Read La corona de hierba Online

Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

La corona de hierba (122 page)

BOOK: La corona de hierba
10.34Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Por todos estos indicios adversos, Sila se dio cuenta de que debía asegurarse la elección de magistrados curules muy conservadores; tanto los dos cónsules como los seis pretores habrían de ser decididos partidarios de las
leges Corneliae
. Los cuestores eran fáciles, por tratarse de senadores readmitidos o jóvenes de familias senatoriales en los que se podía confiar en cuanto a respaldo del poder del Senado. Entre ellos estaba Lucio Licinio Lúculo, que estaba al servicio de Sila.

Desde luego, uno de los candidatos consulares tendría que ser el sobrino de Sila, Lucio Nonio, que había sido pretor dos años atrás, y sí era elegido cónsul, no osaría ofender a su tío. Lo único lamentable era que se trataba de un hombre anodino que hasta entonces no había descollado en nada, y por lo tanto no iba a ser muy del agrado de los electores. Pero su elección como candidato sí iba a complacer a la hermana de Sila, a quien éste casi había olvidado, dado el poco afecto familiar que sentía. Cuando acudía a pasar unos días en Roma, como solía hacer a menudo, él nunca iba a verla. ¡Eso tendría que cambiar! Afortunadamente, Dalmática tenía muchas ganas de hacer lo que fuese y era una esposa hospitalaria y paciente; ella podría cuidar de su hermana y del aburrido Lucio Nonio, en la esperanza de que pronto fuese cónsul.

Los otros candidatos consulares contaban con buena aceptación: el que en otros tiempos había sido legado de Pompeyo Estrabón, Cneo Octavio Ruso, era decidido partidario de Sila y de la tradición; probablemente tendría también órdenes de Pompeyo Estrabón. El segundo candidato prometedor era Publio Servilio Vatia, un Servilio plebeyo pero de una buena familia antigua y muy bien visto entre los de la primera clase. Contaba además con un fantástico historial bélico, lo cual siempre era una buena baza electoral.

No obstante, había un candidato que a Sila le preocupaba enormemente, en particular porque en apariencia, para la primera clase, resultaría el candidato consular idóneo, por ser partidario decidido de los privilegios senatoriales y de reforzar las prerrogativas del
Ordo equester
, aunque no estuvieran legalizadas. Lucio Cornelio Cinna era un patricio de la misma
gens
que Sila, estaba casado con una Annia, contaba con un excelente historial militar y tenía buena fama como orador y abogado. Pero Sila sabía que estaba vinculado en cierto modo a Cayo Mario, y seguramente Mario le habría sobornado. Al igual que tantos otros senadores, meses atrás era de dominio público que su situación financiera era precaria, y, sin embargo, cuando se dio la expulsión de senadores por deudas, se vio que Cinna tenía bien cubierto el riñón. Sí, estaría comprado, pensó Sila entristecido. ¡Qué listo era Cayo Mario! Desde luego, aquello estaba relacionado con el hijo de Mario y la acusación de haber asesinado al cónsul Catón. En situación normal, Sila dudaba que Cinna se hubiese avenido al soborno, porque no parecía ser esa clase de hombre, motivo por el cual iba a resultar atractivo para los electores de la primera clase. Pero cuando se pasaban apuros y la ruina amenazaba de tal modo que afectaba a los hijos y al futuro, muchos hombres de principios se dejaban comprar. Sobre todo si el hombre de principios considera que ello no significa renunciar a sus principios.

Por si las elecciones curules no hubieran sido suficiente motivo de preocupación, Sila se daba cuenta de que su ejército estaba cansado de ocupar Roma. Los soldados querían ir a Oriente a combatir contra Mitrídates, y, lógicamente, no acababan de entender los motivos por los que su general los tenía en Roma sin hacer nada. Además comenzaba a notar un aumento del rechazo a su permanencia en Roma por parte de los romanos; no es que hubiese disminuido el número de comidas, de camas y de mujeres, sino más bien que los romanos que no habían aprobado su presencia, ahora se enValentonaban y se dedicaban a vaciar por la ventana los orinales sobre la cabeza de la desventurada tropa.

