La recibieron con un aplauso cuando se presentó en la sala que hacía las veces de comedor y sala de reuniones simultáneamente, y se sintió abrumada. A pesar de ello sonrió y estrechó todas las manos que le tendían. Se hicieron algunos comentarios sobre su peinado, ella respondió a las bromas con ironía hacia sí misma y todos se rieron. Aún llevaba tiritas y la parte baja de la cara presentaba todas las tonalidades del verde y el amarillo. Eso le evitó los abrazos hasta que entró en la habitación el jefe de sección, que la agarró por los hombros y le propinó un buen abrazo.
—Ésta es mi chica —le dijo al oído—. ¡Joder, Hanne, nos has dado un buen susto, eh!
Hanne tuvo que repetir que estaba muy bien y prometió dar al jefe de sección las explicaciones a las que él creía tener derecho. Acordaron sitio y hora, y el inspector de Policía Kaldbakken lo aceptó.
De pronto Billy T. apareció en la puerta. Con sus doscientos cinco centímetros de altura, además de los botines, su cráneo rapado rozaba el marco de la puerta. Sonreía de oreja a oreja y su aspecto daba un poco de miedo.
—¿Knock out en el primer asalto, Hanne? Habría esperado que te defendieras mejor —dijo, fingiendo decepción. Billy T. había sido el maestro de autodefensa de Hanne Wilhelmsen—. ¿Tienes pensado pasarte el día ahí, dejando que te hagan la pelota, o puedes dedicarle unos minutos al trabajo de verdad?
Hanne podía. El escritorio de su despacho estaba dominado por un descomunal ramo de flores. Era hermoso, pero el florero era un espanto, aparte de que no era lo bastante grande. Cuando lo levantó con cuidado para dejarlo en el alféizar de la ventana, todo el tinglado se desequilibró, se le cayó de las manos y se rompió contra el suelo. Las flores y el agua corrían. Billy T. se rió.
—Así salen las cosas cuando alguien intenta ser amable en esta jefatura —dijo.
Apartó a Hanne, recogió las flores con sus enormes manazas e intentó echar el agua hacia la pared con las botas. No sirvió de nada, así que se sentó y arrojó las flores a un rincón.
—Creo que tengo algo para ti —declaró, y se sacó dos hojas de papel del bolsillo de atrás del pantalón que habían cogido la forma de su trasero, como hacen con el tiempo las carteras de los hombres; estaba claro que llevaban unos días en su bolsillo—. Un alijo —explicó mientras la subinspectora desdoblaba las hojas—. La semana pasada entramos en un piso. Era un reincidente y tuvimos suerte. Veinte gramos de heroína y cuatro de cocaína. Una suerte de la hostia, hasta ahora sólo lo habíamos cogido por chorradas. En estos momentos lo tenemos tiritando ahí detrás. —Extendió el brazo en dirección a la ventana, debía de referirse al patio trasero—. Ahí se va a quedar, ya sabes, al menos durante una temporada —añadió con satisfacción.
Las dos hojas se parecían mucho al papel de la película pornográfica del abogado Olsen. Líneas enteras de números, agrupados de tres en tres. Ambas estaban escritas a mano, en la parte alta de la hoja ponía «Borneo» y «África» respectivamente.
—Está cantando como un loco, pero insiste en que no sabe lo que significan estas hojas. Lo hemos presionado muchísimo y nos ha dado un montón de información útil, más de la que necesitábamos. Por eso empiezo a pensar que puede que diga la verdad cuando afirma que no tiene la menor idea de lo que significan estos números.
Se quedaron mirando las hojas como si ocultaran algo que de pronto podía saltarles a la cara, con tal de que las miraran lo suficiente.
—¿Ha dicho de dónde las ha sacado?
—Sí, insiste en que se las encontró por casualidad y que las ha guardado como una especie de seguro. Más allá de eso no conseguimos sacarle nada, ni siquiera de qué tipo de casualidad se trata.
Wilhelmsen se fijó en la extraña consistencia del papel. Estaba cubierto por una película polvorienta en la que se destacaban en lila claro algunas huellas dactilares.
—Ya he hecho que investiguen las huellas dactilares del papel, pero no hay nada —comentó Billy T, luego cogió los papeles, salió del despacho y volvió al cabo de dos minutos y le tendió dos copias, que aún estaban calientes—. Los originales me los quedo yo, pero, si los necesitas, me los pides.
—Muchas gracias, Billy T.
El agradecimiento era sincero, a pesar de su fatigada expresión.
Lo primero que le dijeron fue que era testigo, no sospechoso. Para él no había apenas diferencia, ya estaba siendo procesado por su propio caso. Luego le sirvieron una Coca-cola, siguiendo sus propios deseos; además, antes de convocarlo, le habían permitido darse una ducha. Wilhelmsen le trataba con amabilidad, estaba receptiva y consiguió hacerle entender que alguien que estaba acusado en un caso podía sacar ventaja de ser un buen testigo en otro. No pareció que el detenido se dejara impresionar. La conversación giraba en torno a banalidades y parecía agradecer la interrupción de su aburrida existencia en la celda; daba la impresión de que se lo estaba pasando bastante bien. Hanne Wilhelmsen no. La jaqueca había aumentado y los puntos de las heridas le tiraban cada vez que hacía una mueca por el dolor.
