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Authors: Anne Holt

Tags: #Policíaco

La diosa ciega (12 page)

BOOK: La diosa ciega
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El hombre tenía todo lo que ella admiraba: era bastante mayor que ella, estaba forrado, tenía experiencia y éxito. Ahora era secretario de Estado en el Ministerio de Justicia. Eso tampoco estaba mal. Durante aquel viaje, diez años antes, nunca pasaron de darse unos besos, unas caricias y algún abrazo. No había sido por elección de ella, por eso estaba un poco cohibida.

—¿Una taza de café? ¿Té?

Aceptó lo primero y rechazó un cigarrillo.

—Lo he dejado —dijo.

La comisaria principal tenía las manos húmedas y se arrepintió de no haber sacado unos documentos o alguna otra cosa que hojear; acabó jugueteando con los dedos y moviéndose inquieta en el enorme sillón.

—¡Enhorabuena por el nombramiento de comisaria principal! —se rió él—. ¡No está nada mal!

—No me lo esperaba —faroleó ella.

Lo cierto es que el antiguo comisario principal la animó a solicitar el puesto, por eso a nadie le sorprendió que se lo dieran.

El secretario de Estado echó un vistazo al reloj y fue al grano.

—El consejo de ministros está preocupado por este caso de los abogados —la informó—. Muy preocupado. ¿Qué es lo que está pasando en realidad?

Era cierto que hacía muchos años se había insinuado abiertamente a aquel tipo, y también que el hombre seguía entusiasmándola, el título de secretario de Estado no amortiguaba precisamente sus sentimientos, pero la comisaria principal era una profesional.

—Es un caso difícil y aún bastante confuso —respondió de modo abstracto—. Me temo que no tengo gran cosa que contar, más allá de lo que ha salido en los periódicos. Parte de ello es verdad.

El hombre se enderezó la corbata y carraspeó elocuentemente, como para recordarle que él, en tanto que subordinado directo del ministro, tenía derecho a saber más de lo que se publicaba en la prensa más o menos fiable. No le sirvió de mucho.

—La investigación se encuentra en una fase muy inicial y la Policía aún no está preparada para dar información. En caso de que la investigación sacara a la luz algo que creyéramos que debe saber la dirección política del ministerio, yo te informaría de inmediato, como es obvio. Eso te lo puedo prometer.

No iba a conseguir sacarle nada más, el hombre era lo bastante mayor como para saberlo, así que ni siquiera lo intentó. Cuando se iba, la comisaria principal se dio cuenta de que los kilos que había cogido hacían que su trasero resultara bastante menos atractivo. Habría más oportunidades. Una cana cayó silenciosamente sobre el escritorio y ella se apresuró a recogerla. Después marcó el número de la secretaria.

—Pídeme hora con mi peluquero —le ordenó—. Tan pronto como sea posible, por favor.

Han van der Kerch estaba empezando a perder la noción del tiempo. Ciertamente apagaban la luz para informar a los detenidos de que era de noche, y además servían puntualmente la intragable comida empaquetada en plástico, lo que contribuía a descomponer la existencia en partes que luego formaban un día; pero al no tener ocasión de ver el sol ni la lluvia, el aire o el viento, y disponiendo de mucho tiempo que no podía usar más que para dormir, el joven holandés se había derrumbado, entrando en un estado de apatía y de no-existencia. Una noche, en la que cinco horas de sueño diurno tornaron insoportable la eternidad que pasó escuchando el doloroso llanto del chico de la celda contigua y los desgarradores chillidos de un marroquí con fuerte síndrome de abstinencia, que estaba alojado en una celda un poco más allá, sintió que estaba a punto de volverse loco. Rogó a un Dios en el que no había creído desde que iba a catequesis que volvieran a poner pronto la potente luz del techo. Resultó evidente que Dios se había olvidado de él, del mismo modo que Han van der Kerch se había olvidado de Dios, porque la mañana no llegaba nunca. Estaba tan desesperado que había arrojado contra la pared el reloj de pulsera que le habían devuelto al cabo de un par de días. El reloj se había machacado y ya no podía siquiera seguir el tiempo en su insoportable avance hacia un futuro en blanco, sin el menor contenido.

La desenvuelta mujer miope que traía el carrito con la comida de los presos le daba de vez en cuando un trozo de chocolate que él aceptaba en cada ocasión como un regalo de Nochebuena. Partía el chocolate en pedazos diminutos que después dejaba que se le derritieran uno a uno en la boca. El chocolate no había impedido que perdiera peso; en tres semanas de prisión preventiva, había perdido siete kilos. No le sentaba nada bien, pero tampoco tenía mayor importancia dada su situación, a veces en calzoncillos y a veces desnudo del todo.

