De la Cámara de Control llamaron al helicóptero:
—Vuelvan a su posición anterior, ya tenemos cámaras y emisoras de radio para dirigir las grúas desde tierra.
El helicóptero salió volando por debajo del «Rayo», ganó altura y se situó por encima del anillo, dando incesantes vueltas sobre éste.
El sol se elevaba rápidamente en el cielo, pues el planeta daba un giro completo sobre su eje en sólo dieciséis horas, pese a su tamaño mayor que la Tierra. El desembarco sobre el yacimiento de uranio empleó no menos de tres horas, una más del tiempo calculado en un principio.
La Plana Mayor estaba poniéndose nerviosa. Decían que habría que recuperar el tiempo perdido en el segundo desembarco, que era el más importante de todos en cuanto a la cantidad de material depositado en tierra.
El «Rayo» hizo sonar su poderosa sirena, se elevó un poco para evitar las nevadas cumbres de las montañas y se movió hacia el Este. El helicóptero de la Plana Mayor despegó del anillo del autoplaneta y se adelantó en su vuelo a éste, aunque siguiendo una ruta más al Sur.
Fidel llevó su helicóptero hasta el lugar escogido para el segundo desembarco. El terreno era una llanura parda ligeramente elevada que ocupaba un extenso triángulo con un promontorio en el vértice, sobre la confluencia del Río Grande y el llamado Río Azul.
Apenas el tren de aterrizaje había tocado el suelo cuando todos los tripulantes del helicóptero saltaron a tierra a estirar sus músculos. El sol estaba verticalmente sobre sus cabezas, lo que indicaba que era cerca del mediodía.
El helicóptero de la Plana Mayor vino a posarse junto al patrullero, y casi en seguida el «Rayo» estuvo sobre ambos aparatos, cubriéndoles con su sombra.
Del helicóptero saltaron a tierra los profesores Ferrer, Castillo y Valera, seguidos del Almirante Aznar y el equipo sanitario que tripulaba la máquina. El señor Aznar, ante la sorpresa de todos, se puso de rodillas y besó el polvo. Los ojos húmedos de lágrimas le brillaban cuando Fidel le ayudó a incorporarse.
—Dios es bueno —dijo el Almirante—. El escuchó mis oraciones, guió nuestro «Rayo» hasta este mundo y me ha permitido ver este día. En verdad ya no me importaría morir.
Todos los presentes guardaron silencio.
Se sabía que, consciente o inconscientemente, el viejo Almirante se había arrogado el papel de un moderno Moisés, conductor de un pueblo sin Patria en busca de una nueva Tierra de Promisión.
Frecuentemente, Fidel había ridiculizado esta manía de su padre. Pero viendo ahora la tierra parda a su alrededor, y las máquinas que empezaban a bajar desde el «Rayo», sintió un respeto como nunca había sentido por este hombre extraordinario, quien con su testarudez sin límites, venciendo al desánimo y a los mil peligros que les acecharon en el camino, había llevado a cabo la increíble hazaña de volar cuarenta años luz a través del Cosmos inexplorado hasta dar con aquel planeta presentido, este nuevo y hermoso mundo que sería, en adelante, la nueva patria del pueblo escogido de Dios.
B
ajo el brillante sol de la tarde, en un ambiente caluroso, el desembarco se inició a un ritmo vivo. No había apenas viento, el movimiento. Las máquinas automóviles bajaban con sus conductores en el pescante, y apenas soltado el gancho, las explanadoras, las excavadoras los camiones y demás artefactos echaban a correr levantando nubes de polvo.
Detrás de las máquinas se desembarcó el material de construcción: vigas de acero, montañas de plancha ondulada y de láminas de plástico… montones de rollos de hilo de acero y cobre… pirámides de sacos, de fardos, de cajas de madera…
Los hombres, desnudo el torso, sucios de sudor y de polvo, hacían rodar barriles, se lanzaban fardos unos a otros formando cadena, manejaban las carretillas… Todo era ruido: voces, gritos, maldiciones, crujir de cables, estrépito de hierros… Y calor. Y polvo.
Sobre el estruendo se alzó dominante la llamada de un altavoz del «Rayo».:
—¡Fidel Aznar, acuda a la radio de su aparato! Había una comunicación para Fidel desde la Cámara de Control del autoplaneta:
—Los habitantes de la altiplanicie deben haber visto al «Rayo» y es probable que se acerquen atraídos por la curiosidad. Vuelen en descubierta en un radio de treinta kilómetros hacia el Norte, e informe al regreso.
Fidel asomó a la portezuela del helicóptero:
—¡Muchachos, vuelvan a bordo!
Woona, que parecía haberle tomado gusto a viajar por el aire, vencido de una vez su temor instintivo, fue la primera en subir al helicóptero. Fidel rogó a Ricardo que tomara los mandos y ocupó el asiento, contiguo, haciéndolo Woona en una banqueta entre los dos.
El rotor empezó a girar, azotando el aire con sus palas, y el helicóptero se elevó entre una nube de polvo.
