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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

La corona de hierba (119 page)

BOOK: La corona de hierba
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De lo que no había duda era de que no estaban muy contentos. Ambos estaban vinculados en cierto modo a Mario; Escévola porque tenía una hija prometida con el hijo del gran hombre, y Flaco porque había obtenido el consulado y el censorado gracias al apoyo de Mario a la hora de las votaciones. Ahora no era el momento de entablar una larga conversación con ellos, pero tampoco podía quedarse callado.

—¿Estáis conmigo? —inquirió sin más.

—Sí, Lucio Cornelio —contestó Escévola con una especie de suspiro estremecido.

—Pues escuchad lo que voy a decir a la multitud. Así se aclararán vuestras dudas e interrogantes. — Miró hacia la escalinata del Senado, donde estaba Catulo César con los censores, Antonio Orator y el
flamen dialis Merula
. Catulo César le dirigió un leve guiño—. ¡Oídme bien! —gritó Sila.

A continuación se volvió de cara al bajo Foro, dando la espalda a la sede del Senado, y comenzó su discurso. No le habían acogido con vítores, pero tampoco con silbidos y abucheos; lo cual significaba que el público estaba dispuesto a escucharle y no por el simple hecho de que hubiese puesto soldados en esquinas y bocacalles.

—Pueblo de Roma, nadie es más consciente que yo de la gravedad de lo que he hecho —dijo con voz potente y clara—. Y tampoco penséis que la presencia del ejército en Roma sea responsabilidad de nadie más que mía. Yo soy el primer cónsul, legalmente elegido y con mando legal del ejército. Yo he traído ese ejército a Roma, y nadie más. Mis colegas actuaron bajo mis órdenes, como es su deber, incluido el segundo cónsul, Quinto Pompeyo Rufo… aunque os recuerdo que su hijo fue asesinado en este sacro foro romano por gentes de la canalla de Sulpicio.

Hablaba despacio para que los heraldos pudieran ir repitiendo sus palabras hacia la periferia de la muchedumbre, e hizo una pausa hasta oír desvanecerse a lo lejos sus últimas palabras vociferadas.

—Hace ya demasiado tiempo, pueblo de Roma, que se viene haciendo caso omiso del derecho del Senado y de los cónsules a organizar los asuntos y las leyes de Roma. Y en los últimos años, incluso les ponen zancadillas unos demagogos ahítos de poder que se denominan tribunos de la plebe. Estos demagogos sin escrúpulos se presentan a las elecciones como
Vale
dores de los derechos del pueblo y luego abusan de los crédulos de un modo absolutamente irresponsable. ¡Siempre se escudan en la misma excusa: que actúan en nombre del «pueblo soberano»! Cuando lo cierto es, pueblo de Roma, que actúan exclusivamente en su propio interés. Os encandilan con promesas de magnanimidades o privilegios que están totalmente fuera del alcance del Estado, y más si tenéis en cuenta que esos desaprensivos suelen surgir en momentos en que el Estado no puede hacer alarde de generosidad ni conceder privilegios. ¡Por eso triunfan! ¡Porque juegan con vuestros deseos y vuestros temores! Pero os engañan, puesto que lo que prometen no pueden concederlo. Vamos a ver, ¿dio alguna vez Saturnino el grano gratis? ¡Claro que no! Porque no lo había. De haberlo habido, vuestros cónsules y el Senado lo habrían repartido. Cuando llegó el grano, fue vuestro cónsul, Cayo Mario, quien lo distribuyó, no gratis pero sí a un precio aceptable.

Volvió a detenerse hasta que los heraldos hubieron concluido.

