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Authors: Andrea H. Japp

Tags: #Novela histórica

La cruz de la perdición (6 page)

BOOK: La cruz de la perdición
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Bosque de Boulets,
no lejos de Saint-Cyr-la-Rosière,
Perche,
finales de enero de 1308,
ese mismo día

H
abían caminado desde el alba. En el bosque imperaba un silencio irreal, casi inquietante, perturbado únicamente por el lastimero sonido de la gruesa capa de nieve horadada por sus zuecos. Desde el minuto uno de su secreto periplo, el novicio Gilbert, embargado por una mezcla de júbilo y sentimiento de culpa al verse al fin libre, no había parado de cotorrear y saturar a su viejo compañero con comentarios, exclamaciones de sorpresa y felicidad: «Hermano, ¿no le parece que el aire es de repente más puro y ligero?»; «¡Qué maravilloso este sentimiento de haber escapado al fin de un túnel sin salida»; «¿Cómo os podré agradecer algún día el haberme embarcado en vuestro plan?»; «¿No es un milagro que se hayan cruzado nuestros caminos?»; «¿Quién hubiera dicho que el paso del tiempo, aburrido y monótono, nos acabaría acercando?»; «¡Oh, mire allí! ¿no parece la silueta de un ciervo?»…

Henri, su mentor, uno de los hermanos maestros de la abadía de Jumièges
[44]
, había sido enviado a una de las abadías dependientes de esta última, la de Dame-Marie
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, para ocupar un nuevo puesto. El religioso a veces respondía con una sonrisa o un movimiento de cabeza, intentando ahorrar sus muy escasas energías. Desde que emprendieran su fuga —pues no era sino eso—, se debatía continuamente en accesos de celos. Ante él, a unas pocas zancadas, se exhibía de manera arrolladora la inconsciente juventud. Las cuatro leguas
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que los separaban de su destino no eran más que un paseo para su joven hermano, un huérfano acogido por la abadía cuando aún no había cumplido ni un año de edad. Él, por el contrario, se dejaba la vida en cada paso. Un frío glacial le había entumecido las extremidades, lo cual avivaba el continuo dolor de sus dedos deformados por el mal de la vejez.

Intentó acallar la aflicción que se había apoderado de él hacía dos años. ¡Qué injusticia! Las suyas habían sido unas de las manos de iluminador y copista más diestras del reino. Sus letras capitulares
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ornamentadas con entrelazados
[47]
, follaje
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y cabezas de dragón parecían la obra de un ángel. Trazaba las abreviaturas
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con tal virtuosismo que ningún lector podía perderse
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. La limpidez de sus aféresis y apócopes
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era célebre. En cuanto a sus mezclas de tintas y pigmentos, donde combinaba el óxido de cobalto con la malaquita para obtener un azul verdoso de mar templado, donde las tintas de oro y plata despedían un brillo excepcional gracias al fino polvo de mica que añadía, eran un secreto que muy a su pesar había tenido que desvelar a su sucesor en el
scriptorium
de Jumièges.

El cálamo había empezado a resbalársele entre los dedos y en ocasiones se le iba de las manos. Entonces, unas gotas verdes, rojas o violetas se estampaban como lágrimas sobre el papel, destruyendo el trabajo de varios días. Al principio hizo todo lo posible por disimular el paso de los años, que poco a poco le iba agarrotando la mano. Las lentes
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que le había traído de Italia un monje itinerante evidenciaban que sus años mozos no eran ya más que un lejano recuerdo, si bien, algunos monjes mucho más lozanos que él pero cortos de vista recurrían también a este ingenioso ensamble de lunetas para poder realizar sus trazos. Hasta el día en que el abad lo hizo llamar a su presencia. Fray Henri recordaba aquella escena como si hubiera sido la víspera: la ultrajante humillación, aún más intensa por la amabilidad con que su superior le invitó a dejar la copia de manuscritos y dedicarse a la enseñanza de los jóvenes; cómo se había convertido de repente en un don nadie después de crear tantas maravillas. Las lágrimas asomaron a los ojos de Henri por primera vez en medio siglo. El abad, conmovido y apurado, bajó la vista y murmuró:

