La doctora Cole (39 page)

Read La doctora Cole Online

Authors: Noah Gordon

Tags: #Novela

BOOK: La doctora Cole
10.75Mb size Format: txt, pdf, ePub

»Un día fui a la granja de Simon Yoder para hablar con él. Yoder era el granjero que arrendaba y cultivaba las tierras de la

“yeshiva”; justamente fue su yegua fugitiva la que yo de tuve el día que llegué a Kidron.

»—Me gustaría trabajar para usted -le anuncié.

»—¿Haciendo qué?

»—Lo que usted necesite.

»—¿Sabe conducir?

»—¿Animales de tiro? No.

»Yoder me dirigió una mirada dubitativa, como estudiando al extraño inglés.

»—Aquí no pagamos el salario mínimo, ¿sabe? Pagamos mucho menos.

»Me encogí de hombros.

»De modo que Yoder me puso a prueba, me hizo trabajar en el montón de estiércol, y pasé todo el día paleando mierda de caballo.

Estaba en la gloria. Al anochecer, cuando regresé al apartamento de los Moscowitz, los músculos protestaban y la ropa hedía. Dvora y el rabino seguramente pensaron que había vuelto a beber o que había perdido el juicio.

»Fue una primavera más cálida de lo habitual, ligeramente seca aunque con suficiente humedad para obtener unas cosechas aceptables.

Después de esparcir el estiércol, Simon aró y roturó la tierra con cinco caballos, y su hermano Hans la aró tras una hilera de ocho grandes bestias.

»—Un caballo produce abono y más caballos -me dijo Simon-.

Un tractor sólo produce facturas.

»Me enseñó a conducir los animales.

»—Ya se maneja usted bien con un solo caballo, y en realidad ésa es la parte más importante. Hágalos retroceder uno a uno hacia los arreos, y quíteles el arnés uno a uno. Están acostumbrados a trabajar en equipo.

»Pronto me vi trabajando tras dos caballos, arando los rincones de todos los campos. Yo solo sembré el maizal que rodeaba la

“yeshiva”. Mientras andaba detrás de los caballos, sujetando las riendas, era consciente de que todas las ventanas estaban llenas de eruditos barbudos que observaban cada uno de mis gestos como si yo fuera un marciano.

»Poco después de la siembra llegó el momento de segar el primer heno. Cada día trabajaba en los campos, respirando un aroma especial, una mezcla de sudor de caballo, mi propio sudor y una embriagadora bofetada olfativa, el olor de grandes extensiones de hierba cortada. El sol me bronceó la piel, y poco a poco se me endureció y fortaleció el cuerpo. Me dejé crecer el pelo y la barba. Empezaba a sentirme como Sansón.

»—Rabino -le pregunté una noche durante la cena, ¿cree usted que Dios es realmente todopoderoso?

»Los largos y blancos dedos rascaron la larga y blanca barba.

»—En todas las cosas excepto en una -respondió el rabino por fin-. Dios está en cada uno de nosotros. Pero debemos darle permiso para que salga.

»Durante todo el verano hallé un auténtico placer en el trabajo.

Mientras trabajaba pensaba en ti, y me permitía eso porque creía estar convirtiéndome en mi propio dueño. Empezaba a atreverme a concebir esperanzas, pero era realista y sabía que me emborrachaba porque carecía de cierta clase de valor.

Me había pasado la vida huyendo.

Había huido de los horrores que vi en Vietnam para refugiarme en el alcohol. Había huido del rabinismo para refugiarme en la venta de fincas. Había huido de la pérdida personal para caer en la degradación. No me hacía muchas ilusiones sobre mí mismo.

»Dentro de mí notaba una presión cada vez mayor. Yo trataba de desviarla, a veces casi frenéticamente, pero a medida que iba avanzando el estío me di cuenta de que no podía negarla. El día más caluroso de agosto ayudé a Simon Yoder a almacenar en el cobertizo los últimos restos de la segunda siega de heno y, al terminar, fui a Akron en mi automóvil.

»La tienda estaba justo donde la recordaba. Compré un litro de whisky Seagram's Seven Crown.

En una pastelería “kosher” encontré “kichlach”, y compré media docena de botes de arenque en vinagre en el mercado judío. Uno de los botes debía de tener la tapa floja, porque al poco rato se me llenó el coche con el penetrante olor del pescado.

»Fui a una joyería e hice otra compra, una perla en una delicada cadena de oro. Aquella noche le di el colgante a Dvora Moscowitz, junto con un cheque por el alquiler. Ella me besó en las mejillas.

»A la mañana siguiente, después del servicio, ofrecí la comida y el whisky para el “minyan”. Les estreché la mano a todos. El rabino me acompañó hasta el coche y me dio una bolsa que Dvora me había preparado: bocadillos de atún y cuadrados de

“streusel”. Yo esperaba algo más portentoso del rabino Moscowitz, y el anciano no me decepcionó.

»—Que el Señor te bendiga y te sostenga. Que haga resplandecer su semblante sobre ti y te dé la paz.

»Le di las gracias y puse el motor en marcha.

