no han quedado ni verdes ni maduros
allí mis miembros, mas aquí los traigo
con su sangre y sus articulaciones.
Subo para no estar ya nunca ciego;
una mujer me obtuvo la merced,
de venir con el cuerpo a vuestro mundo.
Mas vuestro anhelo mayor satisfecho
sea pronto, y así os albergue el cielo
que lleno está de amor y más se espacia,
decidme, a fin de que escribirlo pueda,
quiénes seáis, y quién es esa turba
que se marchó detrás a vuestra espalda.»
No de otro modo estúpido se turba
el montañés, y mira y enmudece,
cuando va a la ciudad , rudo y salvaje,
que en su apariencia todas esas sombras;
más ya de su estupor recuperadas,
que de las altas almas pronto sale,
«¡Dichoso tú que de nuestras regiones
—volvió a decir aquel que habló primero—,
para mejor morir sapiencia adquieres!
La gente que no viene con nosotros,
pecó de aquello por lo que en el triunfo
César oyó que "reina" lo llamaban:
por eso vanse gritando "Sodoma",
reprobándose a sí, como has oído,
con su vergüenza el fuego acrecentando.
Hermafrodita fue nuestro pecado;
y pues que no observamos ley humana,
siguiendo el apetito como bestias,
en nuestro oprobio, por nosotros se oye
cuando partimos el nombre de aquella
que en el leño bestial bestia se hizo.
Ya sabes nuestros actos, nuestras culpas:
y si de nombre quieres conocemos,
decirlo no sabría, pues no hay tiempo.
Apagaré de mí, al menos, tus ganas:
Soy Guido Guinizzelli, y aquí peno
por bien antes del fin arrepentirme.»
Igual que en la tristeza de Licurgo
hicieron los dos hijos a su madre,
así hice yo, pero sin tanto ímpetu,
cuando escuché nombrarse él mismo al padre
mío y de todos, el mejor que rimas
de amor usaron dulces y donosas;
y pensativo, sin oír ni hablar,
contemplándole anduve un largo rato,
mas, por el fuego, sin aproximarme.
Luego ya de mirarle satisfecho,
me ofrecí enteramente a su servicio
con juramentos que a otros aseguran.
y él me dijo: «Tú dejas tales huellas
en mí, por lo que escucho, y tan palpables,
que no puede borrarlas el Leteo.
Mas si en verdad juraron tus palabras,
dirne por qué razones me demuestras
al mira.rme y hablarme tanto aprecio.»
Y yo le dije: «Vuestros dulces versos,
que, mientras duren los modernos usos,
harán preciada aun su misma tinta.»
«Oh hermano —dijo—, ése que te indico
—y señaló un espíritu delante—
fue el mejor artesano de su lengua.
En los versos de amor o en narraciones
a todos superó; y deja a los tontos
que creen que el Lemosín le aventajaba.
A las voces se vuelven, no a lo cierto,
y su opinión conforman de este modo
antes de oír a la razón o al arte.
Así hicieron antaño con Guittone,
de voz en voz corriendo su alabanza,
hasta que la verdad se ha impuesto a todos.
Ahora si tienes tanto privilegio,
que lícito te sea ir hasta el claustro
del colegio del cual abad es Cristo,
de un padre nuestro dile aquella parte,
que nos es necesaria en este mundo,
donde poder pecar ya no es lo nuestro.»
Luego tal vez por dar cabida a otro
que cerca estaba, se perdió en el fuego,
como en el agua el pez que se va al fondo.
Yo me acerqué a quien antes me indicara,
y dije que a su nombre mi deseo
un sitio placentero disponía.
Y comenzó a decirrne cortésmente:
«Tan m'abelfis vostre cortes deman,
qu'ieu non me puesc ni voil a vos cobrire.
Ieu sui Arnaut, que plor e vau cantan;
consiros vei la passada folor,
a vei jausen lo joi que'esper, denan.
Ara voz prec, per aquella valor
que vos guida al som de l'escalina,
sovenha vos a temps de ma dolor.»
Luego se hundió en el fuego que le salva.
Igual que vibran los primeros rayos
donde esparció la sangre su Creador,
cayendo el Ebro bajo la alta Libra,
y a nona se caldea el agua al Ganges,
el sol estaba; y se marchaba el día,
cuando el ángel de Dios alegre vino.
Fuera del fuego sobre el borde estaba
y cantaba: «¡Beati mundi cordi!»
con voz mucho más viva que la nuestra.
