La conjura (32 page)

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Authors: David Liss

Tags: #Intriga, Histórico

BOOK: La conjura
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—Continúa.

—Bueno, dicen que Wild hizo correr que había que encontrar a esos dos, y no hay que ser muy listo para saber quién quería verlos. Así que cuando me he enterado que estaban muertos he pensado pues me voy a su casa y le espero. No por la recompensa; no volveré a intentarlo, te lo prometo. No, sé que te he desempeñado una mala pasada, pero espero que me puedas ayudar.

—¿Ayudarte en qué?

—A que no me maten. ¿No lo ves, Weaver? La gente que no te gusta o que te ha hecho algo malo desde el juicio se están muriendo. Yo te puse una emboscada, así que supongo que soy el siguiente.

Aquello tenía su lógica.

—¿Y qué quieres de mí? ¿Que te proteja?

—No, nada de eso, te lo juro. No creo que ninguno podamos aguantar la confabulación del otro. Solo quiero saber qué sabes y ver si eso me puede ayudar a seguir con vida… o si es mejor que me vaya de Londres.

—Parece que ya sabes bastante. ¿Cómo asesinaron a Spicer y Clark?

Él meneó la cabeza.

—No tengo los detalles. Solo sé que los han asesinado y te querían culpar a ti. Nada más. Excepto… —Su mirada se perdió en la distancia.

—Por Dios, Greenbill, esto no es un escenario. No te pongas melodramático conmigo o te saco las tripas.

—No hay que ponerse tan linfático. A ello iba. Al lado de los cuerpos y de las notas encontraron una rosa. No sé si me entiendes.

—Te entiendo. Lo que no entiendo es cómo puedes saber todo eso si tú no los mataste… ni tampoco a Groston ni a Yate.

—Tengo dos lindos oídos con los que enfangarme de las cosas ¿no? Tengo chicos leales que me cuentan lo que creen que tengo que saber.

Sonreí.

—¿Cómo puedes estar tan seguro de que no he hecho lo que dicen esas notas?

—No tiene sentido. Viniste a buscarme para ver lo que sabía. No creo que lo hayas hecho.

—¿Y quién crees que ha sido?

Volvió a negar con la cabeza.

—No tengo ni idea. Eso es lo que quería preguntarte.

Escruté su rostro intentando decidir hasta qué punto me estaba diciendo la verdad, pues no creía que estuviera siendo del todo sincero. Sin embargo, no encontré ninguna razón para no seguir.

—No puedo demostrarlo, pero creo que la persona que está detrás de la muerte de Yate, y por tanto de las de los otros, debe de ser Dermis Dogmill. No creo que haya ningún otro hombre que quisiera ver muerto a Yate, provocar todo este lío y culpar a los jacobitas… y por extensión a los tories. Así, quita a Yate de en medio y promueve la elección de su hombre, Hertcomb.

—¡Ja! —Greenbill dio una palmada—. Sabía que tenía que ser ese bellaco. Iba a por los jefes de las bandas desde el principio. No me extraña que fuera a por Yate. Pero ¿no te parece raro que no me matara a mí primero, por eso de que tengo más poder y esas cosas?

—Yo no sé cómo piensa él. Pero creo que tienes que estar al tanto de sus andanzas. ¿Has oído algo de esto?

—Ni una palabra —me dijo—. Está todo muy callado. No he oído nada, que por eso me sorprende lo que dices. Créeme, me paso mucho tiempo vigilando lo que hace. No puedo decir que me gustara Yate, pero era un estibador como yo, y si Dogmill va por ahí matándonos, quiero saberlo.

—¿Hay alguna razón por la que pudiera querer librarse de Yate y no de ti?

—Yate era como una cría en bragas. Si casi no se atrevía ni a decirle que no a Dogmill. Yo sí que le planto cara. Cuando tengo que decir no, se lo digo, y él entiende perfectamente lo que quiero decir. Yo soy el que manda en los muelles, Weaver, soy el que se ocupa de los estibadores y le dice a Dogmill «soo» cuando dice que se acabó lo de coger el tabaco que se cae o que no nos podemos parar ni a recuperar el aliento. No entiendo que haya ido a por Yate y no a por mí.

