Cuando desembarcaron, casi todos fueron al barrio español. Mis padres ingresaron en una sucia pensión donde fueron aceptados bajo la condición de empezar a trabajar al día siguiente. Papá fue ocupado como portero de un hotelucho y mamá de sirvienta. Ambos iniciaron sus tareas de muy mal grado, especialmente mamá, porque las consideraba denigrantes.
Los sueldos los cobró el dueño de la pensión, un fanático republicano que no hablaba más que de España. Si no hubiera sido por sus ideales
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dijo una vez
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no habría aceptado a esta pareja sin dinero. Pero mamá empezó a quejarse, porque él se embolsaba el total de ambos sueldos para compensarse la magnitud de sus ideales. Papá buscó otro empleo. El republicano se sintió ofendido (porque él los recibió, atendió y protegió como un padre) y los echó sin previo aviso. Por primera vez en su vida papá puteó a un republicano. Desde entonces se olvidó un poco de la Guerra Civil y pensó más seriamente en el futuro de ellos mismos. El hambre padecida en el barco no era nada en comparación a la que sentían ahora. Durante varios meses no consiguió más que "changas". Por fin obtuvo un empleo mejor remunerado, pero no duró. Siguió con las "changas". Otro empleo. De nuevo en la calle. En la casa donde trabajaba mamá, se condolieron y lo recomendaron. Fue ocupado en una mueblería: reparaba, embalaba, lustraba, transportaba. Mamá le rogaba día y noche que hiciera méritos para consolidarse en el puesto. Papá trabajaba hasta más allá del horario corriente sin reclamar pago por sus horas extras. Los patrones tampoco intentaron pagárselas, pero reconocieron que era un empleado excelente, cumplidor, ejemplar. Recaudó una fortuna de palabras. Años después, como los méritos de papá sólo se recompensaban con frases bonitas y alguno que otro regalo inservible, pasó a otra mueblería. Allí era el único empleado y le habilitaron. Empezó a reunir algún dinero. Unió su dinero al de otro inmigrante español e instaló un pequeño comercio. Luego se enemistó con su socio. Siguió solo y prosperó.
El resto fue historia fácil: dinero, dinero y más dinero. Los años de la posguerra chorrearon oro en este continente. Fuentes y señora S. R. L. pasaron a integrar la clase de nuevos ricos. Era necesario penetrar en círculos sociales más altos, pulir las amistades. Una elegante dama recomendó a mamá un buen ginecólogo. Se trató y gracias a él o a las necesidades que imponía la fortuna
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poseer herederos, entre otras
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nací yo. Mi madre se opuso a todos los nombres que sugirió papá, inspirado en los Presidentes de la República o en sus camaradas de milicia. ¡Basta de Pepes y Pacos!, le gritó. Tendrá un nombre fino, histórico: Néstor. Luego nació mi hermana y la amiga de mamá
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que tenía una obsesión con los griegos
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sugirió su nombre: Eurídice. Néstor y Eurídice debían llegar a ser la culminación triunfal de sus esfuerzos: hacer de Fuentes un apellido que provocara admiración.
EPÍSTOLA
8Querida hermana:
No sabes cuánto celebro haber traído conmigo a tu hijo. Estas sierras, desde que las conocí, son para mí como un reflejo del jardín del Edén. La naturaleza estalla en colores apenas la toca el sol, al tiempo que los pájaros estremecen los follajes con sus trinos de metal. Por donde uno marcha, siente ese perfume de hierbas y de flores que entra Por la nariz y por la boca, limpiando la cabeza y el corazón de pensamientos tristes.
Tu hijo se interesa por los pájaros. Me ha puesto en apuros, obligándome a confesar mi ignorancia. Trato de compensar esa desfavorable imagen transmitiéndole lo que sé sobre plantas, que conozco mejor. Su curiosidad, felizmente, no tiene vallas, de modo que su devoción por la ornitología no excluye a la botánica. Hasta se interesa Por mis lecturas y tengo que explicarle asuntos teológicos demasiado complejos para su edad.
