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Authors: Andrea H. Japp

Tags: #Novela histórica

La cruz de la perdición (7 page)

BOOK: La cruz de la perdición
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—¡Maldita estación! —soltó Gilbert.

—Pero bueno, hermano, ¿qué lenguaje es ese?

—El de los laicos; el mío, dentro de poco. Mejor que me vaya acostumbrando. Ya he aprendido expresiones verdes y de todos los colores, ¿las quiere oír?

—En absoluto.

—¿Aún queda lejos nuestro punto de encuentro?

—En mi opinión, a una hora de camino, tal vez algo menos. Hemos dejado Saint-Aubin-des-Grois a nuestra siniestra, así que debemos de encontrarnos cerca. Sé que estás impaciente, pero haz el favor de ir un poco más lento. Mis pies son dos témpanos de hielo y mis piernas ya no son tan ágiles como las tuyas.

Fray Henri pensó desconcertado que echaba en falta la noche, la máscara nocturna, aunque ciertamente jamás habría emprendido el viaje al anochecer. Los bosques de los alrededores estaban infestados de lobos, osos y depredadores de dos patas igual de temibles, si no más.

Fue algo imperceptible, una tensión en el aire, o tal vez su propia naturaleza que de repente se volvió contra él haciéndole toser. El hermano Henri lo supo justo antes de repechar el cerro que les llevaba a su destino. El corazón se aceleró causándole un intenso dolor en el pecho y tuvo que inclinarse hacia delante para lograr respirar. Con la boca abierta, luchando contra la asfixia que le presionaba el tórax, cayó de rodillas y, preso del mareo, vio cómo el contorno de los árboles empezaba a difuminarse.

Gilbert, descompuesto, pues estaban a nada de alcanzar su objetivo, se arrodilló a su lado intentando levantar al anciano. A este último se le escapaba la saliva por la comisura de los labios por el esfuerzo. Los párpados se negaban a abrirse y, bajo estos, los globos oculares se movían con desesperación intentando ver al otro lado de la fina piel. Su rostro se tornó cenizo, y luego el cuello, como si la sangre le estuviera abandonando.

—¡Maestro, maestro… os lo ruego, volved en vos! —imploró el joven balbuciente.

En un lugar recóndito de su cabeza, Henri oyó la voz suplicante que le infundía ánimo. La voz se equivocaba: el anciano se estaba hundiendo en la nada. A medida que se aproximaba a ella, una calma que el iluminador no había sentido desde hacía lustros iba mitigando la dentellada del frío, el doloroso entumecimiento de los dedos, el amargo fracaso de los últimos meses, de los últimos años. Ya nada importaba; nada tenía ya sentido. Todo se había diluido en una inmensa paz. Sin embargo, el anciano monje siguió a la voz como al resplandor de un candil al final de un pasadizo. Y de nuevo, la incurable rabia de la esperanza enmudeció al resto de voces.

Recobró el aliento y, apoyándose en Gilbert, se enderezó.

—¡Oh, maestro, que susto me habéis dado!

—Un malestar pasajero, nada grave en realidad.

—¿Qué sería de mí sin vos? Es culpa mía. Si no fuera por mí, no habríais tenido que padecer este agotador periplo bajo la nieve. De no encontrarnos tan cerca de nuestro destino, os rogaría que regresáramos.

Henri pudo leer la marrullería en los ojos verdes azulados que le escudriñaban. No le sorprendió lo más mínimo. ¿Qué importancia tenía ahora?

Con Gilbert tirando de él como si de un fardo se tratase, ambos iniciaron la penosa ascensión al peñasco. Aún faltaban unas cien toesas. Al fin lo vislumbraron, imponente, oscuro, descomunal: el dolmen, la Piedra de los Deseos
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, como la habían bautizado los campesinos del lugar, pues, según la leyenda, con tan solo rozarla los sueños se hacían realidad. Era una piedra azabache, tan grande que la gente se preguntaba qué titán había podido levantarla y colocar la parte horizontal sobre los dos monolitos. Se contaban espantosas historias sobre ella: seres que habían sido enterrados bajo la base en un tiempo tan lejano que la mente no alcanzaba a imaginarlo; niños varones y jóvenes vírgenes degollados en honor a sanguinarios y poderosos dioses…

Fray Henri recorrió los alrededores con la mirada y, al no advertir presencia alguna, el miedo se apoderó de él. Con la voz quebrada por la emoción, gritó:

—¿Hola? ¡Ya hemos llegado!

