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Authors: Gonzalo Giner

La cuarta alianza (10 page)

BOOK: La cuarta alianza
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Se enamoró como si de una enfermedad incurable se tratase. Amaba y sufría al mismo tiempo. ¿Qué podía darle ella, si era una inexperta en la vida? ¿Cómo conseguiría que se llegase a fijar alguna vez en ella? Esas y otras muchas preguntas se formulaba con frecuencia en su mente sin encontrar respuesta.

—Tengo que poner gasolina —dijo Fernando, interrumpiendo sus pensamientos—, ¿te apetece que tomemos un café?

—¡Estupendo! La verdad es que he salido de casa sin desayunar y me vendría muy bien tomar algo caliente.

Fernando paró el coche y repostó; luego aparcó en un hostal vecino a la gasolinera. Antes de abrirle la puerta recogió su abrigo del asiento trasero y se ofreció para ponérselo. Ella sintió un fuerte choque de frío. No se hacía todavía a la idea de estar a solas con él y trataba de saborear hasta los más mínimos acontecimientos de esa mañana.

Durante el café repasaron todos los detalles que conocían hasta el momento sobre el extraño envío de la semana anterior.

—He tomado una pequeña muestra de oro del brazalete —lo sacó del bolsillo, enfundado en una delicada bolsa de fieltro—, y la he enviado a un laboratorio de Ámsterdam especializado en datar joyas. Consiguen fijar con bastante precisión su antigüedad. Confío en tener los resultados en una semana. —Pidió a un camarero un cenicero—. También he estado consultando en casa dos catálogos internacionales de joyas antiguas durante estas fiestas, pero no he podido encontrar ninguna alusión a ésta.

Se la aproximó para que Mónica la estudiara más de cerca.

—Como ves, el brazalete tiene una superficie limpia, sin relieves, con esas doce pequeñas piedras incrustadas en su cara exterior. Las piedras sí las he podido reconocer. Como tú eres experta en gemas, podrías confirmar si me he equivocado en su identificación. Son todas diferentes. Hay un topacio, una esmeralda, un diamante, un rubí y un zafiro. También tiene un sardonio, un jacinto, un ágata, una amatista y finalmente un ónice, un crisolito y un jaspe. En total doce piedras preciosas y semipreciosas. Todas están en estado puro y nunca han sido pulidas.

—Completamente de acuerdo. Veo que aún conservas tus conocimientos de gemología.

Fernando, sonriendo, continuó:

—El diseño que he encontrado más parecido a éste es el de un brazalete egipcio del siglo XVI antes de Cristo que localicé en un catálogo del Museo Británico. Presenta su misma forma, aunque su relieve es diferente y aparece un halcón; el símbolo del dios Horus.

—¿Tú crees que puede tener un origen tan antiguo? —preguntó Mónica, cogiéndolo entre sus manos.

—No podría asegurarlo en este momento. Debemos esperar el resultado del análisis del laboratorio. Si lo datan hacia ese siglo es fácil que proceda del antiguo Egipto. Pero tenemos que asegurarnos antes de hacer más conjeturas. Ahora mi interés se centra en descubrir la procedencia del paquete. Espero que eso me ayude a entender cuál pudo ser la razón de que mi padre no llegara a abrirlo. —Terminó el café que le quedaba en la taza y siguió—: Creo que ya va siendo hora de conocer a nuestro misterioso señor «L» punto Herrera. Espero encontrar alguna respuesta a las muchas preguntas que tengo para hacerle.

Mónica sintió un poco de frío y se cubrió los hombros con el abrigo. Mientras jugueteaba con la cucharilla del café y a la espera de que les trajeran las vueltas, le confió:

—Te agradezco mucho que hayas contado conmigo y la oportunidad de venir hoy. Espero servirte de ayuda.

Él le acarició la barbilla, dedicándole una amplia sonrisa. Terminaron el café y salieron hacia el aparcamiento. Entraron rápidamente en el coche para huir del intenso frío que casi les cortaba la respiración. Al poco estaban recorriendo los escasos kilómetros que les separaban de Segovia.

La inigualable belleza y el colosal aspecto del acueducto romano, por muchas veces que se haya visto, producen un fuerte impacto en cualquiera que visite Segovia. Para Fernando era la viva imagen de muchos hechos acontecidos bajo sus arcos a lo largo de su infancia. Dejaron atrás el acueducto y subieron la cuesta de San Juan, en dirección a la Plaza Mayor. El Archivo Histórico estaba en la calle Capuchinos Alta, a un paso de la plaza. Aparcaron sin mucha dificultad. Se bajaron, se abrigaron bien y tomaron la calle Trinidad, al lado del palacio de Mansilla, para ir a la calle de Capuchinos. A escasos metros de empezar esta calle se pararon frente a un edificio de piedra. Una placa de cobre indicaba que habían llegado al Archivo Histórico Provincial de la Junta de Castilla y León.

Al final de un pequeño vestíbulo y tras un amplio ventanal, localizaron a una funcionaría dedicada en ese momento a ordenar un fajo de cartas.

