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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

La corona de hierba (10 page)

BOOK: La corona de hierba
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El tiempo que transcurrió contemplando lo que tenía en la mano no contaba y su mente no podía desechar un único pensamiento: le dominaba la ira. ¿O era pena? ¿O injuria? ¿O era una inmensa soledad? El fuego que le embargaba fue cediendo hasta alcanzar un estado glacial. Sólo entonces fue capaz de asumir aquella horripilante tara; el hecho de que él, tan aficionado al crimen como solaz, como algo imprescindible, no podía realizarlo físicamente con mujeres de la clase a la que él pertenecía. Con Julilla y con Elia, al menos había hallado consuelo en ser testigo del evidente infortunio que les causaba, y con Julilla había conocido la satisfacción de haber provocado su muerte; porque no cabía duda de que si no hubiese visto la escena entre él y Metrobio habría seguido bebiendo y mirándole pesarosa con aquellos ojazos amarillos y hundidos, en perenne gesto mudo de reproche. Sin embargo, con Aurelia no podía esperar más reacción que la habida en su casa, pues con seguridad nada más salir de su casa se habría sobrepuesto a su arrebato para enfrascarse en su trabajo, y al día siguiente le habría olvidado del todo. Así era Aurelia. ¡Que se pudra! ¡Que la devoren los gusanos! ¡Puerca maldita!

En medio de aquellas imprecaciones fútiles y anticuadas, llegó a sobreponerse y a sonreír, en un atisbo de jolgorio. Pero no le servía de consuelo. Era absurdo, grotesco. Los dioses no tenían en cuenta las frustraciones y deseos humanos y él no era de los que, de alguna horrenda y misteriosa manera, saben hacer que sus ideas asesinas se conviertan en realidad respondiendo al deseo. Aurelia seguía viva dentro de él y necesitaba borrarla antes de marchar a Hispania si quería dedicar toda su energía a alcanzar sus ambiciosos propósitos. Necesitaba algo que sustituyera el éxtasis de que habría gozado rompiendo los muros de la ciudadela de Aurelia. El hecho de que hasta que no sorprendió aquella mirada suya no había tenido intenciones de seducirla, era algo al margen; su deseo había sido tan acuciante, tan imperioso, que no podía expulsarlo de su ser.

Era Roma, claro. Una vez que estuviera en Hispania se le pasaría. Si pudiese hallar alguna clase de satisfacción ahora… En campaña nunca sentía aquella horrenda frustración; quizá porque estaba siempre muy ocupado, quizá porque veía la muerte en derredor, o porque se decía a sí mismo que iba ascendiendo de posición. Pero en Roma —llevaba allí casi tres años— acababa por llegar a tal grado de aburrimiento que en otros tiempos sólo habría podido disiparlo con un crimen real o simbólico.

Y en aquel estado anímico glacial cayó en un ensueño en el que desfilaban rostros de víctimas y de las que hubiese deseado que lo fueran: Julilla, Elia, Dalmática, Lucio Cavio Stichus, Clitumna, Nicopolis, Catulo César —íqué placer acabar para siempre con aquella engreída mirada de camello!—, Escauro, Metelo Numídico el Meneítos… Poco a poco fue volviendo a la realidad y cerró despacio el cajoncito. Pero se quedó con el frasquito en la mano.

El reloj de agua marcaba mediodía. Habían transcurrido seis horas y quedaban otras seis. Gota a gota. Tiempo de sobra para visitar a Quinto Cecilio Metelo Numídico, el Meneítos.

Desde su regreso del exilio, Metelo el Numídico se había visto convertido en una especie de leyenda. Como no era lo suficiente viejo para morir, se dijo eufórico que ya era como una institución dentro del Senado. Se hablaba de su homérica carrera como censor, su resuelto enfrentamiento con Lucio Equitio, la paliza que había recibido y su valentía en arriesgarse a otra; se hablaba de cómo había marchado al exilio mientras su hijo tartamudo con… con… contaba aquel aluvión de denarios en la Curia Hostilia mientras anochecía y Cayo Mario esperaba que diera su voto de acatamiento a la segunda ley agraria de Saturnino.

