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Authors: Belén Gopegui
Se fue a comer solo por los alrededores de Jard. Guisantes con jamón y cinta de lomo adobado. A Lucas le había dicho que tenía la entrevista por la tarde. Pero no le contó, ni tampoco a Esteban ni a Rodrigo, que iba a quedarse a comer por la zona. Había eludido los dos restaurantes habituales: para pensar. Le trajeron el flan en una copa de acero mísera como sus ganas de esconderse.
A las cinco menos cuarto, Carlos llegaba a la estación de Atocha. Dejó la vespa en el aparcamiento para que no le robaran el casco. Electra estaba en Fuencarral Pueblo y él seguía empeñado en marcar algunas reglas. Había rehusado una cita con maître y llegaría en tren. Nadie le vería entrar en la vespa naranja pálido. Tampoco le obligarían a presentarse en el hospital para pedirle el coche a Ainhoa. Iba a llegar en tren a Fuencarral y después iría andando. El hombre feliz no tenía camisa; moraleja: el dinero no daba la felicidad. Hasta que llegó al ateneo y alguien le dijo que el hombre feliz no tenía camisa para que no se la quitaran, y él lo creyó porque aún no había cumplido diecinueve años y podía creerlo, exaltarse, predicar la buena nueva. Ahora, a punto de cumplir los treinta y cuatro, había perdido la fe en el orgullo y en la dignidad del hombre sin camisa.
Pagó el billete, la ranura metálica se lo tragó y se abrieron las puertas con cantos de goma y se cerraron. Escaleras abajo le esperaba un largo andén con pasajeros vestidos. Se sentó en un banco de rejilla, él, el hombre con camisa pero sin vehículo personal. Y se dijo que él ya sólo creía en el orgullo y en la dignidad cuando iban acompañados de la fuerza, cuando eran colectivos. Colectivo no designaba a una empresa con más de un trabajador ni a un ateneo con más de treinta personas. Ya no. Colectivo habría sido reunir la presión necesaria para contrarrestar la presión de Claudio Robles. Un hombre sin camisa y aislado es un cero a la izquierda, pensó. Un cero sin fuerza, condenado al juego del doble sentido, a la ironía de llegar andando a las instalaciones de Electra, S.A. Y atravesar andando la entrada, sin maletín, sin siquiera la provocadora bolsa de lona, ligero, sin adminículos.
El tren que se acercaba parecía un chorro de arena y nieve. Luego, al pararse bajo el andén ya era sólo semejante a una fila de pantallas de ordenador.
No había mucha gente dentro. Eligió un asiento junto a la ventanilla y, cuando apenas llevaban tres minutos de marcha, el revisor le pidió su billete. Él lo entregó con presteza, sintiendo una mezquina satisfacción de buen ciudadano que siempre le avergonzaba pues provenía, a partes iguales, del miedo y de una especie de infame corporativismo, una disposición a corroborar la creencia de que comprar un billete es posible y, por tanto, quien no lo paga debiera ser expulsado. Había visto a muchos empezar así y acabar pidiendo más policía para que no roben nuestros coches ni atraquen nuestras casas. Nuestras, de nosotros. Convenía no quedarse fuera de ese nosotros. Sin embargo, cuando terminara de hablar con Claudio Robles no podría decir que le habían echado fuera ni tampoco que le habían dejado entrar; seguiría ahí, una vez más junto a la verja, dentro de la casa pero fuera, en lo alto de la colina, apuntando con la ametralladora pero con las peores botas y falta de sueño.
En Chamartín, el tren salió a la superficie. El cielo se hacía gris más allá de las casas, y Carlos pensó que llevaba demasiado tiempo sin irse de la ciudad. Se acordó de la Pedriza, muchos años antes de conocer a Ainhoa, cuando iba al monte y dormía en refugios. Se levantaba muy temprano el sábado por la mañana y cogía un autobús. Regresaba el domingo por la noche, con ganas de ducharse y una congoja callada. El revisor pasó de nuevo, ahora en dirección contraria a la marcha del tren. Carlos volvió a pensar en su gesto de sumisión cómplice al entregarle el billete. En los viajes en autobús, recordó, no había revisores, era el propio conductor quien vendía los billetes a la entrada. No obstante, por estar los billetes numerados, muchas veces los pasajeros terminaban convertidos en sus propios revisores. Cada uno tenía su asiento, pero a menudo alguien se equivocaba de número o, simplemente, hacía caso omiso del número en cuestión. Entonces aparecía otro viajero, con frecuencia un hombre mayor o un matrimonio, se acercaba al viajero distraído y le mostraba su billete, su propiedad, exigiendo ver el otro. Ese momento, pensaba Carlos, esa satisfacción anunciada, las glándulas debían de segregar saliva, pero ¿por qué?, ¿dónde estaba el manjar suculento? No había tal manjar, el botín sería sólo un asiento corriente en el coche de línea, ni más cómodo ni más nuevo ni mejor situado. Y resultaba desagradable asistir a la escena por cuanto tenía de espejo, porque a él no le era ajeno ese placer. Alguna vez, para justificarse, había querido pensar que el placer consistía en restaurar el orden lógico: si yo dejo que sigas en mi asiento habré de sentarme a mi vez en el asiento de otro y al final se generará la confusión, un caos molesto para todos. No era un buen argumento, se dijo ahora. Uno puede sentirse obligado a restaurar el orden, pero eso nunca procura placer. Y era el placer lo que le avergonzaba. Él había sentido ese placer. En una ocasión dejó que un chico que iba medio dormido ocupara su asiento. Sin embargo, cuando un hombre le exigió a él que se levantara porque Carlos estaba a su vez ocupando su sitio, Carlos sintió placer al pensar que ahora sí iba a despertar al otro, no le quedaba más remedio, ahora sí haría que el otro se cambiara. Tal el manjar, el botín: no un asiento concreto sino la experiencia de mover a otro. Yo hablo y tú te mueves, tal el poder con su halo de seguridad: yo te cambio de sitio y, por supuesto, tú no puedes hacer lo mismo conmigo.
