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Authors: Gonzalo Giner

La cuarta alianza (3 page)

BOOK: La cuarta alianza
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Una repentina sombra de inquietud atravesó la mente de Pierre ante el inconveniente descubrimiento de aquella mujer. La inesperada situación le obligaba a tomar una decisión, y de forma inmediata. Tirando de él, Justine trataba de alcanzar la puerta para mostrarle el motivo de sus preocupaciones. Pierre necesitaba ganar tiempo antes de actuar.

—Vayamos a ver esos barriles, pero explícame de camino qué ha motivado tu presencia por estas calles tan de madrugada.

—Hay algo que no me deja descansar últimamente. —Sus ojos reflejaron un sentimiento de desasosiego—. Cada noche, al acostarme, y en el silencio de mi soledad, me asalta un horrible pensamiento que no consigo rechazar. Sólo después de dar un largo paseo por la habitación unos días, o por la fortaleza otros, acabo lo suficientemente agotada como para poder conciliar el sueño.

—¿Y cuál es ese pensamiento que consigue desvelarte de esa manera, Justine?

—Querido Pierre. Nunca he tenido miedo a mi muerte, y menos desde que asumí, según señala nuestra religión, que morir en este mundo es el comienzo de la verdadera vida. Con ella sé que abandonamos la oscuridad del mundo para alcanzar la luz del verdadero Dios, pero el problema es la forma en que veo cómo me llega mi muerte. Es esa visión la que repetidamente me asalta cada noche y me perturba.

Nervioso por el tiempo que estaba perdiendo, Pierre le preguntó, de todos modos, interesado:

—¿A qué te refieres, hermana, con la imagen de tu muerte?

Justine se acercó más a Pierre para susurrarle al oído. Él sentía el roce de sus labios en su mejilla mientras la escuchaba.

—Comienzo viéndome tumbada boca abajo. Rodeada de un gran charco de sangre que empapa mi vestido. Intentó levantarme, pero no puedo. Siento algo caliente que se escurre por mi cuello, pero no sé por qué no puedo gritar. De pronto veo una mano apretando mi cuello, ¡pero no es mía! No consigo entender qué me sucede. Después siento un frío intenso que recorre todo mi cuerpo hasta que finalmente me veo aplastada por algo oscuro. No sé qué es, pero no me deja moverme y no puedo respirar. De pronto, entiendo que lo que me aplasta es la tierra. ¡Estoy bajo tierra!

La mujer se quedó mirándole con una expresión incómoda. Al ver su rostro crispado se dio cuenta de que le estaba empezando a alarmar, cuando las preocupaciones que podía tener su superior eran bastante más graves que atender la pesadilla de una tonta como ella.

—Pierre, no quiero que creáis que estoy loca. La verdad es que no sé por qué os cuento estas cosas con todos los problemas que tenéis encima. ¡No tenéis bastante y ahora vengo yo a contaros mis tonterías!

Habían llegado al lugar donde los dos barriles esperaban su inminente combustión.

—No pienso que estés loca, Justine. Entiendo que sufras los efectos de la presión a que nos vemos sometidos desde hace demasiado tiempo. —Se agachó a estudiar el primer barril, mostrando por él un falso interés—. Has hecho bien advirtiéndome de tu hallazgo. Buscaré un vigilante para que me ayude a retirarlos.

La mujer, un poco avergonzada por sus tonterías, decidió que debía hacer algo por aquel hombre al que tanto admiraba.

—¡No os preocupéis por ello! Voy yo misma a buscar algún vigilante y le pido que los retire. ¡No os molestéis! Buenas noches, Pierre. Olvidaos por favor de todo lo que os he contado, ¡son tonterías mías!

Girando sobre sus talones, Justine se dirigió con decisión hacia el muro donde estaban las escaleras que llevaban al torreón del centinela.

La primera reacción de Pierre cuando la mujer dejó de hablar fue quedarse paralizado, pero inmediatamente después y de forma refleja su mano agarró la daga. No podía permitir que su plan peligrara. Era demasiado importante. Sus pies se pusieron en marcha con rapidez hasta alcanzarla. Pierre aspiró el suave aroma de Justine que impregnaba el aire en el preciso instante en que la hoja de la daga seccionaba con decisión su cuello. Sin emitir un solo sonido, cayó pesadamente al suelo boca abajo.

Pierre, como despertando de un sueño, observó horrorizado la misma imagen que Justine acababa de relatarle sobre su terrible muerte. Tras ello, miró su propia mano derecha al empezar a sentir el calor de la sangre que le resbalaba por entre los dedos y vio la daga, completamente teñida de rojo. Se sentía mareado, pero no podía apartar la vista de lo que tenía frente a él. El vestido y el suelo alrededor de Justine se iban empapando de color púrpura. Tiró la daga al suelo y se apresuró a intentar cerrar la sangrante herida apretando con fuerza con su mano, como un reflejo, para intentar evitar una muerte segura. Señor, estaba viviendo paso a paso la pesadilla que minutos antes Justine le había relatado. ¡Y además él era su protagonista!