A la derecha, oyeron el crujir de unas ramas secas por el frío. Entre los árboles cargados de nieve se perfiló la alargada silueta negra de un hombre sobre un corcel. Se acercó a ellos al lento paso de su montura, seguido de cerca por una yegua gris perla, casi blanca, montada por una dama arropada en un lujoso mantel forrado de cibelina
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que caía sobre la grupa del animal. Gilbert tenía los ojos abiertos como platos. Dios misericordioso… jamás había visto criaturas humanas tan bellas, tan perfectas. El hombre, vestido de cuero y terciopelo negro, era esbelto y lucía una media melena a la moda de la época. La dama, aun siendo diáfana como un hada, poseía igualmente una hermosa figura. Su pequeña boca en forma de corazón, roja cual fruto recién cogido, invitaba a morderla con delicadeza. Otros dos caballeros se sumaron a la majestuosa pareja. Por sus vestimentas —más humildes pero con las que Gilbert se habría contentado de buena gana—, el joven fue incapaz de adivinar si se trataba de una escolta o de compañeros de viaje menos acaudalados. Sin tan siquiera dirigirle una mirada, el caballero negro desmontó de su caballo y avanzó pausadamente hacia el hermano Henri, que parecía paralizado ante el dolmen. Le tendió una mano enfundada en un guante de fino cuero oscuro. Henri la estrechó entrelazando sus ateridos dedos con los del hombre. A Gilbert le sorprendió un comportamiento tan inapropiado, hasta tal punto que intentó acercarse un poco más a los dos hombres. Mas cuando se hallaba apenas a dos toesas de ellos, el caballero, sin volver la vista hacia él, le ordenó detenerse con un gesto. Un poco más lejos, en un llano más bajo, aguardaba la dama con una leve sonrisa en los labios. Al joven le asombró la perfecta quietud de su montura: no piafó ni movió las orejas una sola vez. Los otros dos caballeros observaban la escena con una especie de cortés indiferencia. Gilbert oyó:

—¿Habéis sopesado bien los pros y los contras, hermano? Aún podéis regresar. Es vuestra última oportunidad. —Alzó una de sus manos enguantadas, apuntando a los dos caballeros que esperaban pacientemente—. Mi escolta os puede reconducir sanos y salvos a Dame-Marie. A ambos. Con tan solo una palabra vuestra; una sola.

Con la garganta seca, hasta el punto de no estar seguro de poder acabar de pronunciar su frase, fray Henri declaró:

—No, señor Amalric, me temo que ya es demasiado tarde. No hay marcha atrás. En mi corazón late una viva esperanza, y no hay nada más dañino que la esperanza. ¿Sabéis?, uno se aferra a ella, lucha; mientras que aceptar la derrota, aun siendo indigno, sería en el fondo mucho más sencillo.

—Lo he olvidado… Como tantas otras cosas. Que se haga pues vuestra voluntad.

Girándose hacia la dama, Arnau Amalric, con un apasionamiento tal que dejó a Gilbert sin respiración, dijo:

—Mi tesoro, mi eterna amada… Jeanne, mi compañera…

La hermosa mujer inclinó la cabeza y con un leve toque de talón viró su yegua. Esta desapareció entre los troncos desnudos por el invierno.

—Acércate, joven —ordenó el caballero negro a Gilbert, quien obedeció de inmediato—. Así que quieres abandonar el convento, descubrir el mundo, ¿me equivoco? Un proyecto ambicioso y temerario, mas ¿qué serían los hombres sin un proyecto?