La próxima parada era ya Fuencarral. Por la ventanilla se veía la carretera y el fluir de los coches. En el interior de alguno, alguien diría: mira el tren. No había pensado en la conversación porque el pensamiento tenía poco que ver con lo que le esperaba. ¡Dadme mi gorra!, gritó una vez a los tres chicos de cursos superiores que se la habían quitado. Los chicos se la tiraban por encima de su cabeza entre ellos, medían más que él y eso no era una cuestión de pensamiento. Pedir no era una cuestión de pensamiento, sólo exigir o comprar; sólo el intercambio. Y él se negaba a representar una escena de falso intercambio. Por eso iba sin moto, sin casco, sin coche, sin maletín, sin herramientas, solo.
Bajó del tren. Luego tuvo que andar más de quince minutos por calles inexpresivas hasta ver las grandes letras de Electra, S.A. Después, el aparcamiento de la entrada, el vigilante, el portero. La secretaria inglesa le miró de abajo arriba.
—Claudio le atenderá pronto —dijo.
Claudio y no el señor Robles. Carlos apenas se molestó en valorar su ropa informal, el jersey azul celeste calado, los pantalones vaqueros. El tío Claudio, pensó dolido. En lugar de sentarse, se acercó a una ventana custodiada por dos troncos de Brasil. Iba a apartar la cortina cuando la secretaria dijo:
—Ya puede pasar.
Ella misma le abrió la puerta. Claudio Robles apareció muy al fondo. Levantó despacio la cara.
—Bienvenido —le dijo a Carlos saliendo de detrás de su escritorio. Con una mirada le condujo a una mesa despejada.
Se sentaron en ángulo. Claudio Robles de nuevo frente a la puerta y Carlos de espaldas al ventanal. Carlos le había visto otra vez, pero no a solas. La cara de Claudio Robles debía de ser varios centímetros más ancha que la suya y tenía aspecto de estar ligeramente hinchada, como si despidiera un exceso de salud. El traje de lana ligero, beige claro, parecía plegarse con veneración sobre aquel cuerpo expansivo. Si Carlos no lo miraba, si mantenía la vista al frente, veía un tresillo de cuero. Encima del sofá había un cuadro abstracto si bien también podría ser figurativo y estar representando un paisaje difuso.
—¿Qué te parece marzo? —fue lo primero que oyó en serio, la primera frase que no exigía de él una réplica de peloteo sino ser memorizada, la primera orden.
Estiró el silencio porque estaban hablando de que el transbordador, el submarino, la chalupa se iba a desvanecer en marzo. Veinte segundos, treinta tal vez y luego convenir diciendo:
—Yo también había pensado en esa fecha.
Claudio Robles pasó a las grandes declaraciones sobre el futuro del sector. Entremedias, le impartió instrucciones concretas referentes al aumento previsto para la producción de Jard y al uso de las patentes. Reanudó enseguida su discurso sobre los equipamientos del futuro: electromedicina, defensa, robótica, instrumentación y, por supuesto, comunicación. Carlos se mantenía atento a un nuevo cambio de voz, a nuevas instrucciones. Si te compran es porque tienes algo que ellos no tienen, se había dicho a sí mismo en las últimas semanas sabiendo que era sólo media verdad. Él tenía algo que a Electra le faltaba, pero si Electra decidía no comprarle entonces él no podría hacer nada con lo que tenía y ahí estaba el poder de Claudio Robles. Electra poseía solvencia, el mercado exterior y varios proyectos en marcha en los que él y Lucas podrían trabajar. A Jard le quedaban algunas patentes y un fondo de comercio español que Electra estaba ya invadiendo. Pero si Electra no les compraba, malvivirían unos cuantos meses sin esperanza, pues habían agotado sus recursos.
—La comunicación es, posiblemente, la única necesidad humana que parece no tener fin —decía Claudio Robles—. En mil novecientos noventa y cinco el volumen de llamadas telefónicas internacionales ha alcanzado los sesenta billones de minutos.
