A pesar de todo, el huerto daba sus frutos. Un atardecer de miércoles estaba recogiendo verduras, inclinada sobre las eras elevadas, cuando un automóvil con matrícula de Connecticut vaciló a la entrada del camino de acceso y giró hacia la casa.
R.J. dejó de recoger verduras y se quedó mirando al conductor, que había bajado del coche y se acercaba cojeando. Era un hombre de edad madura, delgado aunque ancho de cintura, con frente despejada, cabello gris acero y bigote erizado.
—¿Doctora Cole?
—Sí.
—Soy Joe Fallon.
Por unos instantes el nombre no le dijo nada, pero de pronto recordó que David le había hablado de un ataque con cohetes en el que había resultado herido. Había muerto un capellán cuyo nombre no recordaba, y el tercero que viajaba en el transporte de tropas también había sufrido heridas.
Dirigió la mirada hacia las piernas del recién llegado, involuntariamente.
Era un hombre perspicaz.
—Sí. -Alzó la rodilla derecha y golpeó con los nudillos la parte inferior de la pierna. Sonó un ruido seco-. Ese Joe Fallon -
añadió sonriente.
—¿Era usted el teniente o el mayor?
—El mayor. El teniente era Bernie Towers, descanse en paz.
Pero hace mucho que dejé de ser mayor. Hace mucho que dejé de ser sacerdote, para el caso.
Se disculpó por haberse presentado sin previo aviso.
—Voy de camino a un retiro en el monasterio trapense de Spencer.
Hasta mañana por la mañana no tengo que estar allí, y he visto en el mapa que podía hacerle una visita sin tener que dar mucha vuelta. Me gustaría hablar con usted de David.
—¿Cómo ha encontrado este sitio?
—Me paré en el cuartel de bomberos y pedí que me indicaran cómo llegar a su casa. -Tenía una sonrisa atractiva, una encantadora sonrisa irlandesa.
—Vamos adentro.
Joe Fallon se sentó en la cocina y miró cómo ella lavaba las verduras.
—¿Ha cenado ya?
—No. Si está usted libre, me gustaría invitarla a cenar a algún sitio.
—Hay muy pocos restaurantes en las colinas, y se tiene que conducir mucho rato. Iba a preparar una cena muy sencilla a base de huevos y ensalada. ¿Le apetece compartirla?
—Sería un placer.
R.J. desmenuzó unas hojas de lechuga y escarola, partió un tomate, revolvió unos huevos en la sartén, tostó rebanadas de pan congelado y sirvió la cena en la mesa de la cocina.
—¿Por qué dejó el sacerdocio?
—Quería casarme -respondió tan rápidamente que ella comprendió que ya había contestado muchas veces a la pregunta. Luego Fallon inclinó la cabeza y recitó-: Gracias, Señor, por los alimentos que vamos a tomar.
—Amén. -R.J., incómoda, reprimió el impulso de comer demasiado deprisa-. ¿A qué se dedica ahora?
—Soy profesor en la Universidad de Loyola, en Chicago.
—Lo ha visto, ¿verdad?
—Sí, lo he visto. -Fallon partió un trozo de tostada, lo echó en la ensalada y lo arrastró con el tenedor para rebañar el aliño.
—¿Hace poco?
—Muy poco.
—Se puso en contacto con usted, ¿no? ¿Le dijo dónde estaba?
—Sí.
R.J. parpadeó para contener las lágrimas de furia que le saltaban a sus ojos.
—No es sencillo. Soy su amigo, quizá su mejor amigo, pero para él sólo soy el bonachón de Joe.
Así que consintió que lo viera en... en un estado emocional frágil. Usted es sumamente importante para él, de un modo muy distinto, y no podía correr ese riesgo.
—¿No podía correr el riesgo de hacerme saber, durante todos esos meses, que aún vivía? Sé lo que representaba Sarah para él, lo que debió de significar su pérdida, pero yo también soy un ser humano, y no me mostró ninguna consideración, ningún afecto.
Fallon suspiró.
—Hay muchas cosas que no puede usted comprender.
—Inténtelo.
—Para nosotros, todo empezó en Vietnam. Éramos dos sacerdotes y un rabino, como el principio de un chiste antirreligioso: David, Bernie Towers y yo. Durante todo el día intentábamos ofrecer consuelo a los heridos y moribundos de los hospitales. Al anochecer escribíamos cartas a las familias de los difuntos, y luego nos íbamos a la ciudad, a los bares.
Bebíamos grandes cantidades de alcohol.
»Bernie bebía tanto como David y como yo, pero era un sacerdote especial, firme como una roca en lo tocante a su vocación. Yo ya tenía problemas para mantener los votos, y prefería buscar conversación y simpatía en el judío antes que en mi compañero de religión. David y yo llegamos a intimar mucho en Vietnam.
Meneó la cabeza.
—En realidad es extraño.
Siempre he pensado que el cohete hubiera debido matarme a mí en lugar de a ese maravilloso sacerdote que era Bernie, pero... -
Se encogió de hombros-. Los caminos del Señor son inescrutables.
