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Authors: Gonzalo Giner

La cuarta alianza (57 page)

BOOK: La cuarta alianza
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—Lo sabrás a su debido tiempo. —Lucía quería mantenerlo en secreto, hasta que llegase una oportunidad más adecuada.

De pronto recordó que no le había contado todavía la revelación que Raquel le había hecho sobre la muerte de su mujer y, aunque no le resultaba nada agradable soltar aquella bomba, pensó que era mejor hacerlo cuanto antes.

Como era de esperar, Fernando encajó fatal la noticia. Se repetía que ya había intuido él que nunca se había tratado de un robo. Por más que Lucía trató de introducir nuevos temas de conversación, acabó entendiendo que hasta que no acabase de liberar toda su rabia y dolor, era inútil hacer nada para mejorar el dolido semblante de Fernando.

De camino al hotel todavía se seguía preguntando cómo aquellos esenios habían podido arrebatarle aquello que para él había sido lo más importante de su vida, alegando, encima, razones benéficas y humanitarias.

Se desearon buenas noches y cada uno se dirigió a su habitación, Fernando sin perder todavía su rictus de dolor. Habían quedado para desayunar a las siete de la mañana, para salir después con destino a las montañas del desierto de Judá, al misterioso Qumram.

El paisaje desde la explanada donde estaban los restos del monasterio de Qumram resultaba sobrecogedor. A sus espaldas quedaban los montes que habían salvado desde la meseta de Judea, saliendo de Jerusalén, para bajar hasta aquella depresión que formaba un extenso valle desértico en cuyo eje se encontraba el mar Muerto.

En la soledad del desierto, apenas sin más vida en todo aquel lugar que las suyas, Lucía y Fernando bajaron del todoterreno para pasear por aquellas ruinas donde dos mil años antes una rama filosófica del judaísmo, los esenios, habían hecho de él su nuevo templo en un entorno tan puro como seco.

Lucía se agarró de la mano de Fernando mientras recorrían las distintas estancias, tratando de identificar cada una de ellas, aunque el estado de las construcciones no permitía más que hacer un ejercicio de imaginación de cómo pudo ser aquello en su momento.

—Fernando, analizando este lugar y sobre todo en su entorno, tan vacío de vida, tengo la impresión de que los esenios lo eligieron por su imagen de pureza. Fíjate que en el éxodo desde Egipto, el pueblo hebreo atravesó durante cuarenta años territorios desiertos hasta llegar a la tierra prometida. Esos terrenos yermos debieron de ser vistos por ellos como un símbolo de purificación, etapa necesaria para avanzar en el camino del mal al bien, de las sombras a la luz, de la esclavitud a la libertad.

—Recuerdo lo que comentamos en una ocasión acerca de las etapas que transcurrían durante la iniciación de aquellos monjes templarios —dijo Fernando—. Había una primera fase de adoctrinamiento, de formación, otra presidida por la muerte figurada de uno mismo y la renuncia a lo material, y una tercera de resurrección a una vida superior, al conocimiento.

—Claro, Fernando, aquí los monjes estudiaban las escrituras sagradas para su formación. También se bañaban todos los días antes de las comidas, realizando todo un ritual de inmersión en las pozas que acabamos de ver. Era una forma de eliminar todas las impurezas del cuerpo, de lo más humano del hombre. Y vivían en el desierto, que de por sí es símbolo de pureza y camino de purificación. Dentro del monasterio, abandonaban todas sus posesiones materiales y vivían en comunidad de bienes con sus hermanos en la fe. Estás en lo cierto, esos mismos pasos son los que trataban los esenios de vivir en esta comunidad. Habían abandonado el mundo impuro para vivir en este templo espiritual. —Se sentó sobre unas piedras y se puso más trascendente—. Yo misma deseo experimentar esas etapas. Este viaje es, en sí, un paso de mi necesaria formación para entender con más profundidad lo que voy a hacer después.

Visitaron por último algunas de las cuevas donde habían sido encontrados los famosos rollos del mar Muerto, deliberadamente ocultados por aquellos esenios contemporáneos a Jesucristo durante la invasión romana, y decidieron, finalmente, tomar camino hacia Jordania para atravesar la meseta de Moab, en dirección al monte Nebo, y ya desde allí alcanzar la capital de Jordania, Ammán, donde habían reservado hotel para pasar aquella última noche.

Cuando alcanzaron la cumbre del monte Nebo se sintieron sobrecogidos por las espectaculares vistas. El sol empezaba ya a descender, y frente a ellos se divisaba una hermosa imagen del mar Muerto y el valle del Jordán. La diferente gama de tonos ocres de las montañas del desierto se fundían con aquel atardecer anaranjado que a cada minuto se tornaba en diferentes matices de color. Por debajo, dentro del profundo valle, el pálido color azul del mar Muerto se mantenía imperturbable desde hacía milenios. Tuvieron la misma contemplación que Moisés pudo tener cuando llegó hasta allí desde Egipto. Aquel paraje no necesitaba de palabras, sólo vivir las sensaciones de saberse en uno de los lugares más sagrados del mundo, donde Yahvé le mostró al profeta la tierra prometida, dolorosamente prohibida para él, y destino elegido por Jeremías para esconder parte del tesoro del Templo de Salomón.