Si Sila hubiese estado dispuesto a sobornar sin reparos, se habría asegurado el triunfo en las elecciones curules, pues existía el ambiente adecuado para el soborno. Pero Sila no estaba dispuesto a compartir con nadie su pequeña reserva de oro. Que Pompeyo Estrabón pagase las legiones de su bolsa, si le placía, y que Cayo Mario dijese que él estaba dispuesto a hacer lo propio; Lucio Cornelio Sila consideraba que era deber de Roma pagar las facturas. Si Pompeyo Rufo no hubiese muerto, Sila habría podido obtener el dinero del acaudalado picentino, pero no lo había pensado antes de enviarle camino de la muerte.

Mis planes son buenos, pero la ejecución es difícil, pensaba. Esta maldita ciudad está demasiado llena de personas con opinión propia, todas decididas a salirse con la suya. ¿Por qué no comprenden lo lógicos y adecuados que son mis planes? ¿Cómo puede un hombre acaparar suficiente poder para que sus planes no se frustren? ¡Los hombres con ideales y principios son la ruina del mundo!

Y así, hacia mediados de diciembre, hizo que su ejército regresase a Capua al mando del fiel Lúculo, que ya era oficialmente su cuestor. Una vez hecho esto, puso sus reparos y esperanzas en manos de la Fortuna y celebró las elecciones.

Aunque estaba convencido de no haber subestimado la fuerza del resentimiento que había alimentado en todos los estratos de la sociedad romana, lo cierto era que no había llegado al fondo de la animadversión. Nadie decía una palabra ni le miraba de través, pero, bajo las apariencias, ningún romano le perdonaba que hubiese entrado con el ejército en la ciudad, ni que ese ejército le hubiese mostrado fidelidad a él antes que a Roma.

Y ese resentimiento callado iba desde las esferas más altas hasta las clases más humildes. Incluso hombres tan estrechamente ligados a él y a la supremacía del Senado como los hermanos César y los hermanos Escipión Nasica, deseaban desesperadamente que Sila hubiese sido capaz de vislumbrar otro medio para solventar el dilema del Senado en lugar de traer al ejército. Y por debajo de la primera clase había dos enconadas úlceras en el sentimiento de la gente: que se hubiese condenado a muerte a un tribuno de la plebe en funciones y que el viejo e impedido Cayo Mario se hubiera visto obligado a abandonar casa, familia y situación al ser condenado a la pena capital.

Parte de este rencor larvado se hizo evidente al asumir el cargo los nuevos magistrados curules. Cneo Octavio Ruso era el primer cónsul, pero el segundo cónsul resultó ser Lucio Cornelio Cinna. Los pretores eran un grupo aparte, con ninguno de los cuales podía contar Sila.

Pero fue la elección de los tribunos de los soldados en la Asamblea de todo el pueblo lo que más inquietó a Sila. Eran todos unos desaprensivos y entre ellos había despiadados como Cayo Flavio Fimbria, Publio Annio y Cayo Marcio Censorino; gente capaz de tratar sin miramientos a los generales, pensó Sila, ¿qué general con esa canalla en sus legiones se atrevería a marchar sobre Roma? Le matarían con menos escrúpulos que el joven Mario al cónsul Catón. ¡Cuánto me alegro de haber concluido mi consulado y no tenerlos en mis legiones, porque todos ellos son un Saturnino en potencia!, pensó.