»Cuando regresamos a Estados Unidos, yo sabía que debía abandonar el sacerdocio, pero era incapaz de enfrentarme al problema. Me convertí en un auténtico borracho.
David se pasó mucho tiempo a mi lado, me hizo acudir a Alcohólicos Anónimos, me ayudó a salir del pozo. Y cuando murió su esposa me tocó a mí el turno de ayudarle, y ahora me toca otra vez. David vale la pena, créame. Pero no es un hombre que carezca de problemas -añadió, y ella asintió con un gruñido.
Cuando R.J. empezó a retirar las cosas de la mesa, Fallon se levantó y la ayudó. Ella se puso a hacer el café y pasaron a la sala.
—¿De qué es profesor?
—Historia de la religión.
—Loyola. Una universidad católica -observó R.J.
—Bueno, sigo siendo católico.
Lo hice todo de acuerdo con el reglamento, como un viejo soldado: pedí permiso al Papa para renunciar a los votos sacerdotales, y mi solicitud fue atendida. Dorothy, que ahora es mi esposa, hizo lo mismo. Ella era monja.
—David y usted, ¿han seguido en contacto desde que salieron del Ejército?
—En estrecho contacto durante casi todo el tiempo. Sí, somos miembros de un movimiento pequeño, pero creciente. Parte de un grupo mayor de pacifistas teológicos.
Después de Vietnam, los dos sabíamos que no queríamos ver guerra nunca más. Frecuentamos cierta clase de seminarios y talleres, y pronto se hizo patente que éramos unos cuantos, clérigos y teólogos de todas las tendencias religiosas, que veíamos las cosas más o menos del mismo modo.
Se interrumpió mientras ella iba en busca del café. Cuando R.J.
le dio la taza, él tomó un sorbo, hizo un gesto afirmativo con la cabeza y prosiguió.
—Comprenda. En todo el mundo, desde que apareció la humanidad, la gente ha creído en la existencia de un poder superior y ha anhelado desesperadamente abrirse camino hacia la deidad. Se rezan novenas, se cantan broches, se encienden cirios, se hacen donaciones, se accionan molinos de oraciones.
Hombres devotos se yerguen, se arrodillan y se postran. Invocan a Alá, Buda, Siva, Jehová, Jesús y una amplia variedad de santos débiles y poderosos. Todos creemos que nuestro candidato es el auténtico y que todos los demás son falsos; y para demostrarlo nos hemos pasado siglos y siglos asesinando a los seguidores de las falsas religiones, convenciéndonos de que cumplíamos los designios sagrados del único dios verdadero.
Los católicos y los protestantes todavía se matan entre sí, los judíos y los musulmanes, los musulmanes y los hindúes, los sunitas y los chiítas...
»Bueno, a lo que íbamos. Después de Vietnam empezamos a reconocer almas hermanas, hombres y mujeres metidos en religión que creíamos en la posibilidad de buscar a Dios a nuestra manera sin blandir espadas ensangrentadas.
Nos fuimos juntando y hemos formado un grupo muy informal; nosotros lo llamamos la Divinidad Pacífica. Estamos moviéndonos para obtener fondos de órdenes religiosas y fundaciones. Sé de unas tierras en venta, en Colorado, con un edificio ya construido. Nos gustaría comprarlas y fundar un centro de estudios donde pueda reunirse gente de todas las religiones para hablar de la búsqueda de la verdadera salvación, la mejor religión, que es la paz permanente en el mundo.
—Y David es miembro de... la Divinidad Pacífica.
—Efectivamente.
—¡Pero si es agnóstico!
—Oh. Perdone la impertinencia, pero es evidente que en ciertos aspectos no lo conoce en absoluto. No se ofenda, por favor.
—Tiene usted razón, soy consciente de que no lo conozco -
admitió R.J. con expresión ceñuda.
—De palabra, es un gran agnóstico. Pero en lo profundo de su ser, y sé de lo que estoy hablando, cree que algo, un ser superior a él, dirige su existencia y la del mundo. Lo que sucede es que David no es capaz de identificar ese poder en términos lo bastante precisos para que le satisfagan, y por eso se vuelve loco. Quizá sea el hombre más religioso que he conocido. -Hizo una pausa-. Después de hablar con él, estoy seguro de que no tardará en venir a explicarle personalmente sus actos.
—Dígale que no se moleste.
Cada uno llevó su platillo y su taza al fregadero. Cuando él hizo ademán de lavar los platos, R.J.
se lo impidió.
—No se moleste usted tampoco con los platos. Ya los lavaré yo cuando se marche.
Fallon se mostró un tanto cohibido.
—Quería pedirle una cosa. Me paso todo el tiempo viajando, hablando a las órdenes religiosas de la Divinidad Pacífica, visitando fundaciones, intentando reunir dinero para fundar el centro. Los jesuitas contribuyen a pagarme los gastos de viaje, pero no son famosos por sus espléndidas dietas.
Tengo un saco de dormir, y... ¿me permitiría pasar la noche en el cobertizo?