Luego: «Más no se avanza, si no muerde
almas santas, el fuego: entrad en él
y escuchad bien el canto de ese lado.»
Nos dijo así cuanto estuvimos cerca;
por lo que yo me puse, al escucharle,
igual que aquel que meten en la fosa.
Por protegerme alcé las manos juntas
en vivo imaginando, al ver el fuego,
humanos cuerpos que quemar he visto.
Hacia mí se volvió mi buena escolta;
y Virgilio me dijo entonces: «Hijo,
puede aquí haber tormento, mas no muerte.
¡Acuérdate, acuérdate! Y si yo
sobre Gerión a salvo te conduje,
¿ahora qué haría ya de Dios más cerca?
Cree ciertamente que si en lo profundo
de esta llama aun mil años estuvieras,
no te podría ni quitar un pelo.
Y si tal vez creyeras que te engaño
vete hacia ella, vete a hacer la prueba,
con tus manos al borde del vestido.
Dejón, depón ahora cualquier miedo;
vuélvete y ven aquí. seguro entra.»
Y en contra yo de mi conciencia, inmóvil.
Al ver que estaba inmóvil y reacio,
dijo un poco turbado: «Mira, hijo:
entre Beatriz y tú se alza este muro.»
Corno al nombre de Tisbe abrió los ojos
Píramo, y antes de morir la vio,
cuando el moral se convirtió en bermejo;
así, mi obstinación más ablandada,
me volví al sabio guía oyendo el nombre
que en nú memoria siempre se renueva.
Y él movió la cabeza, y dijo: «¡Cómo!
¿quieres quedarte aquí?»; y me sonreía,
como a un niño a quien vence una manzana.
Luego delante de mí entró en el fuego,
pidiendo a Estacio que tras mi viniese,
que en el largo camino estuvo en medio.
En el vidrio fundido, al estar dentro,
me hubiera echado para refrescarme,
pues tanto era el ardor desmesurado.
Y por reconfortarme el dulce padre,
me hablaba de Beatriz mientras andaba:
«Ya me parece que sus ojos veo.»
Nos guiaba una voz que al otro lado
cantaba y, atendiendo sólo a ella,
llegamos fuera, adonde se subía.
'¡ Venite, benedictis patris mei!'
se escuchó dentro de una luz que había,
que me venció y que no pude mirarla.
«El sol se va —siguió— y la tarde viene;
no os detengáis, acelerad el paso,
mientras que el occidente no se adumbre.»
Iba recto el camino entre la roca
hacia donde los rayos yo cortaba
delante, pues el Sol ya estaba bajo.
Y poco trecho habíamos subido
cuando ponerse el sol, al extinguirse
mi sombra, por detrás los tres sentimos.
Y antes que en todas sus inmensas partes
tomara el horizonte un mismo aspecto,
y adquiriese la noche su dominio,
de un escalón cada uno hizo su lecho;
que la natura del monte impedía
el poder subir más y nuestro anhelo.
Como quedan rumiando mansamente
esas cabras, indómitas y hambrientas
antes de haber pastado, en sus picachos,
tácitas en la sombra, el sol hirviendo,
guardadas del pastor que en el cayado
se apoya y es de aquellas el vigía;
y como el rabadán se alberga al raso,
y pemocta junto al rebaño quieto,
guardando que las fieras no lo ataquen;
así los tres estábamos entonces,
yo como cabra y ellos cual pastores,
aquí y allí guardados de alta gruta.
Poco podía ver de lo de afuera;
mas, de lo poco, las estrellas vi
mayores y más claras que acostumbran.
De este modo rumiando y contemplándolas,
me tomó el sueño; el sueño que a menudo,
antes que el hecho, sabe su noticia.
A la hora, creo, que desde el oriente
irradiaba en el monte Citerea,
en el fuego de amor siempre encendida,
joven y hermosa aparecióme en sueños
una mujer que andaba por el campo
que recogía flores; y cantaba:
«Sepan los que preguntan por mi nombre
que soy Lía, y que voy moviendo en torno
las manos para hacerme una guirnalda.
Por gustarme al espejo me engalano;
Mas mi hermana Raquel nunca se aleja
del suyo, y todo el día está sentada.
Ella de ver sus bellos ojos goza
como yo de adornarme con las manos;
a ella el mirar, a mí el hacer complace.»
Y ya en el esplendor de la alborada,
que es tanto más preciado al peregrino,
cuando al regreso duerme menos lejos,
huían las tinieblas, y con ellas
mi sueño; por lo cual me levanté,
viendo ya a los maestros levantados.
