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Authors: Andrea H. Japp

Tags: #Novela histórica

La cruz de la perdición (5 page)

BOOK: La cruz de la perdición
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Plaisance lo vio con claridad: las pasadas semanas de motines, miedo y muertes habían abierto una brecha. La vida exterior, la que ellas apenas vislumbraban por intuición, había irrumpido en Clairets con toda su violencia y sus irreparables injusticias, aunque también —cabía reconocerlo— con toda su vitalidad. Aquel universo apacible y hermético, entregado a la oración, la meditación y el trabajo, protegido por la interminable muralla, no saldría indemne. Con toda seguridad se repondría del horror vivido. Con toda seguridad sus cicatrices se irían borrando paulatinamente. Sin embargo, ¿conseguiría ese universo olvidar que aquel lugar era un enclave atemporal, aislado del mundo? En aras de la paz de la abadía, así debía ser.

La joven abadesa se enderezó en el sitial tensando su espalda, recorriendo con la mirada el despacho, exageradamente amplio, donde un leproso intentara darle muerte como a un perro. Tenía que admitirlo: no quería oír hablar de ese mundo de fuera que, por otra parte, la tuvo intrigada mientras este se mantuvo distante. Hoy por hoy, le infundía pavor, le hacía mal. Pese a sus esfuerzos, ya no lograba borrarlo de la mente. Un rencor difícil de controlar le hizo fruncir los labios. ¡Mortagne! Por causa del conde Aimery de Mortagne, las despiadadas fuerzas del mundo exterior habían arremetido contra esos muros. Se sorprendió de su mala fe. Mortagne no había hecho sino anticiparse, detener los viles golpes de un poderoso enemigo con el fin de inutilizarlo. Había salvado la vida de muchas de ellas. Como hombre de bien
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que se precie, en todo momento había hecho gala de honor, inteligencia y gallardía.

Desde que el conde abandonara Clairets, a Plaisance le asaltaba con cada vez más frecuencia la sensación de estar viviendo con fantasmas
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desdichados. En ocasiones, un vago murmullo la paraba en seco en medio de un pasillo desierto. Segura de haber percibido el eco ahogado de unos pasos tras de sí, se giraba, mas solo encontraba el vacío. Algunas veces, una corriente de aire glacial doblegaba la llama de su vela en un espacio cerrado, sin ventanas. Otras, un sueño agitado la despertaba sin que luego fuera capaz de recordar sus visiones
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. Entonces, el sueño la rehuía hasta laudes.

Enervada por su propia actitud, Plaisance lanzó un suspiro. Todo eso no eran más que tonterías, la secuela de las semanas de horror y agotamiento que ella…, que todas, acababan de sufrir.

Ella misma se reprendió. Ya bastaba; debía reflexionar con calma. El capítulo
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se reuniría mañana a fin de elaborar una primera lista de monjas dignas de convertirse en la nueva priora. Plaisance, con el respaldo de la fiel y encantadora Élise de Menoult, la hermana ropera
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, se las había ingeniado para proponer a su candidata: Barbe Masurier, la cillerera
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. El buen juicio y la fortaleza de Barbe le eran muy preciados. De cuarenta y cinco años de edad, figura imponente y ánimo apacible y jovial, su entusiasmo era tan solo equiparable a su vigor. No había tenido descendencia y quedó poco afectada por el fallecimiento de su esposo, un adinerado mercero
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, un cascarrabias de enfermiza tacañería que le lanzaba sostenidas miradas de reproche a cada trozo de pan que ella se llevaba a la boca. Tras el deceso de este, Barbe ingresó en Clairets. Se concedió el dulce placer de vengarse de su atrabiliario cónyuge cediendo al monasterio hasta el último cuarto de la fortuna que acababa de heredar, imaginándose al mercero revolviéndose en la tumba. Para gran sorpresa suya, Barbe encontró en Clairets un inesperado resarcimiento a la insulsa existencia de monotonía y avaricia a la que la había sometido su difunto marido. Mujer con la cabeza bien puesta y los pies en la tierra, al fin pudo sacarle todo el partido a su talento como administradora. Barbe había conquistado su nuevo universo reprobando a las derrochadoras y atolondradas con una firmeza maternal inusitada para ella, y consolando a las que dudaban ser merecedoras de cumplido alguno por su denuedo. Y lo más importante: bajo su apariencia bonachona y conciliadora, a Barbe no le daban gato por liebre. Era uno de esos seres que piensan por ellos mismos, por ello resultaba difícil embaucarla con lisonjas o ardides. Una valiosa cualidad, a juicio de Plaisance de Champlois, merced a la cual Barbe había adivinado el juego de Hucdeline de Valézan, la antigua priora de la abadía.

Otro asunto delicado que la abadesa debía someter al beneplácito de las discretas era la hospitalidad ofrecida a aquellos pobres desventurados que, ateridos en plena noche cerrada, habían llamado al portalón Mayor hacía una semana. Plaisance se preguntaba si no habría abusado de su autoridad imponiendo la presencia de aquellos fenómenos de la naturaleza a sus hijas. Por otro lado, si hubiera convocado un capítulo extraordinario para conocer el parecer de las hermanas, la respuesta de la mayoría habría sido una negativa. Habían transcurrido varios días, todas se habían acostumbrado en cierto modo a su presencia; además, los continuos servicios que aquellas criaturas prestaban a la comunidad monacal habían dado sus frutos. Sin lugar a dudas, en estos momentos gozaba de un mayor margen de maniobra para imponer su permanencia en Clairets, al menos hasta la llegada del buen tiempo.