Además tenía miedo. La angustia que se le había instalado en el estómago como un cactus creciente en el momento en que se inclinó sobre el cadáver desfigurado de Ludvig Sandersen había acabado extendiéndose a todos sus miembros, y provocaba un desagradable temblor en sus brazos que le hacía derramar todo lo que bebía. Al principio había conseguido abstraerse con los libros que le prestaban, pero a la larga fue perdiendo la capacidad de concentración. Las letras danzaban y se agolpaban sobre el papel. Le habían dado pastillas, esto es, se las habían dado a los guardias que a su vez se las daban a él, siguiendo las instrucciones del médico, una a una y acompañadas de agua tibia en un vaso de plástico. Por la noche le daban unas diminutas pastillas azules, que le ayudaban a montarse en el tren de los sueños, y, tres veces al día, pastillas blancas más grandes. Aquello le procuraba un respiro en el que, por un rato, el cactus retraía sus espinas. Pero la certeza de que no tardarían en retornar, recién afiladas y de mayor tamaño, era casi igual de terrible. Han van der Kerch estaba a punto de perder la noción de su propia existencia.

Creía que era de día. No podía saberlo a ciencia cierta, pero la luz estaba puesta y a su alrededor había muchos ruidos. Acababan de servir una comida, aunque no sabía si era el almuerzo o la merienda. ¿Tal vez fuera la cena? No, era demasiado pronto, había demasiado jaleo.

Al principio no entendió lo que era. Cuando el pequeño trozo de papel cayó a través de las rejas, tardó un buen rato en pensar en él. Siguió con los ojos la trayectoria del papelito, que era tan pequeño y ligero que tardó una eternidad en llegar al suelo. Se agitaba como una mariposa, oscilando de un lado a otro, mientras bajaba hacia el hormigón. El chico sonrió, el movimiento le resultaba gracioso y sentía que no le concernía.

Allí quedó tirado. Han van der Kerch lo dejó estar y alzó la mirada para fijarse de nuevo en las líneas rotas que le contaban lo que pasaba en el pasillo. Le acababan de dar una de las pastillas blancas y se sentía mejor que una hora antes. Al cabo de un rato intentó levantarse. Estaba mareado y llevaba tanto tiempo tumbado en la misma postura que los brazos y las piernas se le habían dormido. Sentía incómodos picores, pero con movimientos entumecidos recorrió los pocos pasos que le separaban de la puerta. Se agachó y cogió la nota sin mirarla. Le llevó varios minutos sentarse en la postura adecuada, sin que las diversas partes del cuerpo se quejaran demasiado.

La nota tenía el tamaño de una postal, plegada dos veces. La desdobló sobre un muslo.

Era obvio que el mensaje iba dirigido a él, sólo contenía unas pocas palabras escritas en mayúsculas con un rotulador grueso: «EL SILENCIO ES ORO, HABLAR ES LA MUERTE». Era bastante melodramático; se echó a reír. La risa fue estridente y tan alta que llegó a asustarse y se calló. Acto seguido el miedo lo dominó del todo. Si una nota era capaz de traspasar las rejas de su puerta, una bala también podría.

Empezó a reírse de nuevo, tan alto y tan estridentemente como hacía un instante. La risa retumbó en las paredes de ladrillo, rebotó de acá para allá y danzó alrededor del hombre que la producía antes de desaparecer entre las rejas y llevarse consigo el último resto de cordura que quedaba en su cabeza.

Viernes, 16 de octubre

—Dos muertos y dos personas en el hospital. Y todo lo que tenemos para seguir adelante son unas iniciales y unas sospechas vagas.

La hojarasca amarilla de los arces había sufrido su primera noche de helada y crepitaba como si caminaran entre billetes de banco nuevos. Por aquí y por allá había manchas de nieve reciente, las primeras que caían tan cerca del centro. Habían llegado hasta la parte alta de la loma de Saint Hans; la ciudad se extendía a sus espaldas con la palidez y el frío típico del otoño. Daba la impresión de que el frío repentino había pillado tan desprevenida a Oslo como a los automovilistas de la calle Geitemyr, que no conseguían manejar sus coches porque aún llevaban los neumáticos de verano. El cielo estaba bajo. Sólo las cúspides de las iglesias, la más alta en Uranienborg y las dos más bajas cercanas a Saint Hans, impedían que el cielo se desplomara.

Wilhelmsen había recibido el alta del hospital, pero apenas tenía fuerzas ni para dar un paseo por el bosque. Tampoco le convenía incordiar a su cerebro magullado, pero Håkon no pudo resistirse a la tentación cuando ella lo llamó para proponerle un paseo. Hanne estaba aún pálida y mostraba claros signos de la paliza. La mandíbula azulada se había puesto de un color verde claro y los enormes vendajes habían sido sustituidos por grandes tiritas. Tenía el pelo completamente irregular, cosa que sorprendió a Håkon, que había esperado que se lo cortara para armonizar el resto de la cabeza con la gran franja rapada en torno a una oreja. Cuando se encontraron, ella le explicó entre tímidas sonrisas que se negaba a renunciar al resto de la melena, por muy raro que quedara.

—En el hospital sólo queda uno, Håkon —lo corrigió—. Yo ya he salido.

—Sí, en ese sentido tienes más suerte que nuestro amigo el holandés. Al tipo se le ha ido la cabeza del todo. Psicosis retroactiva, dice el médico, sea lo que sea eso. Como una cabra, creo que significa. Ahora está en la planta de psiquiatría del hospital de Ullevål. No creo que podamos contar con que le dé por hablar después de esto. Por ahora está en cama y sólo balbucea. Le aterra todo y todo el mundo.

