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Authors: Belén Gopegui

La conquista del aire (21 page)

BOOK: La conquista del aire
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—De acuerdo, algunas hacen un trabajo interesante —aceptó Alberto contestando a Susan—, pero el hecho es que tanto por su teórica independencia como por el carácter local y no de clase de sus proyectos, la labor de las oenegés pasa por aceptar las reglas del juego establecidas. Quieren corregir lo que hay, pero no tienen ningún sitio desde donde proponer un orden distinto. Eso sin contar con las que están directamente al servicio de los gobiernos.

Guillermo había estado observando los zapatos de Marta y de Leticia, mientras recordaba a madame Cézanne. Ahora levantó la cabeza y dijo:

—Creo que lo que nos preocupa de las oenegés es que expresan la orientación de bastantes occidentales progresistas.

Marta fumaba tratando de encontrar un asidero en la unión establecida entre el pitillo, el humo y su respiración. La presencia de Guillermo ahí enfrente actuaba como un silbido interminable y ella lo oía, y oía cómo se despertaban los perros, los gallos, cómo se despertaba su memoria.

—Pero ¿por qué os preocupa? —preguntó Ainhoa.

Marta no la miró a ella ni a Guillermo a pesar de que estaban delante. Se dirigió en cambio a Susan y contestó:

—Nos preocupan porque dividen a la gente. Imagino que la necesidad de colaborar con una oenegé nace de percibir la misma contradicción que percibe mucha gente que se considera de izquierdas. Pero al meterse en una oenegé cada uno resuelve la contradicción de manera aislada, sin ir contra las causas reales, ocupándose sólo de paliar los efectos.

—¿De qué contradicción hablas? —volvió a preguntar Ainhoa.

Carlos no había depuesto su buen humor. Se le había ocurrido una respuesta clara y al ver que Marta tardaba en contestar, dijo:

—Yo lo formularía así: ¿es posible vivir desahogadamente y ser una buena persona?

Ainhoa miró la cara aniñada, contenta aunque ojerosa, de Carlos. Miró luego a Susan y a Alberto, y a Santiago, quien había dejado su silla en una especie de segunda fila. Se fijó en cómo Marta jugaba con la colilla en el cenicero, en la expresión intrigada de Leticia.

—En el fondo —alzó un poco la voz— sois unos moralistas. No estáis hablando de intereses económicos ni de lucha de clases sino de tener la conciencia tranquila. ¿A qué te refieres —le dijo a Carlos— con vivir desahogadamente? ¿A tener un coche, tres coches, dos casas, ninguna casa? ¿Y a qué te refieres con ser una buena persona?

—No lo sé, Ainhoa —dijo Carlos—. ¿Se puede ser injusto y ser feliz?

—Dependerá —respondió ella— de cómo se definan la felicidad o la injusticia en el contexto donde te muevas.

—Pero ese contexto es dinámico —dijo Marta—. Podemos leer, discutir y llegar a la conclusión de que hoy la idea de felicidad que predomina es engañosa y desigual.

Marta se había dirigido a Alberto porque seguía sin querer mirar a Guillermo. Alberto le respondió:

—No basta con la elección individual, con la moral individual. Creemos que elegimos, pero si alguien nos mirase desde fuera, vería que damos los pasos lógicos, los pasos esperables para cualquier individuo como nosotros en un contexto como el que nos rodea. Es algo así, ¿no? —le preguntó a Ainhoa.

—Más o menos —dijo ella—. A lo mejor con nuestros sueldos, teniendo en cuenta que pertenecemos a la minoría que tiene trabajo casi fijo, lo normal es que seamos conservadores. Supongo que si nos quedásemos en paro durante mucho tiempo, o si nuestras familias lo pasaran mal, nuestro punto de vista cambiaría.

Santiago arrimó su silla y dijo:

—Como todo el mundo sabe, la pequeña burguesía vacila en la misma medida en que vacila su posición económica.

—No dejáis ningún margen para el pensamiento racional —dijo Marta.

Guillermo, al contestarle, buscó sus ojos movedizos.

