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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Intriga, Policíaca,

La Danza Del Cementerio (47 page)

BOOK: La Danza Del Cementerio
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Se calló de repente. Poco después también lo oyó Hayward: impactos de algo carnoso en la oscuridad, como unas manos grandes marcando el ritmo contra la piedra fría. Estaba lejos, pero se acercaba. Poco después se superpuso a los golpes una especie de sonido baboso, y unos gemidos similares al resuello de un fuelle agujereado: aaaauuuuuu…

Una de las mujeres ahogó un grito y dio instintivamente un paso atrás.

D'Agosta se sobresaltó.

—Demasiado tarde —dijo—. Ha vuelto.

81

N
ora esperó en la mohosa oscuridad. Tenía un dolor de cabeza insoportable. Cada vez que la movía, sentía una punzada que la taladraba de sien a sien. Con el golpe en la cabeza, el carcelero había agravado la conmoción. A pesar del dolor, tenía que luchar contra una gran somnolencia que amenazaba con apoderarse de ella. ¿Cuántas horas habían pasado? ¿Treinta y seis? Era curioso que la oscuridad distorsionase tanto la percepción del tiempo.

Estaba apoyada en la pared, a un lado de la puerta, esperando el regreso de su carcelero con la duda de si, llegado el momento, tendría la energía necesaria para atacarle. Había que reconocer que era inútil; si el truco no había funcionado la primera vez, difícilmente lo haría la segunda, pero ¿qué otra cosa podía hacer? Si se quedaba en otro punto de la celda, podrían pegarle un tiro a través de la ventana. De lo que estaba segura era de que su captor no la soltaría. Si la dejaba seguir viva era porque pretendía algo; cuando hubiera conseguido ese misterioso algo, la mataría.

En el negro silencio, empezó a divagar. Se le apareció la imagen de una limusina negra en el puerto deportivo de la minúscula localidad de Page, Arizona, con los acantilados rojos del lago Powell al fondo, y encima, un cielo que era como un cuenco sin nubes, de un azul perfecto. Sobre el aparcamiento, el aire temblaba de calor. La puerta de la limusina se abría, y bajaba de ella con dificultad un hombre larguirucho, que se quitaba el polvo antes de erguirse.

Con sus RayBan, y su pelo castaño ingobernable, presentaba un aspecto algo ridículo. Iba un poco encorvado, como si le diera vergüenza ser tan alto; Nora se acordó de su nariz aguileña, su cara larga, estrecha, y su manera de mirarlo todo, entornando los ojos, perplejo pero seguro de sí mismo. Era la primera vez que había visto a su futuro esposo, incorporado como reportero a la expedición arqueológica que dirigía ella en la zona de cañones de Utah.

Entonces le había parecido un tonto. No descubriría hasta más tarde que sus grandes virtudes, sus maravillosas cualidades, las mantenía ocultas en lo más profundo, como si se avergonzase un poco de ellas.

Revivió al azar otros episodios de los primeros días en Utah: Bill llamándola «señora directora», Bill subiendo a su caballo, Huracán, y renegando mientras el animal corcoveaba…

A esos recuerdos les siguieron otros de los primeros tiempos de su vida en común en Nueva York: Bill manchándose de salsa al brandy su traje nuevo en el Café des Artistes, Bill disfrazado de vagabundo para entrar de noche en una obra donde se habían descubierto treinta y seis cadáveres, Bill en una cama de hospital, tras ser rescatado de las garras de Leng…

Imágenes que aparecían por sí solas, sin ser evocadas, pero que por alguna extraña razón la confortaban. Como ya no tenía fuerzas para resistirse, las dejó transitar por su memoria, mientras se iba sumiendo en un estado a medio camino entre el sueño y la vigilia. Era como si en aquel duro trance, destinada a perecer irremediablemente en cualquier momento, lograse resignarse por fin a su pérdida.

