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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

La corona de hierba (6 page)

BOOK: La corona de hierba
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Rutilio Rufo le dio un apretón en el brazo y profirió una especie de graznido de horror.

—¡Atiza! ¡Que todos esos ladrones de palabras caigan llenos de llagas agusanadas! ¡Pero sí precisamente ése es mi epigrama! ¡Una Ilíada de infortunios! ¿No recuerdas que yo te escribí esa misma expresión vergonzante cuando estabas en Galia hace unos años? Ya tuve que sufrir que Escauro se la apropiara y ¿qué oigo ahora? ¡Que ha pasado al lenguaje general como si la hubiese acuñado Escauro!


¡Tace!
—exclamó Mario, ansioso por escuchar el discurso de Marco Antonio Orator.

—…convertida en mayor infortunio por la mala administración! Todos sabemos perfectamente quién fue ese mal administrador, ¿no es cierto? —El penetrante y enrojecido ojo se clavó en un rostro particularmente inane de la segunda fila del jurado—. ¿No es cierto? ¡Ah, dejad que os refresque la memoria! Los jóvenes hermanos Lúculo le hicieron rendir cuentas y le enviaron al destierro, privándole de la ciudadanía. Me refiero, por supuesto, a Cayo Servilio Augur. Cuando el leal cónsul Manio Aquilio llegó a Sicilia las cosechas llevaban cuatro años sin recogerse. Y os recordaré que de Sicilia procede la mitad de todo nuestro trigo.

Sila se aproximó, dirigió un saludo con la cabeza a Mario y centró su atención en el aún enfurecido Rutilio Rufo.

—¿Cómo va el juicio?

—¿Quién sabe? Tratándose de Manio Aquilio?… —replicó Rufo con desdén—. El jurado quiere hallar un pretexto para condenarle, y yo diría que lo conseguirá. Quieren hacer un escarmiento para cualquier incauto que se atreva a dar apoyo a Cayo Mario.


¡Tace!
—volvió a gruñir Mario.

Rutilio Rufo se apartó, arrastrando con él a Sila.

—últimamente, tampoco tú, Lucio Cornelio, te apresuras como antes a dar apoyo a Cayo Mario.

—Tengo que labrarme mi carrera, Publio Rutilio, y mucho dudo de que pueda hacerlo apoyando a Cayo Mario.

Rutilio Rufo asintió con una inclinación de cabeza a lo acertado de tal afirmación.

—Sí, es comprensible. Pero, amigo mío, ¡él no se merece eso! Mario se merece la ayuda de quienes le conocemos y le estimamos.

Sila se encogió de hombros ante las palabras de Rutilio Rufo y respondió quejumbroso:

—¡Es muy fácil decirlo! Tú has sido consular y tuviste tu oportunidad, pero yo no. Puedes llamarme traidor si quieres, pero yo te juro, Publio Rutilio, que llegaré a donde me he propuesto. ¡Los dioses protejan a quienes se crucen en mi camino!

—¿Incluso Cayo Mario?

—Incluido él.

Rutilio Rufo calló, contentándose con mover la cabeza, anonadado.

Sila permaneció en silencio por unos instantes y luego dijo:

—Me han dicho que los celtíberos están dando mucho que hacer a nuestro gobernador de la Hispania Citerior, y Dolabella en la Ulterior está tan ocupado con los lusitanos que no puede acudir en su ayuda. Me da la impresión de que Tito Didio tendrá que llegarse a la Hispania Citerior durante el consulado.

—Es una lástima —contestó Rutilio Rufo—, porque me gusta el estilo de Tito Didio, por muy hombre nuevo que sea. Unas leyes muy razonables por una vez… y procedentes de un cónsul.

—¿Cómo, es que no crees que nuestro amado primer cónsul Metelo Nepo haya ideado esas leyes? —replicó Sila sonriente.

