La doctora Cole (42 page)

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Authors: Noah Gordon

Tags: #Novela

BOOK: La doctora Cole
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El animal que tenían delante lanzó de pronto un gran mugido, que fue respondido por una vaca en el otro extremo del establo, y luego por varias.

—Y a propósito, ¿qué está haciendo aquí, sentado a solas?

—Verá, esta vaca está a punto de parir un ternero, pero tiene problemas -le explicó, alzando la barbilla hacia la res-. Es una novilla, comprende, y no ha parido nunca.

R.J. asintió. Una primípara.

—Bien, el caso es que está a punto, pero el ternero no quiere salir. He llamado a los dos únicos veterinarios de por aquí que aún se ocupan de animales grandes. Hal Dominic está en cama con gripe, y Lincoln Foster se encuentra en el condado del sur ocupado en dos o tres trabajos pendientes. Me ha dicho que intentará llegar hacia las once.

La vaca mugió de nuevo y se levantó torpemente.

—Tranquila, tranquila, “Zsa Zsa”.

—¿Cuántas vacas tiene usted?

—Ahora mismo, setenta y siete.

Cuarenta y una de ellas son lecheras.

—¿Y sabe cómo se llaman todas?

—Sólo las que están registradas. Hay que poner un nombre en los papeles de registro, ¿sabe?

Las que no lo están, llevan un número pintado en la piel y no tienen nombre. Pero ésta es una holstein y se llama “Zsa Zsa”.

La vaca volvió a agacharse mientras hablaban y se tendió sobre el costado derecho, con las patas extendidas hacia fuera.

—¡Mierda, mierda y mierda! Usted perdone -dijo Hinton-. Sólo se echan así cuando ya van a parir. No aguantará hasta las once. Lleva cinco horas intentando dar a luz.

»He invertido dinero en ella -añadió amargamente-. Una vaca registrada como ésta podría dar unos cuarenta litros de leche por día. Y el ternero habría valido la pena; pagué cien dólares sólo por el semen de un toro especialmente bueno.

La vaca lanzó un gemido y se estremeció.

—¿No podemos hacer nada por ella?

—No. Estoy demasiado enfermo para ocuparme de esto, y Stacia ha quedado completamente agotada después de ordeñarlas todas. Ella tampoco es joven. Se ha pasado un par de horas intentando ayudarla a parir y no ha podido, y ha tenido que volver a casa para acostarse.

La vaca mugió de dolor, se levantó y volvió a tenderse sobre el vientre.

—Déjeme echar un vistazo -dijo R.J. Se quitó la chaqueta de cuero italiana y la colocó sobre una bala de paja-. ¿Me coceará?

—No es probable, tendida como está -respondió Hinton secamente.

R.J. se acercó a la vaca y se puso en cuclillas tras el animal, sobre el serrín. Era una extraña visión, un ano estercolado como un gran ojo redondo sobre la enorme vulva bovina, en la que podía verse un casco patético y un fláccido objeto rojo que colgaba a un lado.

—¿Qué es eso?

—La lengua del ternero. La cabeza está justo debajo, fuera de la vista. No sé por qué, pero los terneros con frecuencia nacen sacando la lengua.

—¿Qué le impide salir?

—En un parto normal, el ternero nacería con las dos patas por delante y luego la cabeza, como un nadador cuando se lanza al agua.

Éste tiene la pata izquierda en la posición adecuada, pero la derecha está doblada en el vientre de la vaca. El veterinario empujaría la cabeza hacia el interior de la vagina, y metería la mano dentro para averiguar qué anda mal.

—¿Por qué no lo intento?

Hinton sacudió la cabeza.

—Hay que hacer bastante fuerza.

R.J. vio cómo se estremecía el animal.

—Bueno, por lo menos puedo intentarlo. Todavía no he perdido ninguna vaca -bromeó, aunque fue en vano: el granjero ni siquiera sonrió-. ¿Utiliza algún lubricante?

Él la contempló con expresión dubitativa y meneó la cabeza.

—No. Sólo tiene que lavarse todo el brazo y dejar mucho jabón -

respondió, y la condujo al fregadero.

R.J. se arremangó los dos brazos hasta el hombro y se los lavó bajo el chorro de agua fría, utilizando la gruesa pastilla de jabón para la ropa que había en la pila.

Después volvió a situarse tras la grupa del animal.

—Quieta, “Zsa Zsa” -le dijo, y se sintió un poco ridícula por hablarle de aquel modo a un trasero. Cuando introdujo los dedos y luego la mano en la cálida humedad del espacio interno, la vaca extendió la cola, recta y rígida como un atizador.

La cabeza del ternero estaba justo bajo la superficie, en efecto, pero parecía inamovible. Se volvió hacia Greg y descubrió que, pese a su interés, su mirada encerraba un claro mensaje de «ya se lo había dicho», así que R.J. respiró hondo y apretó con todas sus fuerzas, como si tratara de sumergir la cabeza de un nadador bajo un agua casi sólida. Poco a poco, la cabeza empezó a retroceder. Cuando hubo sitio suficiente, hundió la mano hasta la muñeca en la vagina de la vaca, y luego hasta la mitad del antebrazo, y sus dedos hallaron otra cosa.

