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Authors: Andrea H. Japp

Tags: #Novela histórica

La cruz de la perdición (12 page)

BOOK: La cruz de la perdición
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Mary tomó el pasaje que separaba la bodega y la despensa y desembocó en los jardines del claustro de Saint-Joseph. Era vital que aprendiera a orientarse cuanto antes. Pese al implacable frío crepuscular, la monja se sentó en un murete y cerró los ojos concentrándose hasta que acabó de grabar en su mente un plano perfecto de la abadía. Satisfecha, decidió regresar al
herbarium
con la esperanza de que Hermione de Gonvray se hubiera quitado ya de en medio.

Abadía de mujeres de Clairets,
Perche,
febrero de 1308,
al día siguiente

C
ompletas había finalizado y las monjas ya se encontraban de vuelta en el amplio dormitorio. Antes de emprender su tarea en la iglesia abacial, Blanche de Cerfaux se calentaba las manos con su vaho en un fútil intento por desentumecerlas. La ocupación de esta semana era mucho más placentera —agradable sería la palabra— que la de suplente de cocina o de refectorio que le había tocado en suerte las semanas anteriores. Para su asombro, la hosca supervisora, Adélaïde Baudet, parecía tenerle aprecio, ya que le había reservado esta labor menos penosa, más gratificante que las que asignaba —no sin júbilo— a las ociosas y cotorras, calificativos con los que bautizaba a aquellas que a su juicio no se afanaban lo bastante. Adélaïde Baudet se tomaba ahora el tiempo de conversar con ella un rato, interesándose por su salud y sus progresos; un comportamiento harto inusual viniendo de la supervisora. Blanche volvió a tener dudas: ¿y si Adélaïde era más avisada de lo que había supuesto? A la novicia a veces la asaltaba una ligera preocupación. ¿Estaría Adélaïde jugando a algo? ¿A qué? ¿Y si esa boba de Henriette Masson le hubiese ido con pérfidas insinuaciones? ¿Y si fuera menos corta y lela de lo que creía? ¡Bah!, seguro que solo eran imaginaciones suyas. Todas la amaban y encomiaban su entrega y su bondad.

Blanche se cercioró de que los ramajes que ornaban el altar no estuvieran mustios, despavesó los cirios de los altos candelabros y se dispuso a desenrollar la cuerda gruesa que servía para izar uno de los gigantescos lustros
[86]
. No cabía en sí de satisfacción. Había sabido convencer a aquella verruga de Adélaïde de la pureza de su fe y de su ímproba abnegación. Menuda lerda. Todas eran unas lerdas. En poco tiempo había logrado engañarlas con pasmosa facilidad, aunque, después de todo, ¿no era ese su principal talento? Se mordió los labios con fastidio al calcular por enésima vez cuánto tiempo más tendría que esperar. ¿Un año, dos? La idea de permanecer enclaustrada dos interminables años más le revolvió el estómago. Al imaginar las incesantes faenas que debería aceptar con una sonrisa de reconocimiento, sus ojos se llenaron de lágrimas. ¡Las detestaba! En ocasiones, le sobrevenían unas ganas locas de propinarle un buen guantazo a alguna de ellas, únicamente por el placer de ver la cara de estupefacción que se les quedaría. Un pensamiento aplacó su saña: o soportar a aquellas pánfilas algún tiempo más o ir a la hoguera. Su acrimonia se apaciguó. El viento irrumpió en la iglesia abacial, levantando su velo gris de novicia y apagando las llamas de casi todas las velas del lustro. Le faltó poco para dejar caer la cuerda que lo sostenía. Alguna de aquellas memas había cerrado mal el gran pasador de la puerta. Lidió con el peso del lustro hasta dejarlo en el suelo con suavidad.

No se percató de la sombra que se le acercaba subrepticiamente; ni de la plancha
[87]
que se alzó y luego se abatió sobre su cráneo. Se desplomó cayendo de rodillas, sin un grito. La plancha se elevó de nuevo y volvió a arremeter sin piedad contra el velo ya ensangrentado.