Carlos asintió. Quizá se esperaba de él que introdujera una fisura en el tópico. No lo hizo sino que calculaba cuánto se demoraría la segunda parte: los compromisos respectivos. Estaba seguro de que Electra no iba a aceptar los suyos sin más. Puesta a cero con respecto a la financiación llevada a cabo por Electra, y ocho millones limpios que irían a parar a Santiago y a Marta. Dos contratos indefinidos para Rodrigo y Esteban, y dos contratos con indemnización firmada para Lucas y para él manteniendo, en todos los casos, la antigüedad. A Lucas, pensó, le diría que la indemnización nacía del pacto de no concurrencia. En cierto modo Electra les obligaba a permanecer cuatro años en la empresa; a cambio, en caso de despido establecía una indemnización superior. Era la verdad, quizá no toda la verdad, pero tan verdad como que habría sido un suicidio ridículo exigir la indemnización también para Esteban y Rodrigo. Solo contra todos, escondiéndole a Lucas los privilegios y a Claudio Robles la debilidad. Porque, de cualquier manera, las cuentas no cuadraban. Él y Lucas sabían ya que los beneficios del trimestre anterior habían sido sobre todo un anzuelo. La zanahoria que antecede al palo: mirad cómo os podrían ir las cosas. Eran beneficios «siempre y cuando» el trato no se prolongara demasiado. Marzo.
—Disculpa un momento —dijo Claudio Robles, y fue hacia su mesa.
Carlos le oyó abrir cajones pero siguió mirando el paisaje difuso. Electra compraba algo que en manos de Carlos valía cinco y en manos de Electra, treinta y cinco. Ésas eran las auténticas cuentas. Algunas tardes en el bar, él y Lucas habían jugado a la épica diciéndose que Electra quería comprar posibilidades para anularlas. La posibilidad de un tejido industrial de pequeñas empresas y talleres auxiliares. La ligereza, la autonomía, la imagen de una red de pequeñas estructuras libres, radicales libres. La idea de que el mercado pudiera ser un ente vivo y complejo y no un asunto bobo, simple, un problema de aritmética para tontos, una burda cuestión de cantidad.
—Calidad —dijo ya de vuelta Claudio Robles. La secretaria inglesa entró en ese momento. Claudio le entregó un disquete. La secretaria salió sin despedirse—. Es preciso —continuó— convertir el trabajo rutinario en un reto intelectual. Quiero que todos mis directivos se involucren en la organización de círculos de calidad.
—Entiendo —dijo Carlos.
Añoraba el tresillo de cuero de enfrente o cualquier otra cosa, el cuadro abstracto podría ser un terreno baldío, rojo y ocre. Así pues, ahora lo llamaban círculos de calidad.
—Ya sabes de qué hablo. Se trata de inculcar a los empleados la pasión por el trabajo bien hecho que tenían los artesanos y los gremios preindustriales.
Carlos se mordió la lengua. Quizá fue su silencio lo que dio entrada a la segunda parte.
Por supuesto, dijo Claudio Robles, habían estudiado el peculiar reparto de las participaciones sociales en Jard. Aunque podían comprender las dificultades que obligaron a Carlos a tomar esa medida, en adelante debía quedar garantizada la ausencia de conflictos.
—Queremos el máximo posible de participaciones. Tu treinta y cinco por ciento y el treinta y cinco de Lucas Miranda. Con los otros dos trabajadores no voy a ser inflexible. Sé que en estos casos el amor propio puede generar tensiones y hacer que se alarguen inútilmente.
Carlos dijo:
—Voy a necesitar tiempo. Ya os había dicho que Lucas sólo quiere vender el dieciséis.
—Algo he oído. Casa con dos puertas, en fin, como comprenderás no tenemos el menor interés en comprar un problema. A efectos prácticos, por ahora nos conviene que Jard perviva como sociedad aparte. He dicho por ahora.
—Voy a necesitar tiempo —repitió Carlos saboreando el lujo de repetir. No tenía que buscar otra frase, había venido sin papeles, sin coche, sin adminículos. Aunque ejercer ese lujo era, se dijo, como ejercer el lujo de dejarse caer. Después habrá que levantarse e irse pues yo no ocupo el sitio legal en el autobús sino el sitio de otro, el sitio de un otro que me deja quedarme porque quiere y puede, y porque quiere y puede ahora me dirá: el sitio es mío, vas a moverte de aquí.
Claudio Robles sonreía.
—Tendrás que hablar con Juan Antonio Vega. Él es quien lleva este asunto. Como creo que ya te dije, tiene dificultades con el valor teórico contable de Jard. Carlos —añadió paternal—, Electra tiene otros socios. Aunque a mí me divirtiese jugar al ratón y al gato con tu empresa no podría. Bien entendido que no me divierte. Te lo voy a dejar muy claro. Queremos una mayoría reforzada para poder ir a una ampliación de capital en cualquier momento. Y otra cosa: hoy nos interesa Jard. Es posible que dentro de tres meses tengamos nuevas preocupaciones.
Carlos se levantó sin intentar eludir la vaharada de displicencia que emanaba de Claudio Robles. Dejó que le diera en la cara, la respiró entera. No sabía dónde estaba su orgullo pero sabía que no estaba en lo que Claudio Robles había llamado jugar al gato y al ratón. Le estrechó la mano con normalidad.