—Estoy tocando... creo que es la rodilla del ternero.

—Muy posiblemente. Mire a ver si puede llegar más adentro y tirar del casco hacia arriba -le indicó Hinton, y R.J. lo intentó.

Siguió introduciendo el brazo con esfuerzo, pero de súbito notó una especie de ondulación cósmica tan innegable como un pequeño terremoto, y luego una fuerza poderosa que lanzó un

“tsunami” de músculo y tejido contra su mano y antebrazo y los obligó a ascender hasta expulsarlos como una semilla escupida con tanto vigor que toda ella cayó hacia atrás.

—¿Qué diablos...? -masculló, pero no necesitaba a Greg para saber que era un tipo de contracción vaginal que nunca había conocido hasta entonces.

Se tomó el tiempo necesario para enjabonarse de nuevo el brazo.

De vuelta junto a la vaca, estuvo observando durante unos minutos hasta comprender a qué se enfrentaba. Las contracciones se presentaban al ritmo de una por minuto y duraban unos cuarenta y cinco segundos, de manera que sólo le quedaba un margen de quince segundos para actuar. En cuanto advirtió que una contracción empezaba a aflojar, hundió otra vez el brazo en la tensa abertura que tenía delante; más allá de la rodilla, a lo largo de la pata delantera.

—Noto un hueso, el hueso pélvico -le anunció a Greg. Y luego añadió-: Ya tengo el casco, pero está atrapado bajo el hueso pélvico.

La cola rígida osciló, quizás a causa del dolor, y la golpeó en plena boca. R.J. escupió, aferró la cola con la mano izquierda y la sujetó. Entonces notó nuevas ondulaciones, y tuvo el tiempo justo para aferrar el casco y retenerlo mientras una prensa vaginal le oprimía el brazo desde las puntas de los dedos hasta el hombro. Al cabo de un instante desapareció el peligro de que el brazo fuese expulsado, porque la presión que lo envolvía era demasiado intensa. La fuerza de la contracción le aplastó la parte delantera de la muñeca contra el hueso pélvico del ternero. El dolor le hizo dar una boqueada, pero enseguida se le entumeció el brazo y perdió la sensibilidad, y R.J. cerró los ojos y apoyó la frente en “Zsa Zsa”.

Tenía el brazo cautivo hasta el hombro; se había convertido en una prisionera, unida indisolublemente a la vaca. R.J. se sintió desfallecer y tuvo una fantasía repentina, la terrible certidumbre de que “Zsa Zsa” iba a morir y de que tendrían que cortar el cadáver de la vaca para liberarle el brazo.

No oyó entrar a Stacia Hinton en el establo, pero captó el desafío irritable de la mujer: «¿Qué se cree esta chica que está haciendo?«, y un murmullo casi inaudible cuando Greg Hinton le respondió.

R.J. olía a estiércol, el olor interno de la vaca y el hedor animal de su propio sudor y de su miedo. Pero al fin cesó la contracción.

R.J. había ayudado a nacer a suficientes bebés para saber qué debía hacer a continuación, y retiró la mano entumecida hasta la rodilla del ternero para empujarla hacia adentro. Luego pudo introducirla hasta más allá, hacia adentro y hacia abajo.

Cuando localizó el casco de nuevo, tuvo que combatir un arrebato de pánico que la inducía a apresurar las cosas, porque no quería tener el brazo en la vagina cuando llegara la siguiente contracción.

Pero aun así siguió trabajando despacio. Cogió el casco, lo hizo ascender por la vagina y finalmente lo sacó fuera, junto al otro, donde le correspondía estar.

—¡Bravo! -exclamó Greg Hinton lleno de alegría.

—¡Buena chica! -gritó Stacia.

A la siguiente contracción apareció la cabeza del ternero.

«Hola, amiguito», le dijo R.J. para sus adentros, muy complacida. Pero sólo pudieron sacar las patas delanteras y la cabeza del recién nacido. El ternero estaba atascado en la vaca como un corcho en una botella.

—Si tuviéramos un sacador...

-dijo Stacia Hinton.

—¿Qué es eso?

—Es una especie de torno -le explicó Greg.

—Átele las dos patas juntas.

-R.J. se dirigió al Explorer, desprendió el gancho del torno eléctrico y fue desenrollando cable hasta el interior del establo.

El ternero salió muy fácilmente; «un buen argumento en favor de la tecnología», pensó R.J.

—Es un macho -observó Greg.

R.J. se sentó en el suelo y miró cómo Stacia enjugaba las mucosidades, residuos de la bolsa amniótica, del morro del ternero.

Lo pusieron delante de la vaca, pero “Zsa Zsa” estaba exhausta y apenas se movió. Greg empezó a frotar el pecho del recién nacido con manojos de paja seca.

—Esto estimula el funcionamiento de los pulmones; por eso la vaca siempre les da una buena lamida con la lengua. Pero la mamá de este pequeñín está tan cansada que es incapaz de lamer un sello.

