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Authors: Andrea H. Japp

Tags: #Novela histórica

La cruz de la perdición (4 page)

BOOK: La cruz de la perdición
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Al momento se vieron rodeadas de un corrillo de monjas en pleno desconcierto, si no muertas de miedo.

La voz de la suplente se elevó, alcanzando unas inflexiones sobreagudas que denotaban la inminencia de una crisis nerviosa.

—La guardiana
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está intentando contenerlos. Ha pedido auxilio a los sirvientes más fuertes. ¡Santo Dios… Santo Dios, protégenos!

Invadida por una mezcla de estupefacción y alarma, Plaisance trató de conservar la serenidad.

—¿Mendigos, decís? ¿No serán soldados o quizás ribaldos sin un cuarto? ¡Esto no tiene pies ni cabeza! Un mendigo jamás arremetería contra un monasterio, ni siquiera en hordas. En cuanto a los soldados, los suplicios que caerían sobre ellos de cometer tal crimen contra Dios les disuadirían de incurrir en semejante desmán.

Simulando más aplomo del que en realidad sentía, se liberó de su hija, que la tenía asida por los hombros, y dio marcha atrás en dirección al portalón Mayor, situado frente a los sótanos y la bodega.

Los gritos, invectivas y obscenidades retumbaban en el aire cuando, escoltada por media docena de trémulas monjas, la abadesa llegó hasta el grupo que se agolpaba tras la pesada puerta asegurada con trancas claveteadas. Las antorchas danzaban sobre las cabezas. Un fugaz pensamiento atravesó la mente de Plaisance: el odio, un muro tan tangible como las piedras. El odio se aferraba al alma cual imparable gangrena. El odio por los del exterior, fuesen quienes fuesen, le abofeteó el rostro.

—¡Dejad paso! —ordenó a la marea humana arremolinada tras la mirilla, una marea que amenazaba con desatarse—. ¡Silencio os digo! —gritó a la guardiana del portalón, que agitaba los brazos, daba vagidos, sollozaba y profería insultos, todo a una—. ¡Apartaos todos de inmediato! Toda falta será castigada con el látigo.

El odio retrocedió ante el miedo. Se hizo un silencio sepulcral. De puntillas, la abadesa pegó el rostro a la mirilla. Cuatro. La horda estaba compuesta por cuatro. Cuatro desharrapados cogidos de la mano como niños amedrentados.

La guardiana berreó:

—Querida madre, no les da la real gana de irse. ¡Me han amenazado! Estos condenados engendros… que son peores que los pendencieros o los ladrones. ¡Os digo que son la sarna de la humanidad! Hay uno que tiene ojos de demonio…

Plaisance se volvió hacia la obesa mujer. Sobre la frente plana le resbalaba el sudor de la exaltación que precede a la carnicería. La abadesa clavó sus insondables ojos azules en los de la arpía y declaró con voz glacial, tajante:

—Cesad al instante vuestras pamplinas, a menos que os tienten las trallas del látigo.

La afrenta y el miedo hicieron temblar los sebosos carrillos de la sirvienta. Esta bajó la mirada, mas no con la suficiente rapidez como para evitar que Plaisance detectara un reflejo de vengativa maldad.

La abadesa volvió a acercarse a la mirilla e inquirió con autoridad:

—¿Habéis amenazado a nuestra guardiana?

Un joven alto y escuálido dio unos pasos al frente y respondió suavemente:

—¡Dios nos libre, hermana!

—Madre —corrigió la abadesa.

—Os ruego perdón, madre. Lo único que le he dicho es que nuestro Salvador se afligiría al saber que a estos pobres viajeros extenuados, sin blanca ni víveres, se les niega un poco de pan de pobres
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.

Una duda asaltó a Plaisance: ¿quién sería en realidad aquel joven de cuidado lenguaje y finos modales, ataviado con sucios y piojosos harapos, con los pies enfundados en zuecos y enrollados en tiras de yute como única protección?

—¿Qué asunto os trae a las puertas de este monasterio en noche cerrada? ¿No teméis a los lobos que infestan estos bosques?

—¿Los lobos? Hay amenazas peores que los lobos, mi señora…

La joven adivinó todo lo que se ocultaba tras esas palabras: el miedo, el hambre, el frío, la amarga soledad de aquellos pobres monstruos que solo se tenían los unos a los otros para reconfortarse.

