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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

La corona de hierba (123 page)

BOOK: La corona de hierba
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—Y yo —dijo Craso el Censor.

—Y yo —dijo Quinto Ancario.

—Y yo —dijo Publio Servilio Vatia.

—Y yo —dijo Lucio Cornelio Sila, volviéndose hacia Escévola—. Sumo sacerdote, ¿quieres tomar juramento a los cónsules electos?

—Así lo haré.

—Y yo lo prestaré —terció Cinna—, si la Cámara lo vota por clara mayoría.

—Pongámoslo a votación —se apresuró a decir Sila—. Los que estén a favor del juramento, que se sitúen a mi derecha. Los que no lo estén, que se pongan a mi izquierda.

Sólo unos cuantos senadores se colocaron a la izquierda de Sila, pero el primero en hacerlo fue Quinto Sertorio, irradiando disgusto por todos los poros de su musculosa anatomía.

—La Cámara ha votado, mostrando definitivamente su parecer —dijo Sila, ya sin la feroz expresión en el rostro—. Quinto Mucio, tú eres el sumo pontífice. ¿Cómo debe prestarse el juramento?

—Legalmente —se apresuró a decir Escévola—. En primer lugar, todo el Senado debe acudir al templo de Júpiter Optimus Maximus y allí el
flamen dialis
y yo haremos el sacrificio al Gran Dios de un cordero de dos años, que oficiaremos ayudados por los sacerdotes de los Dos Dientes.

—¡Estupendo! —dijo Sertorio en voz alta—. ¡Seguro que cuando lleguemos a lo alto del Capitolio todos los oficiantes y animales necesarios están dispuestos!

Escévola continuó como si nadie hubiese dicho nada.

—Después del sacrificio, encargaré a Lucio Domicio, hijo del finado sumo pontífice y que nada tiene que ver con esto, que lea los auspicios en el hígado de la víctima. Si los presagios son propicios, conduciré al Senado al templo de Semo Sancus Dius Fidius, dios de la buena fe divina, y a cielo abierto, como es preceptivo para los que prestan juramento, requeriré a los cónsules electos respetar las
leges Corneliae
.

—Pues hagámoslo cuanto antes, pontífice máximo —dijo Sila, levantándose de la silla curul.

Los presagios fueron propicios, y aún lo fueron más cuando en el trayecto desde el Capitolio al templo de Semo Sancus Dius Fidius, el Senado en pleno vio un águila volando de izquierda a derecha sobre la puerta Sanqualis.

Pero Cinna no tenía intención de quedar atado por un juramento a las leyes de Sila y conocía el modo de que su juramento fuese nulo. Mientras los senadores ascendían la cuesta del Capitolio camino del templo del Gran Dios, él se quedó rezagado con Quinto Sertorio y, sin que nadie le viese hablarle —y menos aún oír lo que decía—, le pidió que le buscase cierta piedra. Luego, cuando los senadores iban de un templo a otro, Sertorio metió la piedra entre los pliegues de la toga de Cinna sin que nadie lo advirtiese. No era difícil situarla en un lugar donde poder agarrarla con los dedos de la mano izquierda, pues era una piedra pequeña, ovalada y lisa.

Desde muy pequeño, como todos los niños romanos, sabía que tenía que salir al aire libre para efectuar aquellos ingeniosos juramentos que tanto gustaban a los chiquillos: juramentos de amistad y enemistad, de temor, de odio, de audacia y de engaño. Pues del juramento tenían que ser testigos los dioses del cielo, pues si no lo eran, el juramento no valía ni obligaba. Como todos sus compañeros de juegos, Cinna había cumplido el ritual con toda seriedad, pero en cierta ocasión conoció a un chico —el hijo del caballero Sexto Perquitieno— que se había criado en aquella horrible casa y había anulado todos los juramentos prestados. Los dos tenían casi la misma edad, aunque el hijo de Sexto Perquitieno no se juntaba con los hijos de los senadores. Había sido un encuentro casual y en él se había efectuado un juramento.