Sí —pensó Metelo el Numídico cuando hubo salido de su despacho el último cliente del día—, pasaré a la historia como el personaje más ilustre de una ilustre familia, el Quinto más famoso de los Cecilio Metelos. Se sentía ufano, feliz de volver a estar en Roma, complacido del recibimiento y henchido de satisfacción. ¡Sí, había sido una larga guerra contra Cayo Mario! Pero ya había concluido. El había ganado y Cayo Mario había perdido. Roma no volvería a sufrir la iniquidad de aquel Cayo Mario.

El mayordomo llamó a la puerta del despacho.

—¿Qué hay? —dijo Metelo el Numídico.


Domine
, Lucio Cornelio Sila solicita veros.

Cuando Sila cruzó la puerta, Metelo el Numídico estaba ya de pie y se aprestaba a recibirle con la mano tendida.

—Querido Lucio Cornelio, ¡qué placer! —dijo rezumando afabilidad.

—Sí, ya es hora de que venga a ofrecerte mis respetos en privado —respondió Sila, sentándose en la silla de los clientes y adoptando un gesto de afable reproche consigo mismo.

—¿Un vaso de vino?

—Sí, gracias.

Junto a la consola en que había dos jarras de vino y algunas copas de precioso vidrio de Alejandría, Metelo el Numídico se volvió hacia Sila enarcando una ceja y con expresión levemente burlona.

—¿Es ocasión que merezca chian sin agua? —inquirió.

—Aguar el chian es un crimen —respondió Sila, esgrimiendo una sonrisa indicadora de que ya se sentía más a gusto.

—Respuesta de político, Lucio Cornelio —dijo Metelo sin moverse—. No sabía que formases parte de esa casta.

—Quinto Cecilio, ¡no eches agua al vino! —exclamó Sila—. He venido con la intención de que seamos buenos amigos —añadió en tono sincero.

—En tal caso, Lucio Cornelio, beberemos el chian sin agua.

Regresando con dos copas, Metelo el Numídico puso una en el lado del escritorio en que estaba Sila, la otra enfrente, se sentó y alzó la suya.

—Por la amistad —dijo, brindando.

—Y por mí —dijo Sila dando un breve sorbo, con el entrecejo fruncido, mirando de hito en hito a su anfitrión—. Quinto Cecilio, parto para la Hispania Citerior de primer legado con Tito Didio. No sé cuánto tiempo voy a estar fuera, pero en este momento podría considerarse que serán años. Cuando regrese quiero presentarme lo antes posible a las elecciones de pretor —añadió con un carraspeo, dando otro sorbo de vino—. ¿Sabes el verdadero motivo por el que no fui elegido pretor el año pasado?

Una sonrisa se dibujó en los labios de Metelo el Numídico, aunque tan leve, que Sila no habría sabido decir si era de ironía, malevolencia o simple diversión.

—Sí, Lucio Cornelio, lo sé.

—¿Y qué opinas?

—Creo que diste bien la tabarra a mi buen amigo Marco Emilio Escauro en lo que a su esposa respecta.

—¡Ah! ¿No fue por mi vinculación a Cayo Mario?

—Lucio Cornelio, nadie que tenga el buen sentido de Marco Emilio arruinaría tu carrera pública por haber estado militarmente vinculado a Cayo Mario. Aunque yo no he sido testigo, he mantenido suficientes contactos con Roma para saber que tus relaciones con Cayo Mario no han sido últimamente tan estrechas —replicó Metelo el Numídico con voz queda—. Y lo encuentro lógico puesto que ya no sois cuñados —añadió con un suspiro—. No obstante, es lamentable que justo cuando habías logrado desvincularte de Cayo Mario casi provocas un divorcio en el hogar de Marco Emilio Escauro.

—No hice nada deshonroso, Quinto Cecilio —respondió Sila muy firme, cuidando de no dejar traslucir su cólera por aquel sermón, pero cada vez más empedernido en su convicción de que aquel mediocre debía morir.