—¿Creéis de verdad que Sulpicio habría promulgado una ley cancelando vuestras deudas? ¡Claro que no! Aunque no hubiésemos acudido mi ejército y yo, no tenía poder para hacerlo. ¡Nadie puede expulsar a toda una clase del lugar que le corresponde como hizo él con el Senado… alegando las deudas contraídas, para luego decir que van a cancelarse las deudas! Si reflexionáis sobre lo que hizo, lo comprenderéis fácilmente. Sulpicio quería destruir el Senado, encontró la manera de hacerlo y os hizo creer que con vosotros procedería del modo contrario a como lo hacía con otros, convenciéndoos de que eran enemigos vuestros. Siempre recurren a un señuelo. En este caso, la cancelación general de las deudas. Pero ha sido una manipulación, pueblo de Roma. ¡Nunca dijo en una asamblea pública que fuese a cancelar todas las deudas! Lo que hizo fue difundirlo en privado por medio de sus agentes. ¿No os dais cuenta de lo poco sincero que era? Porque si se proponía cancelar las deudas, lo habría anunciado desde los
rostra
. Pero no lo hizo. Os manipuló sin preocuparse para nada de vuestra aflicción. Mientras que yo, como cónsul vuestro, puse en marcha medidas para paliar lo más posible esa carga de las deudas sin que afectase a la estructura monetaria… y lo hice para todos los romanos, desde el de más alcurnia hasta el más bajo. ¡Lo hice incluso para quienes no son romanos! Promulgué una ley general limitando el pago de intereses sobre los intereses del capital, fijándolos en la proporción inicial. Por lo tanto, podéis decir con toda razón que he sido yo quien ha contribuido a mitigar las deudas. ¡No Sulpicio!

Giró en círculo, como si mirase desde diversos puntos a la muchedumbre, y, después de repetirlo varias veces, se puso de nuevo de cara a la gente y se encogió de hombros, alzando las manos en gesto de fútil llamamiento.

—¿Dónde está Sulpicio? —preguntó, como si estuviese sorprendido—. ¿A quién he matado desde que entré en Roma con mi ejército? A un puñado de esclavos, libertos y ex gladiadores. Escoria. No a romanos respetables. ¿Por qué, entonces, no está aquí Publio Sulpicio para hablaros y refutar lo que estoy diciendo? ¡Conmino a Publio Sulpicio a que se persone y refute en un debate decente y honorable lo que yo digo… no dentro de la Curia Hostilia, sino aquí ante todo el «pueblo soberano»! ¡¡¡Publio Sulpicio, tribuno de la plebe, te exijo que vengas a responderme!!! —añadió a gritos, haciendo bocina con las manos.

Sólo obtuvo por respuesta el silencio.

—No está aquí, pueblo de Roma, porque cuando yo, ¡el cónsul legalmente elegido!, entré en la ciudad, acompañado por mis únicos amigos, mis soldados, para que se nos hiciera justicia, Publio Sulpicio huyó. Ahora bien, ¿por qué huyó? ¿Temía por su vida? ¿Por qué había de temer? ¿Es que he intentado matar a algún magistrado electo, o siquiera a algún respetable ciudadano romano? ¿Estoy ante vosotros esgrimiendo una espada ensangrentada? ¡No! He comparecido con la toga bordada en púrpura propia de mi cargo, y mis únicos amigos, mis soldados, no están presentes escuchando lo que os digo. ¡No hace falta que estén! ¡Soy su representante legalmente elegido, igual que soy vuestro representante legalmente elegido. ¡Pero Sulpicio no comparece! ¿Por qué no lo hace? ¿Creéis sinceramente que es porque teme por su vida? Si así es, pueblo de Roma, será porque se da cuenta de que lo que hizo era ilegal y una traición. ¡Por mi parte, prefiero concederle el beneficio de la duda y desear con todo mi corazón que hubiese estado aquí!

Otra pausa con respiro para escrutar entre la multitud, simulando buscar a Sulpicio. Sila volvió a hacer bocina con las manos y gritó con todas sus fuerzas:

—¡Publio Sulpicio, tribuno de la plebe, te conmino a que comparezcas para responderme!

Pero no aparecía nadie.

—Se ha marchado, pueblo de Roma. Huyó en compañía del hombre que le engañó igual que os engañó a vosotros: ¡Cayo Mario! —añadió con fuerte voz.

Al oír ese nombre, la multitud comenzó a agitarse y a murmurar, porque era un nombre que a nadie del pueblo de Roma le gustaba que se pronunciase en términos peyorativos.