—Lo único que hay que hacer —le había dicho el hijo de Sexto Perquitieno— es juntar los huesos de la madre tierra. Y para ello agarras una piedra en la mano mientras juras. Tienes que ponerte bajo la protección de los dioses de ultratumba, porque la ultratumba está hecha de los huesos de la madre tierra. Piedra, Lucio Cornelio. ¡La piedra es hueso!

Así, cuando Lucio Cornelio Cinna juró respetar las leyes de Sila, lo hizo agarrando con fuerza la piedra en la mano izquierda. Una vez prestado, se agachó ágilmente al suelo —que al ser un templo descubierto se hallaba lleno de hojas, grava, piedras y hierbas— y fingió coger la piedra.

—¡Y si no cumplo el juramento —dijo con voz clara y estentórea—, que me arrojen de la roca Tarpeya lo mismo que yo arrojo esta piedra!

La piedra voló por los aires, chocó contra la pared desconchada y cayó en el seno de la madre tierra. Nadie pareció captar el significado de su acción y Cinna respiró tranquilo. Era evidente que los senadores romanos nada sabían del secreto del hijo de Sexto Perquitieno. Cuando le reprocharan no cumplir el juramento, explicaría por qué no estaba obligado. Todo el Senado le había visto arrojar la piedra: mejor testigo no podía tener. Era un recurso irrepetible, ¡pero qué bien le habría venido a Metelo el Meneítos de haberlo conocido!

Aunque asistió a la ceremonia de toma de posesión de los nuevos cónsules, Sila no se quedó para celebrarlo, dando como excusa que tenía que hacer los preparativos para salir de Capua al día siguiente. No obstante, sí asistió a la primera reuníón oficial del Senado el día de año nuevo en el templo de Júpiter Optimus Maximus, y allí pudo escuchar el breve y amenazador discurso de Cinna.

—Voy a honrar el cargo, no a deshonrarlo —dijo Cinna—. Si alguna reserva tengo, es la de ver al cónsul saliente tomar el mando de un ejército que habría debido mandar Cayo Mario. Aun dejando a un lado la ilegal acusación y condena de Cayo Mario, sigo pensando que el cónsul saliente debería permanecer en Roma para responder de acusaciones.

¿Acusaciones de qué? Nadie lo sabía, aunque la mayoría de los senadores suponían que eran acusaciones de traición y en base al hecho de que Sila había dirigido su ejército contra Roma. Sila lanzó un suspiro y se resignó a lo inevitable. Él, que era un hombre sin escrúpulos, sabía que, de haber prestado juramento, también lo habría incumplido en caso necesario. ¡Ah, Cinna, no había pensado que fuese de semejante fuste! Y ahora veía que sí. ¡Qué fastidio!

Al salir del Capitolio se dirigió a casa de Aurelia en el Subura, reflexionando por el camino la mejor manera de habérselas con Cinna. Cuando llegó a la
insula
de Aurelia ya tenía la solución, y cruzó con una amplia sonrisa la puerta que le franqueaba Eutico.

Sonrisa que se desvaneció al ver la cara de Aurelia; una cara seria que no irradiaba afecto.

—No me digas que tú también… —dijo, tomando asiento.

—Yo también —contestó Aurelia, sentándose frente a él—. No deberías estar aquí, Lucio Cornelio.

—Bah, no corro ningún peligro —replicó tranquilo—. Cayo Julio estaba cómodamente instalado en un rincón, disfrutando de la fiesta cuando yo salí.

—Ni te preocuparía si entrase en este preciso momento —dijo ella—. Bien, mejor será que haya alguien presente, por mi reputación, ya que a ti te da igual. ¡Por favor, Lucio Decúmio, ven con nosotros! —añadió, alzando la voz.

El hombrecillo salió del despacho con cara de pedernal.

—¡Oh, no! —exclamó Sila asqueado—. ¡De no haber sido por gentes como tú, Lucio Decumio, no habría tenido que traer el ejército a Roma! ¿Cómo has podido creer ese disparate de que Cayo Mario estaba bien? Ese hombre no puede conducir un ejército ni siquiera a Ve¡¡, y menos a la provincia de Asia.