No sabiendo qué contestar, el novicio se limitó a mover la cabeza.

—Ven, cuéntame tus sueños —insistió Arnau Amalric.

Sobrecogido por la serena autoridad de aquel hombre que no admitía réplica ni demora alguna, Gilbert se sentó a su lado sobre la piedra horizontal del dolmen. Sus dientes empezaron a castañetear al gélido contacto de la negra piedra contra sus nalgas y la parte alta de sus muslos. El hombre no parecía sentirse incómodo por el frío, pese a su ligera vestimenta cortesana.

—Cuéntame —repitió el caballero negro.

Un tanto desconcertado, incapaz de poner en orden sus ideas, el novicio se lanzó:

—Pues veréis, señor… no sé si sois nuestro antiguo hermano, o el hermano de… vuestro hermano, el que es nuestro hermano —farfulló—. Me estoy yendo por las ramas, es por la emoción. En verdad no tiene ninguna importancia, el caso es que sois nuestro salvador…

—Bonita palabra; muy poco apropiada en mi caso.

Gilbert tenía la sensación de que su mente se acababa de apagar. Ya nada tenía sentido. Era como si se encontrara en uno de esos cuentos de hadas donde nada tiene ni pies ni cabeza.

—Prosigue, te lo ruego.

—Pues… tal vez el hermano Henri os haya resumido mi historia… soy huérfano, alguien me encontró y los monjes de Dame-Marie me acogieron, por lo cual les estoy inmensamente agradecido. Sin ellos, me hubiera muerto de hambre, de frío o me habrían devorado las fieras. En cualquier caso… no estoy hecho para ser monje, señor. A pesar de mis esfuerzos, y os juro que fueron constantes y denodados, esta vida de… esta muerte en vida me provoca náuseas y ganas de llorar.

—¿Muerte en vida? Ah, joven, ¿qué sabrás tú?

—Señor, vos sois sin género de dudas un hombre de bien y del siglo… Yo quiero vivir.

Los insondables ojos negros, que no se habían despegado del novicio, se sumieron en una infinita tristeza.

—Es una pena.

Fray Henri estaba de pie, detrás del joven. Con un gesto de pasmosa rapidez para un hombre de su edad, tiró de la cabeza de Gilbert hacia atrás y abatió la pequeña daga que le acababa de entregar uno de los caballeros. La hoja se hundió en la garganta del joven que, consciente ya de la situación, intentó defenderse. El arma cayó sobre la piedra produciendo un golpe metálico. Entonces, Henri chilló; un grito salvaje, inútil, insoportable y grotesco. La sangre manó a chorros salpicando al viejo monje, que saltó del dolmen. Permaneció allí, a los pies del mismo, temblando, tapándose los ojos con sus manos escarlatas. Gilbert gemía como un niño tratando de contener con la palma de las manos el raudal carmesí que le brotaba de la herida. El caballero negro fue hacia él.

—¿Qué…? ¿Pero por qué…? —gimoteó el joven.

—Es una larga historia, una historia secular de la que no comprenderías nada —murmuró Arnau Amalric levantándole suavemente la cabeza—. ¡Chsss!… Tu vida comienza ahora: vas a morir.

Las lágrimas anegaron los ojos de Gilbert, que sacudía la cabeza llorando:

—No quiero… No podéis… Me duele.

—Tranquilo.

Una mirada sombría, abisal, se sumergió en la suya. Esbozó una apenada sonrisa fraternal. Arnau Amalric cogió la daga y con un gesto vivo, fugaz, lleno de ternura, remató al novicio, que expiró entre sus brazos. Le besó la tibia frente y musitó:

—Te has librado de lo peor, créeme. Descansa.

Se bajó del dolmen de un salto. Henri temblequeaba de miedo. Estaba dispuesto a aceptar lo peor si no se hubiera visto obligado ejecutarlo, si hubiera podido mirar hacia otra parte y fingir no haberse enterado de nada.