—Comprendo lo que sentís, hijo mío. A mí también me ha costado asimilarlo. Dios, en Su infinita sabiduría, nos recompensa en el más allá con lo que perdemos en la Tierra. La felicidad de inculcar sensatez y conocimiento en las mentes jóvenes reemplazará el legítimo placer que os proporcionaba el don de vuestras manos.

Henri se limitó a asentir con la cabeza. ¿Qué sabría ese viejo cuya única labor era dar órdenes desde su gran escritorio? ¿Qué le había arrebatado a él la vejez? Nada. Todo lo contrario: cinco años antes lo habían elegido abad porque su predecesor acababa de fallecer y gracias a su carácter, cuando menos anodino, no se había granjeado ninguna enemistad en el seno del capítulo. Henri se sorprendió de la repentina acritud que había sentido hacia aquel hombre, que aun siendo de poca valía, sin duda rebosaba piedad y compasión. Nunca había albergado su mente tales pensamientos. Siempre se había considerado bonachón y de carácter tranquilo, si bien ahora le dominaban una rabia y una acrimonia difíciles de contener. Ya no era nadie. De él ya solo quedaban algunos colofones
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. Ya nadie se tomaría la molestia de leerlos.

Henri, con objeto de ahorrarse las constantes vejaciones de sus hermanos, otrora cautivados por su don, convenció fácilmente al abad para que le trasladara a la abadía de Dame-Marie, no lejos de Bellême, en el condado de Perche.

—Hermano, ¿deseáis que nos detengamos un rato? Podríamos aprovechar para recobrar fuerzas —sugirió el novicio—. Mi fardel
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está repleto de deliciosas sorpresas, fruto de mis rapiñas en la cocina.

Henri, exhausto, congelado hasta los huesos, con los labios escarchados por el propio vaho de la boca, asintió con una sonrisa.

—Estamos lo bastante lejos de la abadía, así que podemos encender una pequeña hoguera para caldearnos. Nadie verá el humo.

—No nos demoremos mucho, hermano Gilbert. Aún nos resta un largo camino y no querría que nuestros amigos se cansaran de esperarnos con este frío implacable.

—¡Oh, desde luego que no! —respondió inquieto el joven. No obstante, su excelente humor borró enseguida la preocupación y preguntó—: Pero, ¿quiénes son exactamente vuestros audaces amigos, hermano Henri? Si no es una pregunta indiscreta…

—Dos hermanos de sangre unidos por un bello vínculo: la ayuda mutua. Uno de ellos es además un antiguo hermano nuestro.

—¿Antiguo? ¿Él también ha colgado los hábitos?

—No tuvo más remedio —suspiró el anciano. Luego pareció vacilar, pero añadió—: Lo acusaron de ser un adepto de la doctrina nicolaíta
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, una acusación con fundamento, por otra parte. El caso es que amaba a una mujer de cuya unión nacieron dos vástagos.

—Jesús, María y José —murmuró Gilbert, sonrojándose.