—Cayo Mario está curado —replicó Lucio Decumio, retador pero a la defensiva. Sila no era sólo el amigo de Aurelia que no le gustaba, era también una persona que le daba miedo. Había muchas cosas de Sila que él sabía y Aurelia no; pero cuantas más descubría, menos ganas sentía de contárselas a nadie. Los que somos iguales nos reconocemos, se había dicho mil veces, perjurando que aquel Sila era tan vil como él. Sólo que él tiene más oportunidades de hacer grandes villanías. Y me consta que las hace.

—¡De eso no hay que echarle la culpa a Lucio Decumio, sino a ti! —terció Aurelia, tajante.

—¡Tonterías! —replicó Sila—. ¡Yo no inicié los acontecimientos! Estaba totalmente ocupado en mis asuntos en Capua preparándome para ir a Grecia. La culpa la tienen los necios como Lucio Decumio que se entrometen en asuntos que no entienden, creyéndose bobamente que sus héroes están hechos de un metal superior al resto de los mortales. Tu amigo reclutó una buena panda de matones para Sulpicio para alborotar en el Foro y dejar viuda a mi hija… y reunió bandas más numerosas todavía cuando yo entré en el foro Esquilino con ánimo totalmente pacífico. ¡Yo no inicié los disturbios, pero se me echa la culpa!

—¡Yo creo en el pueblo! —replicó Lucio Decumio, ya francamente enojado y con aire agresivo.

—¿No ves? ¡Ya estás diciendo tonterías tan vacuas como la mente de la cuarta clase! —replicó Sila con sorna—. ¡Yo también creo en el pueblo! ¡Más te valdría creer en tus superiores!

—¡Por favor, Lucio Cornelio! —terció Aurelia, con el corazón en un puño y temblándole las piernas—. ¡Si eres un superior de Lucio Decumio, pórtate como tal!

—¡Eso! —exclamó Lucio Decumio, creciéndose porque su querida Aurelia tomaba su defensa, y con ánimo de quedar como un valiente ante ella. Pero Sila no era Mario, y su instinto le avisaba del peligro de aquellas garras ocultas e implacables. Pero se arriesgó; por Aurelia—. ¡Si no os andáis con cuidado, importante varón consular, acabaréis con un puñal en la espalda!

Los claros ojos de Sila se quedaron petrificados y sus labios descubrieron aquellos feroces dientes; se levantó del asiento rodeado de un aura amenazadora casi tangible y avanzó hacia Lucio Decumio.

El suburano retrocedió, no por cobardía, sino más bien por una especie de superstición por entrar en contacto con algo tan misterioso como temible.

—Podría aplastarte igual que un elefante aplasta a un perro —dijo Sila risueño—. Si no lo hago es por respeto a la señora. Ya que ella te aprecia y tú la sirves. ¡Habrás apuñalado a muchos hombres, Lucio Decumio, pero conmigo no te hagas ilusiones! Ni en sueños. Mantente apartado de mí y conténtate con tu terreno. ¡Ahora, lárgate!

—Vete, Lucio Decumio —dijo Aurelia—. ¡Te lo ruego!

—¡Si se pone así, no me voy!

—Prefiero estar sola; vete, por favor.

Lucio Decumio obedeció.

—No había necesidad de ser tan duro con él —dijo Aurelia frunciendo la nariz—. Él no sabe tratarte y, dentro de lo que es, siente lealtad por Cayo Mario, a causa de mi hijo.

Sila permanecía sentado en el borde de la camilla sin saber si quedarse o irse.

—No te enfades conmigo, Aurelia. Si te enfadas, yo también lo haré. De acuerdo, no merece la pena. Pero lo mismo sucede con Cayo Mario, y él ha ayudado al gran hombre a ponerme en una situación desagradable, que yo no busqué y que no merezco.

—Sí —replicó ella con un profundo suspiro—, comprendo lo que sientes. Y estás en tu derecho —añadió, asintiendo rítmicamente con la cabeza—. Lo sé, lo sé. Sé que has hecho todo lo posible por arreglar las cosas legal y pacíficamente. Pero no le eches la culpa a Cayo Mario. El responsable fue Publio Sulpicio.