—Lo mismo que tú, Lucio Cornelio. ¿Es que ha habido algún Cecilio Metelo que se haya preocupado de mejorar la maquinaria del Estado en lugar de su propia condición? Esas dos modestas leyes de Tito Didio son tan importantes como beneficiosas. Se acabaron las aprobaciones precipitadas en las asambleas, y ahora tendrán que transcurrir tres días
nundinae
entre la promulgacíón y la ratificación. E igualmente se ha puesto fin a eso de juntar cosas no relacionadas, redactando leyes confusas y difíciles. Si este año no ha habido nada relevante en el Senado y los Comicios, al menos tenemos las leyes de Tito Didio —dijo Rutilio Rufo con satisfacción.

Pero a Sila no le interesaban las leyes de Tito Didio.

—Todo eso está muy bien, Publio Rutilio, pero no era a lo que yo me refería. Si Tito Didio va a la Hispania Citerior a reprimir a los celtíberos, yo seré su primer legado. Ya he hablado con él y se mostró más que encantado. Será una larga y terrible guerra, en la que obtendremos botín y nos dará prestigio. Quién sabe si incluso me concede el mando de un ejército…

—Posees una buena reputación militar, Lucio Cornelio.

—¡Pero mira que
cacat
desde entonces! —exclamó Sila, irritado—. ¡Esos votantes idiotas con más dinero que entendimiento lo han olvidado todo! ¿Y qué sucede? Catulo César preferiría verme muerto por temor a que abra la boca para amotinarme, y Escauro me castiga por algo que no he cometido —añadió, enseñando los dientes—. ¡Que vayan con cuidado esos dos! ¡Porque si llega el día en que yo advierta que me han entorpecido definitivamente el paso hacia la silla de marfil, haré que se arrepientan de haber nacido!

¡Bien que le creo!, pensó Rutilio Rufo, sintiendo un escalofrío al notar lo peligroso que era aquel hombre. Era mejor que se ausentara.

—Pues ve a Hispania con Didio —dijo—. Tienes razón, es lo mejor para conseguir el pretorado. Empezar bien, con una nueva reputación. Pero es una lástima que no puedas presentarte a la elección de edil curul, tienes sentido del espectáculo y darías juegos estupendos. Y después de eso tendrías allanado el camino al pretorado.

—No tengo dinero para ser edil curul.

—Cayo Mario te lo daría.

—No voy a pedírselo. Lo poco que tengo, al menos lo he conseguido por mí mismo. No me lo dio nadie; lo cogí yo.

Palabras que hicieron que Rutilio Rufo recordase el rumor difundido por Escauro a propósito de Sila durante su campaña al pretorado, en el sentido de que para lograr el dinero que le permitiese acceder a la condición de caballero había matado a su querida, y que luego, para poder inscribirse en el censo senatorial, había asesinado a su madrastra. Rutilio Rufo se había mostrado inclinado a descartar ese rumor, lo mismo que las supuestas guarrerías de comercio carnal con madres, hermanas e hijas, con muchachitos y las acusaciones de coprofagia. ¡Pero a veces Sila decía unas cosas! Entonces, ¿qué podía uno pensar?

En el juicio se produjo un revuelo: Marco Antonio Orator iniciaba la conclusión.

—¡Ante vosotros tenéis a un hombre fuera de lo común! —gritaba—. ¡Tenéis ante vosotros a un ciudadano de Roma, a un soldado, a un
Vale
roso soldado! ¡A un patriota, a uno que cree en la grandeza de Roma! ¿Por qué tal hombre iba a arrebatar un solo plato de peltre a los campesinos, robar sopa de acedera a criados y pan malo a los panaderos? ¡Os lo pregunto, caballeros del jurado! ¿Habéis oído historias de peculados monstruosos, de estupro y asesinato, de hurto? ¡No! ¡No habéis escuchado más que a unos cuantos hombrecillos vulgares lloriqueando por la desaparición de diez monedas de bronce, un libro o unos pescados!