—Yo lo veo de otra forma. Creo que Ainhoa nos ha recordado que ese margen es más pequeño de lo que tendemos a pensar, pero nadie ha dicho que no exista. Precisamente la razón puede ayudarnos a delimitarlo. No se trata de ser progresistas por motivos sentimentales o por un altruismo un poco místico.

—Y es verdad lo que dice Santiago —continuó Carlos—. Nuestra situación aún no está clara. Vacilamos. No estamos todavía en el lado, bastante reducido, de los que nunca, pase lo que pase, van a tener problemas. Nosotros seguramente podríamos pagarnos un buen médico privado si nos hiciera falta, pero en determinadas circunstancias tal vez no podamos. Y lo mismo con los colegios, la casa, etcétera.

—Sin embargo —contestó Marta—, hay gente que sí está en ese lado reducido y sigue teniendo mala conciencia.

—La mala conciencia no significa mucho. —Santiago había puesto en la voz una vehemencia amarga, tal vez desacompasada, ajena al tono en que discurría la conversación—. No significa nada desde el momento en que es uno quien elige tenerla. La mala conciencia sólo cuenta si hay alguien capaz de creártela, y con la fuerza suficiente para impedir que la olvides.

—Pues no parece que haya mucha gente con esa fuerza —dijo Carlos—. No ya para creárnosla a nosotros. Ni siquiera para creársela a quienes han tolerado la corrupción y la guerra sucia.

—Conviene distinguir entre fuerza y voluntad —volvió a corregir Santiago—. No parece que haya mucha gente a quien, de labios para dentro, la corrupción o la guerra sucia le importe lo bastante para mover su voluntad.

Ainhoa puso en un solo plato los restos de embutidos, queso y empanada. Guillermo la ayudaba recogiendo platos y servilletas. Ella preguntó si alguien iba a seguir con el vino o si todos querían una copa. Luego los dos se fueron por vasos nuevos y hielo. Susan les siguió para ayudarles.

El silencio permitía oír cada ruido de la cocina, golpes de platos, hielo contra cristal. Santiago puso un cedé.

—Súbelo —pidió Marta.

Carlos se acercó a Leticia e hizo una pequeña reverencia mientras decía:

—¿Me concede este baile?

Ella miró el tramo vacío del salón.

—No hay nadie más bailando —dijo sonriente.

Al oírla, Alberto se acercó a Marta. Entre los dos recogieron a Santiago y, junto con Leticia y Carlos, formaron un círculo abierto en el centro. Aunque Alberto nunca había bailado bien, sabía hacer reír con sus movimientos patosos. Marta le miraba, luego vio entrar a Susan cargada de botellas y fue a servirse un vodka con naranja. Llevó un gin-tonic a Carlos y otro a Santiago. Leticia quería ron con limón. Alberto, sin dejar de bailar, pidió un whisky. Guillermo, Susan y Ainhoa ya tenían sus vasos. Todos se sumaron al corro. Repetían las payasadas de Alberto aunque, poco a poco, cada uno empezaba a bailar también para sí mismo. Intercambiaban de vez en cuando gestos, miradas, insinuaciones. Santiago rodeaba a Leticia sin tocarla. Ainhoa tenía los ojos semicerrados. Guillermo no había soltado el vaso; de vez en cuando, le decía algo a Carlos y Carlos reía.