Una de las cualidades del helicóptero movido eléctricamente, aparte la robustez y seguridad de su motor fuera el silencio. No se escuchaba más ruido que el traqueteo de las palas del rotor al golpear el aire.
—Hacia el norte siguiendo el río —ordenó Fidel. Woona, al advertir el rumbo que tomaban, preguntó:
—¿Vais a llevarme a Isonte?
Fidel sabía que Isonte era la capital de Ngami, un pequeño reino independiente formado principalmente por pastores.
—¿Dónde está Isonte?
—A dos jornadas de aquí, río arriba. ¿Me vais a llevar? —insistió Woona.
—Hoy es imposible. No vamos a llegar tan lejos en este vuelo. Pero algún día, dentro de poco, te llevaré.
Fidel espió con el rabillo del ojo la expresión del rostro de la muchacha. Pero en contra de lo que esperaba, Woona no mostró disgusto alguno. Más bien al contrario, diríase que la respuesta de Fidel le proporcionaba un punto de alivio.
¿Habría sido dominada la salvaje por el irresistible encanto de la forma de vida que practicaban los terrícolas, con sus maravillas tecnológicas y sus comodidades?
El helicóptero volaba rápidamente sobre el río. En repetidas ocasiones pusieron en fuga bandadas de pájaros. Ricardo se lamentaba de no disponer de tiempo para disparar contra las aves con su escopeta. Poco después descubrían un rebaño de grandes animales parecidos a antílopes que habían ido a abrevar al río.
—¡Amapos! Muy buenos para comida —señaló Woona con alborozo.
Los amapos debían ser animales muy asustadizos y se pusieron en fuga corriendo a grandes saltos, alejándose del río.
—¡Comida! —exclamó Fidel con ojos brillantes—. Podríamos cazar algunos de olios y hacer un suculento asado para cenar.
—Les obligaré a regresar al río —dijo Ricardo con entusiasmo—. Volaré a su altura cuando los tenga cercados y tú dispararás sobre ellos. ¡Utiliza la metralleta, las escopetas están cargadas con perdigones solamente! —gritó todavía cuando Fidel y Woona ya estaban descendiendo hasta la carlinga inferior.
Ricardo Balmer llevó el helicóptero hacia babor y obligó con su presencia a que los antílopes giraran a la derecha volviendo hacia el río.
El cámara Arza filmaba el elegante galope de los amapos desde la portezuela abierta del helicóptero. Fidel tomó una de las metralletas, introdujo el primer cartucho en la recámara y apartó a Arza a un lado.
—¡Ahora los tienes a tiro, Fidel! —gritó Ricardo desde la cabina—. ¡Dispara!
Fidel apuntó a un animal de gran corpulencia que trotaba en una trayectoria paralela al helicóptero. Disparó una ráfaga de dos segundos y dio con el animal en tierra.
Orbizabal vino a situarse junto a Fidel, también empuñando una metralleta, disparó contra otro animal y lo tumbó dando volteretas en medio de una nube de polvo. Fidel derribó al tercero alcanzándole en la grupa. El animal quedó herido dando sacudidas en el suelo, entre los altos matorrales.
—¡Vuelve atrás, Ricardo! —gritó Fidel. Tenemos que volver a rematar a un animal herido.
El helicóptero giró a la izquierda y el resto de la manada se alejó velozmente dejando atrás una nube de polvo. Poco después el aparato se posaba en el suelo y Fidel saltaba a tierra seguido de Orbizabal, ambos armados con las metralletas.
El amapo herido intentaba incorporarse. La descarga de Fidel le había alcanzado en la columna vertebral y el pobre animal parecía estar sufriendo mucho.
—Pobre bicho, lo siento mucho —murmuró Fidel. Y le descerrajó un tiro en la cabeza que lo dejó muerto en el acto.
Orbizabal dio una vuelta alrededor del animal, que tenía una bella cabeza armada de largos y retorcidos cuernos, y un pelaje color castaño, suave y brillante.
—¡Eh, vengan acá! —gritó a los del helicóptero—. El bicho es grande y debe pesar lo suyo.
Woona saltó por la portezuela del aparato y se acercó llevando un largo machete en la mano. Levantó el machete y asestó un tajo en el cuello del animal, que empezó a echar sangre a borbotones por la yugular. La sangre salpicó las desnudas piernas de Woona. Orbizabal se alejó haciendo muecas de repugnancia.
Woona dejó que el animal se desangrara y mientras tanto miró a su alrededor como distraídamente. Se alojó unos pasos, se indinó ligeramente y luego se volvió con brusquedad hacia Fidel.
—¡Esferas! —exclamó, y Fidel la vio palidecer—. ¡No bueno quedar aquí! Ellas olfatear sangre y acudir pronto.
—¿De qué hablas, muchacha? —preguntó Fidel acercándose a ella.
Miró al suelo en el lugar donde Woona el señalaba con la punta del machete ensangrentado. Vio una extraña huella, como la señal que habría dejado una barrica al rodar aplastando el polvo.
—¡Vamos pronto… vamos! —apremió Woona echando a andar hacia el helicóptero.
