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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

La corona de hierba (3 page)

BOOK: La corona de hierba
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Cuando el día anterior se había visto con Metrobio, el joven actor griego le había hecho un comentario cáustico sobre Dalmática, y él, sorprendido, había comprendido en ese momento que toda Roma debía de estar hablando de él y Dalmática, ya que el entorno del muchacho era muy distinto a aquel en que él se desenvolvía.

—¿Debo ir a hablar con Marco Emilio Escauro? —volvió a preguntar Sila.

—Creo que sería preferible que vieras a Dalmática, pero no sé cómo podría hacerse —contestó Aurelia frunciendo los labios.

—¿Y no podrías invitarla a venir aquí? —añadió Sila más decidido.

—¡Ni mucho menos! —replicó Aurelia escandalizada—. ¡Lucio Cornelio, eres de una tozudez asombrosa y a veces pareces tonto! ¿No te das cuenta de que seguramente Marco Emilio Escauro tiene vigilada a su esposa? Lo que ha salvado de momento tu blanca piel es la falta de pruebas de sus sospechas.

Sila dejó entrever sus fuertes caninos, pero no mediante una sonrisa. Por un instante, Sila se quitaba la máscara y Aurelia pudo intuir la personalidad de un desconocido. No obstante… ¿sería cierto? Mejor sería decir que ella había presentido aquel otro ser que lo animaba, pero nunca lo había visto. Otro ser carente de cualidades humanas, un monstruo con garras, capaz tan sólo de aullar a la luna. Y por primera vez en su vida sintió un profundo temor.

Su estremecimiento hizo desaparecer al monstruo; Sila se puso la máscara y se lamentó:

—Entonces, ¿qué hago, Aurelia? ¿Qué puedo hacer?

—La última vez que hablaste con ella, es decir, hace dos años, dijiste que la amabas; pero es la única ocasión en que la has visto. Muy parecido a lo de Julilla, ¿verdad? Y, claro, eso lo hace más insoportable aún. Desde luego ella no sabe nada de Julilla, salvo el hecho de que tú tuviste una esposa que se suicidó… precisamente el dato que aumenta tu atractivo, pues da a entender que eres un peligro para las mujeres que te aman. ¡Menudo reto! No, mucho me temo que la pobrecilla Dalmática se halla bien atrapada en tus redes, aunque se las hayas echado sin esa intención.

Aurelia reflexionó un instante en silencio y luego fijó la mirada en él.

—No digas ni hagas nada, Lucio Cornelio. Espera a que Marco Emilio venga a tí. Así parecerás totalmente inocente. Pero cuida de que no pueda encontrar prueba alguna de infidelidad, por fortuita que sea. Prohíbe a tu mujer salir de casa cuando estés tú, no sea que Dalmática soborne a algún sirviente para que la deje entrar. El problema estriba en que como no entiendes a las mujeres ni te gustan demasiado, no sabes cómo actuar ante sus peores excesos y te pones frenético. Que sea su marido el que venga a hablarte. ¡Pero, sobre todo, sé amable con él! Para un hombre viejo casado con una jovencita la visita ha de ser mortificante. No es un cornudo, pero exclusivamente gracias a tu desinterés, Por consiguiente debes hacer todo lo posible por no herir su orgullo. Ten en cuenta que, en definitiva, el único que le iguala en influencia es Cayo Mario —añadió con una sonrisa—. Ya sé que él no aceptaría semejante comparación, pero es la verdad. Si quieres ser pretor no tienes que ofenderle.

Sila siguió su consejo, pero no del todo, por desgracia. Y se creó un gran enemigo porque no fue amable ni se mostró predispuesto a no herir el orgullo de Escauro.

Durante los dieciséis días que siguieron a su visita a Aurelia no sucedió nada, salvo que estuvo alerta ante los posibles observadores enviados por Escauro, y adoptó toda clase de precauciones para no darle pruebas de infidelidad. Observó guiños furtivos y sonrisas disimuladas entre las amistades de Escauro y las suyas; era indudable que siempre los habría habido, pero no había querido verlo.