Lucía se sentía extrañamente afectada por aquel lugar. Allí, en ese preciso punto, se había cumplido la promesa de Yahvé en su alianza con el pueblo judío. Si ella era la supuesta elegida para que se estableciera una nueva e hipotética alianza, el solo hecho de saberse en aquel lugar le provocaba escalofríos y un pavoroso temor.

—Fernando, necesito que me abraces con fuerza. —Se apretó a él, pues necesitaba sentirse protegida ante la inmensa empresa que le había sido encomendada y presa de dudas sobre su propia capacidad—. No sé si podré hacerlo, Fernando. ¿Por qué no abandonarlo todo y volver a mi vida de siempre, rutinaria y normal? No me veo con fuerzas...

Fernando le habló desde el corazón, apoyándola para que llevase su promesa hasta el final.

—En este lugar santo acabo de entender que todo lo que nos ha ocurrido durante estos últimos meses termina y empieza aquí. Nada ha sido fruto de la casualidad, Lucía, y no debemos parar ahora lo que ya se ha desencadenado. Al igual que tú, no entiendo por qué nos ha tocado a nosotros, o si todo esto no es más que un sueño raro, pero deseo que sepas que me tendrás a tu lado pase lo que pase.

Con sus últimas palabras ella se apretó aún más fuerte a él.

Lucía acababa de saber que le amaba con toda intensidad y que en ese viaje no sólo cumpliría con su misión de iniciación a su promesa, sino que también iba a alcanzar con él una resurrección a un nuevo amor, más auténtico, como tercera y última fase, después de haber pasado por una primera etapa de conocimiento mutuo, y de una segunda, ahora, que requería la necesaria muerte de todos los condicionantes de sus vidas pasadas. Él también lo supo, sin necesidad de hablarlo, con la seguridad que le daba aquel sagrado silencio que reinaba en el monte Nebo.

Lucía dormía sobre el hombro de Fernando durante el vuelo que les llevaba de vuelta a Madrid. Fernando tenía a su lado a la que sabía que iba a ser la mujer con la que compartiría el resto de su vida. La noche anterior se habían amado por primera vez en aquel hotel de Ammán que recordaría ya para siempre y se habían jurado una fidelidad nacida de saberse cada uno parte indivisible del otro.

Aquel paquete que había recibido en su joyería, dirigido a su padre setenta años antes, le había metido de lleno en un formidable entramado histórico donde habían aparecido entremezclados templarios con familiares suyos, así como papas buscadores de reliquias con grupos esenios aparentemente desaparecidos dos mil años antes. Había llegado a averiguar el origen del brazalete, resolviendo parte del misterio, aunque después se complicó con la aparición de nuevos objetos: un medallón de mayor antigüedad todavía y los pendientes de la Virgen María.

Y coincidiendo con todo aquello, había conocido a una mujer excepcional, a Lucía, inteligente, sensible, perspicaz e intuitiva, a la cual, tras un largo período de vacilaciones, finalmente había llegado a amar.

Meditaba sobre lo que podría ocurrir en sólo cuatro meses, cuando llegase el día señalado. Aunque pareciera absurdo, se habían comprometido a atender la voluntad de una delincuente e integrista israelí, e iban a celebrar un fantástico ritual que estaba señalado en una vieja profecía. Y si después de todo no pasaba nada, ¿qué harían? O si, por el contrario, se demostraba que, uniendo los tres símbolos de las tres grandes alianzas, se producía la guerra de los hijos de la luz contra los hijos de las tinieblas, que habían proclamado y perseguido los esenios como resultado de la nueva alianza, ¿de qué tipo de guerra se trataría?

Y el resultado, ¿sería bueno o malo para ellos?

Y su amor por Lucía, ¿sería también verdadero o sólo una sensación más dentro de todas las que habían vivido aquellos días?

Capítulo 14

Tercera cámara. Iglesia de la Vera Cruz. 2002

—¡Pásame el medallón, Fernando, con él terminamos!

Fernando lo sacó de una bolsa de terciopelo negro y se lo entregó con sumo cuidado. Anteriormente había hecho lo mismo con los dos pendientes de la Virgen María y el brazalete de Moisés.

Lucía Herrera y Fernando Luengo estaban tumbados en la cámara superior del edículo central de la Vera Cruz. Con el medallón de Isaac acababan de reunir, por primera vez en la historia, los tres símbolos de las sagradas alianzas. Lucía los introdujo dentro del viejo cofre y éste, a su vez, dentro de la más oculta y preciada cámara del templo, atendiendo así a la promesa hecha a Raquel de llevar a cabo todo lo que el cumplimiento de la profecía de Jeremías requería.

Lucía terminó la operación y cerró la piedra. Se quedó quieta, mirando a un punto indefinido de la bóveda de la cámara, respiró hondo y pensó en silencio en las posibles consecuencias de lo que acababa de hacer. Sin apenas darse cuenta, empezó a sentir de nuevo en su cuerpo aquella fuerza mayor, que ahora la apretaba contra el suelo, reteniéndola allí arriba.

