La doctora Cole (35 page)

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Authors: Noah Gordon

Tags: #Novela

BOOK: La doctora Cole
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El policía se puso en pie y se acercó a la puerta, seguido por R.J. El lugar que había ocupado la camioneta estaba vacío. Por la carretera se acercó otra camioneta a buena velocidad y redujo al ver el policía. Era amarilla. Una Ford.

R.J. negó con la cabeza.

—No, era una Chevy roja. Se ha ido.

El policía asintió.

—Vamos adentro.

Volvió a sentarse tras la mesa y rellenó un impreso, nombre y dirección de la denunciante, motivo de la denuncia.

—¿Está segura de que la seguían? Ya sabe que a veces un vehículo sigue el mismo camino que nosotros y creemos que nos están siguiendo. A mí me ha pasado.

—No. Eran tres hombres, y me seguían.

—En tal caso, lo más probable es que llevaran una o dos copas de más, ¿comprende, doctora? Ven una mujer guapa, la siguen un ratito.

No está bien, pero tampoco cometen ningún delito.

—No se trata de eso.

Le habló de su trabajo en la clínica, de las amenazas. Al terminar, vio que el agente la contemplaba con una gran frialdad.

—Sí, supongo que hay gente que no le tiene a usted mucho aprecio.

¿Y qué quiere que haga?

—¿No puede avisar a los coches patrulla para que busquen esa camioneta?

—Tenemos un número limitado de coches y están en las carreteras principales. Hay carreteras rurales en todas direcciones, hacia Vermont, hacia Greenfield, por el sur hasta Connecticut y por el oeste hasta el estado de Nueva York.

Muchísima gente de la región conduce camionetas, y la mayoría son Ford o Chevrolet rojas.

—Era una Chevrolet roja con la plataforma de carga descubierta.

No era nueva. En la cabina había tres hombres. El conductor llevaba gafas sin montura. Tanto él como el más próximo a la puerta contraria eran algo delgados. En cambio el del centro parecía gordo y tenía una barba abundante.

—¿Edad? ¿Color del cabello, color de los ojos?

—No sabría decir. -Buscó en el bolsillo y sacó el bloc de recetas donde había garabateado unos apuntes-. La camioneta tenía matrícula de Vermont, número TZK4922.

—Ah. -El policía anotó el número-. Muy bien, lo comprobaremos y ya le diremos algo.

—¿No puede hacerlo ahora, antes de que me vaya?

—Puede llevar algún tiempo.

Esta vez fue R.J. la que se mostró antipática.

—Esperaré.

—Usted misma.

Se sentó en un banco al lado de la mesa. El policía se cuidó muy bien de no hacer nada por ella durante más de cinco minutos, pero finalmente descolgó el teléfono y marcó un número. R.J. le oyó dictar el número de matrícula de Vermont y darle las gracias a alguien antes de colgar.

—¿Qué han dicho?

—Hay que esperar. Ya llamarán.

Se enfrascó en sus papeles sin prestarle ninguna atención. Dos veces sonó el teléfono y el agente de guardia sostuvo breves conversaciones que no tenían nada que ver con ella. Dos veces se levantó inquieta y salió a mirar la carretera, cada vez con un tráfico más intenso pues la gente se trasladaba del trabajo a casa.

La segunda vez, cuando volvió a entrar, el policía estaba hablando por teléfono de la matrícula de la camioneta.

—Placas robadas -le anunció-.

Se las quitaron a un Honda esta mañana en el centro comercial de Hadley.

—¿Y... eso es todo?

—Eso es todo. Emitiremos un aviso, pero a estas alturas ya llevan otra matrícula en la camioneta, de eso puede estar segura.

R.J. asintió.

—Gracias. -Ya había empezado a retirarse cuando se le ocurrió una cosa-. Saben dónde vivo.

¿Querría hacerme el favor de llamar al departamento de policía de Woodfield y pedirle al jefe McCourtney que me espere en casa?

El hombre suspiró.

—Sí, señora.

Mack McCourtney registró la casa con ella, habitación por habitación. Sótano y desván. Acto seguido recorrieron juntos la senda del bosque.

R.J. le habló de las llamadas amenazadoras.

—¿Verdad que la compañía telefónica ofrece un aparato que da el número del que procede cada llamada?

—Sí, identificación de llamadas. El servicio cuesta unos dólares a l m e s , y h a y q u e c o m p r a r u n a p a r a t o q u e v a l e aproximadamente lo mismo que un contestador automático.

Pero lo único que va a conseguir es una lista de números de teléfono, y New England Telephone no le dirá a quiénes corresponden.

»Si les digo que es un asunto de la policía, montarán un dispositivo contra llamadas molestas. Este servicio es gratuito, pero le cobrarán tres dólares y veinticinco centavos por cada número que rastreen e identifiquen. -Mack suspiró-. El problema es, R.J., que esos indeseables que la llaman están organizados. Saben que existen esos aparatos, o sea que lo único que va a obtener es un montón de números que corresponden a teléfonos públicos, un teléfono distinto para cada llamada.