A pesar de los adversos resultados electorales, Sila no se sentía descontento del todo aquel final de año. Cuando menos, el retraso había permitido que sus agentes en la provincia de Asia, Bitinia y Grecia tuviesen tiempo de hacerse una idea de la situación real. Decididamente, lo más importante era marchar a Grecia y preocuparse después de Asia Menor. No disponía de tropas para intentar un ataque de flanco, y tendría que recurrir a una denodada campaña para expulsar a Mitrídates de Grecia y Macedonia. La invasión póntica de Macedonia no había sido tan fácil como estaba previsto; Cayo Sentio y Quinto Bruto Sura habían demostrado una vez más que la potencia no bastaba cuando el enemigo era romano. Sí, habían logrado grandes hazañas con sus modestos ejércitos, pero lo más probable era que no pudiesen aguantar.

Lo que más le urgía, por consiguiente, era salir con sus tropas de Italia. Sólo derrotando a Mitrídates y saqueando Oriente lograría heredar la fama incomparable de Cayo Mario. Sólo trayendo a Roma el oro de Mitrídates podría sacarla de la crisis. Sólo realizando estas empresas le perdonaría Roma haber marchado sobre ella. Y sólo entonces le perdonaría la plebe por haber convertido su apreciada Asamblea en algo más apto para jugar a los dados y estar mano sobre mano.

En su último día de cónsul, Sila convocó una reunión especial del Senado y habló con particular franqueza, porque confiaba profundamente en sí mismo y en las medidas adoptadas.

—Si no fuera por mí, padres conscriptos, no existiríais. Puedo decirlo y lo digo. Si las leyes de Publio Sulpicio hubiesen permanecido inscritas en las tablillas, la plebe, ¡no ya el pueblo!, gobernaría ahora en Roma sin control alguno. El Senado sería otra reliquia con senadores insuficientes para alcanzar consenso. No se podrían dirigir recomendaciones a la plebe ni al pueblo, ni adoptar decisiones en asuntos que nosotros consideramos de estricta competencia senatorial. Así que, antes de que comencéis a llorar y gimotear respecto a la suerte de la plebe y del pueblo, antes de que comencéis a compadecer desaforadamente a la plebe y al pueblo, os sugiero que recordéis que este augusto organismo no existiría de no ser por mí.

—¡Cierto, cierto! —exclamó Catulo César, muy complacido porque su hijo, uno de los senadores nuevos y relativamente jóvenes, había podido licenciarse y ahora ocupaba una silla en la Cámara.

—Recordad también —continuó Sila—, que si queréis conservar el derecho a orientar y equilibrar el gobierno de Roma, debéis respaldar mis leyes. ¡Antes de soliviantaros, pensad en Roma! Por el bien de Roma, debe haber paz en Italia. Por el bien de Roma, debéis hacer un ingente esfuerzo para encontrar la solución a los apuros financieros y devolver la prosperidad a Roma. No podemos concedemos el lujo de dejar que los tribunos de la plebe se subleven. ¡La situación que yo he establecido debe mantenerse! Sólo así se recobrará Roma. ¡No pueden consentirse las necedades de un Sulpicio!

—Mañana —añadió, mirando directamente a los cónsules electos—, Cneo Octavio y Lucio Cinna, nos relevaréis en el cargo a mí y a mi difunto colega Quinto Pompeyo. Yo me convertiré en varón consular. Cneo Octavio, ¿me das tu palabra solemne de que respetarás mis leyes?

—Lo haré, Lucio Comelio —contestó Octavio sin vacilar—. Tienes mi palabra.

—Lucio Cornelio, de la rama con el sobrenombre Cinna, ¿me das tu palabra de que respetarás mis leyes?

Cinna se le quedó mirando impertérrito.

—Eso depende, Lucio Cornelío, de la rama con el sobrenombre Sila. Respetaré tus leyes si se demuestra que son un buen instrumento de gobierno. En este momento no estoy muy seguro. La maquinaria es muy anacrónica, muy poco satisfactoria, y los derechos de gran parte de la sociedad rornana han sido… anulados; no encuentro otra palabra mejor. Lamento profundamente importunarte, pero tal como están las cosas debo mantener mi promesa.

