—¿Tendrá posibilidades de largo alcance este cura?
—Nunca se sabe. Pero yo creo que él se detendrá a mitad de camino, cuando se lo ordenen o cuando los cambios que propugna empiecen a lesionar los intereses temporales de la Iglesia.
—Analizó tendenciosamente la historia latinoamericana. Se apartó del tradicional respeto que debemos a nuestros próceres y no hizo justicia a la obra misionera de España.
—Fue demasiado breve al mencionar los sacerdotes que arriesgaron sus vidas por la Independencia para detenerse en una cantidad de obispos olvidados que se mantuvieron fieles a la Corona. No hubo equilibrio ni ecuanimidad.
—Me ha disgustado sobremanera. Este hombre camina sobre el borde de un precipicio y el vértigo le hace confundir los valores.
—¿Qué dirá a todo esto su tío?
—¡Aah!... ¡El R.P. Fermín Saldaño es un santo varón! ¡Este Torres debe ser la oveja negra de su familia!
—"¡El cristianismo no es un partido político!" Torres se lo fregó en la cara tanto a los comunistas como a los católicos de derecha.
—Estuvo brillante. Se manejó con principios eminentemente cristianos, evangélicos. Hizo un análisis claro y honesto de la problemática latinoamericana. Nunca escuché nada más breve, simple e irrefutable. Pero estoy seguro que para los comunistas Torres es un simulador y para los conservadores un comunista.
CANTARES
Apoyó la mejilla sobre su pecho. Entreabrió un ojo y vio el bosque de vellos que le hacía cosquillas en la nariz. Lo mordisqueó con sus labios como a hierba seca y crujiente. Juan, adormecido, hizo un ligero movimiento de defensa. Ella sonrió. Estaba contenta. Se le había entregado con toda su capacidad de amor, verdaderamente enloquecida. Fue la culminación de una escena volcánica y atroz, con insultos y bofetadas. Él la amó casi como una bofetada más, como si la azotara por fuera y por dentro para hacerla pedazos. La estrujó con rabia, sin dejar de gritarle, mordiéndola y pellizcándola y revoleándola en el suelo. Ella sintió que se inflamaba y el calor la envolvía y transportaba y sintió deseos de besarlo y succionarlo y morderlo también y sus dedos y sus piernas y sus bocas se cruzaban, golpeaban, esquivaban y perdían el uno dentro de la otra hasta quedar extenuados tras la última y larga mueca que torció sus caras espasmodizadas por el placer.
—Te quiero, Juan —farfulló, tironeándole el vello.
Juan replicó con una especie de vagido.
—¡Te quiero! ¡Mi macho! ¡Mi hombre! —insistió ella, deseando que él no durmiera tan profundamente, para compartir en vigilia la alegría de su amor.
—¿Recuerdas, Juan?
—Qué... —apenas articuló la palabra, desganadamente.
—¿Recuerdas cuando me seguiste hasta casa?
—Sí...
—Fue después de aquel baile... Por primera vez me...
—Sí...
—¡Eras un desfachatado! —cogió un mechón de vello con los dientes y lo arrancó.
—¡¡Ay!! ¡Bruta!
—¡Mi Juan!... —le tomó la cara con sus dos manos y empezó a besarlo.
—¡No te pongas pesada! —la apartó de un manotazo.
Juan se incorporó, rascó su pelo y empezó a levantar su ropa, desparramada por el suelo. Ella cruzó los brazos bajo su nuca y contempló esa imagen atlética, hirsuta, olorosa. ¡Juan era tan hermoso, tan viril!... Tan violento... Como si fuera necesario. Como si ella no le sería fiel hasta la eternidad. Juan... Juan... ¡Qué hermosas flores le regaló aquella vez! Nunca le habían regalado flores. Y Juan las traía Para ella. Eran para ella, aunque no lo pudiera creer. Puso ojos tan incrédulos que Juan rió. Porque él no sabía cuan sola y despreciada se sentía, golpeada con brutalidad por su madre, y lo que es peor, injustamente. Era eso: injustamente. Juan terminó de vestirse.