No hubiera sabido decir si las objeciones de Greenbill eran solo un reflejo de su orgullo o si tenía algo valioso que ofrecer.

—¿No se te ocurre ni una sola razón por la que pudiera estar especialmente furioso con Yate?

Él negó con la cabeza.

—No tiene sentido. Yate siempre cedía, sí. A Dogmill le hubiera gustado tener a todos los estibadores a su mando. Ahora seguro que le preocupa que se vengan todos a trabajar conmigo, y seguro que no le hace ninguna gracia. Además, ¿cómo lo iba a hacer? A Yate lo mataron cuando estaba con mis chicos. Ninguno de los nuestros le vio hacerlo. Nadie vio a Dogmill… y puedes estar seguro de que hubiéramos visto a ese villano en toda su fatuidad.

—Seguro que tiene a alguien que le hace el trabajo sucio.

—Que yo sepa no. Créeme, hemos tenido tratos con él que escocían más que un limón y nunca ha mandado a ningún matón a hacer su trabajo. Él se cree lo bastante hombre para apalear a cualquiera, y si hay que cargarse a alguien, lo hace él.

Me alegré de que mi vida no dependiera de lo que creyera Greenbill. Me costaba creer que Dogmill quisiera arriesgarse a que lo vieran asesinando a nadie, pero era extraño que nunca contratara a ningún matón.

—¿Y cómo es que tienes a Wild haciendo preguntas por ti y eso? —me preguntó—. He oído que habló en tu favor en el juicio. ¿Es que ahora sois amigos?

—Lo de que somos amigos es una exageración. Wild y yo no somos amigos, pero parece que no le tiene mucho aprecio a Dogmill. Se ofreció a ayudarme a encontrar a Spicer y Clark, pero no volveré a pedirle ayuda.

—Muy listo. No quieres que te entregue a cambio de la recompensa.

—Solo un canalla haría algo así —concedí.

—Una palabra desagradable, pero no te lo discutiré. La pregunta póstuma es qué vas a hacer ahora. ¿Te vas a cargar a Dogmill? —preguntó entusiasmado—. Eso sería una bonita venganza. Si ha hecho lo que dices, cortarle el pescuezo estaría bien.

Parecía que Greenbill quisiera convertirme en su matón particular. Yo me vengaba de Dogmill y Greenbill se quedaba sin rivales y sin la principal autoridad en el negocio del tabaco.

—No tengo ni los medios ni el deseo de hacer tal cosa.

—Pero no puedes dejar que arruine tu vida y que vaya por ahí manchando tu nombre.

No veía ninguna razón para prolongar aquella conversación. Era evidente que Greenbill no tenía información útil, y no ganaría nada escuchando cómo me animaba a asesinar. Por un momento pensé en animarlo a que lo hiciera él mismo, pero entonces se me ocurrió que me culparía a mí, y una vez muerto, Dogmill no me serviría de nada. Así pues, me puse en pie e invité a Greenbill a que terminara su cerveza y se marchara cuando gustara.

—¿Ya está? ¿No vas a hacer lo que haría un hombre con Dogmill?

—No haré lo que propones, no.

—¿Y qué pasa conmigo? ¿Me quedo en Londres o huyo?

Yo no había llegado aún a la puerta.

—No veo ninguna razón para que huyas.

—Si me quedo, ¿no crees que Dogmill podría matarme?

—Podría —concedí—, pero eso no es asunto mío.

Yo no sentía mucho aprecio por los dos hombres que habían testificado en mi contra durante el juicio, pero tampoco me alegró saber que habían muerto. Lo que me preocupaba era que el asesino quisiera cargarme a mí las dos muertes. Y, si bien me costaba dar crédito a alguien como Greenbill, me preocupó que pensara que quizá Dogmill no era mi hombre.