Poco antes de vigilias
[*]
, Thibaude Santenet, semanera de la iglesia abacial, subió los escalones que conducían a la puerta principal del edificio. Le había resultado imposible dar con la querida Blanche, la novicia que la ayudaba esta semana y se entregaba a sus labores con inusitado denuedo. Quizás se encontrara ya adentro atareada. Thibaude empujó los pesados batientes. El cerrojo no estaba echado, así que en efecto Blanche se había adelantado. La absoluta oscuridad del interior la extrañó. Los cirios deberían haber estado encendidos.

—¿Blanche? ¿Mi querida Blanche?

El eco de su voz retumbó en las altas paredes de piedra. De repente, Thibaude sintió una especie de hostilidad. Se reprendió a sí misma. Estaba en un lugar santo, protegida por las sólidas murallas de la abadía.

—¿Blanche?

Thibaude avanzó lentamente, precedida de su candil. La exigua llama emanaba un tímido halo que la oscuridad abismal parecía decidida a absorber. Su suela de madera resbaló, lo que a punto estuvo de hacerle perder el equilibrio. Se inclinó y descubrió una extensa mancha oscura y pegajosa. Levantó la cabeza sin dejar de sujetar el candil. Sintió el leve roce de una tela gruesa en su mano. Thibaude se quedó paralizada. El resplandor de la vela se reflejó en dos ojos sin vida: los de Blanche. Lanzó un alarido y se precipitó afuera.

Pese a la concentración de monjas que aguardaba con los pies enterrados en la nieve recién caída, en el exterior reinaba un silencio sepulcral. La abadesa les había prohibido seguirla al interior de la iglesia abacial. Hubiérase dicho que la nave era un buque iluminado: todos los candeleros y candelabros habían sido encendidos por orden del señor de Villanueva. Pálida como la cera, Plaisance contemplaba el horripilante espectáculo sin sentido.

Cuando Thibaude Santenet, con el rostro desencajado de miedo, entró vociferando en su despacho, la abadesa estaba terminando de vestirse. Al final logró que su hija, en plena crisis nerviosa, le relatara lo sucedido. Plaisance solo alcanzó a emitir una queja:

—No… Otra vez no.

El silencio imperante era total. Hombro con hombro, Plaisance de Champlois, Arnaldo de Villanueva, Hermione de Gonvray y Barbe Masurier parecían cerrar filas haciendo frente a un despiadado ataque. Sus respiraciones se transformaban en vaho al contacto con el aire. Con la boca entreabierta, el señor de Villanueva permanecía petrificado cual estatua. Horrorizados, todos miraban hacia arriba, con los ojos fijos en el cadáver de Blanche de Cerfaux, que pendía boca abajo atado por un tobillo con la cuerda del lustro. El dobladillo de la túnica estaba tan bien remetido en una de sus medias que únicamente la otra pierna, abierta en un ángulo casi recto, mostraba su desnudez. Todo ello confería a la dantesca escena un aspecto aún más espeluznante. La sangre que empapaba el velo gris de novicia había goteado hasta el suelo, formando una gran mancha expandida en varias direcciones. En el macilento rostro de la novicia asesinada se podía leer el terror. En su entrecejo, alguien había trazado una sombría cruz.

Una voz calmada, desprovista de toda emoción, resonó sobresaltando a todos.

—Creo haber hallado… el utensilio, el arma utilizada.

Los cuatro se giraron hacia Mary de Baskerville, que se aproximaba desde el absidiolo del coro cargando una pesada plancha.

—Hay sangre en la base —indicó la nueva apoticaria. Después de lanzar una mirada al médico, se volvió hacia la abadesa y le preguntó con el mismo tono reposado—: Madre, ¿no sería conveniente… bajar a nuestra hermana?