—¡La próxima vez no me hagas cuentos raros! —le advirtió. Dobló el fajo de billetes y lo metió en su bolsillo.
—¿No me das un beso?
—¡Mañana! —cerró de un portazo. El cuchitril de madera se estremeció y osciló la lámpara que pendía del techo, envuelta con un papel de diario como pantalla.
ECLESIASTÉS
En el largo corredor empezó a sentir el olor de medicamentos mezclado a una especie de composición dulzona y emética. Hacia los lados se extendían jardines mal cuidados, con manchas de tierra pelada bordeada por césped seco y amarillo. Algunos bancos junto a viejos árboles recibían las confesiones de los enfermos. El sol marchitaba las pocas flores silvestres que se esforzaban utópicamente para dotar de alegría al abandonado paisaje. Flotaba la mesticia.
Abrió la puerta, penetró en la espaciosa sala. Un vaho de limpieza con desinfectante atornilló su nariz. Permaneció un instante quieto hasta que sus pupilas se acostumbraron a la penumbra. Algunas celosías entornadas permitían el paso de tabiques de luz. Contra las paredes, se alineaban las camas. Crujía deprimente. Una enfermera vino a su encuentro, lo saludó y acompañó hasta el moribundo.
El biombo viejo y sucio protegía su lecho de los restantes, para evitar que su inminente muerte creara un clima de mayor angustia.
El sacerdote depositó su maletín negro sobre una silla metálica. Una mujer relativamente joven lanzó su llanto en el cuenco de las manos. El moribundo era seguramente su esposo. La medicina no pudo salvarlo. Ahora él tenía que salvar su alma. Demasiado tarde para oír sus confesiones: ya se había hundido en un estertoroso coma.
Éste es el hombre hecho a imagen y semejanza de Dios, que se descompone, frustrado. Su vida breve, sumergida en el marasmo de la pobreza, no ha tenido oportunidad para alzarse libremente hacia la perfección. Ha llegado hasta ahí solamente, a ese lecho pringoso de hospital, siguiendo un curso biológico que en muy poco se diferencia del animal. Su mujer lo llora, como la hembra que pierde al macho. Este hombre, sin embargo, se asemeja a Cristo. La Encarnación ha sublimado al cuerpo. Un cuerpo como éste ha sido el cuerpo de Dios. Y cuando cualquiera de estos cuerpos sufre miseria y enfermedad, sufre Dios.
Torres se preparó para ungir al enfermo con el óleo santo. Tendré que pronunciar las palabras de absolución —pensaba mientras su mano se acercaba al enfermo—. Lo salvo para la transhistoria, para que halle consuelo y recompensa por sus padecimientos terrenales. La transhistoria será para él consuelo, no la coronación de una vida rica y bella.
—Por esta Santa Unción, te perdone el Señor lo que hayas pecado —el óleo brilló en la frente del desgraciado.
Cuánta frustración, Dios mío. Cuántas almas van a Ti con este vacío horrible. Cada uno de los hombres, que según tu voluntad deberían ejercer libre participación creadora, son solamente números, caricatura de tu imagen, burla sacrílega de tu Encarnación. Mientras exista un solo hombre que no tenga lo necesario para ser verdaderamente hombre, la redención de Cristo fracasa. Cristo fracasa con este hombre, que vivió sin sentido y está por morirse sin sentido. He pedido a Dios que perdone sus pecados, que salve su alma. ¿Qué deberá Perdonarle? ¿Haber sido un explotado toda su vida? ¿Haber nacido en la miseria, permanecer analfabeto, conocer sólo las perversiones de su hogar mal constituido e imitar las costumbres antisociales de sus vecinos? ¿Se diferencia en algo este hombre que robó, fornicó y tal vez mató, de un lactante que sólo exige comida y abrigo? ¿Acaso su alma corre en este momento peligro ante el juicio omnisciente y misericordioso de Dios o corre peligro mi propia alma, el alma mía y la de todos los que tenemos conciencia de las iniquidades que reinan sobre la tierra?