—¿Tú crees, Lucía, que lo que estamos haciendo tendrá algún sentido?

Hombro con hombro, tumbados los dos sobre la cámara, Fernando había empezado a sentir también una extraña presión sobre su cuerpo. No deseaba mover ni un solo músculo, como si algo estuviera tratando de mantenerles allí, juntos para siempre. Aunque tenían que bajar a la segunda cámara para terminar la ceremonia que Raquel les había indicado, ya lo harían después.

—Fernando, creo que acabamos de desencadenar algo trascendental. Intuyo que hemos puesto en marcha un mecanismo que producirá consecuencias importantes en nuestras vidas. Puede parecerte una tontería, pero me estoy empezando a sentir atrapada aquí arriba, sin ganas de moverme. No sabría decirte lo que me lleva a estar así, pero me parece que deberíamos salir de aquí de inmediato. Recuerdo con angustia la otra ocasión que estuve en esta cámara y no deseo repetirla. ¿No tienes también estas mismas sensaciones?

—Creo que hemos despertado una fuerza enorme que hasta ahora estaba dormida. Si atendemos a lo que te contó Raquel, acabamos de poner en marcha la cuenta atrás de esa cuarta alianza, la del bien contra el mal. —Cogió su mano—. La profecía señalaba que sólo cuando las tres primeras alianzas estuvieran juntas se producirían los tres signos que señalarían que la guerra habría empezado.

—Los tres signos —dijo Lucía—: el sol, que debe dejar de dar su luz; la tierra, que temblará en su segundo día, y el hombre, que aparece carente de sus sentidos en el tercero. —Trató de incorporarse sin conseguirlo, incapaz de hallar las fuerzas suficientes—. ¡Debemos bajar a la cámara inferior y terminar con esto, Fernando! ¡Tenemos que recitar la oración! El papel que me dejó Raquel está abajo, en mi bolso. No sé tú, pero yo casi no puedo ni moverme. ¡No sé qué me está ocurriendo!

Fernando tenía la misma sensación. Algo les estaba encadenando a aquella cámara, inmovilizados y sorprendidos ante la posibilidad de permanecer eternamente entre aquellas paredes.

—Lucía, tenemos que salir inmediatamente de este sitio. Algo está pasando aquí que ejerce demasiado poder sobre nuestra voluntad y nuestras acciones.

Se incorporaron con dificultad y descendieron hasta la segunda cámara. Lucía buscó en su bolso la nota que le había dado Raquel y la leyó en voz alta.

—«Oh Yahvé, Tú que lo eres todo y que has querido establecer con el hombre tres grandes alianzas; con Abraham, con Moisés y con María, dígnate ahora, una vez reunidos los tres símbolos de esas tres alianzas en tu sanctasanctórum, alumbrar ahora el tiempo de una nueva alianza, en la que finalmente reine tu luz para siempre sobre este mundo de sombras y oscuridad. ¡Que sean destruidos todos los oscuros que han entorpecido tu voluntad y que triunfen en la tierra los hijos de la luz por siempre y para toda la eternidad!»

Se abrazó emocionada a Fernando. Sabía que acababa de cumplir con su deber de elegida. La única cosa que no le había contado de todo lo que pasó por su mente, cuando estaban en el monte Nebo y por no intranquilizarle, fue el miedo que allí percibió sobre su propio destino. No sabía lo que ocurriría a partir de entonces, pero aquellos brazos que la protegían eran su máxima aspiración en esta vida. Aunque muriese entre ellos en ese mismo momento, se iría segura de que no había nada de este mundo que hubiese deseado más.

A su vuelta de Jordania e Israel, Fernando se encontró con el rechazo de Mónica, dolida por aquella relación que parecía haber ligado definitivamente a Fernando y a Lucía, y sin transcurrir veinticuatro horas le presentó su renuncia a su puesto de trabajo, para alejarse definitivamente de la joyería y de él, y así tratar de rehacer nuevamente su vida.

Paula pareció aceptar mejor la noticia aunque se apenó por Mónica, a la que había deseado para su hermano en multitud de ocasiones. Nuevamente se quedó sin saber nada de lo que habían hecho o visto en Tierra Santa, ni el trasfondo de lo que tenían entre manos, aunque Fernando le había prometido que se lo contaría un poco más adelante. También llamaron a don Lorenzo, para ponerle, al menos en parte, al corriente de los últimos acontecimientos, sin que éste nuevamente consiguiese entender lo que realmente ocurría, para aumento de su desesperación.

Dos días después de haber estado en la Vera Cruz, Fernando estaba recostado en un confortable sillón de su piso, siguiendo las noticias de la noche por la televisión. En esos momentos estaban transmitiendo los efectos del fortísimo terremoto que se había producido esa misma mañana en el sur de la India, al que le habían sucedido otros seísmos, algo menores de intensidad, por la mayor parte de Asia.

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