Que yo supiera, solo había una persona que pudiera serme mínimamente útil. Así que esperé a que anocheciera y entonces, ataviado como yo mismo y no como el señor Evans, salí de casa de la señora Sears por la ventana y me dirigí a casa del señor Ufford.

Esta vez Barber, el sirviente, me dejó pasar enseguida y me dedicó una mirada tan fría que decidí no prolongar en exceso mi visita, pues si conocía mi verdadera identidad no dudaría en informar al magistrado más cercano… de acuerdo o en desacuerdo con los deseos de su amo, eso no lo sé.

Ufford estaba en su salita con un vaso de oporto al lado y un libro en el regazo. Era evidente que acababan de despertarlo para que me recibiera.

—Benjamin —dijo, dejando a un lado su libro—, ¿habéis descubierto al autor de las notas? ¿Por eso habéis venido?

—Me temo que no tengo ninguna novedad sobre ese asunto.

—¿Y qué hacéis con vuestro tiempo? He tratado de ser paciente, pero creo que estáis actuando con una frivolidad excesiva.

Le entregué una hoja de noticias doblada por la historia de la muerte de Groston.

—¿Qué sabéis de esto? —pregunté.

—Pues diría que menos que vos; nunca me molesto en informarme sobre estos sórdidos crímenes. Quizá si en vez de ir por ahí matando a personajes de baja ralea mostrarais más interés por encontrar al autor de las notas, a ambos nos iría mucho mejor.

Di unos cuantos pasos y me volví hacia él nuevamente.

—Seamos sinceros, señor Ufford. ¿El asesinato de Groston forma parte de una trama jacobita?

El hombre se sonrojó y apartó la cara.

—¿Cómo queréis que lo sepa?

—Vamos, señor, todo el mundo sabe que tenéis tendencias jacobitas. He oído decir que los que de verdad tienen el poder en ese movimiento os evitan, pero yo no lo creo. Me sería de cierta utilidad si pudierais iluminarme sobre este asunto.

—¿Y qué os hace pensar que tengo algo que ver con ese movimiento noble y justificado?

—No me interesan los juegos, os lo aseguro. Si sabéis algo, os agradecería que me lo dijerais.

—No puedo deciros nada —dijo con una sonrisa afectada, lo que evidentemente significaba que sabía más de lo que decía.

¿Qué hacer? Sin duda el hombre pensaba que estaba participando en algo grandioso, pero no conocía nada bien las reglas de aquel juego. En mis tiempos me las he visto con asesinos y ladrones, con ricos terratenientes y hombres influyentes. Pero los jacobitas eran algo muy distinto. No solo eran hombres que mintieran cuando era necesario. Ellos vivían en una maraña de engaños, se ocultaban en rincones oscuros, se disfrazaban, iban y venían sin ser vistos. Y eso lo demostraba sobre todo el hecho de que siguieran vivos. No me consideraba en modo alguno un adversario que les igualara en astucia. Sin embargo, me tenía por más que igual a Ufford, y mi paciencia con él se estaba agotando. Así que decidí informarle, aunque solo fuera un poco, de las posibles consecuencias de mi impaciencia. Es decir, le abofeteé.

No le pegué muy fuerte, pero por su expresión se hubiera dicho que le había golpeado con un hacha. El hombre enrojeció y sus ojos se humedecieron. Pensé que iba a echarse a llorar.

—¿Qué habéis hecho? —me preguntó levantando las manos como si con aquello pudiera detener otro golpe.

—Os he pegado, señor Ufford, y volveré a hacerlo con bastante más fuerza si no sois sincero conmigo. Debéis comprender que todo el mundo quiere mi muerte, y eso es así por el asunto en el que vos me metisteis. Si sabéis más de lo que decís, haríais bien en decírmelo, porque habéis despertado mi ira.