«El dulce fruto que por tantas ramas
buscando va el afán de los mortales,
hoy logrará saciar toda tu hambre.»
Volviéndose hacia mí Virgilio, estas
palabras dijo; y nunca hubo regalo
que me diera un placer igual a éste.
Tantas ansias vinieron sobre el ansia
de estar arriba ya, que a cada paso
plumas para volar crecer sentía.
Cuando debajo toda la escalera
quedó, y llegarnos al peldaño sumo,
en mi clavó Virgilio su mirada,
«El fuego temporal, el fuego eterno
has visto hijo; y has llegado a un sitio
en que yo, por mí m. ismo, ya no entiendo.
Te he conducido con arte y destreza;
tu voluntad ahora es ya tu guía:
fuera estás de camino estrecho o pino.
Mira el sol que en tu frente resplandece;
las hierbas, los arbustos y las flores
que la tierra produce por sí sola.
Hasta que alegres lleguen esos ojos
que llorando me hicieron ir a ti,
puedes sentarte, o puedes ir tras ellas.
No esperes mis palabras, ni consejos
ya; libre, sano y recto es tu albedrío,
y fuera error no obrar lo que él te diga:
y por esto te mitro y te corono.»
Deseoso de ver por dentro y fuera
la divina floresta espesa y viva,
que a los ojos ternplaba el día nuevo,
sin esperar ya más, dejé su margen,
andando, por el campo a paso lento
por el suelo aromado en todas partes.
Un aura dulce que jamás mudanza
tenía en sí, me hería por la frente
con no más golpe que un suave viento;
con el cual tremolando los frondajes
todos se doblegaban hacia el lado
en que el monte la sombra proyectaba;
mas no de su estar firme tan lejanos,
que por sus copas unas avecillas
dejaran todas de ejercer su arte;
mas con toda alegría en la hora prima,
la esperaban cantando entre las hojas,
que bordón a sus rimas ofrecían,
como de rama en rama se acrecienta
en la pineda junto al mar de Classe,
cuando Eolo al Siroco desencierra.
Lentos pasos habíanme llevado
ya tan adentro de la antigua selva,
que no podía ver por dónde entrara;
y vi que un río el avanzar vedaba,
que hacia la izquierda con menudas ondas
doblegaba la hierba a sus orillas.
Toda el agua que fuera aquí más límpida,
arrastrar impurezas pareciera,
a ésta que nada oculta comparada,
por más que ésta discurra oscurecida
bajo perpetuas sombras, que no dejan
nunca paso a la luz del sol ni luna.
Me detuve y crucé con la mirada,
por ver al otro lado del arroyo
aquella variedad de frescos mayos;
y allí me apareció, como aparece
algo súbitamente que nos quita
cualquier otro pensar, maravillados,
una mujer que sola caminaba,
cantando y escogiendo entre las flores
de que pintado estaba su camino.
«Oh, hermosa dama, que amorosos rayos
te encienden, si creer debo al semblante
que dar suele del pecho testimonio,
tengas a bien adelantarte ahora
—díjele— lo bastante hacia la orilla,
para que pueda escuchar lo que cantas.
Tú me recuerdas dónde y cómo estaba
Proserpina, perdida por su madre,
cuando perdió la dulce primavera.»
Como se vuelve con las plantas firmes
en tierra y juntas, la mujer que baila,
y un pie pone delante de otro apenas,
volvió sobre las rojas y amarillas
florecillas a mí, no de otro modo
que una virgen su honesto rostro inclina;
y así mis ruegos fueron complacidos,
pues tanto se acercó, que el dulce canto
llegaba a mí, entendiendo sus palabras.
Cuando llegó donde la hierba estaba
bañada de las ondas del riachuelo,
de alzar sus ojos hízome regalo.
Tanta luz yo no creo que esplendiera
Venus bajo sus cejas, traspasada,
fuera de su costumbre, por su hijo.
Ella reía en pie en la orilla opuesta,
más color disponiendo con sus manos,
que esa elevada tierra sin semillas.
Me apartaban tres pasos del arroyo;
y el Helesponto que Jerjes cruzó
aún freno a toda la soberbia humana,
no soportó más odio de Leandro
cuando nadaba entre Sesto y Abido,
que aquel de mí, pues no me daba paso.
«Sois nuevos y tal vez porque sonrío
en el sitio elegido —dijo ella—
como nido de la natura humana,