—Buenos días, ¿perdone, podría atendernos un momento, por favor?

La mujer se volvió, abrió la puerta y respondió:

—Cómo no. ¿En qué puedo ayudarles?

—Buscamos a un empleado del archivo, al señor Herrera. ¿Puede usted avisarle para ver si nos puede recibir hoy?

—Lo siento, pero aquí no trabaja ningún señor que se apellide Herrera —contestó la empleada, un poco extrañada—. En todo caso, nuestra directora se apellida Herrera, Lucía Herrera. ¿No estarán ustedes equivocados de persona?

Fernando sacó la fotocopia del envío y tras comprobar nuevamente el nombre, se lo enseñó a la mujer.

—He recibido un paquete que me han enviado ustedes donde aparece esta firma —le mostraba el fax que Serviexpress les había mandado—. Aunque, ahora que lo dice, no había pensado que pudiese tratarse de una mujer. En realidad, es lo mismo. ¿Está la señora Herrera hoy en el archivo?

—Pues justo en este momento no. Salió hace una hora, aunque dejó aviso de que volvería hacia las once y media. —Miró su reloj—. Faltan sólo diez minutos. —La mujer salió de la recepción y les invitó a seguirla—. Les acompaño hasta su despacho. Su secretaria está de vacaciones. Si lo desean, pueden esperar allí.

Mónica caminaba al lado de Fernando observando el bello patio interior del edificio. En las paredes se veían restos de frisos antiguos. Era obvio que había sido restaurado muy recientemente. Subieron unas largas escaleras hasta el piso superior y, tras atravesar un largo pasillo, llegaron ante la puerta de un despacho. Allí se paró la mujer. Una placa señalaba un nombre: doctora lucía herrera, directora.

—¡Bueno, pues aquí les dejo! Tengo que bajar a atender el teléfono. Pueden ustedes sentarse si lo desean. Sobre la mesa encontrarán unas revistas para amenizarles la espera. —Dio media vuelta y se despidió de ellos.

Mónica se sentó en uno de los dos sillones del moderno y luminoso despacho y se puso a estudiar las revistas que había encima de la mesa.

—Mónica, ¿quieres echar un vistazo a esta publicación?

Fernando le estaba enseñando la portada del
Memorando histórico de las mestas en la Castilla del siglo XVI.

—¡Si te parece me quemo a lo bonzo en este mismo despacho!

El rió con ganas la salida de Mónica. Como Fernando no le dio más conversación y se había puesto a hojear otra publicación —seguro que tan interesante como la anterior—, dirigió su curiosidad hacia todo lo que había en el despacho. La mesa de trabajo estaba abarrotada de papeles, apiñados en tres montones, en un apreciable desorden. Se fijó en la pantalla de un ordenador que asomaba entre ellos. Un variado surtido de peces de colores la atravesaban felices, produciendo unas largas hileras de burbujas. Aburrida por el poco interés de sus descubrimientos se puso a imaginar la persona que aparecería por la puerta en unos minutos.

Al final, la misteriosa persona era una mujer. Se preguntaba cómo sería. Seguro que una directora de un sitio tan interesante como un archivo, lleno de actas notariales y papeles antiguos mohosos y polvorientos, sería una entrañable viejecita. Se la estaba imaginando bajita y gruesa, con unas pequeñas gafas de concha, como las que siempre llevaba su abuela, y con cierto olor a alcanfor.

—¡Buenos días! Me llamo Lucía Herrera y me acaban de informar de su interés por verme. ¿En qué puedo ayudarles?

La mujer había entrado con total decisión en el despacho y estrechaba la mano a ambos, invitándoles nuevamente a sentarse.

—Mi nombre es Fernando Luengo y ella es mi colaboradora, Mónica García —dijo Fernando.

Mientras él hacía las presentaciones, Mónica se detuvo a estudiarla a fondo. No tendría más de treinta y seis o treinta y siete años como mucho, pero en sus facciones se podían reconocer esas huellas que, como testigos mudos, quedan marcadas en aquellas personas que han pasado frecuentes experiencias dolorosas. Su pelo era castaño y lo llevaba recogido en una coleta. Sus rasgos también reflejaban una acentuada personalidad: nariz afilada y proporcionada, pómulos bajos, labios finos sobre un sólido mentón y unas incipientes bolsas debajo de unos grandes ojos marrones. No se podía decir que fuera guapa, pero en conjunto se dibujaba una atractiva madurez. En verdad, encajaba poco con la imagen que previamente se había construido de ella. Abandonó esos pensamientos y volvió a meterse en la conversación.

—Hace unos días —decía Fernando—, recibí en mi joyería de Madrid, y de su parte, un paquete que me resultó francamente extraño. Mi colaboradora logró saber a través de la empresa de mensajería que había sido remitido desde aquí. Identificamos en la firma su apellido y desde entonces he deseado hablar con usted para obtener más información sobre el mismo.

—Recuerdo perfectamente ese envío —respondió ella, mientras sacaba del pantalón un paquete de Marlboro Lights y se encendía uno, tras ofrecerles antes a ellos.