Se ha relacionado con algunos chicos serranos y pasa muchas horas con ellos. Los conoció cuando caminábamos por la orilla del río. Es un río de aguas cristalinas que lustran sin cesar su lecho de piedras blancas. Casi todos nuestros pasos incluyen un breve recorrido por una de sus frescas márgenes. Lo hacemos alegremente, saltando por las anfractuosidades del borde. Allí hemos encontrado a tres andrajosos chiquillos pescando. Su magra cosecha era depositada en una arpillera extendida sobre el musgo de la orilla, como un pingajo abandonado en un esmeraldino tapiz. Cuatro o cinco truchas yacían dispersas sobre el harapo. Nos quedamos observándolas. Ellos no hablaban si no les dirigíamos la palabra y, cuando lo hacían, apenas si pronunciaban un monosílabo. Al día siguiente volvimos al mismo paraje. Cuando salí de la abstracción a que me suele conducir el argentino ronroneo del agua, vi a Carlos Samuel pescando con los otros. Después los acompañamos hasta su casa, un pobre rancho protegido por ancestrales árboles. Tu hijo, desde entonces, los visita diariamente. Descubrí entonces en él dos cualidades, aparentemente antagónicas; la primera es la de conductor, que quizá se vio favorecida por la pasividad y sumisión de sus amiguitos. Carlos Samuel elabora las iniciativas, propone los juegos y trabajos, organizando las tareas de su pequeña legión. La otra cualidad es su vocación de servicio. Entre los juegos que ha ideado, figuran limpiar el rancho y su dilatado patio, arreglar el corral y reforzar el cerco. Con improvisados baldes y regaderas asperjaron las plantas y hasta lavaron algunos caballos. La actividad de tu hijo inyectó una alegría insólita en el rancho. Las escobas, los rastrillos y las tenazas se transformaron en objetos de júbilo. Estimulado por Carlos Samuel, intervine para aconsejar medidas higiénicas, quemar los nidos de liendres, hervir la leche y separar con un tabique la cama de los padres de la de los niños.
Aunque conozco los ranchos de nuestra sierra, era tal su miseria, que no pude evitar asombrarme. Es increíble el abandono en que viven algunos cristianos, en medio de la más rutilante belleza natural, manchándola con su pereza y los pecados que la pereza origina.
¡Repetir lo mismo! Hoy estoy cansada. Bueno, me moveré un poco. Algunos quejidos, para que se ilusione el pobre. ¿No aún? ¡Caramba, que le resulta largo! ¿Qué le pasará? Me moveré un poco más, a ver si le ayudo. Pero estoy tan cansada... Parece que está llegando. Me quejaré más. Sí, está llegando. Bueno, ¡al fin! Ya puedo quedarme quieta, aplastada contra la cama.
—Hazte a un lado, querido, estás pesadito.
—Déjame así un rato más.
—Ahora ya no tiene gracia... Me aplastas en serio. Por lo menos apóyate sobre los codos.
—¿Qué tienes en esta oreja?
—Me lastimé. Estoy aburrida de oír lo mismo. Todos los que se recuestan sobre mi lado izquierdo, lo primero que ven es la cicatriz de mi oreja.
—Está bien. No insisto.
—Mejor.
Si supieras —pensé—. Pero no te voy a contar mis cuitas, como acostumbran algunos hombres, que en vez de testículos parecen tener dos bolsas llenas de lágrimas para conmover a las mujeres. Esa oreja me la partió mi madre. Mi propia madre. No quiso oírme, está muy enamorada de su hermoso Jacinto. Él no podía tener ninguna culpa, claro. ¡Él, de corazón tan tierno! En cambio yo, que podía ser el único consuelo de su vida, su amiga, su apoyo, recibí el golpe del cuchillo. Tenía quince años y pude saltar a la mesa, al suelo, a una silla, otra vez a la mesa y ganar la puerta, correr semidesnuda por el patio, gritar y oír los gritos de mi madre blandiendo el arma. Sentí que algo caliente y dulzón llegaba a mi boca, pretendí secarlo con la mano y vi mis dedos empapados en sangre, en mi propia sangre, que corría por la cara y por mis muslos. El espanto me hizo correr más, saltar la tapia, atropellar a los vecinos, hasta que decenas de brazos me sujetaron de pies a cabeza. Me arrastraron hasta la misma cama, donde me volteó Jacinto.