¿Habría visto ella en su visión quién iba a ser su verdugo?

En un instante Justine dejó de respirar y Pierre, lleno de dolor y rabia por su terrible crimen, recogió con delicadeza el cuerpo sin vida y lo llevó a la parte trasera de una pequeña caseta que tenía a su derecha, para ocultarla de la vista de los centinelas.

La contempló por última vez. Cerró con ternura sus ojos y le arregló los cabellos, algunos pegados a la sangre de su rostro, cruzando después las inertes manos sobre su pecho. Empezó a rezar por ella. ¡Justine ya había pasado al mundo de la luz!

Sobresaltado por el tiempo que había perdido, pensó que no podía esperar ni un minuto más. Tenía que terminar con su dolorosa misión. Inició una corta carrera hasta el tercer barril y con rapidez lo colocó en el centro de la puerta.

La señal de los tres fuegos en el bosque era el aviso que precedía a la aproximación de las tropas cruzadas hacia la fortaleza, a la espera de derribar la puerta en cuanto estuviese lo suficientemente debilitada por el fuego.

Abrió dos barriles y derramó una parte del líquido alrededor de los mismos, asegurándose de que la puerta también quedase impregnada de la mezcla inflamable. Cuando estaba terminando la operación con el barril del medio, oyó relinchar a un caballo al otro lado de la puerta y le pareció que alguien hablaba en susurros a corta distancia de él. Se apresuró a iniciar el fuego en uno de los barriles ayudándose de una tea. El fuego se extendió rápidamente.

Encendió los otros dos y en pocos segundos el fuego empezó a consumir los bajos de la enorme puerta.

Las llamas ascendían con fuerza; si sus previsiones no le fallaban, en unos diez o doce minutos la puerta ardería en su totalidad. La mezcla que había preparado tenía la particularidad de producir poco humo, lo que haría más difícil su detección por parte de los centinelas.

Una vez comprobado que el fuego había tomado suficiente cuerpo, se alejó corriendo para introducirse en la parte central de la fortaleza. Tras doblar por el gran pasillo central alcanzó la puerta de su habitación. Quería ver por última vez a su amada Ana antes de huir definitivamente.

Abrió con cuidado la puerta, sin hacer ruido, y en penumbras se acercó hacia el lecho. La encontró arrebujada entre las sábanas y profundamente dormida. Le besó suavemente en los labios y aspiró con profundidad el aroma de sus cabellos intentando retenerlo para siempre en su memoria. Una lágrima resbaló por su mejilla mientras abandonaba la habitación con el corazón roto y lleno de espanto por su acción. Una vez más el medallón estaba dirigiendo su sino, despedazando de paso todo aquello que había amado y por lo que había luchado durante años. Dominaba su voluntad. Ana nunca había conocido nada de su historia y ahora, por causa de él, iba a morir.

En el mismo recodo de la escalera de caracol que le llevaba a la trampilla de salida, se golpeó violentamente con alguien que no supo reconocer en un primer momento.

—Pero ¿quién va a estas altas horas de la madrugada y con estas prisas?

Se estaba incorporando del suelo su primer auxiliar, Ferdinand de Montpassant, cuando, sin mediar más palabra, la hoja de una daga le entró por el lado izquierdo del cuello y con un solo movimiento le seccionó la yugular. Apenas le dio tiempo a cruzar una interrogante mirada a los ojos de su superior antes de desplomarse y golpearse la cabeza con la pared de la escalera de caracol. En un instante, un reguero de sangre resbalaba por la piedra hasta alcanzar la base del primer escalón.

Pierre no podía creer lo que estaba haciendo. A sangre fría había matado ya a dos de sus más queridos hermanos en la fe: a la hermosa Justine y a su querido colaborador Ferdinand, con el que había compartido más de tres años de trabajo levantando aquella heroica hermandad, viviendo momentos llenos de sufrimientos y sacrificios. Los dos se consideraban, por encima de la fe, casi hermanos de sangre. El intenso cariño que había crecido entre ellos había sido uno de los pilares fundamentales para construir el destino de los muchos hermanos cátaros que fueron llegando con los años.

Se preguntaba de dónde podía sacar esa determinación que le había llevado a cometer tan horribles crímenes.

Contemplaba el cadáver de Ferdinand con inmenso dolor, pero recuperó con rapidez la conciencia del trascendente momento que estaba viviendo y ascendió por la escalera de caracol hasta alcanzar la trampilla.

En pocos minutos terminó de separar todas las piedras que la tapaban hasta dejar a la vista la salida. Sacó una larga cuerda que había escondido tras ellas y la anudó a una gruesa columna. Sin perder tiempo, empezó a descolgarse por la pared para alcanzar el suelo, tras salvar sus más de cuatrocientos pies de altura.

Recuperada la respiración por el esfuerzo de la bajada, se empezó a tranquilizar al saberse fuera ya de lo que iba a convertirse en un infierno de sangre y fuego. Mirando hacia la enorme muralla que había dejado atrás, instintivamente se buscó entre la ropa el medallón de oro que colgaba de su cuello, asegurándose con alivio de que lo llevaba todavía.

