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Authors: Andrea H. Japp

Tags: #Novela histórica

La cruz de la perdición (28 page)

BOOK: La cruz de la perdición
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Éloi estaba torturando a golpes de hacha al tronco sobre el que estaba sentado a horcajadas, con la frente arrugada por la concentración.

—Bueno, tampoco vamos a calentarnos más la cabeza. Cuando Urdin vaya a visitar a Claire, uno de nosotros lo seguirá y estará al acecho para asegurarse de que no tiene pegada al trasero a esa verruga beata. Al bueno de Urdin le pedimos por favor que no se vaya a eternizar bajo tierra, porque si no, nos vamos a congelar allí fuera. No sé vosotros, señores, pero en mi caso, ¡sería una verdadera pena!

Urdin le soltó un buen manotazo amistoso en el hombro y sonrió.

—¡Será modesto! A lo mejor tendrías que ofrecerle tus servicios a la portera. Quizás se vuelva más simpática en compañía de alguno de nosotros.

Éloi, con el rostro fruncido de asco, se dobló hacia delante simulando vomitar.

El hombre lobo recobró la seriedad y declaró categórico:

—En cuanto a lo otro, ¡que nadie me siga! Si me pillan, no tiene sentido que uno de vosotros caiga conmigo. Y además —añadió con sequedad—, ¡no soy ninguna damisela! ¡No necesito que nadie me lleve de la mano! ¿Entendido?

Todos asintieron en silencio.

Un golpecito contra la puerta la sobresaltó.

Marguerite Bonnel entró, con los ojos enrojecidos por la llantina que se permitió derramar una sola vez. Pese al dolor causado por la muerte espeluznante de su adorada hermana de sangre, había ido a informarse sobre el estado de salud de la señora de Nilanay. A Alexia se le encogió el corazón y se precipitó con las manos tendidas hacia la mujer, otrora tan jovial, que luchaba por contener las lágrimas.

—Mi queridísima Marguerite, no tengo palabras, solo puedo decir que comparto vuestra aflicción. Como sabéis, Rolande me ofreció su amistad. Sentía un gran afecto por ella.

La mujer de mediana edad bajó la vista y sus mejillas temblaron al preguntar con la voz entrecortada por la emoción:

—Decidme… ¿qué visteis exactamente en la capilla de Saint-Augustin?

—No puedo describíroslo; por orden expresa de nuestra madre. Y aunque no hubiera sido así, por el amor de Dios, no queráis saber más, os lo pido como amiga.

—Entonces, ¿tan espantoso era?

Esta vez fue Alexia quien bajó la vista. Se reprochó a sí misma el no poder mentir a aquella mujer devastada. Inventar una mentira piadosa es un acto de verdadera generosidad, pero era incapaz de hacerlo. Marguerite era una mujer sólida, una mujer que se mantenía firme ante la adversidad, a pesar del sufrimiento que ensombrecía su mirada. En su caso, mentir hubiera sido inaceptable. Probó una salida asaz mediocre, al tiempo que se reprendía por recurrir a ella:

—Por el amor que le profesábamos, hemos de recordar a Rolande tal y como era: afable, escrupulosa, leal e inteligente. Su alma descansa ahora en paz.

Marguerite inclinó la cabeza, admitiendo:

—Tenéis toda la razón. Sin embargo, precisamente por eso no me cabe en la cabeza: ¿por qué Rolande, ella, que jamás había hecho mal a ningún ser viviente, ni tan siquiera de manera involuntaria? —Pareció reflexionar y añadió—: Veréis, querida, creo que el imaginar lo peor me atormenta aún más de lo que lo haría la verdad.

Alexia de Nilanay pensó que Marguerite, quien había vivido casi toda la vida protegida por los muros de un convento, no se imaginaba ni por asomo hasta dónde podía llegar la crueldad humana.

La joven percibió el esfuerzo inhumano realizado por la hospedera al preguntar con una voz fingidamente restablecida:

—¿Está todo a vuestro gusto? ¿Falta alguna cosa? Porque en tal caso os lo mandaría traer de inmediato. Yo… No penséis de ningún modo que el espaciamiento de las visitas por parte de vuestras antiguas hermanas, entre ellas yo, se debe a una falta de aprecio o interés por vuestro confort. Es que… la abadía está patas arriba.

—Oh, por favor, no os preocupéis, mi querida Marguerite —rogó Alexia estrechando las manos de la hospedera entre las suyas—. Esta relativa soledad me permite meditar y poner mis ideas en orden, que era la razón de mi visita.

Una vez se hubo marchado la hospedera, Alexia volvió a sumergirse en sus sombríos pensamientos. No había recibido noticias de Aimery y no lo haría mientras aquella tenaz nieve no se fundiera y dejara paso a un mensajero. Además, tras su aterrador descubrimiento en la capilla de Saint-Augustin, se había mantenido apartada de la investigación. ¿Qué le reprobaba la abadesa? ¿Su pavor, justificado por la situación? A decir verdad, carecía de la sangre fría de Hermione, y más aún de la señora de Baskerville, por cuyas venas Alexia se preguntaba qué correría. Así y todo, Alexia contaba con dos bazas de peso: al no ser religiosa, no estaba obligada a la clausura. Gozaba de libertad de movimientos con la que, tras el deshielo, podría desplazarse para interrogar e indagar en el exterior. La otra ventaja eran las numerosas puertas que le abriría su inminente enlace con el conde de Mortagne.