—Es raro, en realidad —dijo Hanne, que se sentó sobre un banco, luego dio unas palmaditas en el espacio junto a ella, y Håkon obedeció—. Es bastante curioso que se le fuera la cabeza después de más de tres semanas. Me refiero a que ya sabemos lo que pasa en el patio, no son precisamente unas vacaciones; pero hay mucha gente que se pasa allí más tiempo de la cuenta. ¿Has oído que alguien se haya vuelto loco por eso?

—No, pero supongo que el chico tiene mejores razones que la mayoría para tener miedo. Es extranjero, supongo que se siente solo y todo eso.

—Pero aun así…

Håkon había aprendido a escuchar cuando Wilhelmsen hablaba. Él no había reflexionado gran cosa sobre el estado mental de Han van der Kerch, se había limitado a registrarlo con desánimo: se cerraba otra puerta en una investigación que estaba casi atascada.

—¿Puede haberlo provocado algo? ¿Puede haberle pasado algo en la celda?

Håkon no respondió y Hanne tampoco dijo nada más. Håkon tenía la extraña sensación de bienestar que siempre sentía en presencia de Hanne. Aquello resultaba nuevo en comparación con otras mujeres a las que había conocido hasta entonces, era una forma de camaradería, de comunidad colegial, y tenía la profunda convicción de que se respetaban y se caían bien. Se pilló pensando que deberían hacerse amigos, pero descartó la idea. Comprendía por instinto que debía ser ella quien tomara la iniciativa para que pasaran de ser compañeros de trabajo a amigos. Allí sentado sobre la loma de Saint Hans, un grisáceo día de octubre, estaba más que satisfecho con la sensación de estar en el equipo de aquella mujer, tan cercana y tan lejana al mismo tiempo, tan competente y tan decisiva para el trabajo que él tenía que intentar llevar a cabo. Esperaba que no anduvieran mal de tiempo.

—¿Encontraron algo interesante en la celda?

—No que yo sepa, pero, de todos modos, ¿qué podría ser?

—Pero ¿buscaron algo?

Él no respondió. La echaba de menos en el trabajo y estaba empezando a entender por qué. A él le faltaba experiencia a la hora de dirigir una investigación: aunque formalmente fuera el responsable de todas las investigaciones a su nombre, rara vez los juristas participaban directamente en las pesquisas tal y como estaba haciendo él en este caso.

—Creo que ese punto se me ha pasado —admitió.

—No es demasiado tarde —lo consoló—. Todavía puedes investigar el asunto.

Él se dejó consolar y después, para enderezar su dudosa posición de jefe de la investigación, le contó a la subinspectora sus averiguaciones en torno a Jørgen Ulf Lavik.

Lavik había obtenido un éxito considerable en un plazo bastante corto. Después de trabajar dos años con Peter Strup, había empezado por su cuenta con otros dos abogados de su misma edad. Entre los tres cubrían la mayoría de los campos y la actividad de Lavik incluía un 50% de casos penales, mientras que la otra mitad se repartía entre casos de derecho mercantil en la franja media de la escala. Se había casado por segunda vez y había tenido tres hijos muy seguidos. La familia vivía en una chalet adosado en una zona medianamente buena de la ciudad. A primera vista, sus gastos no parecían sobrepasar lo que se podía permitir un hombre como Lavik: tenía dos coches, un Volvo de un año y un Toyota de siete para la mujer, y no poseía ni barco ni casa de campo. La mujer era ama de casa, cosa que quizá fuera necesaria, puesto que tenían tres niños de uno, dos y cinco años.

—Parece un abogado de Oslo cualquiera —dijo Hanne con resignación—. Tell me something I don't know.

Håkon pensó que parecía cansada, su blanco aliento estaba acelerado a pesar de que llevaban un rato sentados. Håkon se levantó, se cepilló el trasero para limpiarse una nieve imaginaria y tendió la mano a Hanne para ayudarla a levantarse. Aunque no le hacía falta, ella la cogió.

—Investiga más de cerca su parte mercantil —le ordenó Hanne a su superior—. Y haz una lista de todos sus casos penales en los últimos dos años. Te apuesto lo que quieras a que encontramos algo. Además —añadió—, ha llegado el momento de unir los casos. Son todos míos, yo tenía el caso más antiguo.

Daba la impresión de que aquello la hacía casi feliz.

Lunes, 19 de octubre

Habían pasado sólo ocho días desde el brutal encuentro de Wilhelmsen con su atacante. Debería haber estado de baja al menos una semana más y, cuando se fijaba, tenía que admitir que hubiera sido lo razonable. Todavía le dolía un poco la cabeza, sentía mareos y le entraban náuseas cuando hacía demasiados esfuerzos. Pero ante todos los demás, incluida Cecilie, afirmaba que se sentía en plena forma, que sólo estaba un poco fatigada. Aceptó una baja al 50% durante una semana.

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