—Me van a caer unos cuantos años por esto, eso ya lo sé.
Parecía más entero de lo que Billy T. había dicho.
—Tal vez te lo tenga que repetir: no me interesa tu caso. Eso sigue siendo tu caso. Yo lo que quiero es hablar contigo sobre los dos documentos que encontraron en tu casa.
—¿Documentos? No eran documentos, ya sabes. Eran unas hojas de papel con números. Los documentos llevan sellos y firmas y cosas así, ya sabes.
Se había bebido la botella de Coca-Cola y pidió otra. Hanne apretó el botón del interfono y encargó otra botella.
—¡Servicio de habitaciones! ¡Me gusta! ¡Donde estoy yo, no hay cosas de esas, ya sabes!
—Los documentos esos, o las hojas —la policía lo intentó, pero fue interrumpida.
—No tengo ni zorra idea, de verdad. Me las encontré. Y las he guardado como una especie de seguro. En mi profesión nunca se puede ser lo bastante cauto, ya sabes.
—¿Un seguro contra qué?
—Un seguro, nada más, contra nada en especial. ¿Te han pegado una paliza, o qué?
—No, nací así.
Tras tres horas de trabajo, la agente empezaba a entender por qué el médico había insistido tanto en que siguiera de baja. Cecilie le había advertido sobre la jaqueca y las náuseas, y le había descrito escenas horrorosas sobre cómo el dolor podía hacerse crónico si no se lo tomaba con calma. Hanne estaba empezando a pensar que su novia podía tener razón. Se restregó con cuidado la sien en la que no llevaba tiritas.
—No puedo decir na, ya sabes. —De pronto parecía un poco más manso, su cuerpo desgarbado temblaba ligeramente y derramó el líquido cuando intentó beber de la segunda botella de Coca-cola, que le habían traído a los pocos minutos de que la encargaran—. El mono, ya sabes. Tengo que conseguir que me trasladen a la cárcel provincial. Allí tienen drogas a montones, ya sabes. ¿No podrías arreglármelo tú?
Wilhelmsen estudió al hombre. Estaba escuálido y pálido como un fantasma. La barba desaliñada no conseguía cubrir del todo la gran cantidad de espinillas, tenía la piel muy estropeada para no tener mucho más de treinta años. En algún momento debió de ser guapo. Se imaginó al tipo con cinco años, con rizos rubios y vestido de marinerito para ir al fotógrafo. Era probable que hubiera sido un niño mono. Estaba acostumbrada a escuchar las quejas de los juristas de la casa sobre todas las tonterías que decían los abogados defensores: una infancia miserable, traicionado por la sociedad, padres que se mataban a beber, madres que bebían un poco menos y se mantenían con vida de manera que impedían una transferencia sensata de la custodia, hasta que el niño, en torno a los trece años, estaba completamente incontrolable y más allá de toda ayuda que pudieran ofrecerle los servicios de protección de menores u otras almas caritativas. Esas cosas no podían salir bien. Wilhelmsen sabía que los abogados defensores tenían razón. Con diez años de impotencia a sus espaldas, hacía mucho que había entendido que un trapero no sale de la nada. Todos ellos lo habían pasado fatal. Probablemente este tipo también. Como si le leyera los pensamientos, el hombre se encogió y dijo con un hilo de voz:
—Yo lo he pasado fatal, ya sabes.
—Sí, ya lo sé —respondió ella abatida—. Ahora no puedo ayudarte con eso, ya sabes. Pero tal vez pueda arreglar hoy lo del traslado, si me dices de dónde has sacado los documentos.
Fue evidente que la oferta le resultó tentadora. Lo vio contar bolas imaginarias, si es que sabía contar.
—Los encontré. No puedo decir na más. Creo que sé de quiénes son. Gente peligrosa, ya sabes. Te encuentran estés donde estés. No, la verdad es que creo que esos papeles siguen siendo un buen seguro. Será mejor que espere mi turno en el patio, he avanzado bastante en la lista, llevo ya cinco días ahí.
La subinspectora Wilhelmsen no tenía fuerzas para continuar. Le ordenó que se bebiera el resto de la Coca-Cola; él obedeció la orden y se la fue bebiendo por el camino hasta las celdas. Ante la puerta de la suya, le devolvió la botella vacía.
—He oído hablar de ti, ya sabes. Dicen que eres justa. ¡Gracias por las Coca-Colas!
El hombre fue trasladado a la cárcel provincial ese mismo día. Wilhelmsen no estaba tan cansada como para no tener tiempo de mover unos hilos antes de irse a su casa. Aunque no podía sacarse de la manga plazas en una cárcel repleta, al menos podía influir sobre las prioridades. Aquel hombre maltrecho se sintió feliz cuando, ese mismo día, una vez instalado en una celda con ventana en la que al menos había algo parecido a una cama, recibió la visita de su abogado.