Se echó el mantel sobre los hombros, decidida a pedir audiencia a Plaisance de Champlois con objeto de ofrecerle su ayuda, incluso de imponérsela.

Como buena pedagoga, Suzanne Landais explicó con tono jovial:

—Los vestidos, las joyas y demás efectos personales, como los neceseres de tocador que las recién llegadas dejan aquí antes de tomar el hábito de novicia, se separan de aquellos de las oblatas, que se almacenan en otro ropero. El motivo es bien sencillo: no hemos de excluir la posibilidad de que, después de unos meses en el noviciado, una dama se dé cuenta de que, al fin y al cabo, no estaba hecha para nuestra vida de oración y trabajo. En tal caso, le devolvemos todas sus pertenencias. Por otra parte, así también evitamos cualquier confusión. Ya conocen las modas. Ciertas damas de la alta sociedad comparten las mismas costureras y, con el paso del tiempo, es posible que alguna de ellas pueda convencerse de ser la dueña de tal o cual túnica, muy parecida a la de otra señora. Por la misma razón he velado por que todos los objetos sean etiquetados con el nombre de su propietaria —añadió, visiblemente orgullosa de su iniciativa.

Mary de Baskerville, como buen lince que era, estaba maravillada.

—Me encanta el orden. Querida, sabed que el mundo iría en verdad mucho mejor si todos fueran tan ordenados como vos.

Suzanne aceptó el cumplido con un leve movimiento de cabeza, con una modestia que intentó pareciera convincente.

—Como ya os informamos, buscamos los efectos personales de la difunta Blanche de Cerfaux; por orden de la abadesa.

El afable rostro de la maestra de novicias se tiñó de aflicción.

—¡Qué horror! Desde entonces no he pegado ojo. Era tan dulce, tan encantadora. Además de devota. Hubiera sido una magnífica monja. Dios misericordioso, que su alma descanse en paz.

Hermione no tuvo el coraje de sacar a la buena de Suzanne de su error, al tiempo que pensaba en la conmoción que sufriría esta cuando la verdad sobre la hermana Cerfaux saliera a la luz… a no ser que consiguieran mantenerla en secreto, algo que la apoticaria deseaba de todo corazón. Clairets ya había sufrido recientemente su cupo de desdichas. No había necesidad alguna de volver a pasar por ello. En cuanto a Mary de Baskerville, su opinión no había cambiado un ápice: si, al igual que Suzanne, la gente se tragaba cualquier pamplina que viniera de una carita encantadora, pues peor para ella.

—¿Podríamos examinarlos? —insistió Mary.

—Claro, claro —contestó la maestra aturdida—. ¿Dónde tendré yo la cabeza?

Se precipitó hacia unas perchas que iban de pared a pared, de las cuales pendía una ristra de vestidos, y se puso a comprobar las etiquetas que colgaban del cuello o la manga mientras les comentaba:

—Hermanas, con todos mis respetos, y aun cuando he oído que se están efectuando pesquisas, pondría mi mano en el fuego por que el asesino fue un vagabundo que se introdujo en la abadía aprovechando que el portalón estaba abierto, o incluso un sirviente laico borracho y libidinoso. Nadie podía tener nada contra Blanche. Era un ángel; todo el mundo la adoraba. Hacía todo lo posible por ser de utilidad. Y qué alegría albergaba en su interior. ¡Qué alegría!

Hermione fijó la mirada en la punta de sus zuecos, que sobresalían por debajo de la túnica. Mary de Baskerville reconfortó a la maestra de novicias con una calurosa sonrisa.

—¡Ah, qué tenemos aquí! Un bonetillo malva de lana, sujetado por un barboquejo
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de seda gris. Una túnica de grueso cendal morado con las mangas ajustadas y unas largas bandas de seda gris, a juego con el tocado, que cuelgan de los codos; un mantel de lana, del mismo tono gris que las bandas de los codos, forrado con cibelina. Y por último, un ceñidor con una funda de cuero fino para una pequeña daga
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, sujeto a una cadena de oro rematada con perlas. Excelentes ornamentos —declaró la maestra con voz soñadora. Volviendo en sí, añadió un tanto avergonzada—: Una puede ser monja y gozar de buen ojo para las cosas bellas.

—En efecto, incluso diría que es una obligación. El arte y la belleza proceden de Dios; ignorarlos o despreciarlos sería una insólita desfachatez —afirmó la señora de Baskerville.

—Constatarán que todo se conserva en perfecto estado. Me ocupo personalmente de colocar unas bolsitas de mirto, cedro y canela para repeler a los malditos insectos, que devoran tejidos preciosos.

—Una juiciosa precaución —aprobó Hermione, a quien la conversación empezaba a distraer.