Durante los dos últimos años se habían operado innumerables cambios en su interior, emociones cuyas manifestaciones físicas le habían primero inquietado, después aterrado y más tarde colmado de felicidad. El garzón recordó la oleada de voluptuosidad casi irrefrenable que le invadió mientras contemplaba la pintura sobre un panel de madera que representaba a María Magdalena. La santa pecadora le estuvo sonriendo durante todo el tiempo, durante los eternos segundos que duró la explosión de placer en su cabeza, haciendo que de sus labios brotara un gemido. Intentó averiguar si él era el único en incurrir en tal tentación. Mas fue en vano. Sus fantasías fueron en aumento, se disparaban nada más posar la mirada en una pícara campesina que acudía a la iglesia abacial a ofrecer un paño bordado como exvoto para remplazar el
antependium
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, o cuando alguna joven sirviente laica de la cocina le dedicaba un coqueto parpadeo. No podía negar que amaba a Dios y a sus semejantes, ni que los monjes de Dame-Marie lo habían salvado de una muerte segura siendo un bebé. Sin embargo, debía admitir que amaba de igual modo a las mujeres y no tenía ningún deseo de privarse de ellas. Dios, en Su infinita bondad, lo perdonaría; después de todo, Él sabía que Gilbert no había elegido el hábito. Lo que el joven fantaseaba cada noche antes de adormecerse, los maravillosos descubrimientos que haría, las trepidantes aventuras que le aguardaban, todas esas mujeres que caerían rendidas en sus brazos; en definitiva, los sueños que le inspiraba ese siglo que él imaginaba a su guisa, pese a saber bien poco del mismo, le habían hecho más soportable la espera de no sabía muy bien qué. Al fin lo supo, hacía apenas un año, con la llegada de fray Henri de Jumièges. Henri, desesperado por su incapacidad para proseguir con su arte, poco entusiasmado por su nuevo cargo de maestro, había decidido buscar una mano digna de la suya, una mano de ángel a la que pudiera instruir. La belleza, los finos rasgos de Gilbert, que con otra vestimenta le habrían hecho pasar por una damisela, le habían inducido a error. En un principio Henri siguió obstinándose, incapaz de admitirlo, seguramente porque la única alegría de su vida dependía de transmitir su talento a otra persona; vencer la vejez, vencer lo perdido por el paso del tiempo guiando la mano de su sucesor. Debía asumirlo de una vez: Gilbert, con su jovial indiferencia hacia todo lo relativo al arte o al alma, se había revelado como una cruel desilusión, justo cuando el iluminador empezaba a sentir que se encarnaba en él, cuando empezaba a creer que aquel joven sería el hijo espiritual que le prolongaría más allá del tiempo mortal. Henri odió a Gilbert por no ser lo que buscaba, tanto más cuanto que la edad no había ralentizado su ataque. A los dolores de manos se sumaron paulatinamente los latidos acelerados y las punzadas en el pecho, que en ocasiones hacían retorcer de dolor al anciano iluminador, desequilibrándole hasta casi desplomarlo. La muerte se arrastraba insidiosamente hacia él. Peor aún: avanzaba con el rostro descubierto, como la eterna vencedora de la existencia humana.

Absorto en sus pensamientos, hasta que una leve corriente cálida le acarició las rodillas, no se percató de que el adolescente estaba atizando una hoguera de ramitas y leña caída
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ayudándose del borde de su túnica de sayal. Tendió la mano para coger la rebanada de pan de centeno y trigo y el trozo de queso que le ofrecía Gilbert. Contento por los pequeños hurtos realizados la víspera, el novicio exclamó sacando una botella de barro de su fardel:

—¿Pero qué tenemos por aquí? Un elixir que nos hará entrar en calor. Es un clarete de esta añada; está un poco frío, pero a falta de pan, buenas son tortas.

El adolescente bebió a morro un buen trago y pasó la botella a su mentor.

El avinagrado alcohol le destrozó el gaznate a Henri; no obstante, enseguida sintió el calor reconfortante fluir por sus venas. Un sentimiento de pena y desesperación atenazó al anciano monje. Aún estaba a tiempo de dar marcha atrás, de volver sobre sus pasos, de devolver al joven novicio sano y salvo a la tediosa vida del monasterio. Un herrerillo de cabeza azulada, con las plumas erizadas por el frío, aterrizó en la nieve derrapando sobre sus escuálidas patas, no muy lejos de ellos. Batió las alas para reponerse y aguardó. La graciosa cabecita redonda se inclinó a la derecha, luego a la izquierda, posando su viva mirada sobre las manos de los monjes, luego sobre la hoguera, y viceversa. Dio unos saltitos hacia ellos con cautela.