—Sé que no hiciste nada deshonroso —dijo Metelo el Numídico, apurando la copa—. Es una lástima que en cuestión de mujeres, sobre todo casadas, hasta los más viejos y prudentes se vuelvan tan suspicaces.

Cuando su anfitrión se rebulló para levantarse, Sila se puso rápidamente en pie, cogió las dos copas y se dirigió a la consola para llenarlas.

—Ella es sobrina tuya, Quinto Cecilio —dijo Sila, vuelto de espaldas y tapando la mesa con su toga.

—Por eso precisamente conozco la historia.

Tras ofrecer una copa a Metelo el Numídico, Sila volvió a sentarse.

—¿Y siendo tío de ella, y muy buen amigo de Marco Emilio, consideras que está bien lo que se me ha hecho?

Encogimiento de hombros, buen sorbo de vino y una mueca.

—Lucio Cornelio, si fueses un patán no estarías ahí sentado. Pero tienes un antiguo e ilustre apellido y eres un Cornelio patricio, aparte de un hombre de gran valía —dijo, haciendo otra mueca y dando otro sorbo—. Si yo hubiese estado en Roma cuando mi sobrina se encaprichó de ti, sin duda habría apoyado cualquier acción de mi amigo Marco Emilio por poner coto a la situación. Tengo entendido que te pidió que abandonases Roma y que te negaste. ¡Qué imprudencia!

—Supongo que no creí que Marco Emilio fuese a actuar menos honorablemente que yo —replicó Sila riendo sin ganas.

—¡Oh, qué bien te hubieran venido de joven unos años en el Foro, Lucio Cornelio! —exclamó Metelo el Numídico—. Careces de tacto.

—Creo que tienes razón —respondió Sila, convencido de que estaba haciendo el papel más difícil de su vida—, pero no puedo volver atrás y tengo que seguir mi camino.

—La Hispania Citerior con Tito Didio es, sin duda, un paso adelante.

Sila volvió a levantarse para servir otras dos copas.

—Al menos debo dejar un buen amigo en Roma antes de irme —dijo—, y me gustaría, y lo digo de corazón, que ese amigo fueses tú. A pesar de tu sobrina y a pesar de tus lazos con Marco Emilio Escauro, príncipe del Senado. Soy un Cornelio, y eso me impide ofrecerme a ti como cliente. Sólo puedo ser un amigo. ¿Qué dices?

—Te digo… que te quedes a cenar, Lucio Cornelio.

Y así fue cómo Lucio Cornelio tuvo una agradable e íntima cena con Metelo el Numídico, quien en principio había pensado cenar solo aquel día, hallándose un poco cansado por estar a la altura de su condición de leyenda del Foro. Hablaron de los ingentes esfuerzos de su hijo por poner fin a su exilio en Rodas.

—Es una bendición tener un hijo así —dijo el ex desterrado, algo mareado por la excesiva libación comenzada ya antes de la cena.

La sonrisa de Sila fue inenarrablemente encantadora.

—Es indiscutible, Quinto Cecilio —dijo—. De hecho, considero a tu hijo un buen amigo mío. Mi hijo es aún muy niño, pero el orgullo paterno me dice que va a ser duro de pelar.

—¿Se llama Lucio como tú?

—Por supuesto —respondió Sila, parpadeando sorprendido.

—Es curioso —replicó Metelo el Numídico, pronunciando despacio las dos palabras—. ¿No es Publio el nombre del hijo mayor de vuestra rama de los Cornelios?

—Quinto Cecilio, como mi padre ha muerto no puedo preguntárselo. Y desde luego no recuerdo haberle visto lo bastante sobrio en ninguna ocasión para hablar de asuntos de familia.

—Bien, no tiene importancia. En cuestión de nombres —añadió Metelo el Numídico tras pensarlo un instante—, supongo que sabes que los itálicos me llaman el Meneítos.

—Lo he oído en boca de Cayo Mario, Quinto Cecilio —contestó Sila muy serio, inclinándose a llenar las dos preciosas copas con la igualmente bella jarra. ¡Era una suerte que el Meneítos tuviera predilección por el vidrio!