La arrastró hacia el presente un rumor impreciso, una profunda vibración tanto en el aire como en las paredes. Se incorporó, despejándose de golpe, y olvidando un momento el dolor de cabeza. El rumor tardó bastante en apagarse. Al cabo de unos minutos, le sucedió el sonoro ¡bum! ¡bum! de dos disparos muy seguidos; luego una pausa, y finalmente otro disparo.

El impacto de oír algo tan fuerte y brusco después de un silencio tan largo tuvo un efecto electrizante. Algo pasaba. Podía ser la única oportunidad de actuar. Escuchó atentamente, con el cuerpo en tensión. Primero casi no se oía. Después se hizo más nítido: estaban arrastrando algo pesado por el suelo del sótano. Un gruñido, una pausa, y siguieron arrastrando. Silencio.

Después, la reja de la puerta chirriando.

Oyó la voz de su carcelero.

—¡Tienes visita!

Nora no se movió.

Por la abertura entró una luz que resaltó las barras negras de la reja en la pared del fondo.

Se mantuvo a la espera. Obligarle a entrar, y atacarle: era su única oportunidad.

Oyó una llave dentro de la cerradura, y vio girar un poco la puerta, pero en vez de entrar, su carcelero tiró algo al suelo (un cuerpo), y retrocedió inmediatamente, dando un portazo. Antes de que la luz se alejara del todo, Nora miró la cara del cuerpo: rasgos finos, pómulos marcados, piel como de mármol y cabello fijo; ojos como hendiduras, por las que solo se veía lo blanco; polvo y sangre coagulada en el pelo, y un traje que había sido negro, pero que ahora era gris polvo, lleno de arrugas y de desgarrones. Una oscura mancha de sangre, que seguía extendiéndose por la camisa.

Pendergast. Muerto.

Gritó de sorpresa y de consternación.

—¿Amigo tuyo? —se burló la voz al otro lado del la reja.

Se oyó girar la cerradura, y el candado, y una vez más reinó la oscuridad.

82

A
lexander Esteban volvió deprisa por los sótanos que tan bien conocía, y subió de dos en dos los escalones hasta llegar a la planta baja. Hacía una noche fría y despejada de otoño, con un cielo aterciopelado, salpicado de muchas estrellas. Corrió hacia el coche, abrió la puerta de par en par… ¡Menos mal! ¡Menos mal! Cogió el sobre de papel manila que había en el asiento del copiloto. Lo abrió, sacó las hojas de vitela antigua, les echó un vistazo y las guardó otra vez, ya más despacio.

Se apoyó en el coche, sin aliento. Qué pánico más tonto… Pues claro que estaba sano y salvo el documento. De todos modos, no tenía valor para nadie más que él. Lo entendería poca gente. Aun así, había sentido una angustia indescriptible al imaginárselo en el coche, sin protección. Tanto esmero en planearlo todo, tanto cuidar sus relaciones, tanto gastarse auténticas fortunas… y todo por aquella doble hoja de vitela. Pensar que estuviera en su coche, sin vigilancia, al alcance de cualquier ratero oportunista, o hasta de los caprichos del clima de Long Island, había sido una tortura. En fin, todo acababa bien. Ya estaba a buen recaudo. Ahora que lo tenía en la mano, ya podía reírse de su propia paranoia.

Caminó hacia la casa con una sonrisa un poco avergonzada. Cruzando salas oscuras, llegó hasta su despacho, donde abrió la caja fuerte. Una vez que hubo metido el sobre entre sus paredes de acero, se lo quedó mirando con cariño. Ya había recuperado la tranquilidad mental.

Ya podía volver al sótano y zanjar el asunto. Pendergast estaba muerto. Solo quedaba la chica.

Sus cadáveres acabarían muy por debajo del suelo del sótano. Ya tenía pensado dónde. Nadie volvería a verles.