Abrió el maletín y sintió un impulso por autoungir su propia frente con el aceite santo para rogarle a Dios por su alma sumida en el pecado mortal de ver retorcerse diariamente a Cristo y nada hacer para aliviar su horrible martirio. Se alejó del moribundo, mirando cautamente hacia las hileras de camas. Salió de la sala. En el corredor, frente al seco jardín, le pareció haberse alejado del dolor y de la culpa: era como si hubiera dado la espalda al Gólgota y estuviera lo suficientemente lejos para no oír los quejidos de Jesús. Parecía estar más tranquilo, como si excusarse, evadirse, huir, no fueran eufemismos de la traición.
—¿Te llevo?
—Sí, a casa.
Magdalena subió al taxi. Empezaba a sangrar una parte del cielo.
—¿Trabajaste mucho?
Ella bostezó.
—Más o menos —se acurrucó en un ángulo del asiento, junto a la puerta, y no dijo más.
Fue una noche que no superaba a las mejores. Tuve apenas cuatro clientes. Uno se quiso hacer el vivo y pagar la mitad. ¡Caradura! ¡Aprovechador!... Tanto toquetear y pellizcar y manosear. ¡Quería comer para un año entero! Y al último intentó engañarme... Como si fuera el primero que me cuenta las desgracias de su vida y que no lo entiende su mujer... ¡Tendrían que inventar otras historias! Al principio simulaba escucharle, aunque sólo oía la mitad y la otra resbalaba como un patín. Me quería conmover, así no le hacía problemas con el pago. Después propuso ayudarme, protegerme, para que estuviera a su disposición cada vez que se le cantaran las ganas. Y mientras tanto, me hacía perder tiempo. ¡Qué se creía! ¿Que le iba a dedicar toda la noche? Por lo menos que largue la plata. A Juan no le iba a ir yo con sus cuitas. Él precisa dinero contante y sonante. Billetes, uno sobre otro. Porque si falta alguno me voltea de una bofetada. Después sigue con otra bofetada, aunque sea en el piso. Y cuando está muy enojado prosigue con diez, treinta o más, haciéndome bailotear la cabeza. Entonces agrega puntapiés hasta llenarme de moretones. ¿Contra quién quería protegerme? ¿Contra Juan? ¡Pobre mamotreto! Juan partiría tu cara hinchada de un solo golpe, como una sandía madura.
El taxi dobló en calle Colón. La bajada se pronunciaba. Dobló otra vez. Éste era San José, el barrio de Magdalena. Algunos hombres y mujeres salían para su trabajo. Obreros y sirvientas que debían cumplir horarios, obedecer a sus patrones. Magdalena, en cambio, se sentía libre. Al horario lo elegía ella, no era absolutamente riguroso y no debía obediencia a nadie. Juan se lo había explicado claramente aquella noche, cuando la llevó a la casa de don Francisco. Tendrás plata, dijo. Tendrás toda la plata que quieras, sin trabajar. Te vendrá de arriba, fácilmente. Algunos tipos se entusiasmarán y te harán regalos. ¿No oíste de queridas que se cubren con pieles y joyas? Bueno, eso tendrás.
Pero yo no quería acostarme con don Francisco.
—Le he prometido que irás. Es un hombre serio. Y pagará bien.
—No quiero, Juan.
—Irás.
—¡No!
—Me tienes que ayudar, Magdalena.
—Pero así no.
—No me quieres.
—Te quiero, Juan. Pero no me obligues a esto.
—Otras mujeres lo harían por mí.
—Yo te quiero de otra manera, Juan. Que nadie más que tú me toque.
—¡Ésa es una pavada de chiquilinas que juegan con muñecas! Una verdadera mujer hace cualquier cosa por el hombre que ama.
—Voy a llorar.