Estaban solos en una habitación, el jurista de traje y el hombre con síndrome de abstinencia. En el cuarto, se entraba desde una sala más grande, donde los más afortunados recibían visitas de la familia o de amigos; una habitación yerma y poco acogedora que intentaba sin éxito causar buena impresión; incluso habían montado un rincón de juegos para las visitas más jóvenes.
El abogado hojeó los documentos. Tenía el maletín sobre la mesa. Estaba abierto y la tapa era como un escudo entre ellos. Parecía más nervioso que el preso, cosa que el estado de salud del drogadicto le impidió apreciar. El abogado bajó la tapa del maletín y le tendió un pañuelo. Desdobló el trozo de tela y le ofreció el contenido.
Allí estaba la bendición, todo lo que necesitaba aquel hombre exhausto para conseguir unas horas de bien merecido éxtasis. Intentó cogerlo, pero fue en vano. El abogado retiró la mano a toda velocidad.
—¿Qué has dicho?
—¡No he dicho na! ¡Ya me conoces! ¡Yo no hablo de más! ¡El menda no canta, ya sabes!
—¿Hay algo en tu piso que pueda darle pistas a la Policía? ¿Alguna cosa?
—No, no, na. Sólo el material. Mala suerte de cojones, ya sabes, eso de que vinieran justo antes de la entrega. No ha sido culpa mía.
Si el cerebro del hombre no hubiera estado atontado por veinte años de abuso de los estimulantes artificiales, quizás hubiera dicho otra cosa. Si el atisbo de la salvación en el maletín del abogado no hubiera debilitado la pizca de juicio que aún podía atribuírsele, tal vez habría contado que estaba en posesión de material comprometedor, papeles que había encontrado en el suelo después de otro encuentro en una sala de visitas, tras otro arresto. Si hubiera estado en posesión plena de sus facultades mentales, probablemente habría comprendido que para que los documentos cumplieran el papel de seguro de vida, tenía que anunciar que los tenía en su poder. Tal vez incluso debería haberse inventado una historia sobre que alguien se lo contaría todo a la Policía en caso de que le sucediera algo. De eso al menos hubiera sacado alguna ventaja, quizá le hubiera salvado la vida, quizá no. Pero estaba demasiado atontado.
—Tú sigue manteniendo la boca cerrada —dijo el abogado, y permitió que el detenido se sirviera del contenido del pañuelo.
Le dio también un cilindro del tamaño de una purera, en cuyo interior el reo, con manos entusiasmadas y cada vez más temblorosas, consiguió introducir el material. Sin pudor, se bajó los pantalones y se metió el pequeño contenedor alargado en el recto con una mueca.
—Me van a cachear antes de volverme a meter en la celda, pero el culo no me lo van a mirar, sólo he visto a mi abogado —se rió el hombre, satisfecho.
Cinco horas más tarde lo encontraron muerto en su celda. La sobredosis lo había despachado a la muerte con una sonrisa dichosa en los labios. El material estaba en el suelo, ínfimos restos de la heroína en un pequeño trozo de plástico. En la hierba húmeda, dos pisos por debajo de la ventana enrejada de su celda, yacía un pequeño estuche con forma de puro; pero nadie lo buscó; se quedó allí, a la intemperie, hasta que, año y medio después, lo encontró un vigilante.
La anciana madre del preso no fue informada de la muerte hasta dos días más tarde. Vertió unas lágrimas amargas y, para consolarse, se bebió una botella entera de Eau de Vie. Había sufrido cuando el niño llegó al mundo sin que tal cosa estuviera planeada y lo acompañó llorosa a lo largo de su vida, del mismo modo que lloró en el momento de su muerte. Aparte de ella, nadie, absolutamente nadie, echaría de menos a Jacob Frøstrup.
Aunque el hombre ya se había comportado de modo amenazador la última vez que se vieron, esta vez estaba furioso, casi irreconocible. Los dos hombres se habían encontrado como la otra vez, en un aparcamiento al fondo del valle de Maridalen. Habían aparcado sus respetables coches en extremos opuestos del aparcamiento, cosa que llamaba la atención, puesto que sólo había otros tres vehículos en el lugar, todos aparcados juntos. Cada uno por su lado, se habían dirigido al bosque, el mayor con el equipo adecuado, el más joven pasando frío con su traje y sus zapatos negros.
—¿En qué coño estás pensando? ¿No tienes otra ropa que ponerte? —le espetó el mayor, una vez que se hubieron adentrado unos cientos de metros entre los árboles—. ¿Pretendes que te mire todo el mundo?
—Relájate, no me ha visto nadie.
Le castañeteaban los dientes. El pelo oscuro ya se le había humedecido y la lluvia le había teñido los hombros de negro. Se parecía a Drácula, una impresión que se veía reforzada por los colmillos afilados que en aquellos momentos asomaban incluso cuando cerraba la boca, puesto que los labios se le encogían a causa del frío.
A poca distancia escucharon el zumbido de un tractor. Se apresuraron a esconderse detrás de sendos troncos de árbol, una medida de seguridad absolutamente innecesaria: se encontraban a más de cien metros del camino que cruzaba el bosque. El sonido del motor fue desapareciendo.