—Sí, ya sé —añadió Sila despacio, para que sus palabras fuesen repetidas minuciosamente hacia la periferia— que Cayo Mario es un héroe para todos. Salvó a Roma de Yugurta de Numidia y salvó a Roma y al mundo romano de los germanos. Fue a Capadocia, y él solo ordenó al rey Mitrídates retirarse a su país. Eso no lo sabíais, ¿verdad? ¡Pues sí, aquí me tenéis contándoos otra de las grandes hazañas de Cayo Mario! Muchas de sus hazañas no se saben, pero yo sí las sé, porque fui su fiel legado en sus campañas contra Yugurta y los germanos. Yo era su mano derecha. Y el destino de los lugartenientes es pasar inadvertidos sin ser famosos. Y yo no le quito mérito alguno a la fama de Cayo Mario. ¡Se la merece! Pero yo también he sido fiel servidor de Roma. Yo también fui a Oriente y ordené personalmente al rey Mitrídates regresar a su reino. Yo crucé por primera vez con un ejército romano el río Éufrates hacia tierras desconocidas.

Volvió a hacer una pausa, comprobando complacido que la multitud se calmaba, y que había conseguido convencerla de su absoluta sinceridad.

—Yo he sido amigo de Cayo Mario además de su lugarteniente. Durante muchos años fui su cuñado, hasta que murió mi esposa que era hermana de la suya. No me divorcié de ella. No existía animosidad alguna entre nosotros. Su hijo y mi hija son primos carnales. Cuando hace unos días los secuaces de Publio Sulpicio mataron a muchos jóvenes prometedores de buena familia, entre ellos el hijo de mi querido colega Quinto Pompeyo, un joven que era mi yerno, esposo de la sobrina de Cayo Mario, tuve que huir del Foro para salvar la vida. ¿Y a dónde opté por ir, sabiendo que mi vida sería escrupulosamente respetada? Pues a casa de Cayo Mario, que me dio cobijo.

Sí, la multitud ya estaba calmada. Había abordado muy acertadamente el tema de Cayo Mario.

—Cuando Cayo Mario obtuvo su gran victoria contra los marsos, yo era de nuevo su mano derecha. Y cuando mi ejército, éste que he traído a Roma, me concedió la corona de hierba por librarlo de una muerte segura a manos de los samnitas, Cayo Mario se regocijó de que yo, su anónimo ayudante, hubiese alcanzado por fin una justa fama en el campo de batalla. Por la importancia y el número de bajas enemigas, mi victoria fue mayor que la suya, pero ¿le afectó en algo? ¡Claro que no! ¡Se alegró por mí! ¿No eligió para su reaparición en el Senado el día de la proclamación oficial de mi cargo como cónsul? ¿No dio lustre su presencia a la ceremonia?

Ahora estaban totalmente absortos y nadie decía una palabra; Sila prosiguió su peroración.

—Sin embargo, pueblo de Roma, todos nosotros… vosotros, yo, Cayo Mario, tenemos a veces que enfrentarnos a hechos desagradables. Y a Cayo Mario le afecta una desagradable realidad: ya no es joven ni está en condiciones de dirigir una guerra en el extranjero. Tiene mermadas sus facultades mentales. Y la mente, como todos sabéis, es un órgano que no se recupera como el cuerpo. El hombre que durante estos dos últimos años habéis visto caminando, nadando, ejercitando su cuerpo para superar el grave impedimento, no puede curar su mente. Yo atribuyo sus últimos actos a esa enfermedad mental y excuso sus excesos por el afecto que le profeso. Igual que debéis hacer vosotros. Roma se enfrenta a un conflicto mucho peor que el que en estos momentos toca a su fin. Un peligro mucho más grave que el de los germanos se nos viene encima en forma de un rey oriental con ejércitos de cientos de miles de soldados bien pertrechados y entrenados. Un rey con flotas de centenares de galeras acorazadas. Un hombre que ha logrado el apoyo de pueblos extranjeros que Roma había acogido y protegido y que ahora así nos lo agradecen. ¿Cómo puedo yo, pueblo de Roma, permanecer impasible mientras vosotros, en vuestra ignorancia, me priváis del mando de esta guerra, a mí, ¡un hombre en plenas facultades!, para dárselo a él, un hombre que ya no goza de todas las suyas?