—Nuestro amo desapareció en la ruta de Bellême —respondió el joven—, y desde entonces vagamos por los caminos. Hemos estacionado los carromatos de nuestra
troupe
un poco más lejos. Por el amor de Dios, mi señora, denos cobijo por esta noche. Nos contentamos con la esquina de un granero o un establo y una sopa espesa de pan. Partiremos mañana mismo, con la esperanza de encontrar a nuestro amo o a algún otro. A menos que… No somos mancos… y hay tanto que hacer en una abadía…

A Plaisance le vino a la memoria un recuerdo, trivial. La señora de Normilly, su antigua madre, la abadesa a la que Plaisance había reemplazado tras profesarle admiración y amor infinitos, arregazándose el faldón de su túnica para socorrer a una golondrina demasiado temeraria. El bello pájaro, con las alas desplegadas, luchaba en vano sobre las aguas del Jambette, cuyo curso atravesaba Clairets. Sumergida en el río hasta las rodillas, la madre Catherine rescató a la despavorida golondrina. Luego abrió las manos, ahuecándolas para que el ave emprendiera el vuelo. Entonces, se giró hacia Plaisance, aún niña, y le dijo sonriendo: «A veces Dios nos pone a prueba de las formas más insospechadas, querida. Una minucia, un pájaro ahogándose, una flor marchitándose al sol. Tan imperceptibles que olvidamos que son obra Suya. Siempre».

—Abrid la puerta. ¡Pronto! —ordenó Plaisance categóricamente.

Por un instante reinó la duda. Al fin, uno de los sirvientes se apresuró a levantar la tranca.

Penetraron vacilantes en la abadía, lanzando miradas inquietas en derredor, apiñándose los unos contra los otros como si temieran un golpe bajo.

La única fémina entre ellos, una joven enana, se apartó del grupo e, inclinándose, dedicó una reverencia a la abadesa. Tras erguirse, alzó la mirada hacia Plaisance de Champlois y le murmuró:

—Habéis sido bendecida, señora. Lo veo con claridad. Tenéis como una estrella, un poco más clara que vuestra piel, en el entrecejo —le explicó, al tiempo que señalaba el lugar con el índice.

Algo descolocada por la aseveración, en la que por otra parte no atisbaba adulación o melindre algunos, Plaisance prefirió dejarlo estar. ¡Bah!, seguramente se trataría del reflejo luminoso de una de las antorchas sobre el borde de su toca blanca. Dirigiéndose a unos y a otros, dispuso:

—Tú, acondiciona uno de los establos de las caballerizas para que puedan dormir en él. Tú, corre a la cocina. Tráeles lo necesario para una cena que les devuelva las fuerzas: tocino, pan, queso, sidra, sopa caliente si aún queda, dulce de ciruela y nueces con miel; los hemos tomado de sobremesa
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en la cena. Vosotros —concluyó, dirigiéndose al pequeño grupo exhausto—, tenéis prohibido abandonar las caballerizas hasta mañana. Iré a veros en cuanto finalice laudes
[*]
. Para entonces ya habré tomado una decisión sobre vuestra suerte. Retiraos y dormid en paz.

En respuesta, un cúmulo de agradecimientos, exclamaciones de gratitud y de alivio. Tan solo una voz sobresalió del indefinido murmullo, una voz que acrecentó su desconcierto:

—Dios camina a tu lado, hermana mía, porque nada que venga de Él te amedrenta. No lo olvides nunca.

No supo cuál de los tres hombres había sido. El joven no, de seguro. La voz era más grave.

Abadía de mujeres de Clairets,
Perche,
finales de enero de 1308,
al día siguiente

E
n cuanto concluyó el oficio de laudes, Plaisance rechazó el ofrecimiento para escoltarla de Élise de Menoult, Barbe Masurier y Blanche de Cerfaux, una novicia suplente de la iglesia abacial. Tras agotar argumentos y súplicas, Élise y Barbe se callaron, con la preocupación reflejada en sus semblantes. Blanche insistió una última vez:

—Madre, os lo ruego… permítame acompañarla. Nunca se sabe qué puede pasar con los contrahechos. Algunos son dóciles como corderos y otros ariscos como sucias ratas…

Plaisance tranquilizó a la hermosa joven recién llegada a la abadía. Su devoción, unida a su inalterable bondad, la habían hecho merecedora de los elogios de sus futuras hermanas.