Pese a su aprensión por tal índole de sentimientos, la joven novicia Henriette Masson temblaba por la inquina. ¡No podía! ¡Esa desvergonzada no se atrevería! Blanche de Cerfaux había solicitado permiso a la maestra de novicias para ir a la capilla de Saint-Augustin, donde pretendía orar con fervor y sosiego. Desde entonces, Henriette se hacía mala sangre, pasando sucesivamente de la envidia, o más bien de la necesidad de seguir a Blanche, al temor. Había sopesado las ventajas y los inconvenientes: estos últimos se imponían con contundencia. Sin embargo, no pudiendo contenerse por más tiempo, decidió infringir las reglas, so pena de sufrir castigo, y salir del noviciado con toda la discreción de la que fue capaz, sin subir al dormitorio a recoger su mantel para no levantar sospechas.

La rabia y el rencor que la corroían eran tales que apenas sentía el penetrante frío que reinaba fuera. Con paso apremiante y esquivo, rodeó el hospicio y la morgue y se encaminó hacia la capilla de Saint-Augustin. Empujó la hoja de la puerta con una fuerza que la sorprendió. La escena que descubrieron sus ojos la dejó petrificada: Blanche, con los brazos cruzados tras la espalda, la cabeza inclinada hacia un lado y una burlona sonrisa en los labios, permanecía de pie en la capilla bajo el gran crucifijo de madera pintado, un regalo de los padres de Henriette al noviciado cuando su hija fue admitida en Clairets. En ese preciso instante, la quinceañera Henriette Masson descubrió que era capaz de sentir odio, ella, que siempre se había creído inmune a tales afectos.

—¿Qué hacéis aquí dentro?

—Rezar, ¿qué si no? Al menos hasta que decidisteis seguirme de nuevo y arruinar mi momento de piedad —respondió Blanche sin molestarse en ocultar el sarcasmo de su voz—. Decididamente no puedo dar un paso sin que os peguéis a mis zuecos. ¿Hasta tal punto os fascino? Hay quien podría ver malas intenciones en vuestra actitud.

—Os prohíbo… —comenzó a replicarle Henriette con un hilillo de voz.

—Vos no vais a prohibirme nada —interrumpió Blanche, categórica—. Además, intentarlo no sería muy prudente por vuestra parte. Ya os previne sobre esa cuestión. Mi paciencia se está agotando, así que no me provoquéis o acabaréis por lamentarlo, y bien sabéis que hablo en serio.

—Vuestra… —balbuceó Henriette mientras buscaba con desesperación una palabra hiriente.

—¿Mi desfachatez, quizás? ¿Y qué hay de vuestro estulto ensañamiento hacia mi persona? —inquirió la novicia en un tono despojado ya de toda burla—. Marchaos de inmediato. Vuestra presencia se me hace insoportable. Me incomoda. —Esbozando una sonrisa, añadió—: Impide que me entregue al recogimiento de mi alma, como es mi deseo.

La súbita certeza de su debilidad, de su impotencia, hizo que las lágrimas brotaran de los ojos de Henriette. Ella sola no podía hacer nada. Acató la orden.

Después de cerrar la puerta de la capilla tras de sí, permaneció allí, inerme, luchando contra los sollozos, suplicando un milagro. Dios no podía abandonarla de esa manera, dejándola sola y desamparada. Él tenía que ayudarla. Y ella debía reaccionar. Reaccionar antes de que fuera demasiado tarde. Pero, ¿en quién depositar su confianza? ¿Quién sería lo suficientemente sagaz como para prestarle oído?

Una silueta que se dirigía al huerto atrajo su atención. Se trataba de Adélaïde Baudet, la supervisora
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; una mujer perspicaz, puede que incluso lo bastante cínica como para ver más allá de las apariencias. Henriette se precipitó cual flecha en su dirección.

Un ligero golpe en la puerta del despacho arrancó a Plaisance de Champlois de sus pensamientos. Hermione de Gonvray, o más bien Thibaud de Gonvray, la antigua apoticaria disfrazada, entró en la estancia. La desazón que Plaisance sentía ahora en su presencia volvió a aflorar. Por muchas vueltas que le diera, no alcanzaba a entender la razón que habría empujado a un hombre a tomar el velo. Las oportunidades de las que podía disfrutar un varón de noble cuna, tal era el caso del señor de Gonvray, eran infinitas. ¿Por qué obstinarse entonces en elegir la condición inferior de mujer? ¿Por qué, cuando tantas mujeres no hallaban la libertad hasta quedar viudas (salvo que tuvieran descendencia), empecinarse en despreciar las facilidades y el poder propios de ser hombre? De repente, recordó una mordaz ocurrencia de la madre Catherine de Normilly: los hombres responden ante Dios y su señor; las mujeres, además, ante sus padres, esposos, hijos, hermanos, tíos, e incluso a veces primos y sobrinos. En realidad, ¿qué extraña ceguera empujaría a un hombre a desear someterse a la subordinación de las mujeres? Con todo, la abadesa no reunía arrestos suficientes para realizar tan indiscreta pregunta. Dudó entre «hijo mío» o «hija mía»; ambas fórmulas le parecían igual de inapropiadas.