La sugerencia pareció romper el hechizo que los mantenía inmóviles. Acto seguido, todos se sumieron en una confusión de movimientos, cada cual yendo y viniendo sin orden ni concierto. Barbe recolocaba algunos cirios ladeados; Hermione rodeaba la mácula de sangre que deslucía una gran baldosa de piedra, estudiándola como si esperara leer en ella una respuesta a las preguntas que la acuciaban, y el señor de Villanueva decía para sí:

—Desde luego. Descendamos a esta pobre joven. Levantémosle el velo a fin de examinar el cráneo. Busquemos otras posibles heridas… pues no puede tratarse de un accidente o un suicidio… No… no, tales hipótesis son disparatadas.

En los labios de Mary de Baskerville se dibujó una ligera sonrisa, una sonrisa interceptada por Plaisance, para quien dicho gesto era del todo inoportuno.

—Vuestra ayuda me será valiosa, señor —prosiguió la anglosajona—. Dudo que mis fuerzas basten para sostenerla.

—Por supuesto… por supuesto —afirmó Villanueva dirigiéndose hacia ella a grandes zancadas y siendo imitado al instante por las otras tres mujeres.

Hermione de Gonvray, su sustituta y el médico tuvieron que aunar esfuerzos para aguantar la cuerda y evitar que el cadáver se estampara contra el suelo. Descendieron a Blanche de Cerfaux y la colocaron con delicadeza sobre las baldosas, cuidando de que el lustro no cayera sobre el cuerpo.

—La cruz —susurró Plaisance—. Esa cruz que tiene en la frente… ¿es de sangre reseca?

—Eso me temo, señora —murmuró el señor de Villanueva.

Con los brazos cruzados, la cabeza inclinada a la derecha y el rostro impasible, Mary aguardaba la continuación. Arnaldo de Villanueva levantó el velo. Hermione de Gonvray seguía la mirada del médico, que comenzó centrándose en el cuello de la difunta y luego remontó hacia el cráneo. Barbe Masurier se santiguó y apartó la vista. El señor de Villanueva se arrodilló junto a la muerta para examinar la amplia herida. Apartó los sedosos cabellos castaños apelmazados por la sangre y declaró afectado:

—¡Carape! El que haya hecho esto la atacó con todas sus fuerzas. La caja craneal se ha hundido por la brutalidad de la agresión. Se pueden distinguir claramente las esquirlas clavadas en la sustancia gris. La lesión es tan grande que no me extrañaría que la hubieran golpeado varias veces.

—Parecéis insinuar que el perpetrador es un hombre —comentó la abadesa.

—Es que, madre, dudo que una mujer disponga de la fuerza física necesaria para infligir semejantes daños óseos —explicó poniéndose en pie—. Incluso si admitimos que un arrebato de ira hubiera decuplicado su capacidad, ¿cómo hubiera podido una mujer izar el cadáver, a la vez que el lustro, cuando yo he debido recurrir a la ayuda de estas dos mujeres de talla para descenderlo?

Hermione de Gonvray miró de soslayo a Plaisance, que a su vez frunció imperceptiblemente el ceño. Haciéndose con la palabra por primera vez, la antigua apoticaria, con una voz pausada y grave que de inmediato recordó su género a Plaisance, declaró:

—Todo esto es tan… incoherente.

—¿Incoherente, hermana? —repitió el médico.

—Se toman el trabajo de coger a esta desdichada por un pie, de izarla como un buey abierto en canal; en resumen, se esmeran en humillarla una vez muerta en lugar de abandonar el cuerpo donde cayó. No obstante, remeten su túnica en una de las medias para evitar, parece ser, que su bajo vientre quede desnudo y expuesto a las miradas de quienes la descubrirían. Veo en ello una marca de… cómo decirlo…

—Pudor o compasión —interrumpió Mary de Baskerville mientras la observaba impresionada—. Me preguntaba si alguien lo advertiría.