Cuando Santiago dijo que iba a cambiar la música, Marta le dio su vaso vacío. Guillermo y Susan salieron del círculo a la vez y se sentaron mientras Marta tomaba de mano de Santiago su segunda copa. Me estoy emborrachando, pensaba, y no voy a parar. Su forma de bailar consistía en no moverse mucho, pero sí moverse bien. Sabía que bailando lograba transmitir una sensación de abandono y dominio. Giró sobre sí misma una vez, dos veces, meciéndose despacio, dejándose mirar. Se encontraba a gusto con su cuerpo y el vodka la volvía temeraria. Pero añoraba la división entre cuerpo y alma. A lo mejor, se dijo, Guillermo estaba en lo cierto y ella seguía apegada a su formación cristiana, y creía que era posible bailar bien, responder con naturalidad a las insinuaciones de los cuerpos y que el alma, más allá del pensamiento, quedase fuera. Adelantó el hombro hacia Carlos. Cuerpos sin alma, y bailaba también con los labios. El alma se había sentado en el sillón, el alma tenía dos brazos morenos y miedo a las despedidas. El alma era una especie de boquete en el fuselaje a mil pies de altura, y en cambio el cuerpo bailaba por separado en un recinto tibio. «Piensa en mí, de vez en cuando, porque soy una especie en extinción», Marta cantaba en voz baja a coro con el disco elegido por Santiago, uno de esos discos que ninguno de ellos escucharía estando solo, pero contagioso porque en la radio lo ponían sin cesar. Carlos, Santiago y Leticia también cantaban. Alberto daba saltos moviendo las manos. Los demás le imitaron excepto Ainhoa, quien fue a sentarse con Guillermo y Susan. No voy a parar, se dijo Marta bebiendo de su vaso con prisa. Se acercó a Leticia y comenzó un baile suave con ella; su pelo corto y negro contrastaba con el rubio de Leticia y las dos parecían divertidas, contentas, pensaba Marta algo mareada aunque no tanto como para dejar de advertir que el disco llegaba a su final. Se dirigió bailando al aparato de música, pero en vez de los boleros que Alberto había pedido, puso música reggae y volvió a un círculo donde ya sólo estaba Carlos. Bailaron uno frente al otro. Poco a poco las conversaciones se fueron apagando.

Todos les miraban. A Guillermo, esos movimientos perfectamente acordados con la música le infundían una especie de optimismo físico. Sin embargo, no estaba alegre. Carlos y Marta hacían muy buena pareja bailando suelto; la baja estatura de Carlos no desentonaba y parecía conferirle un grado de autonomía superior al de Marta, de tal manera que, aun bailando separados, era Carlos quien determinaba el sentido de la música. Marta le devolvía un eco estilizado, a la manera de una segunda voz. Los dos tenían la expresión radiante, como si compartiesen la buena nueva de esas canciones, el retorno a un África libre, el uso sacramental de la marihuana, el triunfo próximo de todos los humillados, sólo que, al fondo, detrás de sus cuerpos, estaban los balcones con visillos en penumbra. Era el escenario, se dijo Guillermo, balcones, sillas y paredes, lo que le impedía creer del todo en ese baile, no en vano las discotecas se ocupaban de hacer desaparecer cualquier rastro realista del entorno. Y sus ojos fueron a dar a la mesa plegada, apoyada contra la pared, en donde estaba el vaso vacío de Marta. Se vio acompañándola a casa pero sin subir, sin estar a su lado en esos escasos momentos cuando el alcohol la hacía parecer despreocupada y conforme con cada minuto, ni tampoco luego, cuando un sueño compacto la vencía. Susan le había preguntado por la consultora: cuál era el informe más interesante de los últimos que había hecho.

—Realmente interesante, ninguno —dijo Guillermo—. Pero estoy pensando en encargarme uno a mí mismo y acepto sugerencias.

Ella le miró con gesto inquisitivo, acaso preguntando si debía reírse o si debía tomarlo en serio. Por un momento Guillermo descansó, atento sólo a las evoluciones de ese rostro de piel clara, labios anaranjados y ojos de un castaño rojizo igual que el pelo. El extraño sentido del humor de Susan le gustaba por su laboriosidad. Al fin se formó en su boca una sonrisa seria y Susan dijo:

—A mí me interesa el subempleo.

Guillermo prometió tenerlo en cuenta, sonriendo a su vez. La oficina interior de Susan no se había equivocado, después de estudiar su comentario había descartado la risa irreflexiva y había elegido una respuesta válida pero distante, que no obligara a continuar la conversación. Porque Guillermo no quería seguir hablando. Miraba a Marta, su paso vacilante. Ya había terminado de bailar.

Santiago y Leticia fueron los primeros en irse. Casi enseguida Guillermo fue a buscar el abrigo de Marta y el suyo. Marta le dio las gracias. Se despidieron. Por el camino, Marta cantaba «piensa en mí, de vez en cuando, porque soy una especie en extinción».