Cerró la puerta de acero macizo, e introdujo el código electrónico. Mientras silbaba el mecanismo de cierre, y se oían los clics de las clavijas al alojarse en su lugar, pensó en las semanas, meses y años que se avecinaban… y sonrió. Sería un proceso laborioso, pero le convertiría en un hombre riquísimo.

Salió de la casa y cruzó otra vez el césped, respirando con desahogo mientras ponía una mano en la culata de la pistola que había cogido del cadáver del agente del FBI. Saltaba a la vista que era un arma de fuego de uso policial, perfecta para el trabajo anónimo que tenía pensado.

Ya se desharía de ella, por supuesto…, pero antes debía usarla para terminar con la chica.

La chica. Su capacidad resolutiva y su fuerza psíquica lo sorprendieron. No se debe subestimar la ingenuidad humana cuando alguien se enfrenta a la muerte. Aunque la chica estuviese herida, y encerrada, se imponía la prudencia. No tenía sentido meter la pata en el último minuto, cuando ya era dueño de todo lo que deseaba.

Al entrar en el granero, encendió la linterna y bajó al sótano. Tenía curiosidad por saber si la chica se lo pondría difícil, agazapándose detrás de la maldita puerta, como la última vez. Lo dudaba. Estaba claro que se había llevado un susto enorme al ver el cadáver de Pendergast en la celda. Probablemente se pusiera histérica, e intentara convencerle de que la dejara salir.

Pues buena suerte, porque él no le iba a dar ni la oportunidad.

Llegó a la puerta de la estancia donde estaba ella. Abrió la ventanilla con barrotes y enfocó la linterna. Volvía a estar en el centro, tirada por la paja, sollozando, sin fuerzas para resistirse, con la cabeza entre las manos. Tenía la espalda ancha, un blanco perfecto. A su derecha se veía el cadáver del agente del FBI, con el traje revuelto, como si le hubieran registrado en busca de su pistola. Quizá ella hubiera perdido sus últimas esperanzas al no encontrarla.

Tuvo una punzada de remordimiento. Era un acto muy frío. No era como matar a Fearing y Kidd, delincuentes de poca monta, chusma capaz de todo por dinero. Matarla, sin embargo, era un mal necesario e inevitable. Entornó los ojos, centró la mira en lo alto de la espalda, justo encima del corazón, y disparó una bala del Colt. La fuerza del impacto la tumbó de lado.

Gritó: un grito corto, agudo. El segundo disparo dio más abajo, justo encima de los riñones, y volvió a tumbarla, esta vez sin grito.

Listo.

De todos modos, tenía que asegurarse. Convenía pegarles a los dos un tiro en la cabeza.

Luego, un entierro rápido donde estaba previsto. Al mismo tiempo se quitaría de encima los cadáveres de Smithback y el investigador. Juntos marido y mujer: muy indicado, ¿no?

Con la pistola preparada, metió la llave en la cerradura y abrió la puerta.

83

D'
Agosta se giró hacia las dos manifestantes: caras tensas de angustia, y jerséis de cachemira y zapatillas náuticas completamente fuera de lugar en aquel sepulcro gótico.

—Pónganse detrás de aquella cripta —dijo, señalando una lápida cercana—. Agáchense para que no se las vea. Deprisa.

Se giró hacia Hayward, con un movimiento brusco que despertó las protestas de su antebrazo roto.

—Dame tu linterna.

Nada más cogerla, puso una mano delante para atenuar un poco el resplandor.

—Laura, yo no llevo arma. No podemos escondernos ni correr más que él. Cuando entre, dispara.

—¿Cuando entre qué?

—Ya lo verás. Parece que no sienta dolor, miedo ni nada. Al principio dirías que es una persona… pero no es del todo humano. Es rápido, y no suelta su presa. Yo te lo iluminaré. Si dudas, podemos darnos por muertos.

Tragando saliva, Hayward asintió y comprobó el buen estado de su pistola.