—Entonces, ¿usted no cree que valga la pena rastrearlas?

Mack meneó la cabeza.

En el sendero del bosque no vieron nada.

—Me jugaría la paga de un año a que hace mucho que se han marchado -comentó-. Pero el caso es que este bosque es muy espeso; hay montones de sitios donde esconder una camioneta fuera de la pista. Así que preferiría que esta noche cerrara bien puertas y ventanas. Yo termino a las nueve, y Bill Peters hace el turno de noche. Vendremos a patrullar por aquí y tendremos los ojos muy abiertos. ¿De acuerdo?

—De acuerdo.

La noche fue larga y calurosa, y transcurrió muy lentamente.

En varias ocasiones los faros de un automóvil hicieron danzar luces y sombras en su dormitorio. El coche siempre reducía la velocidad al pasar ante la casa; R.J. supuso que debía de ser Bill Peters en el coche patrulla.

Hacia el amanecer, el calor era sofocante. Decidió que era absurdo tener cerradas las ventanas del piso alto, porque si alguien apoyaba una escalera contra la casa lo oiría sin duda.

Permaneció tendida en la cama, disfrutando de la brisa fresca que entraba por la ventana, y poco después de las cinco los coyotes empezaron a aullar detrás de la casa. Era una buena señal, pensó; si hubiera alguien en el bosque, probablemente los coyotes no aullarían.

Había leído en alguna parte que por lo general los aullidos eran una invitación sexual, una llamada al apareamiento, y sonrió mientras los escuchaba: «Aquí estoy, estoy a punto. Ven a tomarme.»

R.J. llevaba mucho tiempo de abstinencia. Los humanos, después de todo, también eran animales, tan a punto para el sexo como los coyotes, y R.J. se estiró en la cama, abrió la boca y dejó brotar el sonido.

—¡Aauuu-uuu-uuu-uuu!

La manada y ella intercambiaron aullidos mientras la noche se volvía gris perla, y R.J. sonrió al darse cuenta de que podía estar muy asustada y muy cachonda al mismo tiempo.

44

Un concierto temprano

Para R.J. fue un verano lleno de alegrías y tristezas. Llevó a cabo su trabajo entre una gente a la que había llegado a admirar por sus muchas cualidades y por la humanidad de sus flaquezas. Elena Allen, la madre de Janet Cantwell, padecía diabetes mellitus desde hacía dieciocho años, y finalmente los trastornos circulatorios se manifestaron en una gangrena que obligó a amputarle la pierna derecha. Con gran inquietud, R.J.

le trataba también lesiones ateroscleróticas en la pierna izquierda. Elena tenía ochenta años, y la mente vivaracha como un gorrión. Con ayuda de muletas para desplazarse, le enseñó a R.J. sus lirios premiados y sus enormes tomates, que ya empezaban a madurar.

Elena intentó endosarle a la doctora algunos calabacines sobrantes.

—Yo también tengo -protestó R.J., risueña-. ¿Quiere que le traiga unos cuantos?

—¡No, por el amor de Dios!

Todos los hortelanos de Woodfield cultivaban calabacines.

Gregory Hinton decía que si no aparcaba el coche en la calle Mayor debía cerrarlo con llave para no encontrar el asiento de atrás lleno de calabacines al volver.

Greg Hinton, al principio crítico con ella, se había convertido en leal defensor y amigo de R.J., y para ella fue un duro golpe que le diagnosticaran un cáncer de pulmón. Cuando Greg acudió a la doctora, tosiendo y resollando, la enfermedad estaba ya muy avanzada.

Tenía setenta años, y desde los quince se fumaba dos paquetes de cigarrillos al día. Además, él creía que la enfermedad tenía también otras causas.

—Todo el mundo habla de lo sana que es la vida del agricultor, siempre trabajando al aire libre y todo eso. Pero no piensan que el pobre hombre inhala polvo de paja en cobertizos cerrados y respira constantemente abonos químicos y herbicidas. En muchos aspectos, es un trabajo muy poco sano.

R.J. lo remitió a un oncólogo de Greenfield, donde una resonancia magnética reveló que tenía una pequeña sombra anular en el cerebro. R.J. lo consolaba tras los tratamientos de radiación, le administraba quimioterapia y sufría con él.

Pero también había momentos, y hasta semanas, positivos. No se produjo ninguna defunción durante todo el verano, y el entorno que rodeaba a R.J. era fecundo. A Toby empezaba a hinchársele la barriga como una bolsa de palomitas en un microondas. Padecía unos intensos mareos matutinos que se prolongaban hasta la tarde y el anochecer. Había descubierto que el agua mineral muy fría con rodajas de limón le aliviaba las náuseas, de manera que entre vómito y vómito permanecía tras su mesa en el consultorio de R.J. con un vaso alto cuyos cubitos tintineaban suavemente cada vez que ella bebía a pequeños y elegantes sorbos.

R.J. le había programado una amniocentesis para la decimoséptima semana de gestación.