—No corro ningún peligro, os lo aseguro, querida Blanche. Además, habría que estar muy loco para intentar hacerme daño en mi propia abadía.

Atravesó el patio y rodeó la hospedería hasta llegar a las caballerizas. Uno de los palafreneros encargados de los animales y los palafrenes
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de la abadesa levantó la tranca que mantenía cerradas las puertas de las caballerizas durante la noche. Con un gesto, la abadesa le ordenó que no la siguiera.

Allí estaban, esperándola con actitud obediente, sentados sobre pacas de paja. La horda. Cuatro desdichados. Todos se pusieron en pie de un salto al verla entrar, haciendo una reverencia, sin decir nada. Plaisance pensó que sobraban las palabras; ¿qué hubieran podido añadir que ella no percibiera ya en sus miradas?

El joven que parecía ser su portavoz dio un paso adelante, con la cabeza gacha y los puños cerrados. Ese patético intento por disimular su enfermedad conmovió a la joven que, sin vacilar un segundo, declaró con dulzura:

—Ya los he visto, hijo mío. Os he visto a todos. De lo contrario, anoche no os habría ofrecido mi hospitalidad. Me hubiera limitado a ordenar que os dieran de comer fuera del recinto. Sé… sé que los lobos no son vuestro mayor peligro.

Évrard abrió las manos lentamente, extendiendo sus dos pulgares adicionales.

La abadesa examinó uno por uno a los pobres diablos. El enano fortachón y su hermana, enana también. El hombre de edad incierta. El pelaje que sin duda se había rasurado antes de presentarse en el portalón Mayor empezaba a despuntar de nuevo en su rostro, y probablemente también en su cuerpo. Su sedosa pelambrera aterrorizaría a todo el convento, que lo tomaría por un hombre lobo. Unos pobres fenómenos de la naturaleza a los que llevaban de feria en feria para exhibirlos, a los que los curiosos podían insultar y maltratar por unas miserables monedas. Los padres, avergonzados, horrorizados por haber concebido tal progenie, se convencían a sí mismos de haber sido víctimas del maleficio de una bruja o un hada maligna. La criatura no era suya, sino una mala pasada del demonio; por tanto, debían deshacerse de ella con la mayor premura. La vendían o regalaban al dueño de un circo o incluso la abandonaban en un bosque para que pereciera.

Tal vez si no hubiera heredado la sabiduría de la madre Normilly, su coraje, ella también habría sentido miedo de estos seres, de sus inquietantes deformidades.

—Dicen que somos monstruos, no criaturas de Dios —soltó el hombre lobo sin levantar la vista.

—¿Cómo os llamáis?

—Urdin, madre. Bueno, ese es el nombre que me puso mi amo. Él —aclaró señalando al joven de tez pálida— es Évrard.

—Todos somos criaturas de Dios —repuso la abadesa—. Aunque algunos de nosotros prefieren olvidarlo. ¿Es ese vuestro caso?

Los cuatro respondieron moviendo la cabeza en señal de negación.

—No puedo decidir por cuenta propia el tiempo que podéis permanecer entre nosotras. Convocaré al capítulo para discutir el asunto.

A decir verdad, habría podido concederles una semana de hospitalidad, un respiro del mundo exterior; no obstante, los terribles recuerdos del motín de los leprosos estaban aún muy presentes en la mente de todos
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dentro de la abadía. Imponer a sus hijas otra prueba habría sido una torpeza política. Ya se las apañaría para conseguir el visto bueno del consejo.

—Podéis quedaros hasta que se pronuncien mis discretas
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. Pasaos por la cocina, la leñera, los hornos, la bodega y la despensa para ver qué tarea os pueden encomendar. Clotilde Bouvier, la hermana encargada de organizar las comidas, os recibirá. Ya la he avisado esta mañana a primera hora.