—Recuerdo muy bien que Blanche llegó con unas joyas hermosísimas —declaró Suzanne Landais señalando con el dedo índice un arcón abombado con refuerzos de metal.

Lo abrió con una de las llaves del manojo que llevaba pendido de su cinturón y levantó la pesada tapa. Se puso a sacar un sinfín de bolsitas de tela, atadas con esmero y etiquetadas también. Por fin exclamó:

—¡Ah, aquí está!

Volcó cuidadosamente el contenido sobre el suelo de losas. Sortijas, pulseras y un largo collar se deslizaron emitiendo un débil tintineo. Las dos apoticarias se inclinaron sobre el pequeño montículo centelleante.

Moviendo las joyas con la punta del dedo, Mary inventarió:

—Un anillo para el dedo pulgar, engastado con perlas grises y negras; dos sortijas para el índice, una con un topacio y otra con una esmeralda; una sortija para el dedo corazón con un rubí y un zafiro, un auténtica maravilla; y una sortija para el meñique con una oblonga gema negra, un ónice quizás. Un momento, parece que está grabada.

Mary cogió la joya y la examinó. Hermione se reclinó sobre su hombro.

—Es un entalle. Diríase un círculo —vaciló Mary de Baskerville entornando los párpados.

—Es una serpiente mordiéndose la cola, el tallado casi no se ve.

—Hay infinidad de símbolos relacionados con la serpiente, buenos y malos.

Mary de Baskerville apretó la sortija en la palma de la mano y se interesó por las últimas alhajas extendidas en el suelo, las cuales recogió.

—Tres brazaletes de oro y plata y un collar largo con gotas de amatista engarzadas en aros de oro, del cual pende una miniatura grabada en nácar que representa… a Blanche, sin lugar a dudas. Querida Suzanne, ¿os importaría si nos quedáramos un tiempo con el entalle para enseñárselo a nuestra madre? Se os devolverá con la mayor brevedad.

—Por supuesto, por supuesto —contestó solícita la maestra de novicias.

—Aparte de eso, ¿seríais tan amable de enviar a su despacho a una sirvienta laica con todas las prendas de nuestra difunta novicia?

Pese a su asombro ante tal petición, Suzanne Landais asintió.

Hermione de Gonvray lanzó una mirada sorprendida a la anglosajona, preguntándose qué interés podía suscitar en ella unos ropajes femeninos de tan solo unos meses de antigüedad. Le respondió una sonrisa pícara.

—Con todos mis respetos, permitidme contradeciros, madre. Nadie puede afirmar con seguridad que el asesino se halle escondido entre estos muros. Mientras que todas conocíamos a Rolande desde hacía años, apenas sabemos nada de esa querida Blanche con la que solo me crucé durante mi estancia aquí ya hace… Dios mío, parece que fue hace una eternidad, cuando únicamente han pasado unas semanas.

El rostro de Plaisance se paralizó al escuchar el adjetivo «querida». Vaciló unos instantes y a continuación le reveló a Alexia los recientes y desoladores avances de la investigación. Al fin y al cabo, la señora de Nilanay tenía dos puntos a favor: podía moverse con libertad y, además, la buena reputación del conde y su apoyo les sería innegablemente de ayuda.

Plaisance de Champlois resumió las razones de tal decisión a sus dos hijas apoticarias, quienes mostraron su aprobación de manera muy distinta. Mary de Baskerville, con poco interés, soltó un simple:

—Bah, ¿por qué no?

Hermione de Gonvray la ratificó con un:

—Alexia es sumamente perspicaz, y es cierto que el apellido de su futuro esposo no puede sino beneficiarnos en nuestras indagaciones.

El montón de vestidos expuestos en el suelo con cuidado parecía fascinar a la señora de Baskerville. Giraba en torno a estos cual zorra
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estudiando la reacción de su presa.

—El razonamiento cae por su propio peso —dijo para sí—. Si nuestras deducciones sobre esa granuja de Blanche… Anne son acertadas, esta no tenía la menor intención de permanecer aquí, por lo que tendría preparada su marcha incluso antes de ingresar en la abadía. Ante todo, necesitaba dinero para pagar un buen medio de transporte que la llevara a otro lugar donde reanudar sus fechorías con tranquilidad. La venta de sus escasas joyas, sin duda de bella factura, no hubiera podido garantizarle el tren de vida al que parecía acostumbrada, a juzgar por la calidad de sus posesiones. Por supuesto, si de verdad el Santo Oficio le pisaba los talones, habría confiscado todos sus bienes conocidos, muebles e inmuebles. Así pues, debía llevar consigo la fuente de sus ingresos venideros. Por otra parte, ¿qué sabía con toda certeza que recuperaría el día de su partida? ¡Sus ropajes y sus joyas!

—A menos que vuestra segunda hipótesis sea la acertada: que buscara algo aquí dentro —rectificó Hermione.

—En cualquier caso, seguía necesitando dinero —arguyó Mary. Señaló el montón de prendas, dirigiéndose a Alexia—: Bien, querida, como mujer del siglo que sois, ¿dónde ocultaríais algo extremadamente valioso para que no lo descubriera una tercera persona?

Alexia respondió casi sin pensar:

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