—Tiene hambre —dedujo Henri, y le lanzó unas migas de pan.

El tornasolado pájaro revoloteó hacia el maná, lo cogió nerviosamente con el pico y lo tragó con voracidad.

Antes de que Henri pudiera percatarse y evitarlo, Gilbert ya había hecho una bola de nieve y se la estaba lanzando al ave, que echó a volar y se encaramó a una rama baja antes de desaparecer.

—¿Por qué has hecho eso? —inquirió el iluminador, consternado—. Solo buscaba algo de comida para no morirse de hambre.

—Estúpido pajarraco —farfulló el novicio—. Lo siento, maestro, pero no disponemos de tantos víveres como para malgastarlos en una criatura inútil.

La tristeza se esfumó; solo quedó la desesperación.

—Ninguna criatura es inútil. La belleza de esta en concreto nos regocija el alma.

Gilbert se encogió de hombros en señal de disculpa. Con la mente puesta en su inminente futuro, el novicio volvió al único tema que le preocupaba.

—Maestro, no tengo nombre, familia ni fortuna. Carezco de unas manos hábiles y no conozco oficio alguno. ¿Cómo me las arreglaré en el siglo?

—No temas, mis amigos te guiarán, al menos en un principio. Son buenos consejeros y siempre están dispuestos a prestar su ayuda.

Una vez tranquilizado sobre su suerte, el joven pensó que siempre estaría en deuda con el anciano por haberle permitido huir del aburrido lugar donde había pasado toda su vida sufriendo privaciones. Gracias a su maestro, ahora el mundo entero se extendía bajo sus pies. Con todo y con eso, no tenía la menor intención de cargar con ese lastre, máxime si el hermano Henri no derogaba la regla imperante en todos los monasterios: los viejos ordenaban y los jóvenes obedecían. Gilbert estaba hasta el gorro de obedecer. Dichoso en sus cavilaciones sobre su inmediato devenir, no se le había pasado por la cabeza que, sin nombre ni bienes, solo le esperaba una existencia de servilismo, mucho peor que la que había conocido en Dame-Marie, a no ser que se uniera a uno de esos grupos de maleantes y bribones que se ocultaban en los bosques. Así y todo, acabaría teniendo que doblar el espinazo ante el jefe y sus segundos. Midiendo las palabras, preguntó:

—¿Y vos? En fin, me refiero… Poseéis tales dones… que no tardaréis en encontrar un trabajo en el castillo de un señor como preceptor o bibliotecario… o qué se yo.

—No tengo las miras puestas tan lejos, jovenzuelo. Por el momento, estoy impaciente por que nos reunamos con nuestros amigos. Luego, Dios proveerá. Venga, reemprendamos el camino. Esta gruesa capa de nieve ralentiza nuestra marcha y desearía estar allí antes de nona
[*]
. Anochece muy rápido en esta época del año.

Gilbert se puso de nuevo a cotorrear, acompasando los pasos con un ruido de fondo que Henri ni siquiera se tomó la molestia de escuchar. Para un ser tan joven, aquello constituía una locuacidad liberadora tras el silencio casi total impuesto por una regla a la que nunca se adhirió por propia voluntad.

Unos indolentes copos fueron a morir a la cabeza del anciano monje fundiéndose en su calva. Se secó con la mano la piel desnuda que dejaba al descubierto la tonsura, sin ni siquiera plantearse cubrirse con la capucha. Los copos siguieron cayendo con obstinación y al poco comenzó a nevar con fuerza. Henri alzó el rostro hacia el lechoso cielo poblado de nubes bajas. De nuevo otro obstáculo que dificultaría la marcha. Por otra parte, la nieve pronto recubriría sus huellas, suponiendo que a esas alturas se hubieran molestado en salir en su busca.

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