En el rostro de Sila sobrevino un cambio increíble. Como había sucedido con algunas personas últimamente, ahora el Senado tenía la oportunidad de ver aquel ser infernal interno que anidaba en Sila, y, del mismo modo que aquellas personas, los senadores no olvidarían semejante metamorfosis, que aun en años sucesivos recordarían estremecidos.

Antes de que Sila pudiese abrir la boca para contestar, intervino Escévola, pontífice máximo.

—¡No te obstines, Lucio Cirma! —exclamó, recordando que en su primera visión del monstruo que ocultaba Sila, éste había marchado sobre Roma—. ¡Te lo suplico, promételo al cónsul!

En éstas se oyó la voz de Antonio Orator:

—Si ésa es la actitud que piensas adoptar, Cinna, te aconsejo que te guardes las espaldas. El cónsul Lucio Catón no lo hizo, y murió.

Se oían murmullos en la Cámara entre los senadores nuevos y los antiguos, y casi todo eran comentarios de irritación y temor por la actitud de Cinna. ¿Por qué esos consulares no podían prescindir de su ambición y ceder en su actitud? ¿Es que no veían cuán desesperadamente necesitaba Roma paz y estabilidad interna?

—¡Orden! —dijo Sila una sola vez y sin alzar mucho la voz, pero como mantenía aquella feroz mirada, se hizo el silencio inmediatamente.

—Primer cónsul, ¿puedo hablar? —inquirió Catulo César, que estaba recordando que la primera vez que había visto aquella transformación en Sila se había producido la retirada de Tridentum.

—Habla, Quinto Lutacio.

—En primer lugar, quiero hacer un comentario sobre Lucio Cinna —dijo Catulo César, impasible—. Creo que debe andarse con cuidado. Deploro su elección para un cargo para el cual no creo que tenga méritos. Lucio Cinna tendrá un magnífico historial militar, pero sus nociones políticas y sus ideas respecto a cómo debe gobernarse Roma son mínimas. Cuando era pretor urbano no se adoptaron ninguna de las medidas necesarias; los dos cónsules estaban en el campo de batalla, y, sin embargo, Lucio Cinna, ¡que virtualmente tenía el gobierno de Roma!, no hizo nada por evitar las terribles estrecheces económicas. Si él hubiese emprendido algo, Roma estaría mejor ahora. Pues bien, ahí tenemos a Lucio Cinna, ahora cónsul electo, negándose a dar a un hombre mucho más inteligente Y capaz una promesa que se le pide con auténtico espíritu de gobernación senatorial.

—No has dicho nada que me haga cambiar de idea, Quinto Lutacio
Servilis
—replicó ásperamente Cinna, motejando de servil a Catulo César.

—Ya me doy cuenta —contestó Catulo César, más altanero que nunca—. ¡En realidad, en mi modesta opinión, no hay nada que ninguno de nosotros podamos decir para que cambies de idea! ¡Porque tu mente se ha cerrado con la misma rapidez que tu bolsa en cuanto Cayo Mario te la llenó para lavar la reputación de su hijo homicida!

Cinna se ruborizó; era un defecto que detestaba y que siempre le traicionaba.

—No obstante, padres conscriptos, hay un medio por el que podemos asegurarnos de que Lucio Cinna respeta las medidas tan cuidadosamente adoptadas por nuestro primer cónsul —prosiguió Catulo César—. Sugiero que se requiera un juramento solemne y vinculante a Cneo Octavio y a Lucio Cinna para que respeten nuestro actual sistema de gobierno, tal como está inscrito en las tablillas por Lucio Sila.

—Estoy de acuerdo —dijo Escévola, pontífice máximo.

—Y yo —dijo Flaco, príncipe del Senado.

—Y yo —dijo Antonio Orator.

—Y yo —dijo Lucio César el Censor.

BOOK: La corona de hierba
10.34Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Dangerous Women by Unknown
The Heir by Kiera Cass
His Holiday Family by Margaret Daley
Triplanetary by E. E. (Doc) Smith
Bad News Cowboy by Maisey Yates
StoneDust by Justin Scott
Sealing the Deal by Luxie Noir