—¿Señor?

Hermione-Thibaud bajó su mirada azul intenso. Sus preciosas cejas de un rubio níveo dibujaron un arco. Entonces, despidiendo una exhalación de vaho con cada una de sus palabras, murmuró:

—Os lo ruego… Fui vuestra hermana, después vuestra hija…

—Así y todo, no podéis negar que sois un hombre y un farsante.

El término abofeteó a Thibaud de Gonvray, que se sonrojó ante la afrenta.

—¿Un farsante? La amistad y la ternura que os profeso a vos y a algunas de mis hermanas no son falsas; la felicidad que me han procurado los años vividos en Clairets tampoco; el cuidado que os he prodigado a todas, aún menos.

—Eso ya lo sé —replicó Plaisance de Champlois con una severidad de la que se arrepintió ipso facto—. No obstante, la Iglesia condena enérgicamente el travestismo en general, máxime cuando se trata de un servidor de Dios.

—La Iglesia condena tantas cosas…

Plaisance le lanzó una mirada fulminante y espetó:

—No añadáis la blasfemia al resto de vuestros pecados.

—Os pido perdón, madre. Es solo que… mis palabras a buen seguro avivarán vuestra ira y vuestro desprecio, pero… no se trata de travestismo. Yo soy Hermione de Gonvray. Thibaud es… no sé… un error. Desde luego, no soy yo.

—Dios no yerra.

—En tal caso, Sus designios encierran un sibilino misterio para mí. No nací en verdad hasta convertirme en Hermione de Gonvray.

Una mescolanza de ternura y piedad barrieron la desazón de Plaisance.

—Eso no quita… Hermione… que debáis dejarnos cuanto antes. Estoy convencida de que lo entendéis. Numerosos monasterios de nuestra orden buscan expertos apoticarios. Tan solo deberéis tomaros la molestia de escoger uno.

—¿Y mentirles haciéndome pasar por un hombre?

Presa de un absoluto desconcierto, Plaisance escrutó el semblante de su otrora hija, buscando una señal indicativa de que lo que acababa de oír no era más que una necia y osada broma. El bonito rostro de Hermione, sin embargo, frustró por completo su esperanza. Tuvo la impresión de encontrarse en arenas movedizas. Dividida entre la compasión que sentía por la insondable zozobra de Hermione, la sincera ternura por la que había sido su hija y las obligaciones de su cargo, la abadesa resolvió poner fin a sus hesitaciones y sobre todo a las irracionales ilusiones que Thibaud de Gonvray pudiera haberse formado acerca de su permanencia en Clairets. Imprimiendo un tono áspero con el que esperaba enmascarar su incertidumbre, Plaisance ordenó:

—Preparad vuestro equipaje y dispensad la despedida a vuestras hermanas. Os lo vuelvo a recordar: nadie debe conocer el… secreto que compartimos. Por vuestro bien y el de las demás. Partiréis en cinco días. Se os facilitará un carro y una pequeña escolta que os llevarán a Mortagne o a Chartres, donde prefiráis. Asimismo, se os entregará una suma que os concederá algo de tiempo para ordenar vuestros pensamientos antes de decidir vuestro porvenir. Nuestra nueva apoticaria debería arribar esta tarde. Tened la amabilidad de informarla acerca de la organización de la enfermería, de las dolencias de cada una de las religiosas y de los remedios que les suministráis. Eso es todo. ¡Ah, sí!… ofreced a vuestras hermanas un pretexto creíble para explicar vuestra partida. Inventad lo que os parezca, cualquier cosa que disipe sus preocupaciones sobre vuestro futuro y que las consuele. Después de las horribles convulsiones sufridas recientemente están muy necesitadas de consuelo. Quedáis… dispensada de asistir a los próximos oficios; no deseo cruzarme con vos. Os autorizo, en cambio, a conservar el hábito hasta que lleguéis a vuestro futuro destino. No albergo interés alguno en despertar las sospechas de mis hijas sobre la verdadera razón de vuestra marcha. Adiós, Hermione.

Los límpidos ojos que la observaban se abrieron aún más. Hermione abrió la boca, mas sus labios no pronunciaron palabra. Cabizbaja, salió del despacho.

Por unos instantes, Plaisance de Champlois luchó contra el deseo de salir corriendo tras ella y rodearla con sus brazos. Después de todo, esa mujer, ese hombre, le había salvado la vida a riesgo de la suya propia. Después de todo, gracias a su ejemplar valentía, a su inusual fortaleza de espíritu, había resistido la labor de sabotaje de Hucdeline de Valézan. Después de todo, ella la quería. La joven Plaisance se habría lanzado en su busca. La abadesa no podía.

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