Creí que se repetía la escena, pero esta vez eran muchos y antes fue él solo, cuando en la pieza no había nadie, porque mi madre estaba en el hospital acompañando a Santos Inoc. Caminaba con torpeza, dio manotones en el aire para asirme. Transpiraba vino por todos sus negros poros, brillaba de sudor grasoso y penetrante. Comenzó a perseguirme, alternando los insultos con palabras melosas y obscenas. Lo esquivé alrededor de la mesa, empujándole sillas y bancos, brincando sobre la cama, hasta que alcanzó mi tobillo. Caí a tierra, a ese piso de tierra apisonada que mi madre regó antes de salir por la mañana temprano. Se revolcó sobre mí como una aplanadora. Destrozó mis vestidos y mi cuerpo, insensible a mis aullidos o enardecido por ellos.
—¡Puta! ¡Degenerada! —gritaba mi madre mientras consolaba a Jacinto, que se adormilaba en sus brazos—. ¡Lo provocaste cuando te quedaste sola con él!
Jacinto movió afirmativamente su cabezota inmunda.
—¡Mira cómo llora! —señaló mi madre las lágrimas que le chorreaban por sus mejillas, que era puro sudor de caballo.
—No tolera la enfermedad de Inoc —explicó a los vecinos— Huye de su dolor emborrachándose. Se pasó la noche entera bebiendo, tratando de apagar su pena. Al volver, en vez de hacerlo descansar, mi hija —¡hija de mierda! ¡ojalá te hubiera abortado!—, en vez de consolarlo lo provocó, lo obligó a realizar inmundicias. ¡Te voy a matar! ¡Desaparece de mis ojos! ¡Sáquenla de aquí, que no respondo! ¡Sáquenla! ¡Fuera! ¡Fuera!
ECLESIASTÉS
Salió a caminar. Descendió rápidamente la breve escalinata de la modesta iglesia y enfiló hacia el parque Bolívar. Sus zapatos avanzaban rítmicamente como manecillas de un péndulo. Su movimiento se trabó al enfrentarse con un pozo en plena acera. Los zapatos se detuvieron sobre el borde, miraron hacia el fondo, calcularon la distancia y, reconociéndose fatigados, descendieron a la calle de tierra para obviarlo. Enseguida reanudaron el ritmo, absorbiendo la tensión que chorreaba desde arriba, desde la cabeza. Uno, dos. Uno, dos. Parecía una marcha voluntariamente forzada. La calle se curvaba hacia el cielo. Uno, dos. Uno, dos. Los músculos se abultaban bajo las telas. La respiración adquiría sonoridad. Uno, dos. Uno... dos. Las manecillas del péndulo se asomaban con más lentitud, pero sin detenerse, con inflexible obstinación. El parque está en lo alto del barrio, como una verde cabellera; para alcanzarlo hay que pasear cerca de la boca y de las orejas de esas casuchas atiborradas de comadres. La boca hablaba con centenares de bocas. ¡Ahí va el padre! ¡Hoy no saluda! ¡Qué joven es! Las orejas oían y transmitían el sonido hacia los interiores. ¡Está pálido y tenso! ¡Qué buen mozo, me hubiera gustado para mi hija!
—¡Adiós, padre!
—¡Adiós, hija!
—¡Adiós, padre!
—¡Adiós, padre!
—¡Adiós, adiós!
Sus ojos no se curvaban, como si se hubieran roto sus resortes. Miraba fijamente hacia los árboles asomados en lo alto de la miserable calle y se impacientaba por llegar. Es decir, por salir de ese hervidero.
Todo lo que atareis sobre la tierra, será atado en el cielo y todo lo que desatareis en la tierra será desatado en el cielo.
El confesonario se llena de pecados como una cloaca. Es necesario juzgar; para juzgar se debe escuchar, comprender, interpretar.
(Mateo
, capítulo XVIII, versículo 18.)
El sacerdote es responsable del castigo o del perdón.