»—”Shalom”, rabino.

»Era consciente de que, por una vez, me iba de un sitio de la manera correcta. Esta vez fui yo quien le dijo al coche adónde tenía que ir, y vine directamente a Massachusetts.»

Cuando al fin dio por concluido su relato, R.J. lo miró largamente.

—Entonces, ¿puedo quedarme?

-preguntó David.

—Creo que sí, al menos por un tiempo.

—¨Por un tiempo?

—En estos momentos no estoy segura de ti. Pero quédate unos días. Si al final decidimos no vivir juntos, por lo menos...

—Por lo menos podremos terminar de un modo decente, llegar a una conclusión.

—Algo por el estilo.

—Yo no necesito pensarlo. Pero tómate el tiempo que necesites, R.J. Espero que...

Ella tocó el suave rostro, conocido pero extraño.

—Yo también lo espero. Te necesito, David. O a alguien como tú

-añadió, para su propio asombro.

47

La conciliación

Esa tarde, cuando R.J. llegó del trabajo, la recibió el apetitoso aroma de una pierna de cordero al horno. Pensó que no hacía falta anunciar que David había regresado; si había ido al almacén a comprar el cordero, a esas horas la gente del pueblo ya sabría que estaba allí. David había preparado una cena deliciosa: zanahorias y patatas nuevas doradas en la espesa salsa de la carne, mazorcas de maíz y tarta de arándanos.

Después de cenar, R.J. lo dejó lavando los platos y subió al dormitorio en busca de la caja que guardaba en el último cajón de la cómoda.

Cuando se la mostró, él se enjugó las manos jabonosas y la llevó a la mesa de la cocina. R.J. advirtió que le daba miedo abrir la caja, pero finalmente levantó la tapa y sacó el voluminoso manuscrito.

—Está todo ahí -le dijo ella.

Él se sentó y sostuvo el fajo de papeles entre las manos, examinándolo. Lo hojeó, lo sopesó.

—Es muy buena, David.

—¿La has leído?

—Sí. ¿Cómo pudiste abandonarla de esa manera? -La pregunta era tan absurda que no pudo por menos de echarse a reír, y David puso las cosas en su sitio.

—También te abandoné a ti, ¿no?

La gente del pueblo reaccionó de distintas maneras a la noticia de que David Markus había vuelto y estaba viviendo con ella.

Peggy le dijo a R.J. en el consultorio que se alegraba por ella.

Toby hizo algún comentario cortés, pero fue incapaz de ocultar su aprensión. Se había criado con un padre que bebía en exceso, y R.J. sabía que su amiga temía el futuro que podía esperarle a quien amara a un adicto al alcohol.

Toby se apresuró a cambiar de tema.

—Cada día estamos llegando a un punto de saturación en la sala de espera, y tú ya nunca puedes irte a casa a una hora razonable.

—¿Cuántos pacientes tenemos, Toby?

—Mil cuatrocientos cuarenta y dos.

—Supongo que será mejor no aceptar ningún paciente nuevo a partir de los mil quinientos.

Toby asintió.

—Mil quinientos es exactamente el número que había calculado.

El problema es, R.J., que algunos días llegan varios pacientes nuevos. ¿De veras serás capaz de decirles que se vayan sin tratamiento cuando lleguemos a los mil quinientos?

R.J. suspiró. Las dos conocían la respuesta.

—En general, ¿de dónde proceden los nuevos pacientes? -

preguntó.

Se inclinaron sobre la pantalla del ordenador y estudiaron un mapa del condado. Les resultó fácil ver que estaban llegando pacientes de los límites exteriores de su territorio, principalmente de los pueblos situados al oeste de Woodfield, donde la gente tenía que realizar un viaje muy largo para ver a un médico en Greenfield o Pittsfield.

—Necesitamos un médico justo aquí -dictaminó Toby, y apoyó el dedo en el mapa sobre el pueblo de Bridgeton-. Tendría muchos pacientes, y te facilitaría considerablemente las cosas no tener que ir tan lejos a hacer visitas a domicilio -añadió con una sonrisa fugaz.

R.J. asintió.

Esa misma noche llamó a Gwen, que estaba enfrascada en la tarea de mudarse de casa desde casi el otro extremo del continente, y hablaron detenidamente sobre las necesidades de asistencia médica de la población local. Durante los dos días siguientes, R.J. escribió a los directores médicos de varios hospitales que contaban con buenos programas de residencia, especificando las necesidades y posibilidades de los pueblos de las colinas.

David fue a Greenfield y volvió con un ordenador, una impresora y una mesa de trabajo plegable, que instaló en el cuarto de los huéspedes. Empezó a escribir de nuevo e hizo una difícil llamada a su editorial, temiendo que Elaine Cataldo, su editora, ya no estuviera en la empresa o hubiera perdido todo interés por su novela. Pero Elaine se puso al teléfono y habló con él, con mucha cautela al principio. Le expresó francamente las reservas que sentía respecto a su formalidad, pero después de hablar un buen rato quedó conmovida.

Elaine lo alentó a terminar la novela y le dijo que elaboraría un nuevo programa de publicación.