Ella le dirigió una mirada cautelosa e inquisitiva que le hizo soltar la risa.
—Descanse tranquila; no represento ningún peligro. Mi esposa es la mujer más importante del mundo para mí. Y cuando se han quebrantado unos votos fundamentales, se vuelve uno muy cuidadoso con los demás votos que ha hecho en la vida.
R.J. lo llevó al cuarto de los huéspedes.
—En su casa hay piedras corazón por todas partes -observó-.
Bueno, Sarah era una excelente persona.
—Sí.
Ella lavó los platos y él los secó. R.J. le dio una toalla grande de baño y otra para las manos.
—Me daré una ducha rápida e iré a acostarme. Usted tómese el tiempo que quiera. El desayuno...
—Oh, me habré marchado mucho antes de que despierte.
—Ya veremos. Buenas noches, señor Fallon.
—Que descanse, doctora Cole.
Después de ducharse, se tendió en la cama a oscuras y pensó en muchas cosas. Desde el cuarto de los huéspedes le llegaba el zumbido suave, el rumor ascendente y descendente de las oraciones vespertinas de Fallon. R.J. no alcanzó a entender las palabras hasta el final, cuando la voz satisfecha de su invitado se elevó en tono de alivio: «En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, amén.« Justo antes de dormirse, R.J. recordó su comentario de que ya había quebrantado unos votos fundamentales, y por unos instantes tuvo la idea de preguntarse si Joe Fallon y su monja Dorothy habrían hecho el amor antes de recibir la dispensa papal.
Por la mañana la despertó el ruido del motor del coche que Fallon había alquilado. Aún estaba oscuro, y siguió durmiendo una hora más, hasta que sonó el despertador.
El cuarto de los huéspedes estaba como si nadie hubiera dormido en él, salvo que la ropa de la cama estaba más tensa de como ella solía dejarla, y con las esquinas dobladas al modo militar. R.J. la deshizo, dobló las mantas y echó las sábanas y fundas de almohada en el cesto de la ropa sucia.
Toby y ella habían adquirido la costumbre de reunirse los jueves por la mañana temprano, antes de que R.J. saliera hacia Springfield, para dedicar una hora al papeleo. Esa mañana Toby le presentó los documentos que requerían su firma, y al terminar le dirigió una sonrisa especial.
—R.J., creo que a lo mejor...
Creo que la laparoscopia ha dado resultado.
—¡Oh, Toby! ¿Estás segura?
—Bueno, espero que eso lo digas tú, pero creo que ya lo sé.
Quiero que te ocupes tú del parto cuando llegue el momento.
—No. Gwen estará aquí mucho antes, y no hay mejor tocoginecóloga que ella. Tienes mucha suerte.
—Estoy muy agradecida. -Toby se echó a llorar.
—Venga ya, no seas tonta -le dijo R.J., y se abrazaron intensamente.
La camioneta roja
En la tarde del segundo jueves de julio, mientras volvía de la clínica de Planificación Familiar, R.J. vio en el retrovisor del Explorer una vieja camioneta roja que también se apartaba del bordillo. Siguió viéndola entre el tráfico mientras cruzaba la ciudad de Springfield rumbo a la carretera 91.
Estacionó sobre la hierba en la cuneta de la carretera y paró el motor. Cuando vio pasar de largo la camioneta roja, respiró hondo y permaneció sentada en el coche un par de minutos hasta que se le regularizó el pulso, y a continuación metió el Explorer de nuevo en la carretera.
No había recorrido un kilómetro cuando vio la camioneta roja parada en el arcén. Cuando la hubo dejado atrás, la camioneta salió a la carretera 91 y siguió tras ella.
R.J. empezó a temblar. Cuando llegó al desvío de la 292 que la conduciría a la sinuosa carretera secundaria que ascendía hacia la montaña de Woodfield, en lugar de tomarlo siguió adelante por la interestatal 91.
Ya sabían dónde vivía, pero no quería conducirlos a carreteras solitarias y sin tráfico, de manera que se mantuvo en la 91
hasta llegar a Greenfield, y una vez allí tomó la 2 en dirección oeste, siguiendo el camino Mohawk hacia las montañas.
Conducía despacio, observando la camioneta, intentando memorizar detalles.
Detuvo el Explorer delante del cuartel de la policía estatal de Massachusetts, en Shelburne Falls, y la camioneta roja paró en la acera de enfrente. Los tres hombres que iban dentro permanecieron sentados, mirándola. Le entraron ganas de decirles que se fueran a la mierda, pero había gente que disparaba contra los médicos, así que salió del Explorer y corrió hacia el edificio. El interior estaba fresco y penumbroso, en marcado contraste con el brillante sol de principios de verano.
El hombre sentado tras la mesa era joven y moreno, de cabello negro y corto. Llevaba el uniforme almidonado y la camisa planchada con tres pliegues verticales, más pulcro que un marine.
—Dígame, señora. Soy el agente Buckman.
—Tres hombres me han venido siguiendo desde Springfield en una camioneta. Han aparcado delante.