Si perdonasteis a alguno sus pecados, se le perdonarán; y si se los retuviereis, le serán retenidos. (Juan
, capítulo XX, versículo 23.) Perversiones, maldad, hambre, sexo, pobreza, ignorancia. ¡Rece, rece! ¿Qué más les Puedo decir?
Lo desalojaron impacientemente, arrastraron sus muebles a la calle quebrando la pata de una mesa, rompiendo el respaldo de la cama y haciendo añicos la luna del ropero. Gritó y le hicieron callar a la fuerza. Los vecinos rodearon el excitante espectáculo. El oficial, molesto, le zarandeó un brazo. El miserable tropezó contra un ladrillo y cayó de boca sobre la calle. Sintió la sangre de sus labios y encías. Se abalanzó sobre el policía y despertó en la cárcel. Esperó semanas y semanas la absolución que nunca llegaba. Huyó.
¿Cómo?
No sé.
¿Hiciste más daño?
No sé: vine aquí para que usted me proteja, padre.
Ésta es una iglesia, hijo: sólo puedo salvar tu alma.
¡Ayúdeme, padre ayúdeme!
Yo te absuelvo de tus pecados.
Una mujer en auto la vino a buscar. Dijo que la atenderían como a una hija. Volvía a casa los domingos por la tarde. Después no volvió más. La mandaron a otra parte, la despidieron con dinero y con el sucio hijo que él le hizo. ¡Yo lo mataré, padre!
Yo te absuelvo de tus pecados.
Tenía hambre, padre, y robé.
Debes trabajar, hijo.
No me alcanza, padre; además tienen tanto que no se darán cuenta.
¡Robar es pecar!
Siempre fui honrado, pero le juro que tenemos hambre, que no alcanza.
¡No jures!
¿Sólo eso manda la Iglesia?
¡Mi Obispo no quiere que me mezcle con los sindicatos!
¡Reza, reza!
Mentiras, promiscuidad, pereza, trampa. Los pecados se reproducen en el confesonario. Ese barrio es Sodoma. Será purificado sólo con azufre y fuego.
¡Recen, recen!
Homicidio, hurto violación. En lo alto de la calle crece el follaje. Un aire fresco empieza a frotar el rostro como si fuera el agua limpia de las montañas. Atrás queda el tufo.
—¡Recen, recen!
—Ya rezamos mucho, padre.
El coronel Pérez se reclinó en el sillón giratorio. Sostuvo con cuidado el platillo y elevó lentamente hasta sus labios el café. Estaba contento. Por fin le habían dado el lugar que correspondía. Ésta era su oficina, éste el cargo hecho a su medida. Desde aquí podía extender su red de influencia hasta los más remotos escondrijos de la Patria para limpiarlos de la infección marxista.
Contempló gozoso su amplio escritorio, con cuatro teléfonos a su izquierda y un tablero lleno de botones que lo ponían en comunicación directa con unidades móviles, dependencias internas y externas, centros de información, el Ministerio del Interior y la Presidencia de la República.
Su carrera avanzó ininterrumpidamente hacia este objetivo. Tenía a su disposición una mesa bien servida: debía empezar a devorar. A él no le enredarán con subterfugios legales ni rótulos que llevan a equívocos. Limpiará la ciudad y el país de comunistas, entrará en sus madrigueras, quebrará sus medios de enlace internos y bloqueará sus contactos con el exterior. Les amputará pies y manos. Cortará sus cabezas y les arrancará los vestidos con que gustan disfrazarse. Ésta es una guerra: si a él lo pusieron por fin aquí es porque el Gobierno y las Fuerzas Armadas comenzaron a tener conciencia de ella. La guerra significa echar mano a los recursos extremos para ganar y ¡ganar cuanto antes! Así la practican ellos empleando en varias partes la guerrilla campesina, en otras la guerrilla urbana, los comités por los derechos humanos, los sindicatos, los estudiantes; aprovechan cualquier excusa justa o injusta, lógica o ilógica, para atentar contra los poderes constituidos y contra la sociedad, para descomponerla, fragmentarla, corroerla y dar entrada a sus pestilentes vanguardias que acechan día y noche en todas partes.