D'Agosta se metió la linterna en el bolsillo para situarse al otro lado de una gran tumba de mármol. Hizo señas a la capitana de que se colocase detrás de la siguiente. Esperaron.

Durante un minuto, lo único que oyó D'Agosta fue la respiración rápida de Hayward, el llanto quedo de una de las manifestantes, y los golpes de su corazón dentro del pecho. Después, otra vez lo mismo de antes: pies descalzos chocando con piedra húmeda. Ahora parecía que estuviera más lejos. En el enorme espacio de la sala resonó un gruñido gutural, una nota prolongada, pero llena de urgencia y avidez:

—Aaaaaauuuuu…

Oyó aumentar de volumen y teñirse de pánico los sollozos de la manifestante.

—¡Cállese! —susurró.

Ya no se oían las pisadas. Sintió que se le aceleraba el pulso. Al buscar la linterna en el bolsillo, su mano se cerró en el medallón de san Miguel, patrón de los policías. Se lo había dado su madre al ingresar en el cuerpo. Se lo metía cada mañana en el bolsillo, casi sin pensar. Pese a llevar como media docena de años sin rezar, y aún más tiempo sin ir a la iglesia, sorprendió una oración en sus labios:

—Dios mío, tú que sabes los peligros que corremos…

—Aaaaaiiiuuuuuuuuuuuuuuu…

El gruñido se acercaba.

—… Te rogamos, Señor, que alejes el poder mortal del maligno. San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla…

Algo se movió en la fétida oscuridad del fondo de la sala abovedada. Una silueta baja, agazapada —sombra contra sombra—, se escabulló por la última hilera de tumbas. D'Agosta sacó su linterna del bolsillo.

—¿Lista? —susurró.

Hayward apuntó hacia delante, cogiendo la pistola con las dos manos.

D'Agosta enfocó la linterna en el arco del fondo, y la encendió.

La luz lo pilló de lleno: blanco, encorvado, con una palma en el suelo de piedra, y la otra crispada en su flanco, donde una mancha roja cada vez mayor manchaba sus andrajos. Su único ojo útil giró fuera de quicio hacia la luz; el otro estaba destrozado, negro por la hemorragia, supurando líquido. Su mandíbula inferior pendía fláccida, oscilando con cada movimiento. De su lengua, oscura e hinchada, colgaba un grueso hilo de saliva. Estaba lleno de arañazos, sucio, ensangrentado, pero sus heridas no le hacían ser más lento ni menos horriblemente contumaz. Saltó hacia la luz con otro gruñido ávido.

¡Pam!, hizo la pistola de Hayward. ¡Pam! ¡Pam!

D'Agosta apagó la linterna para reducir las posibilidades de que fuera a por ellos. Le zumbaban los oídos a causa de los disparos, y del grito entrecortado de las manifestantes.

El eco de las detonaciones se alejó por los pasillos subterráneos, dejando una vez más paso al silencio.

—Dios mío… —musitó Hayward—. Dios mío…

—¿Has acertado?

—Creo que sí.

D'Agosta se puso en cuclillas y escuchó atentamente, esperando que pasara el zumbido. Por encima de su hombro, los gritos se fueron reduciendo a sollozos estremecidos, hasta que solo quedaron los jadeos de Hayward.

¿Lo habría matado?

Esperó un minuto. Dos. Encendió la linterna y la enfocó hacia delante. Nada.

Viva o muerta la cosa, ellos estaban en territorio enemigo. Había que ponerse en marcha.

—Vámonos pitando.

Levantó sin ceremonias a las dos manifestantes. Moviéndose deprisa, cruzaron el bosque de tumbas y llegaron al arco de la pared del fondo. D'Agosta enfocó la linterna en el suelo, tapándola con la otra mano. Algunas gotas de sangre fresca. Nada más. Atravesó el arco e hizo señas de que le siguieran al gran almacén del otro lado.

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