Susan tenía sueño en los ojos. Ainhoa iba a traerle su chaqueta pero Alberto fue a sentarse al lado de Carlos y ella decidió ir por más hielo a la cocina.

—No sé si estamos —dijo Carlos— demasiado preocupados por nuestras contradicciones. Por muy bien que pudieran irnos las cosas, desde luego no pertenecemos a las élites. Nadie pide nuestra opinión antes de hacer grandes inversiones. Como mucho, nosotros seríamos una audiencia de calidad a la que conviene tomarse el trabajo de engañar un poco.

—¿Y el engaño nos molesta? —preguntó Alberto—. Creo que eso es lo que discutíamos antes. En función de qué actitud ante la vida nos podría molestar.

Susan había cerrado los ojos. Alberto rasgueó en su rodilla y le acarició la cara.

—Gracias —dijo mirando el hielo que había traído Ainhoa—, pero nos vamos a ir. Escribe —le pidió a Carlos en el pasillo.

Carlos esperó con ellos a que llegara el ascensor. Luego entró en la casa, despacio. La cocina estaba apagada y el salón también. Le extrañó que Ainhoa se hubiera ido a la cama sin recoger un poco. Iba hacia el dormitorio cuando oyó una risa. Miró otra vez en el salón. Ainhoa había abierto el balcón del fondo y se asomaba. Al acercarse, Carlos vio sobre la barandilla una fila de cubitos de hielo.

—Casi doy a la campana —le dijo ella—. Mira. —Y tiró un cubito contra la iglesia de enfrente. El cubo cayó en la otra acera.

—Delante del farol parecía un ovni —dijo Carlos.

—Es un proyectil. ¡Abajo los curas! —gritó Ainhoa en voz baja, y tiró otro que esta vez alcanzó el ladrillo de la iglesia.

—Pero si ya casi no hay curas —dijo Carlos.

—¡Abajo las religiones! —La piedra de hielo se rompió contra la torre.

Carlos cogió otro proyectil; lo tiró diciendo:

—¡Abajo la mala conciencia!

—¡Abajo la buena! —dijo Ainhoa. Los dos cubitos de hielo cayeron sobre el techo de un coche. El ruido les intimidó. Cerraron la ventana deprisa, riéndose.

—¡Vivan las contradicciones! —dijo Carlos, y tiró el último cubito contra un plato vacío.

—¡Abajo las aceitunas, y los huesos, y los vasos de cristal, y los limpios de corazón! —Y Ainhoa amontonaba los restos de la noche sin orden sobre la bandeja.

—¡Que se mueran los héroes! —dijo Carlos recogiendo una botella mientras Ainhoa le desabrochaba el cinturón.

El despacho de la facultad de Santiago era un cuadrado perfecto. Una ráfaga de sol atravesó los listones de la persiana graduable azul marino. Luego volvió a nublarse. Pese a ser por la mañana, Santiago encendió la lámpara de su mesa. Hojeó sin convicción el primer tomo de una investigación histórica. En teoría el tema le interesaba. Le habían enviado los dos volúmenes desde Cáceres porque él los había solicitado. Repasó el índice y la mirada se le fue a la página contigua: «Este trabajo ha sido realizado con una beca del Fondo para la Investigación Económica y Social de la Confederación Española de Cajas de Ahorros». Eso le deprimía. Llamó a Leticia, pero le dijeron que estaba hablando por teléfono. «Volveré a llamar», replicó sin dar su nombre. Mejor, pensaba. No tenía nada concreto que decirle. Estaba malhumorado. No quería fumar porque, en las últimas semanas, se había embalado con los cigarrillos. Concentrarse, trabajar durante media hora seguida, no conocía otra fórmula para mitigar el descontento. Santiago miró el teléfono de plástico negro, el cielo oscurecido. Faltaba una semana para el día de Todos los Santos. Sólo una semana y él seguía haciéndose el loco, dejando que se acercaran los días sin hablar. Aún confiaba en que se produjera un equívoco, en que Leticia aceptara alguna invitación y, en el último momento, él le dijese: ve tú, yo no puedo, he de ir a Alguazas. Pero no era probable. Leticia desharía los planes para ir con él; siempre le preguntaba por su madre.

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