—¿Se pondrá bien? -quiso saber R.J.

—Ya lo creo -respondió Stacia-. Dentro de un rato le pondré un buen cubo de agua caliente. Eso le ayudará a sacar la placenta.

R.J. se puso en pie y fue al fregadero. Se lavó las manos y la cara, pero enseguida comprendió que allí no podría limpiarse.

—Tiene un poco de... de estiércol en el cabello -señaló Greg con delicadeza.

—No lo toque -le recomendó Stacia-. Sólo conseguiría esparcirlo.

R.J. recogió el cable del torno y, sosteniendo la chaqueta de cuero con el brazo extendido, la depositó en el asiento de atrás del coche, lo más lejos posible de ella.

—Buenas noches.

Apenas oyó sus expresiones de gratitud. Puso el motor en marcha y regresó a su casa, procurando tocar la tapicería del coche lo menos posible.

Cuando llegó a la cocina se quitó la blusa. Las mangas se habían desenrollado y la pechera también estaba sucia; R.J.

identificó a primera vista sangre, mucosidades, jabón, estiércol y diversos fluidos del nacimiento. Con un escalofrío de repugnancia, hizo una bola con la blusa y la tiró al cubo de la basura.

Permaneció un buen rato bajo la ducha caliente, dándose masaje en el brazo y haciendo un gran consumo de jabón y champú.

Al salir se lavó los dientes, y después se puso el pijama sin encender la luz.

—¿Qué ocurre? -preguntó David.

—Nada -le respondió, y él siguió durmiendo.

Ella también pensaba acostarse a dormir, pero en vez de eso volvió a bajar a la cocina y puso agua al fuego para hacerse un café. Tenía el brazo magullado y dolorido, pero dobló los dedos y la muñeca y comprobó que no había nada roto. A continuación cogió papel y pluma de su escritorio y se sentó ante la mesa para escribir.

Había decidido enviarle una carta a Samantha Potter.

Querida Sam:

Me pediste que te escribiera si se me ocurría alguna cosa que una médica pudiera hacer en el campo y que no pudiera hacer en un centro médico.

Esta noche se me ha ocurrido una cosa: puedes meter el brazo dentro de una vaca.

Atentamente, R.J.

52

La tarjeta de visita

Una mañana R.J. recordó con desagrado que se aproximaba la fecha en que debería renovar su licencia para ejercer la medicina en el estado de Massachusetts, y que no estaba en condiciones de hacerlo. La licencia estatal tenía que renovarse cada dos años y, para proteger a los pacientes, la ley exigía a todo médico que solicitara la renovación, pruebas documentales de haber realizado un mínimo de cien horas de educación médica continuada.

El sistema pretendía actualizar los conocimientos médicos, perfeccionar constantemente las habilidades, y evitar que los doctores descendieran a un nivel inaceptable.

R.J., que aprobaba sin reservas el concepto de la educación continuada, se dio cuenta de que a lo largo de casi dos años sólo había acumulado ochenta y un puntos.

Atareada con el establecimiento de su nuevo consultorio y el trabajo en la clínica de Springfield, había descuidado su programa formativo.

Los hospitales locales ofrecían a menudo conferencias y seminarios que valían unos pocos puntos, pero no le quedaba tiempo suficiente para llegar al mínimo por esta vía.

—Tienes que asistir a un gran congreso profesional le sugirió Gwen-. Yo también me encuentro en la misma situación.

Así que R.J. empezó a estudiar los anuncios de congresos que aparecían en las revistas de medicina y descubrió que iba a celebrarse un simposio sobre el cáncer, de tres días de duración, dirigido a médicos de asistencia primaria.

El simposio, patrocinado conjuntamente por la Sociedad Norteamericana contra el Cáncer y el Consejo Norteamericano de Medicina Interna, se celebraría en el Hotel Plaza de Nueva York y ofrecía veintiocho puntos de educación médica continuada.

Peter Gerome aceptó acudir con Estie y alojarse en casa de R.J.

durante su ausencia, para sustituirla ante los pacientes.

Aunque Peter había solicitado privilegios de hospital, todavía no se le habían concedido, y R.J.

se arregló con un internista de Greenfield para que admitiera a cualquier paciente que necesitara ser hospitalizado.

David estaba escribiendo el penúltimo capítulo de su libro, y los dos estuvieron de acuerdo en que no podía interrumpir el trabajo. Así que viajó ella sola a Nueva York, conduciendo bajo el pálido sol de principios de noviembre.

R.J. descubrió que, aunque se había alegrado de abandonar las presiones de la gran ciudad al marcharse de Boston, en aquellos momentos se sentía dispuesta a sumergirse en ellas.

Después de la soledad y el silencio del campo, Nueva York se le antojó un colosal hormiguero humano, y la interacción de toda aquella gente le resultó un verdadero estimulante.

Conducir por Manhattan, sin embargo, no era ningún placer, y se sintió aliviada cuando dejó el coche en manos del portero del hotel; aun así, se alegraba de estar allí.

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