Orator hizo una inspiración y pareció crecerse, poniendo de relieve el magnífico físico de todos los Antonianos, con el pelo castaño ondulado y aquel rostro tan poco intelectual que tanta confianza infundía. Tenía fascinados a todos los miembros del jurado.

—Se los ha ganado —dijo plácidamente Rutilio Rufo.

—Me interesa más lo que pretende hacer con ellos —añadió Sila con gesto alerta.

En aquel momento se produjo un revuelo y como un grito en suspenso. Antonio Orator se acercó a grandes zancadas a Manio Aquilio y se le chó encima, le desgarró la toga, cogió el cuello de la túnica con ambas manos y lo partió, dejando al acusado ante el tribunal con un simple taparrabos.

—¡Mirad! —tronó Orator—. ¿Es acaso la piel blanca como el lirio y depilada de una
saltatrix tonsa
? ¿Es el cuerpo fofo y panzudo de un glotón gandul? ¡No! Lo que veis son cicatrices. Docenas de cicatrices de guerra. ¡Es el cuerpo de un militar, un hombre
Vale
roso, un romano, un comandante tan apreciado por Cayo Mario que le encomendó la misión de ir tras las líneas enemigas para atacar por la retaguardia! ¡Es el cuerpo de quien no huyó chillando del campo de batalla cuando una espada hizo mella en él, una lanza rozó su muslo o una piedra le dejó sin respiración! ¡Es el cuerpo de alguien que ante graves heridas reaccionó con una simple mueca de exasperación y prosiguió su tarea de aniquilar al enemigo! —El abogado agitó las manos sobre su cabeza para dejarlas caer de golpe—. Ya basta. No diré nada más. Decidme vuestro veredicto —añadió lacónico.

Y dieron su veredicto. ABSOLVO.

—¡Farsantes! —farfulló Rutilio Rufo—. ¿Cómo se presta el jurado a semejante engaño? Se le rasga la túnica como si fuese de papel y ahí está, ¡en taparrabos!… ¡Por Júpiter! ¿Qué es lo que eso os da a entender?

—Que Aquilio y Antonio lo tenían preparado de antemano —contestó Mario con una gran sonrisa.

—Yo creo que Aquilio no arriesgaba gran cosa si hubiera comparecido sin taparrabos —añadió Sila.

Tras la risotada que siguió, Rutilio Rufo dijo a Mario:

—Dice Lucio Cornelio que se marcha a la Hispania Citerior con Tito Didio. ¿Qué te parece?

—Creo que es lo mejor que puede hacer —respondió Mario muy tranquilo—. Quinto Sertorio va a presentarse a la elección de tribuno de los soldados, así que me atrevería a decir que él también se va a Hispania.

—No pareces muy sorprendido —comentó Sila.

—No lo estoy. De todos modos, las noticias sobre Hispania serán de dominio público mañana. Hay convocada una reunión del Senado en el templo de Bellona y en ella encargaremos a Tito Didio la guerra contra los celtíberos —dijo Mario—. Es un buen hombre, buen militar y hábil general, en mi opinión. Sobre todo cuando se enfrenta a galos de diversas tribus. Sí, Lucio Cornelio, te hará más bien para las elecciones ir a Hispania como legado que recorrer Anatolia con un
privatus
.

A la semana siguiente salía el
privatus
hacia Tarento para tomar el barco en dirección a Patrae. Al principio algo confuso y trastornado por el hecho de viajar con su esposa y su hijo, cosa que nunca había hecho. El militar ladraba órdenes a los criados y viajaba con el menor equipaje posible y lo más rápido que podía, pero las esposas, como comprobaría en seguida, pensaban de otro modo. Julia había decidido llevarse media casa, incluido un cocinero especializado en comidas infantiles, el pedagogo del pequeño Mario y una muchacha que hacía milagros con el cabello de su ama. Había empaquetado, además, todos los juguetes del pequeño, sus libros de estudio y la biblioteca entera del pedagogo, más ropa para cualquier eventualidad y artículos que temía no encontrar fuera de Roma.

