cara de cien Grostons para no desaprovechar la ocasión.

—Pero ¿por qué implicarme a mí? Los jacobitas no son amigos de los judíos. ¿No te parece un poco raro? Los whigs siempre han sido criticados por su excesiva tolerancia hacia los judíos y los inconformistas, y los tories siempre se quejan por el poder que se da a los judíos y a los disidentes.

—Creo que se trata simplemente de oportunismo. Piers Rowley, un whig, se aseguró de que te condenaran injustamente, y tú lo desafiaste al escapar. Nadie hubiera podido predecir algo así, pero te guste o no, te has convertido en un símbolo antiwhig. Y ya sabes cómo son estos ingleses. Pueden odiar a muerte a los judíos y un momento después decidir que son sus amigos y quedarse tan tranquilos.

—Malditas maquinaciones —musité—. Primero la rosa blanca que Groston me dio, y hay más. —Le hablé a Elias de mi encuentro con Greenbill y los suyos, y de que uno de sus secuaces me había dicho que Johnson era un conocido jacobita.

—Parece —dijo Elias pensativo— que alguien quería insinuar una alianza entre los jacobitas y tú antes incluso de que tu juicio se convirtiera en una causa política. ¿Quién podría querer algo así? Los jacobitas no, desde luego.

—No —dije—. Mi enemigo debe de ser alguien que me odie a mí tanto como a los jacobitas.

—Volvemos de nuevo a Dennis Dogmill —comentó—.Y de nuevo ignoramos por qué quiere perjudicarte, o quién puede ser la mujer que te ayudó a escapar. Seguimos teniendo demasiados interrogantes y muy pocas respuestas, Weaver.

—A mí esto me gusta tan poco como a ti. No sé qué debo hacer.

Él se encogió de hombros.

—Rezar para que no maten a nadie más en tu nombre.

—Lo harán. Y sé muy bien a quién.

Él abrió los ojos desmesuradamente.

—¿A los que testificaron en tu contra en el juicio?

Asentí.

—Pero ¿por qué? ¿Qué daño pueden hacer?

—No lo sé, pero pueden asesinarlos sin molestar a nadie de importancia y achacarme sus muertes fácilmente.

—Weaver, creo que te enfrentas a algo demasiado importante. Esto es mucho más grave que la muerte de un simple trabajador. Presiento que se está fraguando un ataque a nuestra nación. Los jacobitas están reuniendo sus fuerzas, y te están utilizando para ocultarse. Debes ir al ministerio y contarlo todo. Ellos te protegerán.

—¿Estás loco? Ha sido el partido del gobierno el que me ha condenado y ha provocado esta situación. Por lo que sé, es el gobierno el que quería vincularme con los jacobitas. E incluso si no hay ningún whig importante detrás de todo esto, ¿cómo puedo estar seguro de que no me culparán a mí de la conspiración? Sabes muy bien que podrían colgarme tranquilamente en Tyburn sin molestarse en averiguar quién es el verdadero culpable, que en vez de intentar que se haga justicia podrían limitarse a sacar partido de mi infortunio.

—Sí, sí. Tienes razón. Podrían ahorcarte para poder señalarte y decir: «Ahí tenéis a un intrigante jacobita. Hemos demostrado que la amenaza es real». Entonces, ¿qué vas a hacer?

—Encontrar a los testigos primero y estar allí cuando el asesino vaya a por ellos.

Detestaba tener que visitar nuevamente a Mendes, pero en aquellas circunstancias no tenía elección y, puesto que ahora había otras vidas en juego, me pareció impropio andarme con ceremonias. Así que le escribí, pidiendo que me recibiera en su casa aquella noche y que mandara una nota con la confirmación al café que habíamos acordado previamente. Cuando fui a recoger mis mensajes, vi que Mendes había contestado. No le parecía seguro que nos reuniéramos en su casa, y proponía que reservara una habitación en la parte de atrás de la taberna que yo eligiera y le indicara la hora y el lugar. Me ocupé de ello inmediatamente y le mandé la información, aunque estaba algo inquieto, pues no entendía por qué no eran seguros sus alojamientos. ¿Había descubierto alguien nuestros encuentros anteriores? ¿Algún enemigo mío tenía a Mendes bajo vigilancia?

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