Fidel se quedó allí, sorprendido de la extraña actitud de la nativa. Sintió un extraño malestar, y, pese al calor reinante, también frío. Se movió unos pasos. La sensación persistía. Creía sentir una mirada penetrante en su nuca…
Su mano se crispó sobre la metralleta. Giró repentinamente sobre sus tacones, y entonces «lo vio». ¡Dios! ¿Qué era «aquello».?
A veinte pasos de distancia, a medidas oculto por un arbusto, yacía una gran esfera, de casi la estatura de un hombre. De una transparencia extraña, esta esfera dejaba ver en su interior otra esfera más pequeña, del tamaño de una cabeza humana, la cual parecía latir irradiando con intermitencias una fantástica luz roja. Largas venas de color rojo parecían prolongarse como tentáculos de aquel increíble globo interior, adelgazándose hacia la superficie exterior de la esfera.
Fidel quedó como clavado al suelo por el asombro. Y mientras contemplaba aquel ser extraño, el corazón rojo de la esfera aumentó de brillo y empezó a parpadear en rápidos destellos, como transmitiendo un ininteligible mensaje en Morse.
Por más que a él mismo le pareciera un absurdo, Fidel tuvo la íntima certeza de que aquel globo destellante era un ojo… ¡un ojo que le miraba guiñando diabólicamente!
Ricardo Balmer había parado el motor y saltaba del helicóptero, cruzándose con Woona que le dijo algunas palabras señalando el lugar donde se encontraba Fidel.
—¡Ricardo, ven! —le llamó.
De pronto, como el grito de Fidel hubiera sido la señal de partida, la enorme esfera se puso en movimiento rodeando el arbusto, mostrándose enteramente a los ojos de Fidel. Se detuvo un momento e, inesperadamente, con brusca arrancada, rodó sobre sí misma abalanzándose contra el joven.
Mientras rodaba sobre sí misma, la alucinante esfera desplegó a cada lado un par de horribles brazos… cuatro miembros de aspecto vítreo, articulados y terminados con sendas pinzas.
—¡Cuidado! —gritó Fidel. Instintivamente bajó el cañón de la metralleta y disparó contra la esfera rodante.
Las primeras balas levantaron el polvo ante la esfera, pero todas las demás se incrustaron en el monstruo.
¡La esfera siguió rodando, cada vez más rápido, sin que le afectara la rociada de proyectiles que llevaba incrustados en su mole!
Fidel tuvo el tiempo justo para saltar a un lado, apartándose de la trayectoria de aquel ser extraño lanzado como un proyectil contra él. No obstante, fue alcanzado por una de las pinzas en el pecho. El golpe fue brutal y se encontró tendido en el polvo.
El monstruo rectificó su carrera para dirigirse en línea recta contra Ricardo Balmer, Este se apartó como antes hiciera Fidel, saltando a un lado. Pero también le alcanzaron las volteantes pinzas, asestándole un golpe en la cara que lo derribaron de espaldas echando sangre por nariz y boca.
Fidel se puso en pie y fue a buscar la metralleta que había perdido. Luego miró y vio con los cabellos de punta cómo la gigantesca esfera se dirigía contra Orbizabal.
El joven cámara hizo cara al monstruo apuntándole con la metralleta. Disparó. Todas las balas se clavaron en aquella mole de aspecto vítreo y duro, pero la extraña criatura no se detuvo. Instantes después arrollaba a Orbizabal, el cual dejó oír un grito terrible cuando la maciza mole pasaba sobre él aplastándole.
La bestia se detuvo, volvió atrás y cayó sobre Orbizabal. Sus enormes pinzas se abrieron como poderosas tenazas… ¡de un sólo tajo cercenó uno de los brazos de Orbizabal!
Con los pelos erizados, Fidel corrió hacia donde la esfera empezaba a devorar a Orbizabal. Se escuchó un grito, una especie de alarido salvaje que no procedía de Orbizabal, sino de Woona.
Fidel la vio corriendo, esgrimiendo un largo y pesado machete. Se dirigió contra la esfera, y cuando en su carrera parecía que iba a estrellarse contra aquella, se plantó de un salto prodigioso sobre la esfera.
—¡Zas! —el machete cayó con furia sobre los brazos del monstruo, y una pinza saltó por el aire, limpiamente cercenada por la articulación.
El monstruo soltó la presa que hacía en Orbizabal y empezó a moverse. Pero sobre ella, Woona se mantenía con idéntica habilidad que ciertos madereros se sostenían sobre un tronco haciéndolo girar en el agua.
La posición de la amazona sobre la esfera era inmejorable en tanto mantuviera el equilibrio, pues el monstruo evidentemente no podía levantar tanto los brazos, y en cambio el largo machete alcanzaba a las pinzas.
¡Zas! , saltó por los aires otra de las descomunales pinzas.
El monstruo, acosado a machetazos, giró sobre sí mismo y emprendió loca carrera en dirección al río. Woona saltó ágilmente al suelo, dejando que la esfera, siempre rodando sobre sí misma, llegara al agua y se alejara de la orilla flotando como una boya. Mientras flotaba, la increíble criatura movía las dos pinzas que todavía le quedaban para alejarse… ¡nadando!