Lo peor era que aún seguía deseando a Dalmática, o amándola —o sería una obsesión—… o las tres cosas. De nuevo Julilla. La pena, el odio, la cólera para azotar sin piedad a quien se interpusiera en su camino. De la ensoñación de hacer el amor con Dalmática pasaba fulgurante al sueño de partirle el cuello y verla efectuar una horrenda danza sobre la hierba iluminada por la luna en Circeí… ¡No, no, así era como había matado a su madrastra! Había comenzado a abrir con asiduidad el cajoncito secreto de la vitrina en que guardaba la máscara de su antepasado Publio Cornelio Sila Rufino,
flamen dialis
, para sacar los frasquitos de veneno y la caja con el polvo blanco de fundición con el que había matado a Lucio Gavio Stichus y al forzudo Hércules Atlas. ¿Setas? Con ellas había dado muerte a su madrastra… ¡Cómelas, Dalmática!

Pero el tiempo y la experiencia le habían enriquecido desde la muerte de Julilla y se conocía mejor. A Dalmática no podía matarla, del mismo modo que no habría podido matar a Julilla. Con las mujeres de ilustres familias no había otra alternativa que llevar el asunto hasta las últimas consecuencias. Un día, algún día, él y Cecilia Metela Dalmática concluirían lo que en aquel momento no osaban iniciar.

Y en éstas, Marco Emilio Escauro vino a llamar a su puerta; aquella misma puerta a la que había llamado la mano de tantos fantasmas y que rezumaba malicia a través de sus leñosas células. El hecho de tocarla contaminaba a Escauro, quien pensó que la entrevista iba a ser más dura de lo previsto.

Sentado en la silla que Sila destinaba a los clientes, el esforzado anciano contempló amargado la serenidad de su anfitrión con aquellos ojos verde claro tan en contraste con las arrugas de su rostro y la desnudez de su cráneo, deseando en lo más profundo de su ser no haber acudido, no tener que tragarse su orgullo para aclarar aquella ridícula y odiosa situación.

—Me imagino que sabes quién soy, Lucio Cornelio —dijo Escauro con la barbilla alta, mirándole a los ojos.

—Creo que sí —respondió escuetamente Sila.

—He venido a pedir excusas por el comportamiento de mi esposa y a asegurarte que, después de hablarte, haré lo necesario para que ella no siga importunándote.

¡Ya estaba! Lo había dicho y no había muerto de vergüenza. Sin embargo, por debajo de aquella mirada serena y desapasionada de Sila le pareció detectar un cierto desdén; imaginario quizá, pero eso fue lo que hizo que Escauro se convirtiese en enemigo de Sila.

—Lo siento mucho, Marco Emilio.

—¡Di algo! ¡Házselo más fácil a este viejo tonto! ¡No dejes que siga ahí sentado con su honor destrozado! ¡Recuerda lo que dijo Aurelia! Pero las palabras se negaban a acudir a su boca. Bullían incoherentes en su mente, pero su lengua era de piedra.

—Sería mejor para todos que abandonases Roma y te fueras a Hispania —dijo por fin Escauro—. Me han dicho que Lucio Cornelio Dolabella necesita la ayuda de alguien competente.

Sila parpadeó con exagerada sorpresa.

—¿Ah, sí? ¡No sabía yo que las cosas estuvieran tan mal! No obstante, Marco Emilio, me es imposible dejar Roma para acudir a la Hispania Ulterior. Llevo en el Senado nueve años y ha llegado el momento de presentarme al pretorado.

Escauro tragó salíva, esforzándose en seguir aparentando jovialidad.

—Este año no, Lucio Cornelio —dijo afable—. El año que viene o al otro. Este año tienes que dejar Roma.

—¡Marco Emilio, yo no he hecho nada malo! (¡Sí que lo has hecho! ¡Lo que estás haciendo ahora está mal, le estás pisoteando!) Tengo tres años más de la edad requerida para ser pretor y el tiemPo corre. Debo presentarme este año, y por consiguiente tendré que quedarme en Roma.