—Además, el charco de sangre me parece extraño —continuó Hermione—. Lo normal sería que se hubiera esparcido siguiendo la pendiente del suelo, no en varias direcciones opuestas.

—Exactamente —secundó Mary de Baskerville, que no cesaba de esguardarla—. Se distinguen cinco ejes que fueron recubiertos progresivamente por el goteo de sangre de la herida.

El médico, abuhado, se arrodilló de nuevo y examinó la mancha. Mary prosiguió:

—Otro detalle: ¿la… disposición del cuerpo no os llama la atención? ¿Por qué colgarlo de un solo pie? Habría sido mucho más fácil juntarle los pies y atárselos pasando la cuerda sobre la túnica, y así amarrarla también.

—Tenéis toda la razón —aprobó el señor de Villanueva con una voz estentórea que resonó contra las piedras—. ¿Cuáles son sus conclusiones, hermana?

—¿Conocéis el juego de cartas llamado tarot
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?

El médico asintió con la cabeza.

—Una de las cartas, el colgado, guarda un enorme parecido con lo que acabamos de descubrir.

—¿El colgado? —inquirió Barbe Masurier, enmudecida hasta entonces por la escena.

—Se trata de uno de los arcanos mayores —explicó Mary—. Simboliza multitud de cosas, entre ellas la expiación, el pago de una deuda o la liberación de una esclavitud. Blanche… colgada, boca abajo, en un lugar santo. A todo ello hemos de añadir los cinco ejes de la mancha, que me recuerdan nítidamente a una estrella de cinco puntas que se habría trazado con la primera sangre vertida por la muerta, lo cual demuestra que el asesino permaneció algún tiempo junto a la víctima. Y finalmente, consideren el detalle, cuando menos repulsivo, del modo en que fue marcada la cruz en su frente. Una acumulación de sangre muestra claramente dónde el dedo comenzó a dibujar la señal, y luego va disminuyendo en grosor al final de cada brazo.

—¡Dios santo!, está invertida. Es una cruz invertida —dijo Plaisance en un susurro, agarrándose al brazo de Barbe.

—¿Las fuerzas de las tinieblas han obrado… aquí? —balbuceó la cillerera—. ¿En Notre-Dame?

—Es una hipótesis que no podemos descartar —respondió Mary encogiendo levemente los hombros—. En cualquier caso, lo dudo. Una «fuerza de las tinieblas», como la habéis llamado, ¿se hubiera preocupado por el decoro de una muerta? Es más, dejar que la túnica cayera y la desnudara hubiese supuesto un sacrilegio aún mayor.

Sorprendido por la inteligencia de aquella mujer, que había cosechado elogios a los que él no había otorgado mucho crédito, Arnaldo de Villanueva sentenció con ímpetu:

—Señoras, vuestra nueva apoticaria tiene razón. Yo también opino que el asesino es de este mundo. En absoluto me imagino a un demonio recién salido del infierno utilizando una plancha como arma. En cuanto a la carta del tarot, ¿habrá querido el asesino dejarnos un mensaje? ¿Habrá intentado desquitarse por algo relacionado, por qué no, con el pasado de esta pobre novicia? Me comentasteis, madre, que era un ejemplo de devoción y bondad.

—Así es. Ingresó en nuestra congregación por deseo propio.

—¿Cómo se explica entonces este abominable asesinato? A no ser que…

El médico hizo una pausa; parecía estar conteniendo las palabras que le venían a la mente.

—¿A no ser, qué? —insistió la abadesa.

—Que sin saberlo estéis albergando entre estos muros a un ser de execrable vileza que se ceba en las almas puras. De ser así, me temo que Blanche no será sino la primera víctima.

—¡Dios mío… protégenos! —gimió Barbe Masurier.

Mary de Baskerville no había quitado ojo al señor de Villanueva mientras este exponía su conclusión. Algo en la actitud de aquel hombre, no acertaba a adivinar qué, la turbaba.

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