Un sentimiento muy lejano, que creía ya extinto, la rabia, se apoderó de Arnau Amalric. Abofeteó al monje con violencia y bramó:

—¡Regresa a tu convento o vete al bosque a que te devoren las fieras! Me es indiferente. No eres digno de nosotros. Has de saber, y que esto sirva para atormentar tus últimas noches, para envenenar los últimos días de tu vida, que eres el culpable de un asesinato execrable, inútil. Tu Dios jamás te lo perdonará.

El hermano Henri se estremeció de pánico. ¡El hombre de negro no podía hacerle aquello! ¡Debía cumplir su promesa! El vetusto iluminador gimoteó:

—Señor Amalric, me disteis vuestra palabra…

—Al igual que tú me diste la tuya de profesarme fidelidad eterna. ¡Habíamos sellado un pacto! Una vida inocente a cambio de mis dones —espetó el caballero con voz gélida—. ¿Y has degollado a tu joven hermano tal y como prometiste? ¡No!, ¿me equivoco? He tenido que rematarlo como a un perro para evitarle una lenta agonía, pues tú lo habrías dejado desangrarse hasta morir. No he obtenido el sacrificio que exigí, el que me ofrecía tu alma. Por tanto, quedo liberado de mi promesa.

Pese al terror que le inspiraba aquel hombre de las tinieblas, Henri soltó con furia:

—¡En tal caso, no os diré nada! Nunca la encontraréis. ¡Y yo sé donde se encuentra!

El caballero atravesó al anciano con una prolongada mirada:

—No me amenaces, monje. Ignoras de lo que soy capaz y hasta dónde alcanza mi poder. Obtendré lo que busco, como siempre. —Su voz se suavizó, volviéndose casi jovial—: ¿No es irónico que temáis tanto reuniros con el Dios que adoráis?

Tras su partida, entre una nube de nieve levantada por los cascos de las monturas, Henri permaneció allí, lloriqueando sin saber muy bien por qué. Volvió a subirse al dolmen y se dejó caer junto a su joven hermano asesinado. Un cálido y tenue vapor ascendía de la sangre que brotaba lentamente de la garganta y afluía a la piedra helada. Sin duda alguna estaba maldito. ¿Qué sabía él en verdad? Dios lo había abandonado. Henri lo había llamado, le había suplicado que interviniera. Solo obtuvo un inmenso silencio en su cabeza por respuesta. No recuperaría sus manos, pese a las oraciones al Todopoderoso, contrariamente a lo que el señor Amalric le había prometido.

No le quedaba más opción que regresar. Regresar, soportar su fracaso y cómo este lo degradaba día tras día. Fingiría ignorar el paradero de fray Gilbert. Una mentira más. Su vida no había sido más que una cómoda mentira repetida hasta la saciedad, hasta autoconvencerse de la veracidad de la misma. No tenía un buen corazón, nunca lo había tenido. No amaba a sus hermanos. Todos esos años había confundido la cordial indiferencia que estos le inspiraban con afecto. En el fondo, la muerte de Gilbert le importaba más bien poco y se haría a la idea. Solo le importaba una cosa: le habían engañado. La vejez le había usurpado el único tesoro en su vida: las letras, las tintas y los pigmentos. No le debía perdón a nadie. Él era la víctima. En cuanto al memo de Gilbert, en menos de un año habría muerto espetado a manos del esposo o el padre de una doncella a la que se habría trajinado. Por tanto, solo había adelantado su muerte.

Henri dedicó una última mirada al cadáver del joven novicio. Después de todo, no se trataba en realidad del asesinato de un servidor de Dios, pues Gilbert nunca había deseado la vida monacal. Además, él solo lo había herido; había sido el otro, el hombre de negro, quien lo había matado.

Tranquilizado por su propia absolución, Henri reemprendió el camino en dirección a Dame-Marie. En el transcurso de su penosa marcha, le asaltó un vago pensamiento que poco a poco fue cobrando forma. ¡Debía recuperar su don a cualquier precio! No continuaría siendo el anciano miserable, inútil e invisible en el que se había convertido, el que nunca había querido ser.

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