—Te ruego que lo reconsideres —añadió Escauro poniéndose en pie.

—No puedo, Marco Emilio.

—Lucio Cornelio, si te presentas, te aseguro que no saldrás elegido. Ni al año que viene, ni al siguiente, ni al otro —replicó Escauro sin alterarse—. Eso te lo prometo, y te ruego que me creas. Vete de Roma.

—Te repito, Marco Emilio, que lo siento mucho pero debo quedarme en Roma para presentarme al pretorado —respondió Sila.

Y así había sucedido. Ofendido en su
auctoritas
y
dignitas
, Marco Emilio Escauro, príncipe del Senado, se las había arreglado para mover influencias suficientes y conseguir que no eligiesen pretor a Sila. Y así fue cómo hombres de menor categoría —anodinos, mediocres, memos— vieron su nombre inscrito en los
fasti
y fueron pretores.

Por boca de su sobrina Aurelia, Publio Rutilio Rufo supo la verdad, y él a su vez se lo contó a Cayo Mario. Que Escauro, príncipe del Senado, se había empeñado en que Sila no fuese pretor, era de dominio público, aunque no lo fuera tanto el motivo. Había quien sostenía que era por la lamentable chifladura de Dalmática, pero tras prolijas discusiones solía concluirse que era una explicación baladí. Habiéndole dado tiempo de sobra para que viese por sí misma lo erróneo de su conducta —le dijo—, Escauro había hablado con ella —amablemente pero sin concesiones, puntualizó él— y no hizo ningún secreto de ello frente a sus amigos ni en el Foro.

—Pobrecílla, tenía que sucederle —había manifestado a varios senadores, asegurándose de que a sus espaldas había otros más que Pudieran oírle—. Ojalá hubiese puesto los ojos en otra persona que no fuese un simple peón de Cayo Mario, pero… Supongo que es hombre bien parecido.

Lo hizo muy bien; tan bien, que los especialistas del Foro y los miembros del Senado se dijeron que el verdadero motivo de que se opusiera a la candidatura de Sila era la conocida asociación de éste con Cayo Mario. Pues Cayo Mario, después de ser cónsul en un caso sin precedentes, seis veces seguidas, estaba en declive. Su tiempo había pasado y ni siquiera había sido capaz de aunar suficientes influencias para presentarse a la elección de censor. Lo que significaba que Cayo Mario, el llamado Tercer Fundador de Roma, jamás figuraría entre los cónsules más insignes, todos nombrados censores. Cayo Mario era una fuerza gastada según los parámetros romanos, una curiosidad más que una amenaza, un hombre únicamente adorado por la tercera clase.

Rutilio Rufo se sirvió más vino.

—¿De verdad piensas marcharte a Pessinus? —preguntó a Mario.

—¿Y por qué no?

—¿Y a qué viene eso? Me refiero a que comprendería que fueses a Delfos, a Olimpia o a Dodona incluso. ¡Pero perderte en Anatolia… en plena Frigia, el país más atrasado, supersticioso e incómodo del mundo! ¡Sin un vaso de vino decente, y en lugar de carreteras, caminos de herradura durante cientos de millas! ¡Pastores incultos a derecha e izquierda, salvajes de Galacia en bandadas nada más cruzar la frontera! ¡Verdaderamente, Cayo Mario…! Si es que deseas ver a Batacio con sus ropajes dorados y luciendo joyas en la barba, ordénale que venga a Roma. Estoy seguro de que le encantaría reanudar relaciones con algunas de nuestras matronas más modernas… que no han dejado de llorarle desde que se fue.

Mario y Sila estaban riéndose a carcajadas antes de que Rutílio Rufo concluyese su apasionado alegato, y de pronto desaparecieron todas las reservas y se sintieron los tres cómodos y en perfecto acuerdo.

—Vas a ver al rey Mitrídates —dijo Sila sin tono interrogativo.

Mario permanecía sonriente con las cejas fruncidas.

—¡Qué cosas se te ocurren! ¿Por qué crees eso, Lucio Cornelio?