—Me he animado a venir personalmente, sin recurrir a una fría llamada de teléfono, por su insólito contenido y sobre todo por su sorprendente antigüedad. Me explico. Tras estudiarlo detenidamente, he descubierto que su destinatario primero había sido mi padre, don Fernando Luengo. La dirección concreta de envío no he conseguido identificarla, pero sí la ciudad, Segovia. Y por su sello de correos he podido concluir que la fecha de envío pudo ser en torno a 1933. —Fernando le acercó un cenicero, para recoger la ceniza que estaba a punto de caer, sin dejar de hablar—. Como se puede usted imaginar, y después de sumar todas estas extrañas circunstancias, me han surgido multitud de preguntas que confío que usted pueda ayudarme a resolver.

Mónica seguía estudiándola, tratando de encuadrarla mejor. Aunque mantenía un aspecto físico bastante correcto para su edad, su gusto por la ropa no la acompañaba en absoluto. Llevaba unos pantalones de pana gris que le quedaban demasiado anchos y que apenas tenían ya dibujo y un jersey de lana trenzada azul bastante desgastado.

—Les aseguro que esperaba con interés esta visita. Me alegro de que hayan venido tan pronto. Y entiendo su inquietud por conocer más detalles sobre las circunstancias del paquete. Pero antes de contarles todo lo que yo sé, ¿les apetece un café o alguna otra bebida?

Mónica se apuntó agradecida a una Coca-Cola Light. Fernando pidió sólo un cortado. Lucía Herrera descolgó el teléfono para pedir dos cortados y la Coca-Cola, y volvió a sentarse. Les explicó que el Archivo Histórico llevaba sirviendo como tal más de sesenta años, aunque acababa de ser restaurado. En él se conservaban cientos de miles de documentos sobre la historia de la provincia y parte de Castilla y León. Algunos eran verdaderas joyas históricas, sobre todo los de la época en que la corte real estuvo instalada en el actual alcázar. Les animó, si tenían un poco de tiempo, a visitar el palacio y a conocer algunos de los documentos más antiguos y curiosos. Llegaron las bebidas y, mientras Fernando se ponía tres cucharillas de azúcar, como de costumbre, Lucía siguió con su relato:

—Unos años antes de iniciarse la Guerra Civil este edificio tuvo funciones muy diferentes a las actuales, pues sirvió de cárcel durante bastantes años. —Miró directamente a los ojos de Fernando—. Y ésta es la circunstancia que nos lleva al fondo del asunto que les ha traído hoy hasta aquí. —Se colocó la coleta por encima de su hombro en un gesto relajado—. Durante estos dos últimos meses hemos estado clasificando e informatizando todos los archivos de esa época y ha sido entonces cuando apareció el paquete que usted ha recibido. Estaba perdido entre la abundante correspondencia que se guardaba de la prisión y entre otros muchos más documentos, como registros de entradas y salidas de internos, facturas varias y numerosos escritos del régimen interior. Desde el primer día me resultó chocante. No entendía por qué un paquete de correos había quedado almacenado allí sin haber sido abierto por nadie en su momento. —Cruzó una pierna sobre la otra y se interrumpió unos segundos para beberse su café—. Primero fui a investigar en el registro de empleados y después en el de internos, tratando de localizar algún Luengo como posible destinatario. Y encontré uno —golpeó con el paquete de tabaco una de sus rodillas—, un preso con el mismo nombre que el suyo. Posteriormente conseguí dar con el mismo nombre y apellido en su joyería de Madrid. Lo demás ya lo conoce usted.

Fernando se frotó el mentón recordando con tristeza un doloroso episodio de la vida de su padre, que él no vivió, pero que conoció por boca de su madre. Él había nacido muchos años después de aquel extraño suceso.

—Mi padre estuvo en la cárcel durante algo más de un año, entre 1932 y 1933. Fue un afamado platero de Segovia, continuador de una larga tradición de orfebres con apellido Luengo cuyos orígenes arrancan a mediados del siglo XVII. El taller de platería de la familia Luengo continúa funcionando, ahora está en manos de mi hermana Paula, y siempre tuvo mucho trabajo, más que cualquier otro en todo Castilla y León. —Mostrándose algo inquieto eligió una gruesa pluma, que sacó de su americana, para tener algo entre las manos—. En la primavera de 1932 ocurrió algo, que nunca he logrado entender, que terminó llevándole a prisión pocos meses después. —Mónica escuchaba perpleja la insólita historia del padre de Fernando. Se sentía un tanto aislada al no poder participar en aquella conversación y un poco molesta al constatar el creciente interés que Fernando parecía haber tomado por lo que la directora le había contado—. Lucía, si conoce bien la iglesia de la Vera Cruz, como doy por supuesto por su condición de historiadora de Segovia, enfrente del altar mayor existen dieciséis lápidas con distintos nombres...

Ella, en cuanto oyó el nombre de esa iglesia, se incorporó en el sillón impulsada por el deseo de hacerles partícipes de su muy estrecha e íntima relación con esa venerada iglesia y le cortó:

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