—Me lo agradecerás, tontita.
—Tengo miedo, Juan.
—Te resultará fácil, ya verás.
—¡No, no! Saldré disparando de miedo.
—No te preocupes; él sabe que es la primera vez que lo haces con otro. Te ayudará y prometió entregarte un lindo regalo.
—Mejor que volvamos, Juan.
—No seas terca. Hemos llegado.
—¡No entro!
—Sí, entra. ¡Anda!
—¡No, no y no!
—¡Me voy y no te vuelvo a mirar en la perra vida!
—No, Juan, no te vayas ahora.
—¡Pórtate como debes, entonces!
—Compréndeme, es la primera vez.
—Recuerda que no puedes hacerme quedar mal. Don Francisco pagó por adelantado.
—Doy este paso por ti, Juan.
—No te pongas melodramática...
—Es por ti, Juan, lo juro.
—Bueno, bueno, entra ya.
—Espérate un ratito. ¡No me empujes!
—Esto hay que tragarlo rápido, como un jarabe de feo gusto. ¿Por qué no te apuras y terminamos de una vez?
—Para mí es difícil. ¡Entiéndeme, Juan! Tengo la cara mojada por las lágrimas.
—Bueno, bueno. Sécate y... ¡adelante!
—Lo hago por ti, Juan.
—Ya lo dijiste.
—Para ayudarte. Te aseguro que para ayudarte.
—Sí, sí.
—Porque necesitas ese dinero.
—No empecemos de nuevo...
—Será la primera y la última vez, Juan.
—Así es.
—Prométeme que será la última vez.
—¡Te prometo! ¡Te prometo!
—¡Oh, Juan!
—¡Contrólate! Ya has llorado bastante. Que no vas a la muerte.
—Es peor...
—¡Déjate de exagerar!
—Juan: es por ti, porque te quiero mucho.
—Entra, mujer. Entra, de una vez por todas.
¡Decidió ir a Misa! Yo tendría ocho o nueve años. Se hizo devota de golpe y ¡de qué manera! Claro. ¿Cómo no ir a misa si pretendía extender sus vinculaciones a todos los copetudos del barrio elegante en el que acababa de instalarnos? No se debía mencionar el pasado republicano de papá. Era casi un comunista porque... "dime con quién andas..." Hasta persiguió a un grupo de curas. ¡Bien comprometido habrá quedado como para tener que abandonar de repente su España y meterse en el primer barco que se hiciera a la mar! Allí conoció a mamá, una emigrante igual que él. Tenían mucho en común, especialmente hambre. Entre los mejores sueños de entonces figuraba comerse la luna. De vez en cuando papá conseguía robar algo en la cocina, para hacer más llevadera esa travesía atlántica. ¿Por qué venían a Latinoamérica? No lo sabían con certeza. Este continente sería su refugio transitorio, una posada en el camino hasta que la noche se fuera de España. Lo imaginaban atrasado y amorfo donde los europeos amasan con rapidez prodigiosas fortunas, pero donde no se encuentra incentivo Para vivir.
Mamá admiró las hazañas que papá le refirió sobre la Guerra Civil. Fueron actuaciones verdaderamente trascendentales para el desarrollo de la conflagración. Papá se reconfortó reviviendo sus días de soldado; otra vez saltó, portó armas y se arrastró en cubierta imitando las acciones bélicas. Su cuerpo ilustraba acrobáticamente el relato. Las palabras eran demasiado anémicas para tronar su arrojo épico. Mamá sonreía, temblaba, estallaba en sollozos, golpeaba con los puños sobre sus rodillas, participando de más en más en la lucha. Trajeron la Guerra Civil al barco. La tripulación se dividió en republicanos y falangistas, prendiendo discusiones, amenazas. Los harapientos emigrantes hicieron causa común con mis padres, un frente compacto sano, invencible. Podían arrojar al mar a todos los enemigos y hacer de la nave un reducto de la España libre. El capitán se alarmó y puso drástico término a esas escenas.