—Porque te conozco, Cayo Mario. ¡Eres un inveterado irreverente! Los únicos votos que te he oído hacer eran prometiendo dar patadas en el culo a los legionarios o a los tribunos de los soldados. El único motivo que te impulsa a pasear tus cansados huesos por la salvaje Anatolia es ver por ti mismo qué es lo que sucede en Capadocia y hasta qué extremo es responsable de ello el rey Mitrídates —replicó Sila, sonriendo con una complacencia que no conocía desde hacía meses.

Mario se volvió estupefacto hacia Rutilio Rufo.

—¡Espero no ser tan transparente a los demás como a Lucio Cornelio!

—Dudo mucho de que nadie se lo imagine siquiera —dijo Rutilio Rufo, sonriendo también—. ¡Y yo que me lo había creído, inveterado irreverente!

Sin proponérselo (o eso le pareció a Rutilio Rufo), Mario volvió la cabeza hacia Sila para enfrascarse en los comentarios de la nueva estrategia.

—El problema estriba en que nuestras fuentes de información no son nada fiables —decía Mario con énfasis—. Cítame, si no, alguien relevante o inteligente que haya estado en esa región desde hace años… Entre los pretores recién nombrados no hay uno solo que yo vea capaz de hacerme un informe exacto. ¿Qué sabemos realmente de aquella zona?

—Muy poca cosa —dijo Sila con candente atención—. En Galacia han hecho algunas incursiones Nicomedes por el oeste y Mitrídates por el este, y hace unos años el viejo Nicomedes se casó con la madre del rey niño de Capadocia, que por entonces creo que era la regente. A partir de entonces Nicomedes comenzó a llamarse rey de Capadocia.

—Así es —añadió Mario—. Supongo que para él sería un infortunio que Mitrídates instigara el asesinato de su esposa y repusiera al niño en el trono —dijo riéndose por lo bajo—. ¡Se acabó el rey Nicomedes de Capadocia! No sé cómo pudo pensar que Mitrídates iba a consentírselo, teniendo en cuenta que la asesinada era hermana de éste…

—Y su hijo sigue reinando con el nombre de… ¡ah, tienen unos nombres tan raros! ¿Es Ariarates? —aventuró Sila.

—Ariarates séptimo, para ser exactos —puntualizó Mario.

—¿Qué crees que se trae entre manos? —inquirió Sila, azuzado en su curiosidad por el conocimiento de que hacía gala Mario acerca de aquellas tortuosas relaciones con Oriente.

—No lo sé muy bien. Probablemente nada, aparte de las habituales pendencias entre Nicomedes de Bitinia y Mítrídates del Ponto. Me gustaría hablar con él. Al fin y al cabo, Lucio Cornelio, no tendrá más de treinta años y, no obstante, ha pasado de no contar casi con territorio, como en el caso del Ponto, a poseer la mayor parte de las tierras en torno al mar Euxino. Se me pone carne de gallina al pensar que pueda causar problemas a Roma —contestó Mario.

Considerando que había llegado el momento de intervenir en la conversación, Publio Rutilio Rufo dejó la copa vacía en la mesita de delante de su camilla con un golpe seco.

—Supongo que quieres decir que Mitrídates ha puesto el ojo en la provincia romana de Asia —terció, asintiendo pensativo—. ¿Cómo no iba a quererla, dadas sus inmensas riquezas? Y es la región más civilizada del mundo… ¡era griega antes de que lo fuesen los propios griegos! Homero vivió y trabajó en nuestra provincia de Asia… ¿Os imagináis?

—Seguramente me lo imaginaría mejor si me lo contaras acompañándote de la lira —dijo Sila riendo.

—Un poco de seriedad, Lucio Cornelio. Dudo mucho de que el rey Mitrídates se plantee en broma lo de la provincia de Asia, y nosotros tampoco debemos chancearnos —dijo Rutilio Rufo, haciendo una pausa para admirar su virtuosismo verbal, con lo cual perdió su turno en la conversación.

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