—Somos tres y llevamos más equipaje y sirvientes que el rey de los partos en viaje veraniego de Seleucia, en el Tigris, a Ecbatana —gruñó Mario al cabo de tres jornadas por la vía Latina en las que aún no habían rebasado Anagnia.

Pero siguió soportando la situación hasta que unas tres semanas más tarde llegaban por la Via Appia a Venusia, agobiados por el calor y sin poder encontrar una posada lo bastante amplia para alojar sirvientes y equipaje.

—¡Esto no puede seguir! —bramó Mario, después de enviar a los criados y el equipaje menos necesarios a otro albergue y quedarse a solas con Julia—. O aligeras tu dispositivo logístico, Julia, o te vuelves con el pequeño a Cumae a pasar el verano. ¡Nos esperan varios meses de viaje por territorio sin civilizar y no hay necesidad de tanto cachivache! ¡Un cocinero para el pequeño… válganme los dioses!

Julia estaba acalorada, rendida y a punto de llorar; las maravillosas vacaciones eran una pesadilla interminable. Tras escuchar el ultimátum, su primera reacción fue aprovechar la oportunidad de volverse a Cumae, pero luego pensó en los años que estaría sin ver a Mario y a su hijo; además, cabía la posibilidad de que en cualquier remoto lugar su esposo sufriera otro infarto.

—Cayo Mario, es la primera vez que viajo, si exceptuamos las ídas a Cumae y Arpinum; y cuando voy con el pequeño a Arpinum, o a Cumae lo hacemos igual que ahora, pero te entiendo —dijo llevándose la mano a la cara para enjugarse furtivamente una lágrima—. El inconveniente es que no tengo la menor idea de cómo arreglármelas.

¡Era la primera vez que Mario oía a su esposa admitir que hubiese algo superior a sus fuerzas! Y comprendiendo lo que le habría costado decirlo, la abrazó y la besó en el pelo.

—No te apures, me encargo yo —dijo—. Pero si lo hago, hay algo que quiero que quede claro.

—¡Lo que tú digas, Cayo Mario, lo que tú digas!

—¡Luego no empieces a refunfuñar porque he tirado algo que necesitabas o he mandado regresar a un sirviente que te es imprescindible! ¡No quiero oír una sola palabra! ¿Entendido?

Suspirando complacida y apretándole con fuerza, Julia cerró los ojos.

—Entendido —dijo.

A partir de allí viajaron bien y con rapidez; y, para sorpresa de Julia, con gran comodidad. Siempre que podían se alojaban en villas romanas privadas del itinerario, ya fuesen amigos o merced a una carta de presentación; era una modalidad de hospitalidad recíproca, pero que no obligaba. Sin embargo, después de Beneventum tuvieron que contentarse casi siempre con posadas, y entonces Julia comprendió que habría sido imposible de haber seguido con el equipaje inicial.

El calor proseguía implacable, pues el extremo sur de la península era seco y casi todas las vías principales carecían de sombra, pero el ritmo más rápido de viaje servía de alternativa a la monotonía y les permitía ofrecerse con mayor frecuencia baño y solaz en alguna poza de los ríos o en algún centro habitado de casas de adobe con tejado plano y suficiente perspicacia comercial para alquilar baños.

Por ello agradecieron las fértiles tierras colonizadas por los griegos en las llanuras costeras en torno a Tarentum, y más aún la propia Tarentum. Seguía siendo una ciudad más griega que romana, aunque no tan importante como otrora, cuando era término de la Via Appia. Ahora casi todo el tráfico continuaba hacia Brundisium, principal puerto de embarque para Macedonia. Blanca y austera, en fuerte contraste con el azul del cielo y del mar, el verde de campos y bosques y el ocre y el gris de los riscos montañosos, Tarentum acogió también encantada al gran Cayo Mario. Se alojaron en la fresca y cómoda residencia del
etnarca
, que ya por entonces era ciudadano romano y fingía sentirse más complacido de que le llamasen
duumvir
en lugar de
etnarca
.

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