—No volváis a pegarme —dijo, encogido como un perro apaleado—. Os diré lo que queréis saber… lo mejor que pueda. ¡Dios me ampare! Si casi no sé nada. Miradme, Benjamin. ¿Os parezco un genio del espionaje? ¿Os parezco un hombre con el oído de los grandes intrigantes?

Desde luego, no lo parecía.

Debió de intuir que reconocía su ineptitud, pues respiró hondo y bajó los brazos.

—Sé algunas cosas —dijo asintiendo con el gesto, como si estuviera convenciéndose a sí mismo de que debía proseguir. Se llevó una mano a la cara y tocó con cautela la piel ligeramente enrojecida—. Sé un poco, es cierto, porque es posible que tenga ciertas simpatías que…, bueno, de las que es mejor no hablar. Ni siquiera aquí. Pero hay un café cerca del Fleet donde suelen reunirse los hombres con ideas parecidas.

—Señor Ufford, tengo entendido que en todas las calles hay cafés donde suelen reunirse hombres con ideas parecidas. Me temo que tendréis que esforzaros un poco más.

—Vos no lo entendéis —dijo—. No os estoy hablando de una casa de ginebra donde va cualquier desgraciado a beber como un cosaco y a hacer ver que sabe de política. Ese lugar, El Oso Durmiente, es adonde van los hombres importantes. Lo que vos queréis saber… bueno, seguro que allí alguien puede explicároslo.

—¿Podéis darme un nombre? ¿Alguien con quien pueda hablar?

Él meneó la cabeza.

—Yo mismo no he ido nunca. No es lugar para alguien como yo. Solo sé que es importante para la causa. Tendréis que arreglároslas solo, Benjamin. Y, por favor, por el amor de Dios, dejadme en paz. He hecho cuanto he podido por vos. No me pidáis más, no me molestéis más.

—¿Que habéis hecho cuanto habéis podido por mí? —protesté—. Desde luego; me habéis metido en esa intriga jacobita vuestra. Solo os ha faltado ponerme la soga al cuello.

—¡No podía imaginar que llegaría a tanto! —gritó—. No podía saber que esos hombres me amenazaban por culpa de mis intereses políticos.

—Puede que no —dije—, pero tampoco me habéis ofrecido ayuda. Sois un necio, señor… una persona que se mete en cosas que le van demasiado grandes. Y cuando uno se mete en asuntos que le van grandes, siempre acaba poniéndose en evidencia.

—Por supuesto, por supuesto —musitó.

No me cabía duda de que Barber, su sirviente, había ido a buscar ayuda para su señor, así que me alejé de la casa tan deprisa como pude.

Mientras me dirigía a El Oso Durmiente se hizo de noche. El Oso Durmiente estaba situado en el primer piso de una bonita casita a la sombra de la iglesia de Saint Paul. El interior estaba bien iluminado, y había mucha animación. Casi todas las mesas estaban ocupadas, y en algunas había incluso demasiada gente. Había allí hombres de clase media, o quizá más alta, con su comida y su bebida, enzarzados en animada conversación. No vi ninguna representante del sexo débil, salvo una mujer demacrada y muy entrada en años que les servía.

Mi sencilla manera de vestir encajaba allí tanto como podía esperar, pero aun así al instante descubrí que todos los ojos se volvían hacia mí con intenciones asesinas. Yo, que no soy hombre que se amilane por un recibimiento frío, me dirigí a grandes zancadas hasta la barra y pedí al tabernero, un tipo inusualmente alto, una jarra de algo fresco.

Él me miró airado y me sirvió la bebida, aunque pensé que me habría entendido mal, pues lo que me dio estaba caliente y sabía como las sobras del día anterior. Me volví hacia el hombre y, dejando a un lado la desagradable bebida, pensé en charlar un poco con él, aunque por la mirada severa de sus ojos vi que no era de naturaleza habladora. Así pues, cogí mi pinta y me instalé en una de las pocas mesas que había vacías.

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