—Eso es muy rebuscado —respondió Sila, ya más calmado—. Eres hija de un cónsul y esposa de un pretor, Aurelia. Y sabes mejor que nadie que Sulpicio no habría podido iniciar su programa legislativo si no le hubiese apoyado alguien de muchísima mayor influencia que la que él tenía: Cayo Mario.

—¿Tenía? —se apresuró a inquirir Aurelia, con los ojos muy abiertos.

—Sulpicio ha muerto. Le apresaron hace dos días.

—¿Y Cayo Mario…? —preguntó ella, llevándose las manos a la boca.

—¡Ah, Cayo Mario, Cayo Mario, siempre Cayo Mario! ¿Matar al héroe del pueblo? ¡No soy tan imbécil! Espero haberle dado un buen susto que le mantenga alejado de Italia hasta que yo emprenda viaje. Y no sólo por mi propio bien, Aurelia. Por el bien de Roma. ¡No se le puede confiar la guerra contra Mitrídates! —añadió, gesticulando en la camilla como un abogado que trata de convencer a un jurado hostil—. Aurelia, te habrás dado cuenta que desde que volvió a reintegrarse a la vida pública, hace exactamente un año, no ha hecho más que tratarse con gente a la que en otros tiempos no habría dicho ni ave. Todos nos
Vale
mos de lamentables peones, y todos nos vemos obligados a aguantar a gente que merecería que se le escupiera a la cara. Pero desde su segundo infarto, Cayo Mario ha recurrido a trucos y artimañas que en los buenos tiempos le habrían repugnado. Yo sé cómo soy y lo que soy capaz de hacer. Y no te miento si te digo que soy mucho más falso y falto de escrúpulos que Cayo Mario. Y no sólo por la vida que he llevado, sino por la clase de hombre que soy. ¡Pero él nunca había sido así! ¿Mario utilizando a gente como Lucio Decumio para deshacerse de un cadete que acusaba a su querido hijo de asesinato? ¿Mario utilizando a gente como Lucio Decumio para reunir matones y escoria? ¡Piénsalo, Aurelia, piénsalo! Ese segundo infarto le ha afectado el cerebro.

—No deberías haber marchado sobre Roma —replicó ella.

—¿Y qué opción me quedaba? ¿Quieres decírmelo? ¡Si hubiera habido otra solución la habría aplicado! ¿O es que pretendes que debía quedarme sentado en Capua hasta que Roma se hubiese encontrado con una nueva guerra civil de Mario contra Sila?

—¡No habrían llegado tan lejos las cosas! —replicó Aurelia, empalideciendo.

—¡Sí, había otra alternativa! ¡Someterme humildemente a ese anciano maniático y demente tribuno de la plebe! ¡Consentir que Cayo Mario me hiciera lo que le hizo a Metelo Numídico, utilizando a la plebe para arrebatarme el mando legal! ¡Pero cuando él se lo hizo a Metelo Numídico, éste ya no era cónsul! ¡Yo era cónsul, Aurelia! Y nadie le quita el mando a un cónsul en el desempeño de sus funciones. ¡Nadie!

—Sí, te comprendo —dijo ella, recobrando el color y con los ojos llenos de lágrimas—. Pero nunca te perdonarán, Lucio Cornelio, que hayas entrado con el ejército en Roma.

—¡Oh, por todos los dioses, no llores! —gruñó él—. ¡Nunca te he visto llorar! ¡Ni siquiera en el entierro de mi hijo! ¡Si fuiste incapaz de llorar por él, no puedes llorar por Roma!

Ella agachó la cabeza y las lágrimas no rodaron por sus mejillas sino que le cayeron en el regazo y la luz hizo brillar sus pestañas húmedas.

—Cuando mi pena es muy profunda no puedo llorar —añadió, limpiándose la nariz con el dorso de la mano.

—No lo creo —replicó él, con un nudo en la garganta.

—No lloro por Roma —dijo ella, levantando la cabeza, y ahora sí las lágrimas rodaron por sus mejillas—. Lloro por ti —añadió con voz ronca, sonándose otra vez.

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