Sila, que no era un acendrado orador, comenzaba a sentir cansancio. Pero cuando se detuvo para que los heraldos repitiesen sus palabras, permaneció impasible como si no tuviese sed, como si no le temblasen las rodillas, como si no le preocupase la reacción del público.

—Incluso si yo hubiese estado dispuesto a ceder el mando legalmente otorgado en la guerra contra el rey Mitrídates del Ponto a Cayo Mario, pueblo de Roma, las cinco legiones de mi ejército no lo querían. Estoy ante vosotros no sólo como primer cónsul legalmente elegido, sino como representante de los soldados de Roma legalmente designado. Fueron ellos quienes decidieron marchar sobre Roma, ¡no por conquistar Roma, ni tratar a los romanos como enemigos!, sino para demostrar al pueblo de Roma lo que piensan de una ley indigna aprobada en una asamblea de civiles gracias a una lengua mucho mejor dotada que la mía, y por instigación de un viejo enfermo que, por cierto, es un héroe. Pero antes de que a mis soldados se les diera la oportunidad de hablaros, tuvieron que enfrentarse a grupos de rufianes armados que les impidieron entrar pacíficamente en la ciudad. Grupos de rufianes armados formados por esclavos y libertos de Cayo Mario y Publio Sulpicio. Es evidente que a mis soldados no les negaron la entrada los ciudadanos respetables de Roma… porque los ciudadanos respetables de Roma están aquí escuchando mi alegato y el de mis tropas. Yo y mis soldados sólo pedimos una cosa; que se nos permita hacer lo que legal y lógicamente se nos ha encomendado: luchar contra Mitrídates.

Respiró hondo y prosiguió con una voz potente y timbrada como el sonido de una trompeta.

—Voy a Oriente sabiendo que gozo de excelente salud, que no he sufrido ninguna afección cerebral, que estoy en disposición de dar a Roma lo que merece… la victoria sobre ese extranjero diabólico que quiere coronarse rey de Roma ¡y que ha asesinado a ochenta mil hombres, mujeres y niños, que se aferraban a los altares implorando protección a los dioses! Mi mando es totalmente acorde con la ley. En otras palabras, me lo han concedido los dioses de Roma. Los dioses de Roma depositan su confianza en mí.

Había ganado. Al retirarse del centro para ceder el puesto a un orador de mucho más fuste como era Quinto Mucio Escévola, pontífice máximo, sabía que había ganado. A pesar de su tendencia a doblegarse a los hombres de pico de oro, los ciudadanos de Roma eran sanos e inteligentes, y sabían entender las cosas de sentido común si se les exponían razonablemente y con energía.

—Me gustaría que hubieses encontrado otra manera de imponerte, Lucio Cornelio —dijo Catulo César al concluir la asamblea—, pero tengo que apoyarte.

—¿Qué alternativa tenía? —inquirió Antonio Orator—. ¡Vamos, Quinto Lutacio, dímela!

Fue el hermano, Lucio César, quien contestó.

—Una alternativa habría sido que Lucio Cornelio se hubiese quedado con sus legiones en Campania, negándose a ceder el mando.

—¡Ah, sí, claro! —exclamó con sorna Craso el Censor—. Y luego, después de que Mario y Sulpicio hubiesen reunido el resto de las legiones de Italia, ¿qué crees que hubiera sucedido? Si ninguno de los dos hubiese cedido, habríamos tenido una verdadera guerra civil, no una simple guerra contra los itálicos, Lucio Julio. Al menos, viniendo a Roma, Lucio Cornelio ha optado por la única solución que impide la confrontación armada entre romanos. ¡El hecho de que no haya legiones en Roma era la garantía de éxito!

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