—¡Es degradante! —añadió Metelo el Numídico, arrastrando el adjetivo.

—Totalmente degradante —dijo Sila, sintiendo un gran bienestar. Meneítos. Meneítos.

—Me ha costado mucho acostumbrarme a ese mote.

—No me extraña, Quinto Cecilio —dijo Sila con tono de inocencia.

—¡Es la jerga de las nodrizas! Esos itálicos… ni siquiera se contentan con apodarme
cunnus
, corno un buen romano.

De pronto, Metelo el Numídico se rebulló para incorporarse, llevándose una mano a la frente, jadeante.

—¡Qué mareo! ¡No… respiro… bien!

—Inspira con más fuerza, Quinto Cecilio.

Metelo el Numídico hizo obedientemente lo que le indicaban, pero se ahogaba.

—No… me siento… bien…

Sila se dejó rodar hacia la parte trasera de la camilla, donde había dejado los zapatos.

—¿Quieres que te acerque una palangana?

—¡Los criados! ¡Lla… ma a los criados! —balbució llevándose las manos al pecho—. ¡Mis… pul… mones!

Sila había vuelto a la parte delantera de la camilla y se inclinaba sobre la mesita.

—¿Estás seguro de que son los pulmones, Quinto Cecilio?

Metelo el Numídico se contorsionaba, medio reclinado, sin apartar una mano del pecho y con los dedos de la otra retorcidos como una garra tendida hacia la camilla de Sila.

—¡Qué… mareo! ¡No… puedo… respirar! ¡Los… pulmones!

—¡Socorro! —bramó Sila—. ¡Pronto, auxilio!

El comedor se llenó inmediatamente de esclavos, y con impasible serenidad envió a unos a buscar médicos y ordenó a los otros que apoyaran a Metelo en unos cabezales porque no podía estar tumbado.

—Ya falta poco, Quinto Cecilio —dijo afablemente, sentándose en el borde de la camilla y apartando de una patada la mesita, haciendo que cayeran al suelo las copas con el vino y las jarras de agua, que se hicieron añicos—, Ten, cógeme la mano —añadió dirigiéndose al tenso y aterrado Metelo—. Haced el favor de recoger eso sin cortaros —ordenó a los criados.

Estuvo sosteniendo la mano de Metelo mientras un esclavo recogía los restos de vidrio y el líquido derramado, agua en su mayor parte. Seguía apretándosela cuando el comedor se llenó de médicos con sus acólitos y llegó Metelo Pío; pero Metelo el Numídico no soltó la mano de Sila ni para tendérsela al hijo.

Así, mientras Sila le sostenía la mano y Meneítos hijo lloraba inconsolable, los médicos comenzaron a actuar.

—Una poción de hidromiel con hisopo y raíz de alcaparra machacada —dijo Apolodoro de Sicilia, que era el galeno más afamado entre los residentes más ricos del Palatino—. Creo que debemos sangrarle. Por favor, Praxis, mi lanceta.

Pero Metelo Numídico estaba demasiado ocupado tratando de respirar como para tragar la poción de miel, y cuando le abrieron la vena su sangre brotó escarlata brillante.

—¡Es una vena, estoy seguro de que es una vena! —exclamó Apolodoro Siculus, hablando consigo—. ¡Qué brillo tiene la sangre! —añadió, dirigiéndose a los otros médicos.

—¡Cómo se nos resiste, Apolodoro! No es de extrañar que sea tan brillante —dijo Publio Sulpicio Solón, el griego de Atenas—. ¿Qué os parece un emplasto en el pecho?

—Sí, le aplicaremos un emplasto —contestó Apolodoro de Sicilia con gesto grave, chascando imperioso los dedos para llamar la atención de su ayudante jefe—. ¡Praxis, el emplasto!

Metelo el Numídico seguía haciendo ímprobos esfuerzos por respirar, golpeándose el pecho con la mano libre, mirando con ojos vidriosos a su hijo, negándose a tumbarse y sin soltar la mano de Sila.

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