Otros nacimientos ya habían agitado la plácida superficie del pueblo. Un caluroso día de tremenda humedad, R.J. ayudó a Jessica Garland a dar a luz trillizos, dos niñas y un niño. Ya se sabía desde hacía tiempo que iban a ser tres bebés, pero cuando nacieron sin complicaciones todo el pueblo lo celebró.

Fue el primer parto de trillizos que veía R.J., y seguramente el último, porque había tomado la decisión de enviar todos los casos de maternidad a Gwen cuando los Gabler se instalaran en la región. Los recién nacidos recibieron los nombres de Clara, Julia y John. R.J. supuso que ya no era costumbre imponer a los niños el nombre del médico, como se había hecho en otro tiempo.

Una mañana Gregory Hinton llegó al consultorio para su tratamiento de quimioterapia y la miró de un modo extraño.

—¿Es verdad que practica usted abortos en Springfield, doctora Cole?

El tratamiento formal la puso en guardia; hacía ya tiempo que la llamaba R.J. Pero la pregunta no la cogió por sorpresa; había procurado no ocultar lo que estaba haciendo.

—Sí, es verdad, Greg. Voy a la clínica todos los jueves.

Él hizo un gesto afirmativo.

—Somos católicos, ¿lo sabía?

—No, no lo sabía.

—Ah, pues sí. Yo nací aquí en una familia congregacionalista.

Stacia se crió en una familia católica. De soltera se llamaba Stacia Kwiatkowski, y su padre tenía una granja avícola en Sunderland. Un sábado por la noche vino con un par de amigas a un baile en el ayuntamiento de Woodfield, y allí nos conocimos. Después de casarnos, nos pareció más sencillo asistir a una sola iglesia, y yo empecé a ir a la suya.

No hay ninguna iglesia católica en el pueblo por supuesto, pero vamos al Sagrado Corazón de Jesús en South, Deerfield. Con el tiempo, me convertí.

»Tenemos una sobrina, Rita Hinton, la hija de mi hermano Arthur, que vive en Colrain.

Ellos son congregacionalistas.

Rita iba a la Universidad de Syracuse. Se quedó embarazada y el chico la plantó. Kita dejó los estudios y tuvo la criatura, una niña. Mi cuñada Helen cuida a la pequeña, y Rita trabaja en la limpieza para mantenerla. Estamos muy orgullosos de nuestra sobrina.

—Pueden estarlo, desde luego.

Si es lo que ella ha elegido, deben apoyarla y alegrarse por ella.

—La cosa es -dijo con voz contenida- que no aceptamos el aborto.

—A mí tampoco me gusta mucho, Greg.

—Entonces, ¿por qué lo hace?

—Porque las mujeres que van a esa clínica necesitan desesperadamente ayuda. Si no pudieran optar por un aborto limpio y seguro, muchas morirían. A ninguna de esas mujeres le importa en absoluto lo que otra embarazada hizo o dejó de hacer, ni lo que usted piense, ni lo que piense yo, ni lo que piense este grupo o el otro. Lo único que le importa es lo que está ocurriendo en el interior de su cuerpo y de su alma, y es ella quien debe decidir personalmente lo que ha de hacer para sobrevivir. -Lo miró fijamente a los ojos-. ¿Puede comprenderlo?

Tras unos instantes, él asintió.

—Creo que sí -concedió a regañadientes.

—Me alegro -dijo ella.

Aun así, no quería seguir temiendo la llegada de los jueves.

Cuando aceptó ayudar en la clínica, le dijo a Barbara Eustis que su colaboración era provisional, y que sólo duraría hasta que Eustis pudiera contratar a otros médicos.

El último jueves de agosto, R.J.

fue a Springfield con la intención de notificarle a Eustis que había terminado.

Al pasar con el coche ante la clínica vio que había una manifestación en marcha. Como de costumbre, aparcó a varias manzanas de distancia y volvió atrás a pie. Un efecto de la política de Clinton era que ahora los agentes de policía debían mantener a los manifestantes al otro lado de la calle, donde no pudieran impedir físicamente el paso a quienes quisieran entrar en la clínica. De todos modos, cuando un coche cruzó la cancela de la clínica, las pancartas se agitaron en el aire y empezaron los gritos.

Por un altavoz:

—”¡No me mates, mamá! ¡No me mates, mamá!”

—¡Madre, no mates a tu hijo!

—Dé marcha atrás. Salve una vida.

Alguien debió de identificar a R.J. cuando se hallaba a media docena de pasos de la puerta.

—”Asesina...” “Asesina...” “Asesina...” “Asesina...”

Justo antes de entrar, vio que la ventana del despacho de administración estaba rota. La puerta interior del despacho se hallaba abierta, y Barbara Eustis, arrodillada en el suelo, recogía pedazos de vidrio.

—Hola -la saludó con serenidad.

—Buenos días. Quería hablar contigo un momento, pero evidentemente...

—No, pasa, pasa, R.J. Para ti siempre tengo tiempo.

—Llego un poco temprano. Deja que te ayude a recoger los vidrios.

¿Qué ha pasado?

—Di mejor quién, no qué. Un chico de unos trece años venía por la acera con una bolsa de papel.

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