Abadía de mujeres de Clairets,
finales de enero de 1308

P
laisance de Champlois se dejó caer contra el respaldo delicadamente esculpido de su sillón, uno de los más incómodos que la joven abadesa de dieciséis años
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jamás hubiera tenido que soportar. Sin embargo, era incapaz de reemplazarlo por un sitial más adecuado a su pequeña estatura: Catherine de Normilly, su madre espiritual y la única de la que alguna vez se sintiera hija carnal, había pasado en aquel sillón los años más felices de las tres últimas décadas de su vida. Pese al mullido almohadón relleno de plumas de oca que servía para elevar el asiento, el sitial la hacía parecer minúscula detrás del inmenso escritorio. Imagen muy alejada, pues, a la de aquella mujer de gran talla, regia figura e infinita elegancia espiritual y de corazón, a la que tanto había amado desde que llegara a Clairets a los seis años, antes de sucederla. Albergaba la esperanza de haber heredado al menos su gracia de espíritu y su bondad. Plaisance asió los pomos de cristal tallado que remataban cada reposabrazos y contuvo un escalofrío. El ornamento tenía una utilidad: refrescaba la palma de las manos en las épocas de calor
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. No obstante, desde hacía varias semanas, el frío era tan intenso que tenía la impresión de acariciar bolas de hielo. Poco importaba. El sillón operaba su magia de costumbre. La joven abadesa se iba sosegando poco a poco, como si la inspiraran la sabiduría, la paciencia y la perspicacia de la madre de Normilly, cuya ausencia no acababa de asimilar. El terrible e insidioso recuerdo se abrió camino en su memoria: todas, tras aquellos muros, habían creído que la anterior abadesa había fallecido a causa de una dolencia del corazón. Descubrir de boca del conde Aimery de Mortagne que en realidad fue herbolada
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hundió a Plaisance en un abismo de remordimientos, de cólera. ¿Cómo pudo no haber adivinado el avance del enemigo, ella, que se sentía tan cercana a la madre de Normilly? Suspiró, exasperada con ella misma. ¿Qué se creía? ¿Que por ser madre abadesa había sido dotada con una presciencia superior, con una clarividencia inalcanzable para el común de los mortales? Pamplinas. Al igual que los demás, ella también vagaba buscando señales que le indicasen el camino. Lo cierto es que se había dejado engañar con una facilidad que rozaba la ineptitud por muchas personas, entre las que se contaban el conde de Mortagne y una de sus hijas predilectas, Hermione de Gonvray, la apoticaria, que resultó ser un hombre disfrazado.

Los ojos se le llenaron de lágrimas por el terrible sentimiento de culpabilidad. Varias de sus hijas habían perecido a causa de su incapacidad para desenmascarar las falacias, para desbaratar las argucias. En cuanto a la desgraciada Mélisende de Balencourt, antigua priora del claustro de La Madeleine que acogía a las arrepentidas
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, la locura se había apoderado de ella para siempre. Mélisende consumía sus días de delirio en una de las pequeñas estancias de la enfermería donde era costumbre acomodar a los enfermos que podían resultar contagiosos. Plaisance la visitaba varias veces a la semana. Tenía la sensación de adentrarse en un universo errátil, sin puntos de referencia. De un modo extraño, la aversión que la joven abadesa había sentido por aquella mujer alta y demacrada y por su malsano deseo de mortificarse se había atenuado con el transcurrir de los días hasta desaparecer por completo. En el laberinto de la demencia, Mélisende de Balencourt tomaba a Plaisance por Élodie, su adorada hermana pequeña, a la que asfixió para liberarla de los continuos tormentos infligidos por su padre y permitirle así transformarse en un ángel de luz. En un primer momento, Plaisance había tratado de despertar la poca razón que quedaba en la antigua priora, desengañándola, empeñándose en recordarle Clairets y su vida monacal. Todo en vano. Los años en la abadía no habían sido más que un paréntesis a los ojos de la hermana Balencourt. Esta retomó su historia justo donde la dejó, en una de las gélidas habitaciones del casal paterno; intentando hacer entrar en calor a su hermana, que tiritaba por unas intensas fiebres. Aquella involuntaria usurpación de identidad, venida de otro tiempo, que tanta repulsión le había despertado durante las primeras visitas, hasta el punto de provocarle náuseas, casi se había convertido en una valiosa apropiación. Después de todo, ¿quién podía decir que Dios no la había elegido para aliviar la locura de la hermana Balencourt, para paliar su sufrimiento? Convertirse por una hora en Élodie, su venerada hermana, equivalía al paño húmedo que refrescaba la frente del agonizante, a un calmante para los que ya no tenían a nadie. Tenue, sin duda, pero un calmante después de todo.

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