Ese medallón, con la imagen en relieve de un cordero y una estrella, era la causa última de su traición. Al evitar que pudiera caer en otras manos cumplía rigurosamente su misión particular. Debía mantenerse como único portador, tal y como su padre lo había establecido y como lo hicieron su abuelo y su tatarabuelo. El medallón había pasado por cuatro generaciones desde Ferdinand de Subignac, tatarabuelo de Pierre, el primer portador de la familia. Ferdinand fue un valeroso cruzado a las órdenes de Godofredo de Bouillon, héroe principal de las cruzadas y posterior primer rey de la Jerusalén conquistada. A su vuelta de Tierra Santa llegó con el medallón y lo custodió hasta el mismo día de su muerte. Su firme empeño de que nadie, fuera de su linaje, supiese nada sobre su existencia ni sobre su origen y sentido simbólico, había sido mantenido escrupulosamente durante casi ciento cincuenta años por todos sus descendientes.

Para evitar los riesgos de una posible pérdida en manos de aquellos hombres, Pierre había tenido que negociar en secreto la entrega de la fortaleza, que constituía el último de los reductos cataros del sur de Francia y cuya desaparición significaba la eliminación de la herejía albigense.

El alto precio que Pierre había tenido que pagar para no perder el medallón le había resultado completamente insoportable. Había entregado a la muerte a sus queridos hermanos en la fe, cometido dos asesinatos con sus propias manos y abandonado a su suerte a su propia amada.

Miró por última vez la magnífica fortaleza de Montségur. Su espectacular apariencia se perfilaba mejor que nunca esa noche. Los tonos anaranjados del fuego, que en esos momentos había tomado ya unas proporciones colosales, producían un terrible contraste con la oscura noche. Esa imagen se quedaría grabada para siempre en su mente y le acompañaría el resto de su vida.

Mientras pensaba en ello, Hugo de Arcis, comandando las tropas cruzadas, entraba al frente de unos doscientos jinetes en el interior de la fortaleza, después de derribar lo poco que ya quedaba de la inmensa puerta, casi completamente quemada, con la intención de cumplir hasta el final las órdenes que expresamente había recibido. Y éstas no eran otras que asegurar la eliminación de todos los herejes de la fortaleza, sin excepciones y sin misericordia.

En apenas una hora la orden estaba cumplida. Sólo los centinelas ofrecieron resistencia. El resto fueron ejecutados sin piedad. No se oyó ni un solo grito, ni a nadie pidiendo clemencia. Todos se abandonaron a su destino con orgullo, sabiendo que su sangre era testimonio de purificación.

A escasos metros de la fortaleza, Pierre de Subignac montaba un caballo que las tropas cruzadas habían dejado en un lugar convenido y cabalgaba con rapidez hacia el sur, hacia Navarra.

Allí tenía que cumplir con su destino, al que estaba obligado por linaje y promesa de sangre.

Capítulo 2

Madrid. Año 2001

Como era habitual en cualquier víspera de Navidad, aparcar un coche en la calle Serrano de Madrid era una misión casi imposible. La doble fila de vehículos se prolongaba a lo largo de toda la manzana donde tenía su local la prestigiosa Joyería Luengo.

La furgoneta de paquetería Serviexpress tenía que realizar una entrega esa misma tarde en el número 153; ya había dado tres vueltas buscando un sitio donde parar para entregar un paquete a nombre de don Fernando Luengo, de la Joyería Luengo.

En el cuarto intento el conductor localizó un coche que salía justo frente a la misma joyería. No lo dudó un minuto, giró bruscamente, frenó con fuerza y aparcó rápidamente antes de que algún otro desesperado como él ocupase la plaza.

El portero empujó la puerta blindada de la joyería, que le dio paso a su lujoso interior. Siguiendo sus instrucciones, se dirigió hacia el fondo del establecimiento para entregar el pequeño paquete.

Tras bajar dos tramos de una lujosa e impoluta escalera de mármol alcanzó un mostrador donde una dependienta estaba ordenando unas facturas.

Le recibió con una angelical sonrisa. Le explicó que su jefe, el señor Luengo, estaba ocupado con una importante clienta, pero él, aunque se esforzaba en escuchar, no conseguía centrarse en la conversación ante aquella preciosidad que le hablaba a escasos centímetros.

Tras recoger el paquete y firmar el albarán de entrega, la chica le despidió con otra deslumbrante sonrisa.

—¿Crees, Fernando, que con este collar estaré a la altura? ¡Piensa en las joyas que se llevarán en una recepción como la de la embajada de Italia!

La condesa de Villardefuente se sentía completamente trastornada por tener que ponerse sus horribles gafas de cerca delante de aquel hombre tan apuesto. Sabía que le sentaban fatal, pero necesitaba verse mejor ante el espejo ovalado que tenía frente a ella para apreciar bien el efecto de ese collar en su estilizado cuello. Mientras las buscaba en su bolso, apenas escuchaba las explicaciones de Fernando Luengo.

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