A los doce días del regreso de David sonó un arañazo en la puerta. Cuando la abrió, entró “Agunah”. La gata empezó a dar vueltas en torno a sus piernas, frotándose con su peludo cuerpo y reclamándolo con su olor. Cuando David la cogió en brazos,

“Agunah” le lamió la cara.

David la estuvo acariciando un buen rato. Cuando por fin la depositó en el suelo, la gata recorrió todas las habitaciones y por fin se enroscó sobre la alfombra delante de la chimenea y se quedó dormida.

Esta vez no se escapó.

De pronto, R.J. se encontró compartiendo la vivienda. Por sugerencia de David, él se ocupaba de comprar y preparar la comida, de mantener la provisión de leña, de hacer las tareas domésticas y de pagar la factura de la luz.

Todas las necesidades de R.J. estaban cubiertas, y cuando terminaba de trabajar ya no regresaba a una casa vacía. Era un arreglo perfecto.

48

El fósil

Gwen y su familia llegaron el sábado siguiente al Día del Trabajo, cansados e irritables después de tres días en el coche.

La casa que Phil y ella habían comprado en Charlemont, con vistas al río Deerfield, estaba limpia y a punto, pero el camión de mudanzas que transportaba todos sus muebles se había averiado en Illinois y tardaría otros dos días en llegar.

R.J. insistió en alojarlos en su cuarto de huéspedes por un par de noches, y fue a una tienda de la carretera 2 para alquilar dos camas plegables para los niños, Annie, de ocho años, y Julian, de seis, al que llamaban Julie.

David procuró por todos los medios que las comidas fueran un placer, y trabó muy buena relación con Phil, con quien compartía la afición por los deportes de equipo en todas las estaciones. Annie y Julie eran agradables y cariñosos, pero eran niños, llenos de ruidosa energía, y hacían que la casa pareciese más pequeña de lo que era.

La primera mañana en casa de R.J., los niños se enzarzaron en una estrepitosa pelea, y Julie acabó llorando porque su hermana decía que tenía un nombre de niña.

Phil y David se los llevaron al río a pescar, y dejaron solas a las dos mujeres por primera vez.

—Annie tiene razón, ¿sabes?

-comentó R.J.-. Tiene nombre de niña.

—¡Oye! -replicó Gwen bruscamente-. Siempre lo hemos llamado así.

—¿Y qué? Se puede cambiar.

Llamadlo Julian. Es un bonito nombre, y le hará sentirse como un adulto.

R.J. estaba segura de que Gwen iba a decirle que se ocupara de sus asuntos, pero unos instantes después, su amiga le sonrió.

—Eres la R.J. de siempre: sigues teniendo respuesta para todo.

A propósito, me gusta David.

¿Qué va a ocurrir entre los dos?

R.J. meneó la cabeza.

—Ahí no tengo ninguna respuesta, Gwen.

David se ponía a escribir cada mañana temprano, antes de que ella saliera hacia el trabajo, y a veces incluso antes de que se levantara de la cama. Le explicó que sus recuerdos de los

“amish” le permitían dar más fuerza a las descripciones de las personas que habían vivido en las colinas de Massachusetts cien años atrás, sus veladas a la luz de candiles y sus días llenos de trabajo.

Escribir le producía una tensión que sólo podía descargar mediante la actividad física. Cada día, a la caída de la tarde, trabajaba en los alrededores de la casa recogiendo fruta en el pequeño huerto, cosechando las hortalizas tardías y arrancando las plantas agotadas para arrojarlas al montón de estiércol vegetal.

Se alegraba de que R.J. hubiera salvado las colmenas, y se dispuso a repararlas; le ofrecían todo el trabajo manual que pudiera desear.

—Están hechas un asco -le dijo a R.J. alegremente.

Sólo dos colmenas contenían aún enjambres sanos. Cada vez que David veía unas abejas que volaban hacia el bosque, las seguía con la esperanza de recobrar uno de los enjambres perdidos. En algunas colmenas, las abejas que quedaban estaban debilitadas por la enfermedad y los parásitos.

Construyó en el cobertizo una mesa de trabajo de tablas sin pintar y se dedicó a limpiar y esterilizar las colmenas, a administrar antibióticos a las abejas y a quitar los nidos de ratones que encontró en dos de las colmenas.

Se preguntó en voz alta qué se habría hecho del separador de miel y de todos los tarros de miel vacíos y las etiquetas impresas.

—Todo eso está en un rincón del cobertizo de tu antigua casa.

Yo misma lo puse allí -le indicó R.J.

Ese fin de semana, David llamó a Kenneth Dettinger. Dettinger miró en el cobertizo y le confirmó que estaba todo allí, así que David fue a recogerlo en su coche.

Al regresar le dijo a R.J.

que se había ofrecido a comprar el separador y los tarros, pero Dettinger había insistido en que se los llevara, junto con el viejo rótulo de anuncio y todo su inventario de tarros llenos, casi cuatro docenas.

Other books

Planet Fever by Stier Jr., Peter
Midworld by Alan Dean Foster